miércoles, 21 de septiembre de 2016
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 5
Pedro le ofreció unos zapatos de goma y un salvavidas y le ordenó que se sentase en la popa, asegurando que él se ocuparía del resto. Paula obedeció en el acto, tratando de molestar lo menos posible. A bordo de un barco no se encontraba en su elemento y le daba pavor resbalar y caer a las aguas sucias y revueltas del río Támesis. La chica observó a su vecino con interés; él también se había calzado unos zapatos más adecuados y se movía con soltura por la cubierta, atando y desatando nudos y enrollando cabos con unas manivelas metálicas. No tardó mucho en encender el motor y soltar amarras, y pocos minutos después la embarcación abandonaba el pantalán con lentitud.
Navegaron a motor hasta que llegaron a una zona más tranquila del río.
Allí Pedro desplegó las velas, le indicó que se sentara a su lado y comenzaron a deslizarse silenciosamente sobre las turbias aguas, en dirección a Greenwich. A pesar de que vivía en Londres desde sus tiempos de estudiante, Paula nunca se había subido ni siquiera a uno de esos barcos rebosantes de turistas que recorrían el río; era la primera vez que veía la ciudad desde el Támesis y el espectáculo le pareció maravilloso. Al principio, Pau se asustó bastante cuando la embarcación se inclinó hacia un lado debido a la fuerte brisa que hinchaba las velas y, aunque no dijo nada, se aferró con tanta fuerza a la barandilla metálica que los nudillos se le pusieron blancos.
—No tengas miedo, no vamos a volcar —le aseguró Pedro mirándola divertido, mientras movía la caña del timón con pericia para no perder ni una gota de viento.
—No tengo miedo —negó Paula, sin caer en la cuenta de que sus ojos eran de lo más expresivo.
—Ya lo veo, Paula —declaró él, burlón.
—Llámame Pau, nadie me llama Paula; solo mi madre cuando se enfada.
—Entonces estamos en paz. A mí nadie me llama Pepe.
La joven se encogió de hombros y al ver que, a pesar de que el velero iba bastante escorado, no volcaban consiguió relajarse y empezó a disfrutar del placer de sentir el aire frío acariciando su cara y su pelo. Poco después, los altos edificios se hicieron cada vez más escasos y dieron paso a la pintoresca campiña inglesa.
—¿Quieres llevar un rato el timón?
Pau lo miró con cierto sobresalto.
—Creo que no me atrevo —confesó, temerosa.
—No te preocupes, yo te ayudaré.
Paula cogió la caña con precaución y Pedro colocó su mano, grande y cálida, sobre la suya.
—¿Ves? Muévelo con suavidad en dirección contraria a la que quieras tomar. Si mueves la caña hacia babor, el lado izquierdo, la proa irá hacia la derecha y viceversa.
—Menudo lío. —Sin saber por qué, Paula se sentía un poco incómoda por la cercanía masculina; estaba tan cerca de él, que incluso podía oler el sutil y agradable aroma de su aftershave.
Por fin, Pedro soltó su mano y dejó a Pau llevar el timón en solitario. Al sentir cómo la pequeña embarcación respondía al más mínimo de sus movimientos, la embargó una sensación de poder y libertad que le hizo soltar una carcajada de contento.
—¡Es maravilloso!
El hombre observó su rostro ligeramente enrojecido por la brisa y el entusiasmo, el cabello revuelto y los ojos centelleantes y, una vez más, pensó que la señorita Chaves era la persona más llena de vida que había visto jamás. Paula desbordaba pasión por todos los poros de su piel, lo cual resultaba un fenómeno fascinante e inquietante a la vez y Pedro era aún incapaz de decidir si la burbujeante señorita Chaves le agradaba o no.
Después de un par de horas navegando, Alfonso decidió echar el ancla en un bucólico tramo del río desde el que se divisaba una antigua iglesia de piedra, rodeada de verdes prados en los que pastaba tranquila alguna que otra vaca, ajena por completo a la inmensa urbe que se erigía a pocos kilómetros. Estaban teniendo mucha suerte con el tiempo. A pesar de que el cielo estaba cubierto de amenazadoras nubes grises, de vez en cuando salía el sol y, por el momento, la lluvia parecía que iba a respetarlos. Mientras Paula sacaba de la bolsa las provisiones que había traído, Pedro hizo aparecer, como un mago de la chistera, un par de copas y una botella de vino español.
—Espero que te guste el vino, Paula. En tu honor he traído un vino español, un Ribera de Duero —anunció, mientras descorchaba la botella con habilidad.
—Sí, me encanta, pero te advierto que no puedo tomar más de una copa —le advirtió Paula muy seria.
—¿Solo una copa? ¿Tienes algún tipo de alergia? —preguntó, sorprendido.
—Se trata más bien de una pequeña enfermedad...
—¡No me asustes!
—Bueno —dijo ella encogiéndose de hombros—, no es nada grave. Simplemente, no tolero el alcohol. Si tomo un poco más de la cuenta pierdo los papeles de manera lamentable.
—Parece un fenómeno interesante —afirmó Pedro, al tiempo que le tendía una de las copas.
—Créeme, no lo es —Paula suspiró y luego, con expresión pensativa, bebió un poco de vino y añadió—: Está buenísimo.
—Y, si no es indiscreción, ¿a qué le llamas perder los papeles, exactamente? ¿Te da por irte a la cama con extraños? ¿Por ponerte desnuda cabeza abajo? —insistió Pedro, zumbón.
—No te rías. No tiene ninguna gracia. Por lo que me han contado, aún no he llegado a esos extremos —comentó muy seria y le tendió uno de los sándwiches que había preparado.
Pedro le dio un buen mordisco y exclamó:
—¡Hmm, delicioso!
—¿Verdad? —El rostro de Pau se animó de nuevo—. Estos sándwiches son mi especialidad. Mi única especialidad, en realidad. Confieso que en la cocina soy un cero a la izquierda.
—Son los mejores sándwiches que he tomado jamás, pero volviendo a nuestra conversación, ¿qué efectos tiene el alcohol sobre ti? —Paula observó los ojos grises de su vecino que ahora no parecían tan fríos; era la primera vez que lo veía sonreír y tenía que reconocer que resultaba un hombre muy atractivo.
«Bueno», se dijo, «quizá el pobre tenga solución después de todo».
Pau dio otro sorbo de vino y prosiguió:
—Verás, al día siguiente no recuerdo nada de lo que he dicho ni de lo que he hecho. Los que me han visto en ese estado dicen que me pongo enormemente cariñosa.
—Eso está bien —afirmó, irónico.
—No lo creas. Solo me ha ocurrido dos veces en mi vida. La primera fue cuando tenía dieciséis años; una compañera de clase me invitó a una fiesta y, por primera vez, bebí bastante alcohol. Hasta ese momento solo le había dado algún que otro sorbo a una cerveza. Lo único que recuerdo fue que, cuando me desperté en mi cama, me dolía la cabeza como si tuviera un millar de alfileres clavados en el cerebro y otros tantos en los globos oculares. Había vomitado dos veces en el suelo del baño y una en la alfombra del salón, y mi madre estaba tan furiosa que pensé que le estallaría una vena del cuello. Mi amiga Fiona me contó más tarde que no había parado de abrazar a todo el mundo, chicos, chicas, una vagabunda que dormía en la plaza y que por lo visto empezó a gritar llamando a la policía, un perro callejero lleno de pulgas...
Al ver su expresión desolada ante aquellos recuerdos, Pedro no pudo contenerse más y soltó una carcajada. Pau alzó los ojos hacia él y lo miró indignada.
—Perdona, Paula, sigue contando, por favor —rogó tratando de recuperar la seriedad.
—En resumen, cuando volví el lunes al colegio había dos chicos y una chica, que decían ser mis novios, a los que había jurado amor eterno. —Pedro empezó a reírse de nuevo y, a pesar de que le irritaba que se tomara a broma su triste historia, Paula pensó que estaba guapísimo.
—¡Menos mal que también se me ocurrió meter algunas latas de coca-cola en la nevera! —exclamó él algo más calmado, mientras le pedía otro sándwich—. Cuéntame qué pasó la segunda vez que bebiste.
—Creo que no lo haré. Son historias muy íntimas y no pretendo resultar graciosa —replicó Paula con el ceño fruncido.
—Por favor, por favor —suplicó su vecino, con los iris grises chispeando de diversión.
—Está bien —asintió la chica, resignada—, pero prométeme que no te reirás.
—Palabra de boy scout —respondió él con expresión solemne, al tiempo que alzaba la palma de la mano.
Paula lo miró con desconfianza, pero a pesar de ello continuó con su historia:
—La segunda vez que bebí fue hace unos cuatro años. También fue en una fiesta. Estaba un poco triste porque mi novio me había dejado.
—¿Te dejó él a ti? —preguntó Pedro, extrañado.
—Pues sí, me dejó él, no sé por qué te sorprendes tanto. Aunque, si te soy sincera, en realidad no me sentía triste porque me hubiera dejado. Lo que en realidad me angustiaba era que, después de haber estado más de dos años juntos, notaba que no estaba excesivamente apenada por el hecho en sí. No sé si me entiendes...
—Vamos, que tú tampoco estabas muy enamorada de él —afirmó Pedro tratando de aclarar la cuestión mientras alargaba el brazo y cogía el tercer sandwich.
—En efecto, pero me daba rabia sentirme así porque, justo antes de darme la patada, Jason me había acusado de eso mismo y de ser una bruja sin corazón, y yo lo había negado indignada. Y al final resultó que él tenía razón y... volviendo a lo que te estaba contando, pues eso, que me sentía triste y un poco deprimida y decidí tomarme unas copas para animarme. Pensé que quizá lo que me ocurrió cuando tenía dieciséis años no tenía por qué volver a repetirse.
—Pero se repitió.
—Así es. No dejé que Fiona me contara todos los detalles, pero me dijo que dos hombres se habían peleado por mí y que otro tipo, bastante bebido, había amenazado con tirarse por el balcón si no le prometía en ese mismo instante que me casaría con él. —Cuando Pedro al fin consiguió dejar de reír se dio cuenta de que Paula lo observaba irritada.
—Creo que debiste ser un boy scout lamentable —declaró la joven con rencor.
—Reconozco que nunca me aceptaron entre sus filas, pero... —Pedro se interrumpió y examinó con recelo la copa casi vacía de la chica. Con un rápido movimiento se la arrebató de la mano y la dejó a un lado, luego rebuscó en la nevera portátil y sacó una lata de coca-cola.
—Será mejor que no bebas más.
—No te preocupes —le dijo Pau lanzándole una mirada malévola—. No te veo perdiendo la cabeza con facilidad.
—No, pero tampoco me gusta correr riesgos innecesarios —contestó Pedro muy serio, sin dejar de masticar.
—Bueno y ahora que has devorado todos mis sándwiches —comentó ella al ver cómo se tragaba el último pedazo del cuarto emparedado—, solo puedo ofrecerte esta humilde tableta de chocolate como postre.
—Perfecto, me encanta el chocolate —afirmó su vecino, satisfecho.
—Vaya, por fin hemos descubierto que tenemos algo en común...
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 4
Después de recoger, Paula se fue por fin a la cama, agotada.
Por fortuna, no necesitaba dormir muchas horas, así que puso el despertador temprano para que le diera tiempo a prepararlo todo al día siguiente. Cuando se levantó, se sentía como nueva. Se dio una ducha, se lavó el pelo y lo dejó secarse al aire mientras se enfundaba sus viejos vaqueros y una abrigada cazadora. Abrió la nevera y vio que dentro de ella reinaba el vacío más absoluto pero, sin perder el entusiasmo, cogió la correa de Milo y se fue con él de compras. Unas calles más abajo, un pequeño supermercado regentado por una pareja de indios mantenía sus puertas abiertas a cualquier hora del día.
Mientras preparaba unos sándwiches rellenos de delicias secretas que eran su especialidad, Paula empezó a pensar en Pedro Alfonso. Desde el principio, su vecino le había parecido un tipo frío y distante. La rigidez de su figura y de sus gestos indicaban que procuraba mantenerse al margen de lo que ocurría a su alrededor. Sin embargo, era un hombre demasiado educado para dejar traslucir el desdén que a veces sentía por sus semejantes, y esa misma educación era una coraza con la que se protegía de ellos. Se notaba que no le gustaba que nadie se acercase a él más de lo necesario, pero Paula no era el tipo de persona que se arredraba ante las dificultades, así que decidió convertir a su vecino en su nueva misión.
Paula Chaves poseía una gran empatía. Desde muy pequeña, cuando no recogía de la cuneta a un perro atropellado al que le faltaba una pata, era un gatito sarnoso y medio tuerto que había encontrado en un cubo de basura.
En el colegio, cualquier niño que sufriera el acoso de sus compañeros sabía que podía contar con el apoyo de la pequeña de los Chaves, capaz de enfrentarse a chicos de tres veces su tamaño sin parpadear. Sus hermanos mayores se burlaban de ella llamándola Santa Paula de Asís y se reían en cuanto la veían llegar con cualquier lamentable criatura trotando detrás de ella con adoración.
«Lo haré», se prometió, resuelta. «Enseñaré a este pobre hombre a disfrutar un poco de la vida. Es muy triste ver lo infeliz que es y darse cuenta de que ni siquiera es consciente de ello».
Satisfecha, recogió la cocina mientras tarareaba una alegre melodía, puso agua limpia en el cuenco de Milo, cogió la bolsa con la comida y fue a llamar al timbre de la casa de su vecino. Enseguida se abrió la puerta y Pedro, impecablemente vestido con unas bermudas claras y un grueso jersey azul marino de cuello alto, la invitó a pasar.
Pau miró a su alrededor con curiosidad. La casa estaba decorada con elegancia y saltaba a la vista que un buen interiorista se había encargado de todos los detalles. No había ni un libro fuera de su sitio y todo relucía impoluto. En opinión de Paula, era tan acogedora como la fría habitación de un hotel.
—Qué casa tan maravillosa —dijo poco sincera.
Pedro se la quedó mirando un rato con sus inescrutables ojos grises y en su tono más educado contestó:
—No es necesario que mientas. —Paula se mordió el labio inferior y lo miró, mitad turbada, mitad risueña.
—La decoración es preciosa, de verdad. Simplemente, resulta un poco impersonal, no sé... no parece un hogar.
Aunque no lo dejó traslucir, su comentario irritó a Pedro. No era que hubiese traído a su casa a muchas mujeres; en general, prefería ir a casa de ellas o a algún hotel, pero las pocas que habían pasado por allí le habían felicitado por la elegante decoración de su piso. La cruda sinceridad de la señorita Paula Chaves era un caso único de malos modales, decidió, y él, Pedro Alfonso, creía firmemente en la buena educación como un pilar indispensable para impedir el desmoronamiento de la sociedad.
—Lamento que no sea de tu agrado —respondió con un velado sarcasmo que a Pau no le pasó desapercibido.
—Perdóname, Pepe —suplicó ella juntando las manos en un teatral ademán de plegaria—. Como diría mi madre: el exceso de sinceridad es una imperdonable falta de educación. Te prometo que no diré nada más que pueda molestarte.
Al ver su expresión contrita, Pedro sintió un impulso casi irrefrenable de extender la mano y acariciar la suave piel de su mejilla. A duras penas logró reprimirlo y se preguntó cómo era posible que esa imprevisible criatura le hiciera pasar en menos de un segundo del enojo a la ternura, siendo esta, además, una emoción con la que no estaba muy familiarizado.
—Será mejor que nos vayamos ya o perderemos la marea —declaró en un tono que no delataba las confusas emociones que se agitaban en su pecho.
martes, 20 de septiembre de 2016
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 3
Hacia las diez y media de la noche, Pedro subió andando los catorce tramos de escalera que llevaban hasta su piso.
Había salido a correr unos cuantos kilómetros antes de la cena y volvía sudoroso, pensando tan solo en tomar una ducha. Al detenerse ante la puerta de su casa, escuchó risas y música que venían de la vivienda contigua. Era evidente que la fiesta había comenzado.
«Espero que la cosa no vaya a más», se dijo, molesto.
Desde que conocía a Winston, hacía ya bastantes años, nunca supo que diera ni siquiera una cena. Aunque Alberto y él no se llevaban mal, y alguna vez, incluso, se dejaba caer por su casa para echar una partida de ajedrez, siempre lo había considerado un hombre más bien solitario y algo huraño; estaba claro que convivir con una jovencita iba a repercutir en sus costumbres más queridas. Pedro, se encogió de hombros, al fin y al cabo, lo que hiciera su vecino no era asunto suyo.
Ya en el cuarto de baño, se quitó la camiseta empapada y los pantalones cortos y los arrojó al suelo de cualquier manera. Luego se metió bajo el chorro caliente y sintió cómo sus músculos se relajaban. Le gustaba hacer ejercicio de manera habitual y, como no tenía tiempo para ir al gimnasio, procuraba correr al menos media hora todas las noches. Al salir de la ducha, se secó bien, enrolló una toalla alrededor de sus caderas y se dirigió a la cocina. Preparó un sándwich de varios pisos, lo colocó junto a un vaso de agua y una copa de vino en una bandeja y lo llevó todo al salón.
Encendió el televisor para ver las noticias mientras cenaba, sin embargo, aunque subió varias veces el volumen, tuvo que rendirse y apagarlo. Después trató de leer un rato, pero escuchar a Bruce Springsteen gritando en su oreja que había nacido en los Estados Unidos no contribuyó a su concentración, precisamente, así que decidió ir a acostarse.
El abrumador nivel de decibelios que lo recibió al entrar en su dormitorio no tenía nada que envidiar al de cualquier discoteca de moda. Si su vecina no bajaba el volumen, no iba a poder pegar el ojo. Maldijo en silencio; tendría que vestirse e ir a decirle que bajara la música. Irritado, se puso unos vaqueros y una camisa y, sin molestarse en remeterla por dentro del pantalón, se dirigió al piso de al lado. Tuvo que llamar varias veces al timbre antes de que una muchacha bajita y con el pelo rojizo le abriera la puerta.
—¡Hola, soy Fiona! —La pelirroja lo miró de arriba a abajo con evidente apreciación y su sonrisa se hizo más amplia—. Pasa, pasa, la fiesta acaba de empezar.
—Soy Pedro Alfonso, el vecino de Paula, quería hablar con ella, por favor.
—Ven, vamos a buscarla —propuso la chica colgándose de su brazo, desenfadada.
La casa estaba atestada de gente y todos parecían estar ya bastante achispados. En uno de los sofás, que al menos la señorita Chaves había tenido la previsión de tapar con unas sábanas viejas, una pareja se besaba con tanta pasión que en breve se verían obligados a ir a buscar la cama más próxima. El humo del tabaco y de la marihuana flotaba en el ambiente como un aromático hongo nuclear y, en un rincón, Pedro descubrió a tres tipos haciendo malabares con unos huevos de piedra a los que su vecino tenía mucho aprecio. Una vez más, se preguntó qué opinaría Alberto del asunto, pero cuando la tal Fiona le condujo hasta Paula, se dio cuenta de que Winston no estaba allí.
Su vecina llevaba un sencillo vestido de algodón que enfatizaba su esbelta figura y sus bonitas piernas. Unos grandes aretes de oro colgaban de sus orejas dándole un ligero aire de zíngara y su pelo, brillante como el latón pulido,
enmarcaba el rostro sonrojado, mientras discutía acaloradamente con un melenudo que parecía ejercer de pinchadiscos. A Pedro no le quedó más remedio que reconocer que estaba muy guapa.
—¡Te he dicho veinte veces que bajes la música de una vez, Jake! —gritó Paula con los brazos en jarras y el ceño fruncido.
—Pero, preciosa, ya la he bajado. —La vibración del agua de un jarrón de cristal colocado sobre una mesa cercana parecía desmentirlo.
—Señorita Chaves —Pedro alzó la voz, tratando de hacerse oír por encima del estruendo de la música, pero ella no lo oyó y siguió discutiendo con el gigante del pelo largo.
Entretanto, un joven alto y muy moreno, de unos treinta y cinco años —Alfonso supuso que debía resultar bastante atractivo para las mujeres o al menos el tipo parecía creerlo así—, se acercó a Paula por detrás, apartó su melena a un lado y la besó en el cuello con manifiesta lujuria. Al verlo, Pedro apretó las mandíbulas y se vio obligado a contener el impulso de apartarlo de la chica con violencia y derribarlo de un golpe; le parecía el colmo de la desfachatez que la joven se dejara besar por otro hombre en la misma casa de su viejo amante. Sin embargo, Pau se revolvió con la velocidad de un tornado y se apartó de esos labios ávidos, al tiempo que apoyaba las palmas de sus manos sobre el pecho masculino y lo empujaba lejos de ella.
—¡Nicolas, no vuelvas a besarme! Te recuerdo que ya no salimos juntos —exclamó, furiosa.
—Pero Pau, es que sigo loco por ti.
—Haberlo pensado antes de intentar liarte con mi mejor amiga cuando todavía estabas conmigo —lo interrumpió Paula sin piedad, aunque a Pedro no le pareció que el tema la entristeciera mucho. Claro que, ahora, ella tenía un nuevo novio mucho más rico, lo cual quizá calmaba un poco su orgullo herido.
—¡Pau! —gritó la pelirroja que llevaba colgando del brazo, que a punto estuvo de dejarlo sordo—. ¡Te traigo a tu guapísimo vecino!
Esta vez, Paula la oyó y se volvió hacia ellos.
—¡Señor Alfonso! —exclamó con expresión avergonzada, mientras se mordía el labio inferior—. Siento muchísimo este jaleo—. Hizo un gesto abrumado con una mano que abarcó todo lo que la rodeaba y Pedro tuvo la sensación de que se sentía superada por los acontecimientos.
—Me temo que algunos vecinos se han quejado y como, en estos momentos, yo soy el presidente de la comunidad, me veo obligado a comunicarle que la fiesta debe terminar o, si no, me veré obligado a llamar a la policía. —Improvisó Pedro en respuesta a la muda petición de auxilio de esos grandes ojos color castaño. Al escuchar sus palabras, Paula le lanzó una sonrisa radiante como si fueran las mejores noticias que hubiera recibido en su vida.
—Ya habéis oído, chicos. La fiesta se acabó por hoy.
El melenudo empezó a protestar. Era evidente que su tasa de alcohol debía de ser de, al menos, un par de kilos por litro de sangre, así que Pedro decidió echar mano de toda su diplomacia. Lo último que le apetecía era que un individuo de semejante envergadura se pusiera violento.
—Tú eres Jake, ¿no?
El tipo trató de fijar en él sus pupilas vidriosas.
—¿Cómo lo sabes? -preguntó con voz pastosa.
—Tío, he oído hablar mucho de ti. Es impresionante cómo pinchas, no había oído nunca nada igual. David Guetta no te llega a la suela del zapato. —Pedro no permanecía ocioso mientras hablaba. Con desenvoltura, apagó la música y empezó a desenchufar los cables y comentó con fingida admiración:
—Este pedazo de equipo es tuyo, ¿no? Es una auténtica pasada.
—Joder, tronco, tú sí que entiendes —respondió el hombretón, halagado, sin dejar de tambalearse de atrás hacia adelante en un equilibrio inestable. Con disimulo, Pedro le guiñó un ojo a Paula que lo observaba, divertida, con esa deliciosa sonrisa suya prendida en los labios.
—¡Atención a todos, se acabó la fiesta! —La voz profunda de Pedro vibró por encima de las conversaciones y, aunque se oyeron algunas protestas, finalmente todos, incluida la pareja medio desnuda del sofá, abandonaron la vivienda.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Paula en cuanto salió el último invitado, apoyándose contra la puerta y cerrando un momento los ojos. Enseguida los abrió de nuevo y añadió—: Y gracias sobre todo a usted, señor Alfonso. No podía haber llegado en un momento más oportuno.
—Y... ¿puede saberse qué opina Winston de todo esto?
—Oh, tío Al estará fuera mucho tiempo y espero que no se entere —declaró ella con una despreocupación que hizo que a Pedro le rechinaran los dientes —. Mañana lo recogeré todo y ojalá que no haya nada roto. Menos mal que retiré los objetos más valiosos antes de que llegaran mis amigos. ¡Uy, casi me olvido! Voy a sacar a Milo de la habitación, lo he dejado encerrado y debe estar a punto de echar la puerta abajo.
Su vecino la acompañó y tuvo que soportar que el perrazo, feliz al verse al fin libre de su encierro, se abalanzara alegre sobre él y apoyara sus enormes patas delanteras sobre su pecho.
—No me parece bien que se dedique a organizar fiestas en ausencia del dueño del piso —comentó Pedro en tono severo, mientras se sacudía a Milo de encima.
—Un poco de diversión no hace mal a nadie ¿no cree? —preguntó Pau con una mirada maliciosa—. Aunque debo reconocer que la cosa se ha desmadrado un poco. Verá, se ha corrido la voz y al final todo el mundo ha llegado con algún conocido que a su vez conocía a alguien, que a su vez...
—Ya me hago una idea —la interrumpió Pedro, irritado por su frivolidad—. Espero que cuando vuelva Alberto recupere sus posesiones intactas —dijo resaltando las palabras, mientras la miraba de forma significativa. Paula le devolvió la mirada, extrañada.
—Me imagino que no hay nada que una buena limpieza no pueda remediar —comentó Pau encogiéndose de hombros.
Incapaz de soportar su expresión inocente ni un minuto más, Pedro respondió con sarcasmo:
—¿Cree usted que a Alberto no le importará compartir lo que le pertenece con esos amigotes suyos? Es curioso, soy incapaz de entender estas relaciones tan liberales, debo estar más chapado a la antigua de lo que creía.
—No entiendo a qué se refiere —respondió ella, perpleja.
—Es usted una gran actriz, señorita Chaves, esa mirada ingenua bien podría valerle un óscar. Pero no se preocupe, no es asunto mío el tipo de acuerdos a los que mi vecino llega con sus queridas.
A pesar de su enojo, según salían estas palabras de su boca Pedro se arrepintió de haberlas pronunciado. En realidad, no tenía derecho a mostrarse grosero con la muchacha; nadie le había invitado a convertirse en el campeón de su cornudo vecino. Sin embargo, la reacción de Paula le sorprendió y le enervó aún más. No solo no parecía en absoluto ofendida, sino que empezó a reírse con unas carcajadas tan intensas que se vio obligada a sentarse en el sofá, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Su extraño comportamiento consiguió sacar a Pedro de sus casillas. Muy enfadado, se inclinó sobre ella, la agarró de los brazos con fuerza y la obligó a ponerse en pie.
—¿Puede saberse qué es lo que le parece tan divertido?
Paula trató de contener su hilaridad, pero la expresión disgustada en ese semblante adusto era demasiado para ella. Luchando por dominarse, se enjugó los ojos con el dorso de las manos y le contestó:
—Lo siento, señor Alfonso, pero resulta tan gracioso...
—¿Usted cree? —Pedro, enfurecido, le dio una ligera sacudida.
—¡Ay, suélteme, me está haciendo daño! —se quejó ella, calmándose por fin. Estupefacto ante semejante pérdida de control, Pedro la soltó en el acto.
—Perdóneme, señorita Chaves, su relación con Alberto no es de mi incumbencia. —Avergonzado, el hombre se pasó una mano nerviosa por sus cortos cabellos.
Pau se frotó los brazos doloridos, en un intento de que la sangre volviera a circular con normalidad. Debería estar enfadada, pero la situación se le antojaba tremendamente cómica; estaba claro que había ofendido el delicado sentido de la propiedad de su vecino. Al ver su rostro ceñudo, con las fuertes mandíbulas apretadas, se apiadó de él y le lanzó una de sus encantadoras sonrisas.
—No se preocupe, no es nada. Simplemente, me ha hecho gracia que usted pensara que soy la amante de tío Al. —Ahora fue el turno de Pedro de mirarla asombrado.
—¿No es su amante? Entonces, ¿qué hace viviendo aquí?
—No sé por qué tengo que darle explicaciones —respondió Paula haciendo un mohín.
—En efecto, no es asunto mío —asintió el hombre con rigidez.
Pau se lo quedó mirando con burla, mientras las chispas doradas de sus ojos resplandecían, traviesas.
—Por favor, no se enfade señor Alfonso, pero es que resulta tan divertido cuando se enoja y me mira con tanta desaprobación, que la tentación de provocarlo resulta irresistible.
—Me alegro de que se lo pase tan bien a mi costa, señorita Chaves —contestó Pedro muy tieso. No estaba acostumbrado a que las mujeres se rieran de él, más bien todo lo contrario, hasta la fecha se habían dedicado a perseguirlo sin tregua. Definitivamente, la señorita Chaves no le gustaba un pelo.
Pero en un instante todo cambió, Paula alzó su rostro contrito hacia él y Pedro notó que sus ojos ya no eran burlones, sino amables y afectuosos. En realidad, toda ella parecía iluminada por un fulgor interior que la convertía en la
persona más vital que Pedro hubiera conocido jamás. De pronto, algo se revolvió en su interior y lo achacó a que Paula Chaves le resultaba una mujer terriblemente irritante.
—Llámeme Pau, por favor, tanta formalidad me abruma. ¿Puedo llamarlo Pepe?
Pedro asintió, sorprendiéndose a sí mismo. Nunca había consentido, ni siquiera a sus mejores amigos, que lo llamaran por la abreviatura de su nombre, ¿por qué entonces hacía una excepción con esta muchacha descarada?
Mentalmente, se encogió de hombros y volvió a prestar atención a lo que la chica le decía.
—Verás, Pedro, no te importa que te tutee, ¿verdad? —continuó su explicación sin esperar su respuesta—. Tío Al es realmente mi tío. Un día anunció que estaba harto del clima inglés y decidió pasar una temporada en Italia para disfrutar del arte y la historia que se respira en cualquier rincón de ese país y, por supuesto, del sol y de la comida italiana. Me deja vivir en su piso a condición de que cuide de él y de Milo.
—Pues ya veo como los cuidas... —respondió Pedro, sarcástico.
—Eso es un golpe bajo —contestó Pau sin enfadarse lo más mínimo—, pero reconozco que tienes razón; si no hubiera sido por ti, la cosa podría haberse puesto un poco fea. Te prometo que no daré más fiestas.
—Lo que hagas o dejes de hacer no es de mi incumbencia —declaró Alfonso, cortante; de repente, se sentía completamente estúpido.
—Lo sé. —Al hombre le sorprendió que Paula soportara sus desaires sin inmutarse y que, además, le respondiera con insolencia; estaba acostumbrado a que la mayoría de la gente lo tratase con un respeto rayano en el temor—. Bueno, es tarde. Será mejor que te vayas a tu casa. Todavía tengo que recoger todo esto.
De nuevo, le desconcertó que lo despidiera con semejante indiferencia; solía ser él el que se marchaba sin atender a los ruegos de las mujeres para que se quedase un rato más. Su buena educación le impulsó a ofrecerse para ayudarla, a pesar de que era lo último que le apetecía.
—Eres un encanto, Pedro —contestó Paula al tiempo que apretaba su brazo, cariñosa, causándole un ligero sobresalto—, pero no, gracias.
Siguiendo un impulso del que se arrepintió al instante, Pedro le propuso:
—Mañana saldré a navegar a eso de las doce, si quieres puedes venir. Me llevaré la comida y pasaré el día en el barco, pero no pretendo volver muy tarde.
Por qué la había invitado era algo a lo que, aunque estuvo dándole vueltas más tarde, no encontró respuesta. Paula Chaves le perturbaba de una manera extraña. Era una mujer imprevisible; la encontraba tremendamente descarada y no estaba seguro de que le gustase la forma que tenía de mirarle con esos ojos burlones, así que lo más lógico hubiera sido evitar todo contacto con ella y, sin embargo, ahí estaba él invitándola a pasar el día a su lado. Ajena por completo a sus pensamientos, Pau lo miró agradablemente sorprendida.
—¿Me llevarás? —preguntó con un entusiasmo desbordante—. Es curioso...
—¿Qué es lo que te resulta curioso? —preguntó él, cuando pareció que ella no continuaría con lo que estaba diciendo.
Paula clavó su expresiva mirada en las pupilas masculinas y respondió con franqueza:
—Tengo la impresión de que no te gusto en absoluto. —Pero antes de que Pedro pudiera negarlo cortésmente, la joven volvió a soltar una de sus inesperadas carcajadas—. No te molestes en negarlo, además, no importa. Estaré encantada de salir a navegar contigo y no te preocupes por la comida, yo me encargaré.
—No es necesario... —Paula lo interrumpió, al tiempo que lo empujaba con suavidad hacia la puerta.
—Relájate un poquito, Pepe, te noto tenso. Mañana a las doce llamaré al timbre de tu puerta con una enorme bolsa llena de cosas ricas; a cambio, te dejo que te ocupes tú de las bebidas. Buenas noches. —Y sin permitirle replicar, abrió la puerta y la volvió a cerrar casi en sus narices.
Pedro se quedó parado sobre el felpudo apretando los puños con fuerza.
«Esta muchacha impertinente, va a recibir una lección», se prometió.
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 2
Al día siguiente era sábado y Pedro, que se había despertado bastante tarde, decidió —cosa extraña en él— no ir a la oficina. Se dijo que se lo tomaría con calma, así que recogió el periódico que el conserje le había dejado sobre el felpudo de la puerta de entrada y se dirigió con él en la mano a la luminosa cocina, donde se preparó un abundante desayuno. Por fortuna la señora Jones, su ama de llaves, se ocupaba de que hubiera siempre alimentos frescos en la nevera y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, Pedro se dio el lujo de desayunar tranquilamente hojeando el periódico y disfrutar de una larga ducha, sin tener que salir corriendo a ninguna reunión.
«Bajaré el ritmo», se prometió a sí mismo, aunque sabía bien que no lo haría.
Pedro encendió su portátil y estuvo trabajando durante unas cuantas horas. Más tarde, salió a la calle y, aprovechando que el sol lucía con fuerza, se sentó en la terraza de uno de los pintorescos restaurantes que poblaban la zona, cerca de una estufa de gas. Mientras contemplaba el relajante balanceo de los barcos en el pequeño puerto deportivo, decidió que al día siguiente saldría a dar una vuelta en su velero; hacía demasiado tiempo que no disfrutaba del placer de navegar. Dudó si llamar a su amigo Harry para que lo acompañara pero, finalmente, decidió que prefería estar solo. Pasaba tanto tiempo rodeado de gente, que pensó que un poco de soledad resultaría muy agradable, para variar.
—¡Hola, señor Alfonso! —Pedro reconoció sin problemas la voz femenina que sonó a su derecha y se levantó en el acto, mirando a la mujer que se acercaba con curiosidad.
—¡Buenos días, señorita Chaves! ¡Hola Milo! —saludó, mientras se inclinaba para acariciar al enorme dogo blanco con manchas negras que tiraba con fuerza de la correa sin parar de mover el rabo, excitado.
Pedro había imaginado que la joven sería bonita, pero no hasta ese punto. Su melena ondulada caía a su espalda en una gama de colores que iba del castaño al dorado; los ojos marrones, enmarcados por largas y espesas pestañas, eran inmensos y ligeramente rasgados, y unas motas de oro parecían chispear dentro de ellos. Paula Chaves era alta y vestía de manera muy informal con unos desgastados vaqueros que se ajustaban a la perfección a sus esbeltas caderas, una camiseta de tirantes blanca y un viejo jersey azul claro, de cuello de barco, bastante deformado.
—¿Cómo me ha reconocido? —preguntó Pedro—. Yo apenas pude verla en la oscuridad.
La chica le lanzó una alegre sonrisa que mostró unos dientes pequeños y muy blancos. Una de sus paletas se montaba ligeramente sobre la otra y eso, aunque le restaba perfección a su gesto, le añadía todavía más encanto.
—Confieso que no estaba segura del todo. Anoche en la terraza me pareció que tenía el pelo claro y, cuando lo he visto aquí sentado, he decidido arriesgarme. Además, me da la sensación de que Milo, aquí presente, también lo conoce a usted muy bien —declaró, divertida, acariciando al animal detrás de las orejas.
En efecto, Paula había pensado que Pedro Alfonso sería rubio, pero su pelo, que llevaba muy corto, resplandecía con el brillo de la plata a pesar de que no debía tener más de cuarenta años. Sus ojos también eran de un gélido tono gris acero y resaltaban en el rostro moreno, impenetrables.
Llevaba una elegante americana sobre su camisa azul y unos bien planchados pantalones beige, y el conjunto ponía de relieve su espléndida figura. Aunque reconocía que el señor Alfonso era muy atractivo, Pau no estaba segura de que aquel hombre le agradara. Parecía un elegante aristócrata recién salido de una revista de sociedad, todo afabilidad y buena educación, pero había algo en él que resultaba frío y extremadamente distante.
—¿Le apetece sentarse y tomar algo conmigo? ¿Una cerveza, una coca-cola? —preguntó Pedro con cortesía, aunque no estaba seguro de querer pasar la mañana con la amante veinteañera de su vecino.
—Oh, no, muchas gracias. —Paula sacudió la cabeza en una negativa, de forma que Pedro pudo aspirar el agradable aroma de su pelo recién lavado—. Tengo que ir a comprar un montón de cosas. Esta noche he invitado a unos cuantos amigos a casa, espero no molestarlo. Si lo desea puede pasarse a tomar una copa, será algo muy informal...
—Gracias por la invitación, señorita Chaves, pero lo más seguro es que me acueste temprano. Mañana quiero salir a navegar.
—¿Tiene barco? —preguntó Pau, curiosa.
—Es ese de ahí. —Indicó Pedro señalando con el dedo un pequeño velero que se balanceaba con suavidad, mecido por las ligeras olas que levantaba la brisa en el río.
—¡Siempre he deseado navegar por el Támesis! —afirmó Paula con entusiasmo.
Molesto ante su nada disimulada indirecta, Pedro se vio obligado a invitarla a regañadientes:
—Si lo desea puede venir conmigo...
La joven se quedó mirando los rasgos severos de su vecino y no pudo evitar lanzar una nueva y contagiosa carcajada, que consiguió irritar aún más al hombre que se encontraba frente a ella.
—Me imagino cómo ha sonado lo que acabo de decir —comentó Paula sin dejar de sonreír de esa manera cálida y afectuosa que a Pedro le ponía a la defensiva—. Si me hubiera oído mi madre habría dicho que no tengo ningún tacto. Pero no se preocupe, señor Alfonso, no me aprovecharé de su buena educación. —Le lanzó una mirada burlona y, diciéndole adiós con la mano, siguió su camino.
Alfonso volvió a sentarse y permaneció con la vista clavada en la grácil figura que se alejaba con rapidez, llevando al inmenso dogo de la correa. Debía reconocer que la señorita Chaves le desconcertaba; le parecía increíble que una joven como ella fuera la amante de un hombre que podría ser su padre. Pedro esbozó una mueca cínica y se regañó a sí mismo por ser tan ingenuo. Hasta la persona más inocente sabía que el dinero era un poderoso afrodisíaco, se dijo, y había cientos de miles de Paula Chaves en el mundo.
Sin embargo, no sabía por qué, pero le disgustaba pensar en la señorita Chaves como la amante de un hombre mayor.
«Tonterías». Irritado, Pedro trató de cortar en seco la corriente de sus pensamientos. «Reconozco que es una mujer bonita y agradable, pero hay algo en ella que me resulta exasperante».
Con un movimiento algo brusco, Pedro cogió el ejemplar de The Times que había dejado sobre la mesa y lo abrió por la sección de economía, decidido a no pensar más en su misteriosa vecina.
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