miércoles, 21 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 4





Después de recoger, Paula se fue por fin a la cama, agotada. 


Por fortuna, no necesitaba dormir muchas horas, así que puso el despertador temprano para que le diera tiempo a prepararlo todo al día siguiente. Cuando se levantó, se sentía como nueva. Se dio una ducha, se lavó el pelo y lo dejó secarse al aire mientras se enfundaba sus viejos vaqueros y una abrigada cazadora. Abrió la nevera y vio que dentro de ella reinaba el vacío más absoluto pero, sin perder el entusiasmo, cogió la correa de Milo y se fue con él de compras. Unas calles más abajo, un pequeño supermercado regentado por una pareja de indios mantenía sus puertas abiertas a cualquier hora del día.


Mientras preparaba unos sándwiches rellenos de delicias secretas que eran su especialidad, Paula empezó a pensar en Pedro Alfonso. Desde el principio, su vecino le había parecido un tipo frío y distante. La rigidez de su figura y de sus gestos indicaban que procuraba mantenerse al margen de lo que ocurría a su alrededor. Sin embargo, era un hombre demasiado educado para dejar traslucir el desdén que a veces sentía por sus semejantes, y esa misma educación era una coraza con la que se protegía de ellos. Se notaba que no le gustaba que nadie se acercase a él más de lo necesario, pero Paula no era el tipo de persona que se arredraba ante las dificultades, así que decidió convertir a su vecino en su nueva misión.


Paula Chaves poseía una gran empatía. Desde muy pequeña, cuando no recogía de la cuneta a un perro atropellado al que le faltaba una pata, era un gatito sarnoso y medio tuerto que había encontrado en un cubo de basura. 


En el colegio, cualquier niño que sufriera el acoso de sus compañeros sabía que podía contar con el apoyo de la pequeña de los Chaves, capaz de enfrentarse a chicos de tres veces su tamaño sin parpadear. Sus hermanos mayores se burlaban de ella llamándola Santa Paula de Asís y se reían en cuanto la veían llegar con cualquier lamentable criatura trotando detrás de ella con adoración.


«Lo haré», se prometió, resuelta. «Enseñaré a este pobre hombre a disfrutar un poco de la vida. Es muy triste ver lo infeliz que es y darse cuenta de que ni siquiera es consciente de ello».


Satisfecha, recogió la cocina mientras tarareaba una alegre melodía, puso agua limpia en el cuenco de Milo, cogió la bolsa con la comida y fue a llamar al timbre de la casa de su vecino. Enseguida se abrió la puerta y Pedro, impecablemente vestido con unas bermudas claras y un grueso jersey azul marino de cuello alto, la invitó a pasar. 


Pau miró a su alrededor con curiosidad. La casa estaba decorada con elegancia y saltaba a la vista que un buen interiorista se había encargado de todos los detalles. No había ni un libro fuera de su sitio y todo relucía impoluto. En opinión de Paula, era tan acogedora como la fría habitación de un hotel.


—Qué casa tan maravillosa —dijo poco sincera.


Pedro se la quedó mirando un rato con sus inescrutables ojos grises y en su tono más educado contestó:
—No es necesario que mientas. —Paula se mordió el labio inferior y lo miró, mitad turbada, mitad risueña.


—La decoración es preciosa, de verdad. Simplemente, resulta un poco impersonal, no sé... no parece un hogar.


Aunque no lo dejó traslucir, su comentario irritó a Pedro. No era que hubiese traído a su casa a muchas mujeres; en general, prefería ir a casa de ellas o a algún hotel, pero las pocas que habían pasado por allí le habían felicitado por la elegante decoración de su piso. La cruda sinceridad de la señorita Paula Chaves era un caso único de malos modales, decidió, y él, Pedro Alfonso, creía firmemente en la buena educación como un pilar indispensable para impedir el desmoronamiento de la sociedad.


—Lamento que no sea de tu agrado —respondió con un velado sarcasmo que a Pau no le pasó desapercibido.


—Perdóname, Pepe —suplicó ella juntando las manos en un teatral ademán de plegaria—. Como diría mi madre: el exceso de sinceridad es una imperdonable falta de educación. Te prometo que no diré nada más que pueda molestarte.


Al ver su expresión contrita, Pedro sintió un impulso casi irrefrenable de extender la mano y acariciar la suave piel de su mejilla. A duras penas logró reprimirlo y se preguntó cómo era posible que esa imprevisible criatura le hiciera pasar en menos de un segundo del enojo a la ternura, siendo esta, además, una emoción con la que no estaba muy familiarizado.


—Será mejor que nos vayamos ya o perderemos la marea —declaró en un tono que no delataba las confusas emociones que se agitaban en su pecho.




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