martes, 20 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 2





Al día siguiente era sábado y Pedro, que se había despertado bastante tarde, decidió —cosa extraña en él— no ir a la oficina. Se dijo que se lo tomaría con calma, así que recogió el periódico que el conserje le había dejado sobre el felpudo de la puerta de entrada y se dirigió con él en la mano a la luminosa cocina, donde se preparó un abundante desayuno. Por fortuna la señora Jones, su ama de llaves, se ocupaba de que hubiera siempre alimentos frescos en la nevera y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, Pedro se dio el lujo de desayunar tranquilamente hojeando el periódico y disfrutar de una larga ducha, sin tener que salir corriendo a ninguna reunión.


«Bajaré el ritmo», se prometió a sí mismo, aunque sabía bien que no lo haría.


Pedro encendió su portátil y estuvo trabajando durante unas cuantas horas. Más tarde, salió a la calle y, aprovechando que el sol lucía con fuerza, se sentó en la terraza de uno de los pintorescos restaurantes que poblaban la zona, cerca de una estufa de gas. Mientras contemplaba el relajante balanceo de los barcos en el pequeño puerto deportivo, decidió que al día siguiente saldría a dar una vuelta en su velero; hacía demasiado tiempo que no disfrutaba del placer de navegar. Dudó si llamar a su amigo Harry para que lo acompañara pero, finalmente, decidió que prefería estar solo. Pasaba tanto tiempo rodeado de gente, que pensó que un poco de soledad resultaría muy agradable, para variar.


—¡Hola, señor Alfonso! —Pedro reconoció sin problemas la voz femenina que sonó a su derecha y se levantó en el acto, mirando a la mujer que se acercaba con curiosidad.


—¡Buenos días, señorita Chaves! ¡Hola Milo! —saludó, mientras se inclinaba para acariciar al enorme dogo blanco con manchas negras que tiraba con fuerza de la correa sin parar de mover el rabo, excitado.


Pedro había imaginado que la joven sería bonita, pero no hasta ese punto. Su melena ondulada caía a su espalda en una gama de colores que iba del castaño al dorado; los ojos marrones, enmarcados por largas y espesas pestañas, eran inmensos y ligeramente rasgados, y unas motas de oro parecían chispear dentro de ellos. Paula Chaves era alta y vestía de manera muy informal con unos desgastados vaqueros que se ajustaban a la perfección a sus esbeltas caderas, una camiseta de tirantes blanca y un viejo jersey azul claro, de cuello de barco, bastante deformado.


—¿Cómo me ha reconocido? —preguntó Pedro—. Yo apenas pude verla en la oscuridad.


La chica le lanzó una alegre sonrisa que mostró unos dientes pequeños y muy blancos. Una de sus paletas se montaba ligeramente sobre la otra y eso, aunque le restaba perfección a su gesto, le añadía todavía más encanto.


—Confieso que no estaba segura del todo. Anoche en la terraza me pareció que tenía el pelo claro y, cuando lo he visto aquí sentado, he decidido arriesgarme. Además, me da la sensación de que Milo, aquí presente, también lo conoce a usted muy bien —declaró, divertida, acariciando al animal detrás de las orejas.


En efecto, Paula había pensado que Pedro Alfonso sería rubio, pero su pelo, que llevaba muy corto, resplandecía con el brillo de la plata a pesar de que no debía tener más de cuarenta años. Sus ojos también eran de un gélido tono gris acero y resaltaban en el rostro moreno, impenetrables. 


Llevaba una elegante americana sobre su camisa azul y unos bien planchados pantalones beige, y el conjunto ponía de relieve su espléndida figura. Aunque reconocía que el señor Alfonso era muy atractivo, Pau no estaba segura de que aquel hombre le agradara. Parecía un elegante aristócrata recién salido de una revista de sociedad, todo afabilidad y buena educación, pero había algo en él que resultaba frío y extremadamente distante.


—¿Le apetece sentarse y tomar algo conmigo? ¿Una cerveza, una coca-cola? —preguntó Pedro con cortesía, aunque no estaba seguro de querer pasar la mañana con la amante veinteañera de su vecino.


—Oh, no, muchas gracias. —Paula sacudió la cabeza en una negativa, de forma que Pedro pudo aspirar el agradable aroma de su pelo recién lavado—. Tengo que ir a comprar un montón de cosas. Esta noche he invitado a unos cuantos amigos a casa, espero no molestarlo. Si lo desea puede pasarse a tomar una copa, será algo muy informal...


—Gracias por la invitación, señorita Chaves, pero lo más seguro es que me acueste temprano. Mañana quiero salir a navegar.


—¿Tiene barco? —preguntó Pau, curiosa.


—Es ese de ahí. —Indicó Pedro señalando con el dedo un pequeño velero que se balanceaba con suavidad, mecido por las ligeras olas que levantaba la brisa en el río.


—¡Siempre he deseado navegar por el Támesis! —afirmó Paula con entusiasmo.


Molesto ante su nada disimulada indirecta, Pedro se vio obligado a invitarla a regañadientes:
—Si lo desea puede venir conmigo...


La joven se quedó mirando los rasgos severos de su vecino y no pudo evitar lanzar una nueva y contagiosa carcajada, que consiguió irritar aún más al hombre que se encontraba frente a ella.


—Me imagino cómo ha sonado lo que acabo de decir —comentó Paula sin dejar de sonreír de esa manera cálida y afectuosa que a Pedro le ponía a la defensiva—. Si me hubiera oído mi madre habría dicho que no tengo ningún tacto. Pero no se preocupe, señor Alfonso, no me aprovecharé de su buena educación. —Le lanzó una mirada burlona y, diciéndole adiós con la mano, siguió su camino.


Alfonso volvió a sentarse y permaneció con la vista clavada en la grácil figura que se alejaba con rapidez, llevando al inmenso dogo de la correa. Debía reconocer que la señorita Chaves le desconcertaba; le parecía increíble que una joven como ella fuera la amante de un hombre que podría ser su padre. Pedro esbozó una mueca cínica y se regañó a sí mismo por ser tan ingenuo. Hasta la persona más inocente sabía que el dinero era un poderoso afrodisíaco, se dijo, y había cientos de miles de Paula Chaves en el mundo. 


Sin embargo, no sabía por qué, pero le disgustaba pensar en la señorita Chaves como la amante de un hombre mayor.


«Tonterías». Irritado, Pedro trató de cortar en seco la corriente de sus pensamientos. «Reconozco que es una mujer bonita y agradable, pero hay algo en ella que me resulta exasperante».


Con un movimiento algo brusco, Pedro cogió el ejemplar de The Times que había dejado sobre la mesa y lo abrió por la sección de economía, decidido a no pensar más en su misteriosa vecina.


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