miércoles, 21 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 5






Pedro le ofreció unos zapatos de goma y un salvavidas y le ordenó que se sentase en la popa, asegurando que él se ocuparía del resto. Paula obedeció en el acto, tratando de molestar lo menos posible. A bordo de un barco no se encontraba en su elemento y le daba pavor resbalar y caer a las aguas sucias y revueltas del río Támesis. La chica observó a su vecino con interés; él también se había calzado unos zapatos más adecuados y se movía con soltura por la cubierta, atando y desatando nudos y enrollando cabos con unas manivelas metálicas. No tardó mucho en encender el motor y soltar amarras, y pocos minutos después la embarcación abandonaba el pantalán con lentitud.


Navegaron a motor hasta que llegaron a una zona más tranquila del río.


Allí Pedro desplegó las velas, le indicó que se sentara a su lado y comenzaron a deslizarse silenciosamente sobre las turbias aguas, en dirección a Greenwich. A pesar de que vivía en Londres desde sus tiempos de estudiante, Paula nunca se había subido ni siquiera a uno de esos barcos rebosantes de turistas que recorrían el río; era la primera vez que veía la ciudad desde el Támesis y el espectáculo le pareció maravilloso. Al principio, Pau se asustó bastante cuando la embarcación se inclinó hacia un lado debido a la fuerte brisa que hinchaba las velas y, aunque no dijo nada, se aferró con tanta fuerza a la barandilla metálica que los nudillos se le pusieron blancos.


—No tengas miedo, no vamos a volcar —le aseguró Pedro mirándola divertido, mientras movía la caña del timón con pericia para no perder ni una gota de viento.


—No tengo miedo —negó Paula, sin caer en la cuenta de que sus ojos eran de lo más expresivo.


—Ya lo veo, Paula —declaró él, burlón.


—Llámame Pau, nadie me llama Paula; solo mi madre cuando se enfada.


—Entonces estamos en paz. A mí nadie me llama Pepe.


La joven se encogió de hombros y al ver que, a pesar de que el velero iba bastante escorado, no volcaban consiguió relajarse y empezó a disfrutar del placer de sentir el aire frío acariciando su cara y su pelo. Poco después, los altos edificios se hicieron cada vez más escasos y dieron paso a la pintoresca campiña inglesa.


—¿Quieres llevar un rato el timón?


Pau lo miró con cierto sobresalto.


—Creo que no me atrevo —confesó, temerosa.


—No te preocupes, yo te ayudaré.


Paula cogió la caña con precaución y Pedro colocó su mano, grande y cálida, sobre la suya.


—¿Ves? Muévelo con suavidad en dirección contraria a la que quieras tomar. Si mueves la caña hacia babor, el lado izquierdo, la proa irá hacia la derecha y viceversa.


—Menudo lío. —Sin saber por qué, Paula se sentía un poco incómoda por la cercanía masculina; estaba tan cerca de él, que incluso podía oler el sutil y agradable aroma de su aftershave.


Por fin, Pedro soltó su mano y dejó a Pau llevar el timón en solitario. Al sentir cómo la pequeña embarcación respondía al más mínimo de sus movimientos, la embargó una sensación de poder y libertad que le hizo soltar una carcajada de contento.


—¡Es maravilloso!


El hombre observó su rostro ligeramente enrojecido por la brisa y el entusiasmo, el cabello revuelto y los ojos centelleantes y, una vez más, pensó que la señorita Chaves era la persona más llena de vida que había visto jamás. Paula desbordaba pasión por todos los poros de su piel, lo cual resultaba un fenómeno fascinante e inquietante a la vez y Pedro era aún incapaz de decidir si la burbujeante señorita Chaves le agradaba o no.


Después de un par de horas navegando, Alfonso decidió echar el ancla en un bucólico tramo del río desde el que se divisaba una antigua iglesia de piedra, rodeada de verdes prados en los que pastaba tranquila alguna que otra vaca, ajena por completo a la inmensa urbe que se erigía a pocos kilómetros. Estaban teniendo mucha suerte con el tiempo. A pesar de que el cielo estaba cubierto de amenazadoras nubes grises, de vez en cuando salía el sol y, por el momento, la lluvia parecía que iba a respetarlos. Mientras Paula sacaba de la bolsa las provisiones que había traído, Pedro hizo aparecer, como un mago de la chistera, un par de copas y una botella de vino español.


—Espero que te guste el vino, Paula. En tu honor he traído un vino español, un Ribera de Duero —anunció, mientras descorchaba la botella con habilidad.


—Sí, me encanta, pero te advierto que no puedo tomar más de una copa —le advirtió Paula muy seria.


—¿Solo una copa? ¿Tienes algún tipo de alergia? —preguntó, sorprendido.


—Se trata más bien de una pequeña enfermedad...


—¡No me asustes!


—Bueno —dijo ella encogiéndose de hombros—, no es nada grave. Simplemente, no tolero el alcohol. Si tomo un poco más de la cuenta pierdo los papeles de manera lamentable.


—Parece un fenómeno interesante —afirmó Pedro, al tiempo que le tendía una de las copas.


—Créeme, no lo es —Paula suspiró y luego, con expresión pensativa, bebió un poco de vino y añadió—: Está buenísimo.


—Y, si no es indiscreción, ¿a qué le llamas perder los papeles, exactamente? ¿Te da por irte a la cama con extraños? ¿Por ponerte desnuda cabeza abajo? —insistió Pedro, zumbón.


—No te rías. No tiene ninguna gracia. Por lo que me han contado, aún no he llegado a esos extremos —comentó muy seria y le tendió uno de los sándwiches que había preparado.


Pedro le dio un buen mordisco y exclamó:
—¡Hmm, delicioso!


—¿Verdad? —El rostro de Pau se animó de nuevo—. Estos sándwiches son mi especialidad. Mi única especialidad, en realidad. Confieso que en la cocina soy un cero a la izquierda.


—Son los mejores sándwiches que he tomado jamás, pero volviendo a nuestra conversación, ¿qué efectos tiene el alcohol sobre ti? —Paula observó los ojos grises de su vecino que ahora no parecían tan fríos; era la primera vez que lo veía sonreír y tenía que reconocer que resultaba un hombre muy atractivo.


«Bueno», se dijo, «quizá el pobre tenga solución después de todo».


Pau dio otro sorbo de vino y prosiguió:
—Verás, al día siguiente no recuerdo nada de lo que he dicho ni de lo que he hecho. Los que me han visto en ese estado dicen que me pongo enormemente cariñosa.


—Eso está bien —afirmó, irónico.


—No lo creas. Solo me ha ocurrido dos veces en mi vida. La primera fue cuando tenía dieciséis años; una compañera de clase me invitó a una fiesta y, por primera vez, bebí bastante alcohol. Hasta ese momento solo le había dado algún que otro sorbo a una cerveza. Lo único que recuerdo fue que, cuando me desperté en mi cama, me dolía la cabeza como si tuviera un millar de alfileres clavados en el cerebro y otros tantos en los globos oculares. Había vomitado dos veces en el suelo del baño y una en la alfombra del salón, y mi madre estaba tan furiosa que pensé que le estallaría una vena del cuello. Mi amiga Fiona me contó más tarde que no había parado de abrazar a todo el mundo, chicos, chicas, una vagabunda que dormía en la plaza y que por lo visto empezó a gritar llamando a la policía, un perro callejero lleno de pulgas...


Al ver su expresión desolada ante aquellos recuerdos, Pedro no pudo contenerse más y soltó una carcajada. Pau alzó los ojos hacia él y lo miró indignada.


—Perdona, Paula, sigue contando, por favor —rogó tratando de recuperar la seriedad.


—En resumen, cuando volví el lunes al colegio había dos chicos y una chica, que decían ser mis novios, a los que había jurado amor eterno. —Pedro empezó a reírse de nuevo y, a pesar de que le irritaba que se tomara a broma su triste historia, Paula pensó que estaba guapísimo.


—¡Menos mal que también se me ocurrió meter algunas latas de coca-cola en la nevera! —exclamó él algo más calmado, mientras le pedía otro sándwich—. Cuéntame qué pasó la segunda vez que bebiste.


—Creo que no lo haré. Son historias muy íntimas y no pretendo resultar graciosa —replicó Paula con el ceño fruncido.


—Por favor, por favor —suplicó su vecino, con los iris grises chispeando de diversión.


—Está bien —asintió la chica, resignada—, pero prométeme que no te reirás.


—Palabra de boy scout —respondió él con expresión solemne, al tiempo que alzaba la palma de la mano.


Paula lo miró con desconfianza, pero a pesar de ello continuó con su historia:
—La segunda vez que bebí fue hace unos cuatro años. También fue en una fiesta. Estaba un poco triste porque mi novio me había dejado.


—¿Te dejó él a ti? —preguntó Pedro, extrañado.


—Pues sí, me dejó él, no sé por qué te sorprendes tanto. Aunque, si te soy sincera, en realidad no me sentía triste porque me hubiera dejado. Lo que en realidad me angustiaba era que, después de haber estado más de dos años juntos, notaba que no estaba excesivamente apenada por el hecho en sí. No sé si me entiendes...


—Vamos, que tú tampoco estabas muy enamorada de él —afirmó Pedro tratando de aclarar la cuestión mientras alargaba el brazo y cogía el tercer sandwich.


—En efecto, pero me daba rabia sentirme así porque, justo antes de darme la patada, Jason me había acusado de eso mismo y de ser una bruja sin corazón, y yo lo había negado indignada. Y al final resultó que él tenía razón y... volviendo a lo que te estaba contando, pues eso, que me sentía triste y un poco deprimida y decidí tomarme unas copas para animarme. Pensé que quizá lo que me ocurrió cuando tenía dieciséis años no tenía por qué volver a repetirse.


—Pero se repitió.


—Así es. No dejé que Fiona me contara todos los detalles, pero me dijo que dos hombres se habían peleado por mí y que otro tipo, bastante bebido, había amenazado con tirarse por el balcón si no le prometía en ese mismo instante que me casaría con él. —Cuando Pedro al fin consiguió dejar de reír se dio cuenta de que Paula lo observaba irritada.


—Creo que debiste ser un boy scout lamentable —declaró la joven con rencor.


—Reconozco que nunca me aceptaron entre sus filas, pero... —Pedro se interrumpió y examinó con recelo la copa casi vacía de la chica. Con un rápido movimiento se la arrebató de la mano y la dejó a un lado, luego rebuscó en la nevera portátil y sacó una lata de coca-cola.


—Será mejor que no bebas más.


—No te preocupes —le dijo Pau lanzándole una mirada malévola—. No te veo perdiendo la cabeza con facilidad.


—No, pero tampoco me gusta correr riesgos innecesarios —contestó Pedro muy serio, sin dejar de masticar.


—Bueno y ahora que has devorado todos mis sándwiches —comentó ella al ver cómo se tragaba el último pedazo del cuarto emparedado—, solo puedo ofrecerte esta humilde tableta de chocolate como postre.


—Perfecto, me encanta el chocolate —afirmó su vecino, satisfecho.


—Vaya, por fin hemos descubierto que tenemos algo en común...






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