martes, 20 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 3




Hacia las diez y media de la noche, Pedro subió andando los catorce tramos de escalera que llevaban hasta su piso. 


Había salido a correr unos cuantos kilómetros antes de la cena y volvía sudoroso, pensando tan solo en tomar una ducha. Al detenerse ante la puerta de su casa, escuchó risas y música que venían de la vivienda contigua. Era evidente que la fiesta había comenzado.


«Espero que la cosa no vaya a más», se dijo, molesto.


Desde que conocía a Winston, hacía ya bastantes años, nunca supo que diera ni siquiera una cena. Aunque Alberto y él no se llevaban mal, y alguna vez, incluso, se dejaba caer por su casa para echar una partida de ajedrez, siempre lo había considerado un hombre más bien solitario y algo huraño; estaba claro que convivir con una jovencita iba a repercutir en sus costumbres más queridas. Pedro, se encogió de hombros, al fin y al cabo, lo que hiciera su vecino no era asunto suyo.


Ya en el cuarto de baño, se quitó la camiseta empapada y los pantalones cortos y los arrojó al suelo de cualquier manera. Luego se metió bajo el chorro caliente y sintió cómo sus músculos se relajaban. Le gustaba hacer ejercicio de manera habitual y, como no tenía tiempo para ir al gimnasio, procuraba correr al menos media hora todas las noches. Al salir de la ducha, se secó bien, enrolló una toalla alrededor de sus caderas y se dirigió a la cocina. Preparó un sándwich de varios pisos, lo colocó junto a un vaso de agua y una copa de vino en una bandeja y lo llevó todo al salón. 


Encendió el televisor para ver las noticias mientras cenaba, sin embargo, aunque subió varias veces el volumen, tuvo que rendirse y apagarlo. Después trató de leer un rato, pero escuchar a Bruce Springsteen gritando en su oreja que había nacido en los Estados Unidos no contribuyó a su concentración, precisamente, así que decidió ir a acostarse.


El abrumador nivel de decibelios que lo recibió al entrar en su dormitorio no tenía nada que envidiar al de cualquier discoteca de moda. Si su vecina no bajaba el volumen, no iba a poder pegar el ojo. Maldijo en silencio; tendría que vestirse e ir a decirle que bajara la música. Irritado, se puso unos vaqueros y una camisa y, sin molestarse en remeterla por dentro del pantalón, se dirigió al piso de al lado. Tuvo que llamar varias veces al timbre antes de que una muchacha bajita y con el pelo rojizo le abriera la puerta.


—¡Hola, soy Fiona! —La pelirroja lo miró de arriba a abajo con evidente apreciación y su sonrisa se hizo más amplia—. Pasa, pasa, la fiesta acaba de empezar.


—Soy Pedro Alfonso, el vecino de Paula, quería hablar con ella, por favor.


—Ven, vamos a buscarla —propuso la chica colgándose de su brazo, desenfadada.


La casa estaba atestada de gente y todos parecían estar ya bastante achispados. En uno de los sofás, que al menos la señorita Chaves había tenido la previsión de tapar con unas sábanas viejas, una pareja se besaba con tanta pasión que en breve se verían obligados a ir a buscar la cama más próxima. El humo del tabaco y de la marihuana flotaba en el ambiente como un aromático hongo nuclear y, en un rincón, Pedro descubrió a tres tipos haciendo malabares con unos huevos de piedra a los que su vecino tenía mucho aprecio. Una vez más, se preguntó qué opinaría Alberto del asunto, pero cuando la tal Fiona le condujo hasta Paula, se dio cuenta de que Winston no estaba allí.


Su vecina llevaba un sencillo vestido de algodón que enfatizaba su esbelta figura y sus bonitas piernas. Unos grandes aretes de oro colgaban de sus orejas dándole un ligero aire de zíngara y su pelo, brillante como el latón pulido,
enmarcaba el rostro sonrojado, mientras discutía acaloradamente con un melenudo que parecía ejercer de pinchadiscos. A Pedro no le quedó más remedio que reconocer que estaba muy guapa.


—¡Te he dicho veinte veces que bajes la música de una vez, Jake! —gritó Paula con los brazos en jarras y el ceño fruncido.


—Pero, preciosa, ya la he bajado. —La vibración del agua de un jarrón de cristal colocado sobre una mesa cercana parecía desmentirlo.


—Señorita Chaves —Pedro alzó la voz, tratando de hacerse oír por encima del estruendo de la música, pero ella no lo oyó y siguió discutiendo con el gigante del pelo largo.


Entretanto, un joven alto y muy moreno, de unos treinta y cinco años —Alfonso supuso que debía resultar bastante atractivo para las mujeres o al menos el tipo parecía creerlo así—, se acercó a Paula por detrás, apartó su melena a un lado y la besó en el cuello con manifiesta lujuria. Al verlo, Pedro apretó las mandíbulas y se vio obligado a contener el impulso de apartarlo de la chica con violencia y derribarlo de un golpe; le parecía el colmo de la desfachatez que la joven se dejara besar por otro hombre en la misma casa de su viejo amante. Sin embargo, Pau se revolvió con la velocidad de un tornado y se apartó de esos labios ávidos, al tiempo que apoyaba las palmas de sus manos sobre el pecho masculino y lo empujaba lejos de ella.


—¡Nicolas, no vuelvas a besarme! Te recuerdo que ya no salimos juntos —exclamó, furiosa.


—Pero Pau, es que sigo loco por ti.


—Haberlo pensado antes de intentar liarte con mi mejor amiga cuando todavía estabas conmigo —lo interrumpió Paula sin piedad, aunque a Pedro no le pareció que el tema la entristeciera mucho. Claro que, ahora, ella tenía un nuevo novio mucho más rico, lo cual quizá calmaba un poco su orgullo herido.


—¡Pau! —gritó la pelirroja que llevaba colgando del brazo, que a punto estuvo de dejarlo sordo—. ¡Te traigo a tu guapísimo vecino!


Esta vez, Paula la oyó y se volvió hacia ellos.


—¡Señor Alfonso! —exclamó con expresión avergonzada, mientras se mordía el labio inferior—. Siento muchísimo este jaleo—. Hizo un gesto abrumado con una mano que abarcó todo lo que la rodeaba y Pedro tuvo la sensación de que se sentía superada por los acontecimientos.


—Me temo que algunos vecinos se han quejado y como, en estos momentos, yo soy el presidente de la comunidad, me veo obligado a comunicarle que la fiesta debe terminar o, si no, me veré obligado a llamar a la policía. —Improvisó Pedro en respuesta a la muda petición de auxilio de esos grandes ojos color castaño. Al escuchar sus palabras, Paula le lanzó una sonrisa radiante como si fueran las mejores noticias que hubiera recibido en su vida.


—Ya habéis oído, chicos. La fiesta se acabó por hoy.


El melenudo empezó a protestar. Era evidente que su tasa de alcohol debía de ser de, al menos, un par de kilos por litro de sangre, así que Pedro decidió echar mano de toda su diplomacia. Lo último que le apetecía era que un individuo de semejante envergadura se pusiera violento.


—Tú eres Jake, ¿no?


El tipo trató de fijar en él sus pupilas vidriosas.


—¿Cómo lo sabes? -preguntó con voz pastosa.


—Tío, he oído hablar mucho de ti. Es impresionante cómo pinchas, no había oído nunca nada igual. David Guetta no te llega a la suela del zapato. —Pedro no permanecía ocioso mientras hablaba. Con desenvoltura, apagó la música y empezó a desenchufar los cables y comentó con fingida admiración:
—Este pedazo de equipo es tuyo, ¿no? Es una auténtica pasada.


—Joder, tronco, tú sí que entiendes —respondió el hombretón, halagado, sin dejar de tambalearse de atrás hacia adelante en un equilibrio inestable. Con disimulo, Pedro le guiñó un ojo a Paula que lo observaba, divertida, con esa deliciosa sonrisa suya prendida en los labios.


—¡Atención a todos, se acabó la fiesta! —La voz profunda de Pedro vibró por encima de las conversaciones y, aunque se oyeron algunas protestas, finalmente todos, incluida la pareja medio desnuda del sofá, abandonaron la vivienda.


—¡Gracias a Dios! —exclamó Paula en cuanto salió el último invitado, apoyándose contra la puerta y cerrando un momento los ojos. Enseguida los abrió de nuevo y añadió—: Y gracias sobre todo a usted, señor Alfonso. No podía haber llegado en un momento más oportuno.


—Y... ¿puede saberse qué opina Winston de todo esto?


—Oh, tío Al estará fuera mucho tiempo y espero que no se entere —declaró ella con una despreocupación que hizo que a Pedro le rechinaran los dientes —. Mañana lo recogeré todo y ojalá que no haya nada roto. Menos mal que retiré los objetos más valiosos antes de que llegaran mis amigos. ¡Uy, casi me olvido! Voy a sacar a Milo de la habitación, lo he dejado encerrado y debe estar a punto de echar la puerta abajo.


Su vecino la acompañó y tuvo que soportar que el perrazo, feliz al verse al fin libre de su encierro, se abalanzara alegre sobre él y apoyara sus enormes patas delanteras sobre su pecho.


—No me parece bien que se dedique a organizar fiestas en ausencia del dueño del piso —comentó Pedro en tono severo, mientras se sacudía a Milo de encima.


—Un poco de diversión no hace mal a nadie ¿no cree? —preguntó Pau con una mirada maliciosa—. Aunque debo reconocer que la cosa se ha desmadrado un poco. Verá, se ha corrido la voz y al final todo el mundo ha llegado con algún conocido que a su vez conocía a alguien, que a su vez...


—Ya me hago una idea —la interrumpió Pedro, irritado por su frivolidad—. Espero que cuando vuelva Alberto recupere sus posesiones intactas —dijo resaltando las palabras, mientras la miraba de forma significativa. Paula le devolvió la mirada, extrañada.


—Me imagino que no hay nada que una buena limpieza no pueda remediar —comentó Pau encogiéndose de hombros.
Incapaz de soportar su expresión inocente ni un minuto más, Pedro respondió con sarcasmo:
—¿Cree usted que a Alberto no le importará compartir lo que le pertenece con esos amigotes suyos? Es curioso, soy incapaz de entender estas relaciones tan liberales, debo estar más chapado a la antigua de lo que creía.


—No entiendo a qué se refiere —respondió ella, perpleja.


—Es usted una gran actriz, señorita Chaves, esa mirada ingenua bien podría valerle un óscar. Pero no se preocupe, no es asunto mío el tipo de acuerdos a los que mi vecino llega con sus queridas.


A pesar de su enojo, según salían estas palabras de su boca Pedro se arrepintió de haberlas pronunciado. En realidad, no tenía derecho a mostrarse grosero con la muchacha; nadie le había invitado a convertirse en el campeón de su cornudo vecino. Sin embargo, la reacción de Paula le sorprendió y le enervó aún más. No solo no parecía en absoluto ofendida, sino que empezó a reírse con unas carcajadas tan intensas que se vio obligada a sentarse en el sofá, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Su extraño comportamiento consiguió sacar a Pedro de sus casillas. Muy enfadado, se inclinó sobre ella, la agarró de los brazos con fuerza y la obligó a ponerse en pie.


—¿Puede saberse qué es lo que le parece tan divertido?


Paula trató de contener su hilaridad, pero la expresión disgustada en ese semblante adusto era demasiado para ella. Luchando por dominarse, se enjugó los ojos con el dorso de las manos y le contestó:
—Lo siento, señor Alfonso, pero resulta tan gracioso...


—¿Usted cree? —Pedro, enfurecido, le dio una ligera sacudida.


—¡Ay, suélteme, me está haciendo daño! —se quejó ella, calmándose por fin. Estupefacto ante semejante pérdida de control, Pedro la soltó en el acto.


—Perdóneme, señorita Chaves, su relación con Alberto no es de mi incumbencia. —Avergonzado, el hombre se pasó una mano nerviosa por sus cortos cabellos.


Pau se frotó los brazos doloridos, en un intento de que la sangre volviera a circular con normalidad. Debería estar enfadada, pero la situación se le antojaba tremendamente cómica; estaba claro que había ofendido el delicado sentido de la propiedad de su vecino. Al ver su rostro ceñudo, con las fuertes mandíbulas apretadas, se apiadó de él y le lanzó una de sus encantadoras sonrisas.


—No se preocupe, no es nada. Simplemente, me ha hecho gracia que usted pensara que soy la amante de tío Al. —Ahora fue el turno de Pedro de mirarla asombrado.


—¿No es su amante? Entonces, ¿qué hace viviendo aquí?


—No sé por qué tengo que darle explicaciones —respondió Paula haciendo un mohín.


—En efecto, no es asunto mío —asintió el hombre con rigidez.


Pau se lo quedó mirando con burla, mientras las chispas doradas de sus ojos resplandecían, traviesas.


—Por favor, no se enfade señor Alfonso, pero es que resulta tan divertido cuando se enoja y me mira con tanta desaprobación, que la tentación de provocarlo resulta irresistible.


—Me alegro de que se lo pase tan bien a mi costa, señorita Chaves —contestó Pedro muy tieso. No estaba acostumbrado a que las mujeres se rieran de él, más bien todo lo contrario, hasta la fecha se habían dedicado a perseguirlo sin tregua. Definitivamente, la señorita Chaves no le gustaba un pelo.


Pero en un instante todo cambió, Paula alzó su rostro contrito hacia él y Pedro notó que sus ojos ya no eran burlones, sino amables y afectuosos. En realidad, toda ella parecía iluminada por un fulgor interior que la convertía en la
persona más vital que Pedro hubiera conocido jamás. De pronto, algo se revolvió en su interior y lo achacó a que Paula Chaves le resultaba una mujer terriblemente irritante.


—Llámeme Pau, por favor, tanta formalidad me abruma. ¿Puedo llamarlo Pepe?


Pedro asintió, sorprendiéndose a sí mismo. Nunca había consentido, ni siquiera a sus mejores amigos, que lo llamaran por la abreviatura de su nombre, ¿por qué entonces hacía una excepción con esta muchacha descarada? 


Mentalmente, se encogió de hombros y volvió a prestar atención a lo que la chica le decía.


—Verás, Pedro, no te importa que te tutee, ¿verdad? —continuó su explicación sin esperar su respuesta—. Tío Al es realmente mi tío. Un día anunció que estaba harto del clima inglés y decidió pasar una temporada en Italia para disfrutar del arte y la historia que se respira en cualquier rincón de ese país y, por supuesto, del sol y de la comida italiana. Me deja vivir en su piso a condición de que cuide de él y de Milo.


—Pues ya veo como los cuidas... —respondió Pedro, sarcástico.


—Eso es un golpe bajo —contestó Pau sin enfadarse lo más mínimo—, pero reconozco que tienes razón; si no hubiera sido por ti, la cosa podría haberse puesto un poco fea. Te prometo que no daré más fiestas.


—Lo que hagas o dejes de hacer no es de mi incumbencia —declaró Alfonso, cortante; de repente, se sentía completamente estúpido.


—Lo sé. —Al hombre le sorprendió que Paula soportara sus desaires sin inmutarse y que, además, le respondiera con insolencia; estaba acostumbrado a que la mayoría de la gente lo tratase con un respeto rayano en el temor—. Bueno, es tarde. Será mejor que te vayas a tu casa. Todavía tengo que recoger todo esto.


De nuevo, le desconcertó que lo despidiera con semejante indiferencia; solía ser él el que se marchaba sin atender a los ruegos de las mujeres para que se quedase un rato más. Su buena educación le impulsó a ofrecerse para ayudarla, a pesar de que era lo último que le apetecía.


—Eres un encanto, Pedro —contestó Paula al tiempo que apretaba su brazo, cariñosa, causándole un ligero sobresalto—, pero no, gracias.


Siguiendo un impulso del que se arrepintió al instante, Pedro le propuso:
—Mañana saldré a navegar a eso de las doce, si quieres puedes venir. Me llevaré la comida y pasaré el día en el barco, pero no pretendo volver muy tarde.


Por qué la había invitado era algo a lo que, aunque estuvo dándole vueltas más tarde, no encontró respuesta. Paula Chaves le perturbaba de una manera extraña. Era una mujer imprevisible; la encontraba tremendamente descarada y no estaba seguro de que le gustase la forma que tenía de mirarle con esos ojos burlones, así que lo más lógico hubiera sido evitar todo contacto con ella y, sin embargo, ahí estaba él invitándola a pasar el día a su lado. Ajena por completo a sus pensamientos, Pau lo miró agradablemente sorprendida.


—¿Me llevarás? —preguntó con un entusiasmo desbordante—. Es curioso...


—¿Qué es lo que te resulta curioso? —preguntó él, cuando pareció que ella no continuaría con lo que estaba diciendo.


Paula clavó su expresiva mirada en las pupilas masculinas y respondió con franqueza:
—Tengo la impresión de que no te gusto en absoluto. —Pero antes de que Pedro pudiera negarlo cortésmente, la joven volvió a soltar una de sus inesperadas carcajadas—. No te molestes en negarlo, además, no importa. Estaré encantada de salir a navegar contigo y no te preocupes por la comida, yo me encargaré.


—No es necesario... —Paula lo interrumpió, al tiempo que lo empujaba con suavidad hacia la puerta.


—Relájate un poquito, Pepe, te noto tenso. Mañana a las doce llamaré al timbre de tu puerta con una enorme bolsa llena de cosas ricas; a cambio, te dejo que te ocupes tú de las bebidas. Buenas noches. —Y sin permitirle replicar, abrió la puerta y la volvió a cerrar casi en sus narices.


Pedro se quedó parado sobre el felpudo apretando los puños con fuerza.


«Esta muchacha impertinente, va a recibir una lección», se prometió.



2 comentarios:

  1. Qué divertida va a ser esta historia jajajajaja. Ya me atrapó.

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  2. Me encantó el comienzo! Parece que va a ser muy divertida esta historia!

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