domingo, 11 de septiembre de 2016
EL ANONIMATO: CAPITULO 12
Hacía falta mucho para dejar atónita a Paula, pero Pedro había conseguido desconcertarla completamente la noche anterior. Mientras se tomaba el primer café de la mañana, sentada en el porche, recordó todo lo ocurrido en el restaurante. No estaba segura de qué la había sorprendido más, si la respuesta física que había experimentado hacia él o descubrir que tenía parte en los caballos del rancho.
Dado que lo último resultaba muy amenazante para su equilibrio personal, decidió enfrentarse a ello en primer lugar.
¿Por qué se había sorprendido tanto? ¿Sería porque Esteban no lo había mencionado o porque Pedro era mucho más que el empleado del rancho? ¿Significaría aquello que no era más que una esnob, la niña mimada que Pedro la había acusado de ser?
No, imposible. Siempre se había llevado bien con todo el mundo y había respetado a las personas por quienes eran, no por su trabajo. Aquello era algo que había hecho desde niña, cuando trabajaba en el rancho de su padre, e incluso en los estudios de Hollywood.
Aquello significaba que el modo en que había reaccionado hacia Pedro se había visto influido por su actitud, no por su posición. Aquel análisis la alivió profundamente, aunque solo significara que no le debía una disculpa inmediata.
Con respecto al otro asunto, el modo en que su cuerpo había reaccionado cuando él le había besado los nudillos, al notar el roce del muslo de él contra el suyo, al ver la intensidad de su mirada… Seguramente debía tener una explicación sencilla. Su reacción había sido completamente desproporcionada con la importancia de los incidentes. La habían besado apasionadamente en la pantalla y no había significado nada. Aquello tampoco. Sin embargo, no podía ignorar que el ligero roce de sus labios le había subido la tensión hasta la estratósfera. ¿A qué se debía?
Seguramente era soledad. Se había debido a la ausencia de una relación importante en su vida, a la ausencia de sexo, mientras todas sus amigas estaban apasionadamente enamoradas del hombre de sus sueños. Con toda certidumbre, todo lo ocurrido durante el año transcurrido desde la fiesta de antiguos alumnos había sido más que suficiente como para que una mujer segura de sí misma se viera poco atractiva o deseable. No obstante, ella estaba mandando deliberadamente señales de «manteneos alejados» a todos los hombres. Pedro había sido el primero en ignorarlas, tal vez incluso en considerarlas un desafío.
Igualmente, él había estado jugando con ella. Quería que comprendiera algo. Tratar de averiguar de qué se trataba la había tenido en vela toda la noche. Le daba la extraña sensación de que todo había sido una advertencia, no solo un bálsamo para su muy crecida autoestima.
—¿Vas a quedarte todo el día sentada aquí o tienes intención de regalarnos con tu presencia en el corral? —le preguntó Pedro, acercándose a ella por detrás.
—Me gustaría que dejaras de acercarte a mí solapadamente.
—Oye —dijo él, con aspecto molesto—, que he llamado a la puerta de la cocina. Cuando nadie me respondió, entré y llamé. Entonces, te vi aquí fuera y salí a buscarte. No creo que eso pueda calificarse de hacer algo solapadamente.
—Lo que sea…
—Bueno, ¿qué? ¿Vas a trabajar hoy?
—En cuanto me termine el café. Además, solo puedo pasar una hora más o menos con Medianoche.
—Sí, es cierto, pero tengo una yegua a la que me gustaría que echaras un vistazo. Si te interesa.
—¿Qué le pasa?
—Ojalá lo supiera. La compré en una feria de Cheyenne hace un par de meses. Parecía estar perfectamente, pero, desde que llegamos aquí, no come bien. El veterinario no consigue averiguar lo que le puede pasar.
—¿Esa yegua es tuya y no de Esteban?
—Sí. ¿Representa eso un problema? Te pagaré lo que creas conveniente si crees que puedes ayudarla.
—No se trata de dinero. Es que me gusta saber ante quién tengo que responder —replicó, poniéndose de pie—. Vamos a echarle un vistazo, pero primero voy a la cocina por unas golosinas para Medianoche.
—Si llevas una zanahoria para Señorita Molly le alegrarás el día. Eso es lo único por lo que muestra cierto interés.
—¿Señorita Molly?
—Sí. A mi madre le gustaban mucho los clásicos —respondió él. Paula lo miró sin comprender—. Es una canción de Little Richard.
Entonces, para sorpresa de Paula, él interpretó una parte de la canción. Mientras lo hacía, no dejó de mirarla a los ojos.
—Ya me acuerdo —susurró, con un nudo en la garganta.
Rápidamente se dirigió a la cocina y se puso a cortar una zanahoria en trozos. Entonces volvió a salir al porche.
—¿Debería considerar como una señal de respeto que me dejes acercarme a tu yegua? —le preguntó, mientras se dirigían al establo.
—No te habrías vuelto a acercar a Medianoche si no me hubiera dado cuenta de que sabes manejar muy bien a los caballos.
—Pensé que Esteban te había ordenado que me dieras una oportunidad.
—Así fue, pero me habría enfrentado a él con uñas y dientes si hubiera pensado que había algún riesgo para los caballos. En realidad, me preocupaba más que tú corrieras algún riesgo. Hay un momento en el que ser intrépido y seguro de sí mismo se convierte en algo peligroso.
—Gracias… creo —susurró ella, algo azorada por aquellas palabras.
—De nada. Señorita Molly está todavía en el pesebre. No quiere salir a menos que la obligue.
Paula entró en el establo, donde se encontró con una hermosa yegua baya.
—Eres muy guapa —dijo Paula, acercándose un poco al animal.
La yegua demostró poco interés por ella o por Pedro. Siguió en silencio, con la cabeza gacha. Incluso cuando Paula le ofreció un trozo de zanahoria, la yegua mostró poco interés por olisquearlo. Finalmente, con poco entusiasmo, lo tomó con la boca, lo masticó lentamente y luego se dio la vuelta para sacar la cabeza por la ventana y contemplar los pastos.
—¿Qué me puedes contar sobre ella? —preguntó Paula.
—Como te he dicho, la compré en una feria de Cheyenne. Era muy animada y la doma iba bien. Entonces, vinimos aquí y… Bueno, ya ves cómo está.
—¿Cómo era donde estaba antes?
—Era otro rancho y el establo no era ni la mitad de bueno que este.
—¿Había muchos caballos?
—No más que aquí —respondió él, mirándola con curiosidad—. ¿En qué estás pensando?
—Bueno, tal vez esto te parezca una locura, pero podría tener añoranza.
—¿Añoranza? Es una yegua —respondió él, entre carcajadas—. Además, tampoco estuvo demasiado tiempo en aquel establo. ¿Cómo pudo haberle tomado tanto afecto?
—Bueno, solo es una opinión —dijo ella, reaccionando a la defensiva ante la burla que había en la voz de Pedro—. No me hagas caso si crees que es una tontería.
Con eso, se dio la vuelta y se marchó del establo.
Estaba en la valla, observando a Medianoche, cuando Pedro se unió a ella por fin.
—Lo siento.
—¿El qué?
—Te pedí tu opinión. No tenía ningún derecho a burlarme de ti cuando me la diste.
—En eso tienes razón.
—Bueno, digamos que tienes razón. ¿Qué diablos hago con esa yegua? ¿Volverme al otro rancho?
—Creo que eso es algo un poco extremo —dijo, sonriendo por la frustración que se le notaba en la voz—. Déjame pensarlo. Tal vez se me ocurra algo menos drástico.
—Eso espero —replicó él, lanzándole otra de sus desconcertantes miradas—. Me estaba empezando a gustar el paisaje de por aquí.
sábado, 10 de septiembre de 2016
EL ANONIMATO: CAPITULO 11
Pedro tenía el hábito de ir a Winding River para cenar desde que empezó a trabajar para Esteban. Aunque su jefe lo había invitado a compartir las cenas de su casa, ver cómo Esteban y su esposa se miraban a los ojos le proporcionaba un sentimiento muy extraño. Si no hubiera sabido que no era así, habría dicho que era envidia. Nunca había visto a dos personas más enamoradas o menos reticentes a mostrarse en público su afecto.
En cualquier caso, había empezado a ir al Heartbreak, para tomar unas cervezas y un bocadillo, pero el local estaba demasiado lleno de humo y la comida era pésima.
Después de un par de noches, incluso la música había empezado a irritarlo. Desde entonces, alternaba entre el restaurante de Tony y el de Stella.
Por supuesto, muy pronto había descubierto que aquella rutina no le garantizaba mucha intimidad. Karen y Esteban tenían muchos amigos y la mayoría de ellos aparecían en un restaurante o en otro cada una de las noches de la semana, especialmente desde que Gina, la amiga de Karen, se había hecho cargo de la cocina en el restaurante de Tony.
También había descubierto que solía encontrarse con Esteban y con Karen cuando Stella preparaba su famoso asado de carne. Desgraciadamente, la comida era demasiado buena para sacrificarla solo por no querer compartirla con los recién casados.
Lo que no había esperado cuando entró por la puerta del restaurante aquella noche fue encontrarse con Paula sentada con ellos. Esteban lo llamó enseguida.
—Siéntate con nosotros —le dijo.
Parecía no haberse dado cuenta de la sonrisa que su esposa tenía en el rostro.
—No quiero entrometerme… —replicó él, mirando a Paula.
—Por el amor de Dios —gruñó ella—, siéntate. Estoy segura de que podremos conseguir comportarnos civilizadamente durante una hora.
—Está bien. Si nos cuesta demasiado, prometo comer deprisa.
Karen soltó la carcajada. Entonces, rápidamente se cubrió la boca con la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó Esteban, mirándolos a los tres sin comprender—. ¿Es que se me ha pasado algo?
—No, querido mío, claro que no —le aseguró Paula—. Lo que ocurre es que tu esposa se está pasando de lista.
Pedro se sentó al lado de Paula. Cuando el muslo de él rozó el de ella, el rubor le cubrió las mejillas. Satisfecho con su evidente reacción, Pedro la miró inocentemente.
—¿Ocurre algo?
—Nada —dijo ella, muy tensa.
—Muy bien. Ahora deja de insultar a Karen.
Esteban los miraba a todos lleno de confusión, mientras que su esposa tenía el aspecto de ir a explotar de risa de un momento a otro. Dado el imprevisible estado de ánimo de Paula, Pedro decidió que era mejor que la camarera fuera a tomarles nota.
La mala suerte quiso que fuera Carla la que estaba trabajando aquella noche. Abrió mucho los ojos y miró a su amiga muy sorprendida cuando vio a Pedro sentado a su lado.
—¿Qué es esto? —preguntó, evidentemente fascinada.
—¿Va a tomar todo el mundo el asado de carne? —preguntó Pedro, sin prestar atención alguna a la pregunta de Carla.
—Yo sí —respondió Esteban.
—Yo también —anunció Karen.
—Con eso somos tres —dijo Pedro—. ¿Y tú, Paula?
—Yo tomaré una ensalada pequeña. Nada más. Sólo una ensalada pequeña, Carla.
—Claro —respondió ella.
Entonces, volvió rápidamente a la cocina.
A Pedro no se le pasó cómo Carla hablaba con Stella mientras las dos miraban en su dirección. Entonces, sonrió a Paula, que tenía una expresión particularmente tormentosa en el rostro.
—Parece que estamos causando un buen revuelo —dijo, más divertido de lo que hubiera creído dadas las circunstancias.
El hecho de que Paula se mostrara tan irritada le producía una profunda satisfacción.
—Sí, bueno. Algunas personas deberían ocuparse de sus asuntos —replicó.
Esteban abrió mucho los ojos y, por fin, pareció darse cuenta de las chispas que volaban entre Pedro y Paula.
—Oh, oh, Karen. Creo que tú y yo deberíamos cambiarnos de mesa.
—Buena idea —replicó ella.
Se levantó tan rápidamente que hizo que Pedro la mirara asombrado. Esteban la siguió casi con la misma velocidad.
—Mira lo que has hecho —comentó Paula, con el ceño fruncido.
—¿Yo? Lo único que he hecho ha sido señalar lo evidente. Además, estamos hablando de tus amigos, no de los míos.
—No tendrían nada de qué hablar si tú no…
—¿Qué? ¿Si hubiera rechazado la invitación de Esteban y me hubiera sentado solo?
—Sí —le espetó ella—. De hecho, eso habría sido lo mejor.
—¿De verdad? ¿No te parece que él habría querido saber el por qué? Dado que ha insistido en que los dos hiciéramos un esfuerzo por llevarnos bien, ¿crees que yo debería llevarme la culpa de que tú seas una niña mimada?
—¿Yo? ¿Una niña mimada? —replicó ella, con los ojos llenos de indignación.
—Eso es precisamente lo que me parece. Has estropeado lo que podría haber sido una velada de lo más agradable para todos haciendo evidente el desdén que sientes por mí.
—Yo no… —susurró ella. Durante un instante, pareció muy sorprendida por aquella afirmación. Entonces, su expresión se entristeció visiblemente—. Lo siento.
—¿El qué sientes?
—Haberme comportado como una niña mimada, ¿qué otra cosa podría sentir? Es sólo que tú y yo nos separamos de mala manera después de un día medio decente. Entonces, después de eso, Karen empezó a decirme tonterías sobre tú y yo. Y ahora, tú estás provocándome y parece como si Carla hubiera descubierto el secreto mejor guardado de Winding River… Todo eso me ha molestado un poco, ¿de acuerdo? Ya me he enfrentado a suficientes especulaciones como para que me dure una vida entera…
—Así me gusta. Una disculpa sentida.
Cuando Paula levantó los ojos y miró los de Pedro sintió una extraña sensación en el cuerpo. A él le dio la impresión de que su corazón no resistiría muchas miradas tan vulnerables como aquella.
—Lo siento —volvió a decir ella.
Aquella vez, pareció que lo decía en serio.
—¿A qué se debe ese comentario de haberte enfrentado a tanta especulación?
Durante un minuto, Paula pareció tan incómoda que Pedro dedujo que había dado en un punto sensible para ella.
Entonces, una máscara le cubrió el rostro rápidamente, por lo que creyó que se lo había imaginado.
—¿Acaso he dicho yo eso? Es un pueblo muy pequeño. La gente habla. Ya sabes cómo son las cosas.
Desgraciadamente así era, por lo que Pedro dejó el tema. Entonces, sonrió e hizo un gesto con la cabeza para indicar la mesa de Esteban y de Karen, que estaban observándolos sin rubor alguno.
—¿Crees que deberíamos invitarlos otra vez a sentarse con nosotros?
—En interés de la paz y de la armonía, por supuesto. Además, eso impedirá que se caigan del asiento por querer escuchar lo que estamos diciendo.
Pedro comprobó muy divertido que, efectivamente, así era.
Entonces, les hizo una seña.
—Tenéis permiso para regresar —dijo, muy divertido por el gesto de culpabilidad que se dibujó en el rostro de Esteban y el ansia del de Karen.
Esta regresó tan rápidamente a la mesa que estuvo a punto de tropezar y caer.
—Bueno, ¿va todo bien? —preguntó.
—Hemos hecho las paces —les informó Paula—. Otra vez.
—¿Es que hacéis las paces con mucha frecuencia?
—Sí —admitió Paula—. Parece ser nuestro destino.
Al oír aquella palabra, Pedro se tensó. No creía en el destino de ninguna clase, especialmente en lo que se refería a las mujeres. Irene había pensado que su padre era su destino y eso solo había servido para hacerle cargar con el desdén de un canalla durante el resto de su vida. Rápidamente, trató de cambiar de tema.
—Hoy he ido a buscar esos caballos salvajes —le dijo a Esteban.
—¿Has encontrado algo?
—Ni rastro de ellos.
—No creerás que alguien ya los ha atrapado, ¿verdad?
—No creo. Me habría enterado.
—¿Cómo? —quiso saber Paula—. Tú eres nuevo en esta zona.
—Eso no significa que no sepa cómo mantenerme informado. Si alguien les hubiera echado el guante a esos animales, yo me habría enterado. Todo el mundo sabe que estoy tratando de incrementar el número de nuestros caballos.
—¿Nuestros caballos? —repitió Paula, atónita—. ¿Desde cuándo te pertenecen a ti esos caballos?
—En realidad, Pedro tiene parte en el tema de los caballos —dijo Esteban—. Ese fue nuestro trato.
—¿A quién de los dos pertenece en realidad Medianoche?
—preguntó Paula, muy sorprendida por la noticia.
—Lo compré yo —respondió Esteban—. Desciende de muy buenos caballos, aunque eso es algo que se ve solo con mirarlo. Pedro espera cruzarlo. Entonces, nos repartiremos los potros que salgan.
—Pero primero tengo que conseguir que deje de dar patadas a todo lo que se le acerca.
—Lo que significa que me necesitas —afirmó Paula.
—Eso parece.
—Es una situación que me encanta —dijo ella, con una sonrisa en los labios.
—No te pongas arrogante, querida. Hay otras personas en el mundo a las que se les da bien tratar con caballos rebeldes.
—Tal vez, pero yo no soy ninguna de ellas. Ni ninguna de esas personas es la que está aquí en estos momentos. Me temo que yo soy lo único que tienes, así que tendrás que ser amable conmigo —comentó ella, dándole un suave cachete en la mejilla.
Aquel roce no duró más de dos segundos, pero el pulso de Pedro se aceleró como un coche de carreras. Aquella mujer era una hechicera. A aquel paso, lo iba a domar a la vez que a Medianoche y aquello era algo que no podía consentir.
Antes de que Paula pudiera meter la mano debajo de la mesa, se la agarró y se la llevó a los labios. Entonces, mirándola fijamente a los ojos, le dio un beso en los nudillos, entreteniéndose lo necesario hasta que sintió que se le caldeaba la piel.
—Eso ha sido a modo de aviso —susurró.
—¿Qué? —preguntó ella, con voz temblorosa.
—No creo que quieras jugar con fuego.
—Dios mío… —susurró una voz a sus espaldas.
Al darse la vuelta, se encontró a Carla con un montón de platos en los brazos y una expresión de asombro en el rostro.
Pedro agarró un par de ellos antes de que acabaran en el suelo y se los pasó a Karen y a Esteban. Entonces, tomó la ensalada de Paula e hizo lo mismo. Para entonces, Carla se había recuperado lo suficiente como para dejarle su plato encima de la mesa.
—¿Algo más? —le preguntó a Paula.
—No, creo que ya es suficiente —dijo ella, secamente—. Aparentemente, estoy proporcionando entretenimiento para todos. Espero que todo el mundo esté contento.
Pedro la miró con una sonrisa en los labios.
—Te aseguro que yo sí —respondió.
EL ANONIMATO: CAPITULO 10
Cuando regresó a la casa, Paula estaba cubierta de polvo, acalorada y cansada, pero muy emocionada. Vio que Karen estaba sirviendo dos vasos de limonada.
—Te vi venir —dijo Karen, entregándole uno de los vasos—. A juzgar por la expresión de amargura que tienes en el rostro, pensé que necesitarías algo fresco para beber.
—Gracias —susurró ella, antes de darle un buen trago—. Era justo lo que necesitaba.
—¿Has tenido un buen día? —le preguntó Karen, tras beber un poco de la limonada.
—Productivo.
—¿En qué sentido?
—He ganado a Pedro en una carrera que me echó para tratar de impresionarme.
—¿Es que no has aprendido nada? Ganar a un hombre en su propio terreno no es la mejor manera de ganarle el corazón.
—Yo no quiero ganar el corazón de Pedro.
—¿No? ¿Qué buscas entonces?
—Su respeto —confesó, sabiendo que era cierto.
—Entiendo. Eso resulta aún más fascinante —comentó Karen, con una sonrisa en los labios.
—¿Por qué?
—Porque no hay razón para querer el respeto de un hombre a menos que creas que es merecedor del tuyo propio.
—Sí, bueno, eso habrá que verlo —dijo Paula, que no estaba preparada para admitir aquello todavía—. Es demasiado arrogante…
Sin embargo, sabía perfectamente que había habido momentos en los que Pedro y ella habían conectado a cierto nivel. No se trataba solo de química. Había algo más, algo que tenía potencial.
—Como si… —añadió.
—¿Cómo si qué? —preguntó Karen, muy intrigada.
—Nada.
—Ahí está otra vez —comentó su amiga, riendo—. Oh, esto va a ser muy divertido.
—¿El qué?
—Verte enamorarte como una estúpida. Casi no puedo esperar a contárselo a Emma y a las demás. Últimamente han estado haciendo apuestas sobre cuándo te llegaría el turno. Ahora que estás aquí, van a hacer todo lo que
puedan para ser la que te coloque con el hombre adecuado. Me encanta estar a la cabeza cuando ellas ni siquiera lo saben.
—No te tengas en tanta consideración —replicó Paula, frunciendo el ceño—. Gina sospecha algo. Vino anoche, después de que Esteban y tú os marcharais a la cama. Notó algunas cosas que yo dije y se le metieron una serie de ideas alocadas en la cabeza.
—¿De verdad? ¿Cómo cuáles?
—No importa. No pienso jugar a este juego. Ya lo he hecho dos veces con desastrosos resultados. No tengo la intención de volver a probar.
—¡Qué pena! Porque esos hombres no valían ni para darles brillo a tus zapatos. En cuanto a Pedro, creo que es un hombre de verdad.
—¿Y cómo lo sabes? No lleva aquí ni un mes.
—Algunas veces, una mujer sencillamente sospecha esas cosas…
—Sí, como lo supiste la primera vez que miraste a los ojos de Esteban. Si no recuerdo mal, pensaste que era un ladrón y un canalla.
—Teníamos algunos temas que superar, tienes razón, pero eso sólo animó un poco más las cosas. Además, no trates de cambiar de tema. Casi no puedo esperar a compartir estas noticias con nuestras amigas.
—Ni te atrevas —replicó Paula, enfadada por no haber podido convencer a Karen de que no había noticia alguna de la que hablar.
Por el amor de Dios, cuando la gente empezara a hablar, la noticia no tardaría mucho tiempo en alcanzar los periódicos y aquello supondría el final de su anonimato. Siempre habría alguien dispuesto a hablar de alguien famoso por un precio.
—¿O qué? —le desafió Karen.
—Tendré una pequeña charla con Esteban —respondió Paula, en tono amenazante.
Aquello era mucho mejor que verse diseccionada en las portadas de las revistas.
—¿Sobre qué? —preguntó Karen, llena de sospecha.
—Bueno, estoy segura de que hay muchas cosas que él no sabe sobre las mejores hazañas del «Club de la Amistad». Me parece recordar un incidente en particular en el que esta honorable y tranquila esposa fue sorprendida mostrándole el trasero al director del instituto…
—Yo nunca hice eso —protestó Karen, sonrojándose completamente—. Al menos no intencionadamente. No tenía ni idea de que él estaba por allí.
—Lo que importa es que lo hiciste y que tengo testigos.
—De acuerdo, de acuerdo. No diré ni una sola palabra sobre Pedro y tú.
—Es que no hay nada sobre Pedro y yo.
—No, no, claro que no —dijo Karen, enseguida—. Trataré de recordarlo cuando la expresión de tu rostro se suavice y te pongas toda melosa cada vez que se mencione su nombre.
—Eso no es cierto… ¿O sí?
—Si no me crees, pregúntaselo a Esteban.
—Yo no pienso preguntarle a Esteban nada por el estilo —replicó Paula—. De hecho, creo que os voy a evitar a los dos y me voy a marchar a Winding River. Tal vez pueda encontrar a alguien que se porte bien conmigo e invitar a esa persona a un carísimo filete en el restaurante de Stella.
—Esta noche ni hablar. Esta noche hay carne asada, lo que significa que Esteban y yo nos iremos en cuanto él regrese. ¿Quieres venir con nosotros?
Paula suspiró. ¿Por qué enfrentarse a lo inevitable?
—Vale, pero os invito yo.
—Dejaré que Esteban y tú libréis esa batalla —respondió Karen—. Oh, y para que lo sepas, Pedro suele ir también a probar el asado de carne de Stella.
EL ANONIMATO: CAPITULO 9
Pedro observó cómo Paula se marchaba. No había ninguna duda de que aquella mujer sabía montar a caballo.
Deliberadamente la había sometido a un ritmo infernal, pero ella no se había resentido en absoluto. De hecho, había estado a punto de vencerlo a él en su propio juego. En realidad, tenía que admitir que, efectivamente, le había vencido. Si no se hubiera sentido tan impresionado, se habría sentido molesto.
Lo más importante era que parecía saber perfectamente cómo tratar a Medianoche. El caballo seguía estando muy nervioso, casi como al principio, pero, en veinticuatro horas, Paula había conseguido prácticamente que el caballo le comiera de la mano. Si podía conseguir un milagro con el semental, a él no le importaría en absoluto que se quedara.
Tenía grandes planes para ese caballo. No podía dejar de preguntarse si Paula los conocería.
Lo que más le importaba era saber si se quedaría allí el tiempo suficiente o era un ave de paso. Algo le decía que tenía la misma inquietud que él. No se había creído en absoluto aquello de que se había terminado el atractivo de California. Le daba la sensación de que era la clase de mujer que andaba de acá para allá, según le apetecía.
Aquella era otra razón de peso para mantenerse alejado de ella. ¿Por qué invertir energía alguna en una mujer que no estaría allí el tiempo suficiente como para que él pudiera aprender algo más que su nombre…? Se dio cuenta de que, en realidad, ni siquiera sabía su nombre completo. Sólo que se llamaba Paula. ¿A qué se debía tanto misterio? ¿Es que no veía motivo alguno para sincerarse con los empleados?
—No seas estúpido, Pedro —musitó, mientras se montaba en su caballo y se dirigía a las colinas, para ver si podía encontrar a aquellos caballos.
No era que Paula «como se llamara» fuera importante para el esquema de su vida. ¿Por qué debía importarle el secreto que estuviera guardando o lo esnob que pudiera ser?
Mientras hiciera lo que Esteban le había pedido y no se metiera en su trabajo, el resto no importaba, ¿no?
Sin embargo, Pedro no había alcanzado la treintena sin un poco de honradez y sinceridad consigo mismo. Sabía que le importaba porque aquella mujer lo atraía. Había puesto sus percepciones boca abajo desde el momento en que se habían conocido. La capacidad que tenía para sorprenderle lo intrigaba más de lo que debería. Le daba la sensación de que solo iba a terminar metiéndolo en líos…
Aquello solo significaba una cosa. Por su propia tranquilidad, necesitaba mantenerse bien alejado de ella.
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