domingo, 11 de septiembre de 2016
EL ANONIMATO: CAPITULO 12
Hacía falta mucho para dejar atónita a Paula, pero Pedro había conseguido desconcertarla completamente la noche anterior. Mientras se tomaba el primer café de la mañana, sentada en el porche, recordó todo lo ocurrido en el restaurante. No estaba segura de qué la había sorprendido más, si la respuesta física que había experimentado hacia él o descubrir que tenía parte en los caballos del rancho.
Dado que lo último resultaba muy amenazante para su equilibrio personal, decidió enfrentarse a ello en primer lugar.
¿Por qué se había sorprendido tanto? ¿Sería porque Esteban no lo había mencionado o porque Pedro era mucho más que el empleado del rancho? ¿Significaría aquello que no era más que una esnob, la niña mimada que Pedro la había acusado de ser?
No, imposible. Siempre se había llevado bien con todo el mundo y había respetado a las personas por quienes eran, no por su trabajo. Aquello era algo que había hecho desde niña, cuando trabajaba en el rancho de su padre, e incluso en los estudios de Hollywood.
Aquello significaba que el modo en que había reaccionado hacia Pedro se había visto influido por su actitud, no por su posición. Aquel análisis la alivió profundamente, aunque solo significara que no le debía una disculpa inmediata.
Con respecto al otro asunto, el modo en que su cuerpo había reaccionado cuando él le había besado los nudillos, al notar el roce del muslo de él contra el suyo, al ver la intensidad de su mirada… Seguramente debía tener una explicación sencilla. Su reacción había sido completamente desproporcionada con la importancia de los incidentes. La habían besado apasionadamente en la pantalla y no había significado nada. Aquello tampoco. Sin embargo, no podía ignorar que el ligero roce de sus labios le había subido la tensión hasta la estratósfera. ¿A qué se debía?
Seguramente era soledad. Se había debido a la ausencia de una relación importante en su vida, a la ausencia de sexo, mientras todas sus amigas estaban apasionadamente enamoradas del hombre de sus sueños. Con toda certidumbre, todo lo ocurrido durante el año transcurrido desde la fiesta de antiguos alumnos había sido más que suficiente como para que una mujer segura de sí misma se viera poco atractiva o deseable. No obstante, ella estaba mandando deliberadamente señales de «manteneos alejados» a todos los hombres. Pedro había sido el primero en ignorarlas, tal vez incluso en considerarlas un desafío.
Igualmente, él había estado jugando con ella. Quería que comprendiera algo. Tratar de averiguar de qué se trataba la había tenido en vela toda la noche. Le daba la extraña sensación de que todo había sido una advertencia, no solo un bálsamo para su muy crecida autoestima.
—¿Vas a quedarte todo el día sentada aquí o tienes intención de regalarnos con tu presencia en el corral? —le preguntó Pedro, acercándose a ella por detrás.
—Me gustaría que dejaras de acercarte a mí solapadamente.
—Oye —dijo él, con aspecto molesto—, que he llamado a la puerta de la cocina. Cuando nadie me respondió, entré y llamé. Entonces, te vi aquí fuera y salí a buscarte. No creo que eso pueda calificarse de hacer algo solapadamente.
—Lo que sea…
—Bueno, ¿qué? ¿Vas a trabajar hoy?
—En cuanto me termine el café. Además, solo puedo pasar una hora más o menos con Medianoche.
—Sí, es cierto, pero tengo una yegua a la que me gustaría que echaras un vistazo. Si te interesa.
—¿Qué le pasa?
—Ojalá lo supiera. La compré en una feria de Cheyenne hace un par de meses. Parecía estar perfectamente, pero, desde que llegamos aquí, no come bien. El veterinario no consigue averiguar lo que le puede pasar.
—¿Esa yegua es tuya y no de Esteban?
—Sí. ¿Representa eso un problema? Te pagaré lo que creas conveniente si crees que puedes ayudarla.
—No se trata de dinero. Es que me gusta saber ante quién tengo que responder —replicó, poniéndose de pie—. Vamos a echarle un vistazo, pero primero voy a la cocina por unas golosinas para Medianoche.
—Si llevas una zanahoria para Señorita Molly le alegrarás el día. Eso es lo único por lo que muestra cierto interés.
—¿Señorita Molly?
—Sí. A mi madre le gustaban mucho los clásicos —respondió él. Paula lo miró sin comprender—. Es una canción de Little Richard.
Entonces, para sorpresa de Paula, él interpretó una parte de la canción. Mientras lo hacía, no dejó de mirarla a los ojos.
—Ya me acuerdo —susurró, con un nudo en la garganta.
Rápidamente se dirigió a la cocina y se puso a cortar una zanahoria en trozos. Entonces volvió a salir al porche.
—¿Debería considerar como una señal de respeto que me dejes acercarme a tu yegua? —le preguntó, mientras se dirigían al establo.
—No te habrías vuelto a acercar a Medianoche si no me hubiera dado cuenta de que sabes manejar muy bien a los caballos.
—Pensé que Esteban te había ordenado que me dieras una oportunidad.
—Así fue, pero me habría enfrentado a él con uñas y dientes si hubiera pensado que había algún riesgo para los caballos. En realidad, me preocupaba más que tú corrieras algún riesgo. Hay un momento en el que ser intrépido y seguro de sí mismo se convierte en algo peligroso.
—Gracias… creo —susurró ella, algo azorada por aquellas palabras.
—De nada. Señorita Molly está todavía en el pesebre. No quiere salir a menos que la obligue.
Paula entró en el establo, donde se encontró con una hermosa yegua baya.
—Eres muy guapa —dijo Paula, acercándose un poco al animal.
La yegua demostró poco interés por ella o por Pedro. Siguió en silencio, con la cabeza gacha. Incluso cuando Paula le ofreció un trozo de zanahoria, la yegua mostró poco interés por olisquearlo. Finalmente, con poco entusiasmo, lo tomó con la boca, lo masticó lentamente y luego se dio la vuelta para sacar la cabeza por la ventana y contemplar los pastos.
—¿Qué me puedes contar sobre ella? —preguntó Paula.
—Como te he dicho, la compré en una feria de Cheyenne. Era muy animada y la doma iba bien. Entonces, vinimos aquí y… Bueno, ya ves cómo está.
—¿Cómo era donde estaba antes?
—Era otro rancho y el establo no era ni la mitad de bueno que este.
—¿Había muchos caballos?
—No más que aquí —respondió él, mirándola con curiosidad—. ¿En qué estás pensando?
—Bueno, tal vez esto te parezca una locura, pero podría tener añoranza.
—¿Añoranza? Es una yegua —respondió él, entre carcajadas—. Además, tampoco estuvo demasiado tiempo en aquel establo. ¿Cómo pudo haberle tomado tanto afecto?
—Bueno, solo es una opinión —dijo ella, reaccionando a la defensiva ante la burla que había en la voz de Pedro—. No me hagas caso si crees que es una tontería.
Con eso, se dio la vuelta y se marchó del establo.
Estaba en la valla, observando a Medianoche, cuando Pedro se unió a ella por fin.
—Lo siento.
—¿El qué?
—Te pedí tu opinión. No tenía ningún derecho a burlarme de ti cuando me la diste.
—En eso tienes razón.
—Bueno, digamos que tienes razón. ¿Qué diablos hago con esa yegua? ¿Volverme al otro rancho?
—Creo que eso es algo un poco extremo —dijo, sonriendo por la frustración que se le notaba en la voz—. Déjame pensarlo. Tal vez se me ocurra algo menos drástico.
—Eso espero —replicó él, lanzándole otra de sus desconcertantes miradas—. Me estaba empezando a gustar el paisaje de por aquí.
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