sábado, 10 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 11




Pedro tenía el hábito de ir a Winding River para cenar desde que empezó a trabajar para Esteban. Aunque su jefe lo había invitado a compartir las cenas de su casa, ver cómo Esteban y su esposa se miraban a los ojos le proporcionaba un sentimiento muy extraño. Si no hubiera sabido que no era así, habría dicho que era envidia. Nunca había visto a dos personas más enamoradas o menos reticentes a mostrarse en público su afecto.


En cualquier caso, había empezado a ir al Heartbreak, para tomar unas cervezas y un bocadillo, pero el local estaba demasiado lleno de humo y la comida era pésima.


Después de un par de noches, incluso la música había empezado a irritarlo. Desde entonces, alternaba entre el restaurante de Tony y el de Stella.


Por supuesto, muy pronto había descubierto que aquella rutina no le garantizaba mucha intimidad. Karen y Esteban tenían muchos amigos y la mayoría de ellos aparecían en un restaurante o en otro cada una de las noches de la semana, especialmente desde que Gina, la amiga de Karen, se había hecho cargo de la cocina en el restaurante de Tony.


También había descubierto que solía encontrarse con Esteban y con Karen cuando Stella preparaba su famoso asado de carne. Desgraciadamente, la comida era demasiado buena para sacrificarla solo por no querer compartirla con los recién casados.


Lo que no había esperado cuando entró por la puerta del restaurante aquella noche fue encontrarse con Paula sentada con ellos. Esteban lo llamó enseguida.


—Siéntate con nosotros —le dijo.


Parecía no haberse dado cuenta de la sonrisa que su esposa tenía en el rostro.


—No quiero entrometerme… —replicó él, mirando a Paula.


—Por el amor de Dios —gruñó ella—, siéntate. Estoy segura de que podremos conseguir comportarnos civilizadamente durante una hora.


—Está bien. Si nos cuesta demasiado, prometo comer deprisa.


Karen soltó la carcajada. Entonces, rápidamente se cubrió la boca con la mano.


—¿Qué pasa? —preguntó Esteban, mirándolos a los tres sin comprender—. ¿Es que se me ha pasado algo?


—No, querido mío, claro que no —le aseguró Paula—. Lo que ocurre es que tu esposa se está pasando de lista.


Pedro se sentó al lado de Paula. Cuando el muslo de él rozó el de ella, el rubor le cubrió las mejillas. Satisfecho con su evidente reacción, Pedro la miró inocentemente.


—¿Ocurre algo?


—Nada —dijo ella, muy tensa.


—Muy bien. Ahora deja de insultar a Karen.


Esteban los miraba a todos lleno de confusión, mientras que su esposa tenía el aspecto de ir a explotar de risa de un momento a otro. Dado el imprevisible estado de ánimo de Paula, Pedro decidió que era mejor que la camarera fuera a tomarles nota.


La mala suerte quiso que fuera Carla la que estaba trabajando aquella noche. Abrió mucho los ojos y miró a su amiga muy sorprendida cuando vio a Pedro sentado a su lado.


—¿Qué es esto? —preguntó, evidentemente fascinada.


—¿Va a tomar todo el mundo el asado de carne? —preguntó Pedro, sin prestar atención alguna a la pregunta de Carla.


—Yo sí —respondió Esteban.


—Yo también —anunció Karen.


—Con eso somos tres —dijo Pedro—. ¿Y tú, Paula?


—Yo tomaré una ensalada pequeña. Nada más. Sólo una ensalada pequeña, Carla.


—Claro —respondió ella.


Entonces, volvió rápidamente a la cocina.


Pedro no se le pasó cómo Carla hablaba con Stella mientras las dos miraban en su dirección. Entonces, sonrió a Paula, que tenía una expresión particularmente tormentosa en el rostro.


—Parece que estamos causando un buen revuelo —dijo, más divertido de lo que hubiera creído dadas las circunstancias.


El hecho de que Paula se mostrara tan irritada le producía una profunda satisfacción.


—Sí, bueno. Algunas personas deberían ocuparse de sus asuntos —replicó.


Esteban abrió mucho los ojos y, por fin, pareció darse cuenta de las chispas que volaban entre Pedro y Paula.


—Oh, oh, Karen. Creo que tú y yo deberíamos cambiarnos de mesa.


—Buena idea —replicó ella.


Se levantó tan rápidamente que hizo que Pedro la mirara asombrado. Esteban la siguió casi con la misma velocidad.


—Mira lo que has hecho —comentó Paula, con el ceño fruncido.


—¿Yo? Lo único que he hecho ha sido señalar lo evidente. Además, estamos hablando de tus amigos, no de los míos.


—No tendrían nada de qué hablar si tú no…


—¿Qué? ¿Si hubiera rechazado la invitación de Esteban y me hubiera sentado solo?


—Sí —le espetó ella—. De hecho, eso habría sido lo mejor.


—¿De verdad? ¿No te parece que él habría querido saber el por qué? Dado que ha insistido en que los dos hiciéramos un esfuerzo por llevarnos bien, ¿crees que yo debería llevarme la culpa de que tú seas una niña mimada?


—¿Yo? ¿Una niña mimada? —replicó ella, con los ojos llenos de indignación.


—Eso es precisamente lo que me parece. Has estropeado lo que podría haber sido una velada de lo más agradable para todos haciendo evidente el desdén que sientes por mí.


—Yo no… —susurró ella. Durante un instante, pareció muy sorprendida por aquella afirmación. Entonces, su expresión se entristeció visiblemente—. Lo siento.


—¿El qué sientes?


—Haberme comportado como una niña mimada, ¿qué otra cosa podría sentir? Es sólo que tú y yo nos separamos de mala manera después de un día medio decente. Entonces, después de eso, Karen empezó a decirme tonterías sobre tú y yo. Y ahora, tú estás provocándome y parece como si Carla hubiera descubierto el secreto mejor guardado de Winding River… Todo eso me ha molestado un poco, ¿de acuerdo? Ya me he enfrentado a suficientes especulaciones como para que me dure una vida entera…


—Así me gusta. Una disculpa sentida.


Cuando Paula levantó los ojos y miró los de Pedro sintió una extraña sensación en el cuerpo. A él le dio la impresión de que su corazón no resistiría muchas miradas tan vulnerables como aquella.


—Lo siento —volvió a decir ella.


Aquella vez, pareció que lo decía en serio.


—¿A qué se debe ese comentario de haberte enfrentado a tanta especulación?


Durante un minuto, Paula pareció tan incómoda que Pedro dedujo que había dado en un punto sensible para ella. 


Entonces, una máscara le cubrió el rostro rápidamente, por lo que creyó que se lo había imaginado.


—¿Acaso he dicho yo eso? Es un pueblo muy pequeño. La gente habla. Ya sabes cómo son las cosas.


Desgraciadamente así era, por lo que Pedro dejó el tema. Entonces, sonrió e hizo un gesto con la cabeza para indicar la mesa de Esteban y de Karen, que estaban observándolos sin rubor alguno.


—¿Crees que deberíamos invitarlos otra vez a sentarse con nosotros?


—En interés de la paz y de la armonía, por supuesto. Además, eso impedirá que se caigan del asiento por querer escuchar lo que estamos diciendo.


Pedro comprobó muy divertido que, efectivamente, así era.


Entonces, les hizo una seña.


—Tenéis permiso para regresar —dijo, muy divertido por el gesto de culpabilidad que se dibujó en el rostro de Esteban y el ansia del de Karen.


Esta regresó tan rápidamente a la mesa que estuvo a punto de tropezar y caer.


—Bueno, ¿va todo bien? —preguntó.


—Hemos hecho las paces —les informó Paula—. Otra vez.


—¿Es que hacéis las paces con mucha frecuencia?


—Sí —admitió Paula—. Parece ser nuestro destino.


Al oír aquella palabra, Pedro se tensó. No creía en el destino de ninguna clase, especialmente en lo que se refería a las mujeres. Irene había pensado que su padre era su destino y eso solo había servido para hacerle cargar con el desdén de un canalla durante el resto de su vida. Rápidamente, trató de cambiar de tema.


—Hoy he ido a buscar esos caballos salvajes —le dijo a Esteban.


—¿Has encontrado algo?


—Ni rastro de ellos.


—No creerás que alguien ya los ha atrapado, ¿verdad?


—No creo. Me habría enterado.


—¿Cómo? —quiso saber Paula—. Tú eres nuevo en esta zona.


—Eso no significa que no sepa cómo mantenerme informado. Si alguien les hubiera echado el guante a esos animales, yo me habría enterado. Todo el mundo sabe que estoy tratando de incrementar el número de nuestros caballos.


—¿Nuestros caballos? —repitió Paula, atónita—. ¿Desde cuándo te pertenecen a ti esos caballos?


—En realidad, Pedro tiene parte en el tema de los caballos —dijo Esteban—. Ese fue nuestro trato.


—¿A quién de los dos pertenece en realidad Medianoche? 
—preguntó Paula, muy sorprendida por la noticia.


—Lo compré yo —respondió Esteban—. Desciende de muy buenos caballos, aunque eso es algo que se ve solo con mirarlo. Pedro espera cruzarlo. Entonces, nos repartiremos los potros que salgan.


—Pero primero tengo que conseguir que deje de dar patadas a todo lo que se le acerca.


—Lo que significa que me necesitas —afirmó Paula.


—Eso parece.


—Es una situación que me encanta —dijo ella, con una sonrisa en los labios.


—No te pongas arrogante, querida. Hay otras personas en el mundo a las que se les da bien tratar con caballos rebeldes.


—Tal vez, pero yo no soy ninguna de ellas. Ni ninguna de esas personas es la que está aquí en estos momentos. Me temo que yo soy lo único que tienes, así que tendrás que ser amable conmigo —comentó ella, dándole un suave cachete en la mejilla.


Aquel roce no duró más de dos segundos, pero el pulso de Pedro se aceleró como un coche de carreras. Aquella mujer era una hechicera. A aquel paso, lo iba a domar a la vez que a Medianoche y aquello era algo que no podía consentir.


Antes de que Paula pudiera meter la mano debajo de la mesa, se la agarró y se la llevó a los labios. Entonces, mirándola fijamente a los ojos, le dio un beso en los nudillos, entreteniéndose lo necesario hasta que sintió que se le caldeaba la piel.


—Eso ha sido a modo de aviso —susurró.


—¿Qué? —preguntó ella, con voz temblorosa.


—No creo que quieras jugar con fuego.


—Dios mío… —susurró una voz a sus espaldas.


Al darse la vuelta, se encontró a Carla con un montón de platos en los brazos y una expresión de asombro en el rostro.


Pedro agarró un par de ellos antes de que acabaran en el suelo y se los pasó a Karen y a Esteban. Entonces, tomó la ensalada de Paula e hizo lo mismo. Para entonces, Carla se había recuperado lo suficiente como para dejarle su plato encima de la mesa.


—¿Algo más? —le preguntó a Paula.


—No, creo que ya es suficiente —dijo ella, secamente—. Aparentemente, estoy proporcionando entretenimiento para todos. Espero que todo el mundo esté contento.


Pedro la miró con una sonrisa en los labios.


—Te aseguro que yo sí —respondió.


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