lunes, 1 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 1




¿DÓNDE estará? Pedro Alfonso colgó el teléfono bruscamente. No había obtenido respuesta en casa de Paula Chaves. Solo había oído la alegre grabación de su contestador automático, invitándolo a dejar su nombre y su número de teléfono. Pero Paula ya sabía su nombre y su número de teléfono. Pedro era su jefe, y ella debería estar trabajando desde hacía horas.


Impaciente y un tanto nervioso por su ausencia, Pedro apartó la silla del escritorio, se levantó y comenzó a pasearse por el despacho. Paula llevaba ocho años trabajando para él y ni una sola vez había dejado de avisar si iba a llegar tarde.


«Pero ¿dónde se habrá metido?» Pedro miró su reloj. Cuando él llegaba a trabajar por las mañanas, a eso de las siete y media, Paula ya estaba en su puesto, trabajando con ahínco. Lo cual significaba que ya llegaba con más de dos horas de retraso.


La única posibilidad que se le ocurría, y la sola idea le daba miedo, era que hubiera sufrido un accidente de camino a la oficina y estuviera postrada inconsciente en algún lugar, sin poder llamarlo. Esa mañana, Pedro ya había levantado dos veces el teléfono para llamar a los hospitales del área metropolitana de Dallas, Texas, para saber si Paula había ingresado de urgencias en alguno de ellos. Al final, había conseguido convencerse de que hacer aquellas llamadas era inútil, por lo menos de momento. La razón le decía que era demasiado pronto para dejarse llevar por el pánico. Sin duda había una razón perfectamente lógica para que Paula no se hubiera puesto en contacto con él. Pero, por desgracia, no se le ocurría ninguna.


Siguió caminando de un lado a otro, preguntándose cuánto tiempo tenía que pasar para poder dar parte a la policía de la desaparición de una persona. Seguramente más de dos horas, lo cual significaba que no podía hacer nada, salvo esperar. Pero esperar no era precisamente su actividad favorita. O su inactividad favorita, mejor dicho. De ahí que nunca hubiera considerado la paciencia una virtud. La paciencia le parecía una completa pérdida de tiempo.


Sonó el interfono y Pedro se precipitó sobre la mesa.


—¿Sí?


Julia, su secretaría, dijo:
—Quería recordarte que a las diez tienes una reunión con Arthur Simmons.


—Gracias —contestó él.


Se apartó del escritorio y se acercó a la ventana. Justo lo que necesitaba, pensó, sintiéndose aún más irritado y nervioso: una reunión con Arthur Simmons sin Paula como mediadora.


Simmons era un genio de los números y de la estrategia financiera. Había ahorrado a Pedro muchísimo dinero desde que dirigía el departamento de contabilidad de Construcciones Alfonso. Pedro se consideraba afortunado por contar con él. Sin embargo, temía reunirse con él. 


Simmons era sin lugar a dudas uno de los hombres más aburridos que había conocido en toda su vida, y Paula le servía como vía de escape en las reuniones con el contable. 


Ella sabía cuándo estaba harto de escuchar la melopea monocorde y exasperante de Simmons, y tenía el don de poner fin a las reuniones sin ofender a nadie. Si Paula no aparecía en los quince minutos siguientes, Pedro tendría que enfrentarse solo a las interminables explicaciones de su jefe de contabilidad acerca de los últimos balances del departamento. Las cifras eran esenciales, y Pedro sería el último en negar su importancia, pero prefería echarles un vistazo por su cuenta a tener que aguantar que alguien se las explicara con infinita minuciosidad.


Tal vez fuera la actitud de Simmons lo que lo irritaba tanto. 


Arthur provenía de una acaudalada y aristocrática familia del Este. Durante las entrevistas que precedieron a su incorporación a la empresa, había dejado bien claro que, pese a su riqueza, se sentía llamado a compartir su experiencia y sus conocimientos con el resto de la humanidad. En opinión de Arthur, el resto de la humanidad parecía resumirse en Construcciones Alfonso, pero a Pedro le daba igual, con tal de que siguiera ahorrando grandes sumas de dinero a la compañía.


Aunque eran más o menos de la misma edad, Pedro y Simmons no podían ser más distintos. Pedro había ascendido por el camino difícil. Era un chico de la calle que al final había levantado una constructora multimillonaria con poco más que su sudor, sus manos desnudas y el coraje de un hombre que creía en su potencial. Era probable que Simmons, en cambio, no hubiera derramado una gota de sudor trabajando en todos los días de su vida. No. Simmons había asistido a los mejores colegios privados y se había graduado con excelentes calificaciones en una prestigiosa universidad del Este.


Sin embargo, Pedro no lo envidiaba. La diferencia de orígenes solo subrayaba el hecho de que no tenían nada en común, salvo el objetivo de aumentar los beneficios de la compañía. Desde el punto de vista de Pedro, él era una persona físicamente fuerte. Simmons, en cambio, era un enclenque y un chupatintas. Sus manos perfectamente cuidadas dejaban claro que lo más pesado que había levantado era un lápiz.


Agitado, Pedro se apartó de la ventana y se pasó la mano por el pelo. Necesitaba a su insustituible asistente, y la necesitaba ya. Se obligó a regresar a la mesa, oyendo casi la voz de Paula diciéndole que se relajara y se armara de paciencia. Se dejó caer en la silla dando un suspiro. La voz de Paula resonaba a menudo en su cabeza. Imaginaba que ella lo había adoptado como una especie de obra social.


Nunca olvidaría el día que la contrató. En aquel momento, no sabía que aquella sería la decisión más acertada de su vida. 


Entonces tenía veinticinco años y dirigía celosamente una compañía emergente, a base de trabajar muchas horas y de dormir casi todas las noches en el barracón de la obra que estuviera construyendo en ese momento. Disponía de una cuadrilla de obreros, pero no tenía a nadie que supiera manejarse con el papeleo. Ni siquiera él sabía cómo hacerlo. 


Le habían concedido un contrato para la construcción de un teatro en el norte de Dallas, el encargo más importante de su carrera. Pero cuando la euforia se disolvió, Pedro comprendió que no podía seguir dirigiendo la empresa desde su apartamento y la caseta de la obra. 


Necesitaba una oficina de verdad... con oficinistas de verdad. La idea le resultó aterradora. Tener una oficina significaba contratar, por lo menos, a una recepcionista, una secretaria y un contable. El problema era que no podía permitirse contratar a tanta gente. En aquel momento, al menos. Pero tenía el presentimiento de que, cuando acabara de construir el teatro, le lloverían los trabajos. Sabía que ofrecía obras de calidad. Había trabajado con ahínco para edificar su reputación de hombre honesto, íntegro y transparente. Sí, le lloverían los trabajos, pero hasta entonces tendría que trabajar con un presupuesto irrisorio. 


Afrontando la realidad de su situación, puso un anuncio para contratar una recepcionista, con la esperanza de que quien solicitara el puesto pudiera hacer algo más que contestar al teléfono.


Su primer paso fue alquilar una oficina. Negoció el precio con el propietario ofreciéndole hacer reparaciones en el edificio siempre que fuera necesario, y reformó la oficina trabajando por las noches y los fines de semana. Cuando insertó el anuncio de oferta de empleo en el periódico, la oficina era todavía un desastre, de modo que tuvo que buscar un lugar donde hacer las entrevistas. Al final, eligió una cafetería que hacía chaflán, cerca de la obra.


El primer día que se publicó el anuncio, su teléfono no dejó de sonar. Pedro estaba encantado. Sin duda encontraría a alguien cualificado en cuestión de días. Una semana después no estaba tan encantado. Para entonces, ya sabía que tenía serios problemas. O la candidata al puesto pedía demasiado dinero o parecía no saber cómo atender las llamadas ni tomar los mensajes. A la tercera semana, estaba desesperado.


Y entonces llamó Paula Chaves.


— Construcciones Alfonso —gritó él, para hacerse oír por encima del ruido ensordecedor de la obra.


Con una voz fría y refinada, ella dijo:
—El señor Alfonso, por favor.


Cielos, su voz sonaba tan profesional que a Pedro le pareció la asistente administrativa de un consejero delegado.


— Soy yo —dijo sonriendo. Y empezó a fantasear sobre el aspecto que tendría aquella mujer de voz cantarína y sin embargo, levemente áspera.


—Tengo entendido que está buscando una; recepcionista. ¿Todavía está libre el puesto?


Pedro, que estaba recostado en su silla leyendo unos informes, estuvo a punto de caerse al oír sus palabras. Intentando mantener el equilibrio, apoyó los pies firmemente en el suelo y dijo:
—Eh... sí. El puesto está libre si le interesa.


Ella dejó escapar un leve suspiro que a Pedro le pareció de alivio. Pero cuando volvió a hablar parecía perfectamente tranquila.


— ¿Cuándo podríamos fijar una cita para la entrevista?


Pedro estuvo en un tris de decirle que el trabajo ya era suyo si lo quería, pero consiguió refrenarse. Quizás aquello fuera un malentendido, pero al menos quería verla en persona para satisfacer su curiosidad. Con una recepcionista como aquella, su oficina parecería al instante un negocio floreciente, estable y de confianza. Ya empezaba a lamentar no tener suficiente dinero para contratarla.


Miró su reloj.


— ¿Es muy tarde para que venga hoy? — preguntó, y contuvo el aliento.


—En absoluto. Si es tan amable de decirme su dirección y una hora que le venga bien, allí estaré.


Ahí venía la parte complicada. —Bueno, la verdad es que mi oficina no estará lista hasta la semana que viene, pero hay una cafetería, cerca de la obra en la que estamos trabajando, en la que podríamos encontrarnos, si le parece bien. Digamos... ¿a eso de las cinco?


— Perfecto —contestó ella con una cortesía que a Brad le pareció atractiva y tranquilizadora.


Le dio la dirección y las indicaciones para llegar. Después de colgar, se quedó sentado mirando la pared. «No te emociones», se advirtió. «Cuando sepa lo pequeña que es la empresa, todo el papeleo que hay y lo irrisorio del sueldo, se echará a reír en tu cara.»









BAJO AMENAZA: SINOPSIS





Sin dejarse distraer por cosas sin importancia como el amor, Pedro Alfonso había conseguido pasar de ser un muchacho sin dinero a convertirse en un millonario adicto al trabajo. Su ayudante, Paula Chaves, siempre había creído en él y lo había apoyado desde el principio. Pero después de ocho años de relación estrictamente profesional, Paula ni siquiera se atrevía a soñar que pudiera haber algo más entre ellos.


Entonces... ¿por qué cuando ella creyó estar en peligro Pedro se apresuró a ofrecerle el refugio de su casa, y de sus brazos, convirtiéndola en su esposa? La amenaza de que Paula pudiera desaparecer de su lado había hecho que la viera como una mujer... y que incluso empezara a creer en el amor.

domingo, 31 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO FINAL





Había luz en los antiguos establos, pero el dormitorio de los chicos estaba apagado.


—En cuanto a Dario…


—Hablaremos dentro —aseguró él acompañándola hasta su antigua habitación—. Pensé que preferirías esta y que te sentirías más cómoda.


—Oh, sí —al parecer había llegado a conclusiones equivocadas.


Él puso la bolsa sobre la cama.


—Hay que darle tiempo a Dario para que se acostumbre…


—¿Que se acostumbre a qué?


—A ti y a mí —se volvió hacia Paula y ella lo miró intrigada. ¿Qué tenía en mente?—. A que nos vamos a casar —aclaró él. Ella lo miró y se rio—. Si tú aceptas, claro.


El corazón de Paula dio un vuelco.


—¿Es una proposición? —quería asegurarse.


Él asintió.


—No tengo una alianza, pero si quieres que me arrodille…


—No, gracias —la situación era surrealista.


—¿Quieres decir, «No, gracias» al matrimonio o a que me arrodille?


—Decían que la caballerosidad había desaparecido…


—¿Qué?


—Por eso quieres casarte conmigo, ¿verdad? Para convertirme en una mujer honrada y darle a Dario tú nombre.


Pedro se rio. Era una idea tan absurda…


La abrazó y le dio un dulce beso en los labios antes de decirle:
—¿Y no podría ser porque te adoro? ¿Porque quiero dormirme todas las noches abrazado a ti? —la miraba fijamente—. En cuanto a Dario, no necesita nada mío para que sea un chico estupendo. Es a ti a quien quiero darle mi nombre, Paula. Es a ti a quien quiero tener y abrazar. Debes saberlo.


—¿Paula Alfonso?


—¿Quieres decir…? —preguntó anhelante y ella asintió—. ¿Te casarás conmigo? —ella volvió a asentir—. Entonces dilo.


Pero Paula escogió algo más importante que decir.


—Te amo. Te amo tanto que me duele el corazón. ¿Es eso lo que querías oír?


—Desde hace meses —confirmó Pedro—. Solo que tú parecías preferir que sufriera un infierno.


—Solo tenía miedo —admitió ella—. Pensaba… Bueno, ya no importa.


—Nunca quise causarte dolor, y te compensaré aunque haga falta una vida entera.


Era una promesa muy tierna y Paula correspondió entregándole el corazón para que latiera a su cuidado y diciéndole:
—Solo quiero que me ames. Que me ames para siempre.


—Para siempre y un día más —juró él tomándole la mano.




¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 25




Estaban llamando al timbre.


—No hagas caso —murmuró Pedro, acariciándola.


Pero Paula no podía ignorarlo. También estaban golpeando la puerta. Debía de ser Anabella y no podía dejarla en la puerta.


—Tengo que abrir —insistió, y él la soltó. 


Se quedó mirándola mientras iba desnuda, entre tímida y excitada, a ponerse una bata.


—No saldrás de aquí, ¿verdad? —no quería que su hermana se enterara.


Él sonrió y ella cerró la puerta.


Enfadada, Anabella la llamaba a gritos y aporreaba la puerta.


—Abre, Paula. Sé que estás ahí —Paula le abrió y Anabella entró—. ¡Típico de ti! Tú siempre te escondías en la cama cuando algo te disgustaba… Supongo que Pedro se ha ido.


—Sí —mintió Paula—, claro.


Anabella aceptó la respuesta pero dijo:
—Me pregunto por qué dejó el coche.


—No arrancaba —balbuceó Paula—. Después de que paró para dejarme aquí.


—Supongo que te soltó y salió pitando —continuó Anabella marchando hacia la sala—. Mientras tanto yo me tuve que quedar con esa mujer. Rebecca insistió en que nos quedáramos una hora más, y luego se perdió camino a casa. ¡Increíble! ¡Las mujeres estadounidenses pueden ser tan estúpidas!


«No tanto como algunas británicas», decidió Paula pensando que Rebecca les había estado dando tiempo a Pedro y a ella. 


Se sonrojó al recordar cómo lo habían empleado.


Anabella lo notó y comentó:
—En cuanto a ti, sí que puedes estar avergonzada. No fue teatro de aficionados… Quizás debería ir a la casa grande y disculparme por tu comportamiento.


Paula casi no podía contener la risa, pero contestó en tono seco:
—Sí, ¿por qué no vas?


Anabella se quedó confundida por su actitud y ya se iba a marchar cuando oyeron que una puerta se abría.


Ambas se volvieron a la vez y vieron a Pedro que entraba completamente vestido. Pero la camisa desabrochada y el atuendo de Paula los delataban.


—¡Bueno! ¡Bueno! —el tono de Anabella era estridente—. Así que no estabas escondiéndote en tu dormitorio sola…


—No estábamos escondiéndonos —dijo Pedro con frialdad—. Estábamos haciendo el amor.


Paula se sonrojó ante tanta franqueza y Anabella se quedó anonadada.


Pero se recobró de inmediato y respondió:
—¿No es una forma muy grandilocuente de describir un revolcón por lástima? ¿Qué hiciste? —inquirió a su hermana—. ¿Representar la función: Pobre pequeña Paula. Sintamos lástima de ella? ¿No pensarás que va en serio contigo?


Paula no tenía ni idea de lo que Pedro sentía, pero se dio cuenta de que Anabella hablaba así por celos. Pedro se acercó a ella y la rodeó con un brazo.


—En realidad, estoy loco por ella y siempre lo he estado.


Miró a Paula de tal forma que ella casi lo creyó.


Anabella lo puso en duda.


—Nunca la miraste dos veces cuando éramos jóvenes.


—¿Ah, no? —miró a Paula—. Entonces, ¿cómo te explicas a Dario?


—¿Dario?


—Mi hijo.


Estaba claro que Anabella nunca había sospechado la verdad. Miró a su hermana sorprendida.


Envalentonada por la actitud de Pedro, Paula confirmó:
—Dario es hijo de Pedro.


—¡Eso sí que es bueno! —Anabella recriminó a Pedro—. Todo ese verano fingiendo que estabas por encima de las relaciones promiscuas y estabas acostándote con mi hermana pequeña.


Paula se avergonzó por la crudeza de su hermana, aunque confirmaba que Pedro nunca se había acostado con Anabella.


—Tuviste tu venganza —dijo Pedro mirando con desprecio a Anabella—. Lástima que esta vez no puedas hacer que me echen de la finca.


—Supongo que vas a devolverme el favor.


—Es tentador —admitió él—. Pero, en aras de nuestras futuras relaciones como cuñados, prefiero una tregua.


—¿Cuñados? —exclamó Anabella—. ¿No irás a casarte con ella? ¡No te creo!


Paula tampoco se lo creía, teniendo en cuenta que no se lo había pedido. Solo serían palabras para desconcertar a Anabella.


—Está bromeando —dijo Paula—. Estoy cansada, así que perdonadme…


Se fue a su habitación y cerró la puerta para no oírlos. Vio la cama deshecha y recordó. Estaba tan viva que no se arrepentía de nada. Era como si él fuera el príncipe que la había despertado. Estaba completamente segura, Pedro Alfonso era el único para ella. Lástima que él no sintiera lo mismo aunque se lo dijera a Anabella.


Cuando él entró en la habitación estaba acurrucada en una silla.


—Tu hermana se ha ido a la cama.


—Bien.


—¿Tienes una maleta de fin de semana?


—Sí, ¿por qué? —dijo ella mirando hacia el armario.


Él la bajó y la abrió sobre la cama.


—Creo que deberías mudarte a la casa grande —declaró él, y Paula se preguntó «¿temporalmente?»—. Anabella tiene un efecto demoledor sobre ti y no quiero que derrame veneno en tu oído cuando se vaya por la mañana.


«Entonces es temporalmente», pensó ella.


—No sé…


—Bueno… mientras lo piensas te haré la maleta —buscó en los cajones y puso ropa interior y sacó varios conjuntos del armario.


«Entonces, es para más de una noche…».


—No me gustaría que Dario me encontrara en la casa y se hiciera una idea equivocada.


Él cerró la maleta.


—¿Y cuál sería esa idea equivocada? —preguntó él divertido. Ella no lo sabía tampoco—. ¿Quieres que salga al pasillo mientras te vistes? —preguntó.


Eso sí que era divertido. Ofrecerle cuidar de su pudor, cuando habían compartido tanta intimidad.


—No —dijo con una mueca, mientras se ponía ropa interior y vaqueros antes de quitarse el camisón.


—La mujer de mis sueños —comentó él—. Una que puede vestirse en solo un minuto.


Ella sonrió para disimular lo mucho que deseaba que fuera en verdad la mujer de sus sueños y no la chica de al lado.


¿Cómo lo había llamado Anabella? Un revolcón por lástima. 


¿Había sido eso?


—Vamos —Pedro quería salir de allí antes de que ella cambiara de opinión.






¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 24





Él la siguió y ella pensó que se marchaba. Cuando ella abrió la puerta, él se la cerró y la acorraló en un rincón.


—Pues lo vas a oír aunque no quieras —le gruñó—. Yo no me acosté con tu hermana ese verano, aunque tuve muchísimas oportunidades.


—No voy a escucharte… —dijo gritando para acallarlo, pero él continuó implacable.


—Yo sabía que su interés por mí no era verdadero. Solo estaba aburrida y yo andaba por ahí. Quizás me habría sentido tentado si ella no se hubiera acostado con medio vecindario. Pero no me acosté.


Paula quería creerlo, pero le parecía imposible que un hombre rechazara a su bella hermana.


—¡Debes pensar que soy idiota! —espetó ella—. Anabella podía conseguir a todo aquel de quien se encaprichara.


—Eso era también lo que ella creía —dijo él riendo con dureza—. Y por eso se ofendió por mi rechazo. Se quejó a tu madre y tu madre me despidió.


—¿Quieres decir… —Paula no lo podía creer—, que mi madre te echó porque no querías acostarte con mi hermana?


—¡No exactamente! —dijo riendo—. Tu madre no es tan perversa. Supongo que la versión que oyó es que yo acosaba a Anabella para que se acostara conmigo. Es obvio que no tenía ni idea de cómo era tu hermana. Pero tú sí. Incluso trataste de avisarme —le recordó.


—Y tú pensaste que era divertido.


—Lo era, teniendo en cuenta que tenía que usar un palo para alejarla de mí… —¿sería cierto lo que decía?—. ¿Por qué te cuesta tanto creerme? —se lamentó él—. Solo una de las hermanas Chaves me había llamado la atención, ¡y no era Anabella!


—No sigas. Ambos sabemos que lo de aquella noche fue casualidad.


—¡Paula! —estaba exasperado—. ¿Por qué tienes tan mal concepto de ti misma? Siempre me gustaste. Más que gustarme. La noche que hicimos el amor me pareció que era lo que debía ser, aunque yo no debí hacerlo porque tú eras solo una chiquilla y yo mucho mayor. Y, además, no tenías experiencia, ¿verdad?


Paula lo miró sorprendida.


—No, no la tenía.


—Yo en el fondo lo sabía, pero dijiste que ya te habías acostado con otros y eso ayudó para acallar mi conciencia. Si puede servirte de consuelo, siempre he sentido vergüenza de cómo te traté esa noche.


—No sirve —ella pensó que podía guardarse sus remordimientos.


—De acuerdo. No puedo cambiar el pasado. Pero, al menos, créeme en lo que se refiere a Anabella —Paula permanecía callada. Querer creerlo no lo convertía en realidad—. No puedes creer que yo te prefiriera a ti, ¿verdad? —dio un suspiro de impaciencia—. De acuerdo, te lo demostraré. ¿Dónde está tu dormitorio?


—¿Mi qué?


—Tu dormitorio… En el piso de abajo, ¿no? —señaló hacia el pasillo.


—Yo… ¿Qué estás haciendo? —él la estaba llevando hacia el dormitorio.


—Lo que te dije —abrió la puerta y la empujó adentro—. Puesto que no me quieres escuchar, te mostraré lo mucho que me importas… ¿Dejo las luces encendidas o apagadas?


—Yo… Tú… —balbuceaba Paula.


—Apagadas para empezar, creo —decidió él, y ya a oscuras, se inclinó hacia ella para besarla en la boca.


—No podemos hacerlo… —protestó Paula.


—¿Por qué no?


—Porque… porque… —ella trataba de aclarar sus pensamientos mientras él le quitaba las horquillas del pelo—. Porque pronto estará de regreso Anabella.


—¿Y qué? —le rodeó la cara con las manos.


—No puedo hacerlo —era una súplica.


—Sí puedes —los labios de Pedro acariciaron los de Paula hasta que ella comenzó a responder—. ¿Ves? Es fácil.


—¿No me odias por lo de Dario?


—¿Odiarte? —preguntó él incrédulo—. Me has dado un hijo maravilloso.


El resentimiento de Paula se suavizaba, y cuando él le preguntó en un susurro «¿Por qué no hacemos otro?», ya estaba perdida.


La condujo hasta la cama y ella lo siguió sin resistirse. La hizo sentar en el borde y ella esperó estremeciéndose.


Pedro se quitó la chaqueta y se desabrochó la camisa. Sus manos temblaban. Había imaginado esa escena muchas veces durante los últimos meses. Él, tendido junto a ella, desnudos los dos. Nunca había deseado a nadie como la deseaba a ella. Y era algo más que un deseo sexual. Mucho más.


Se sentó a su lado y le tomó la mano. Ella se sobresaltó. 


¿Volvería a rechazarlo como antes? Necesitaba verle la cara y encendió la luz.


La agarró por la barbilla para que volviera la cara. En la penumbra, todo eran ojos y pómulos. ¡Qué preciosa era!


Paula, nerviosa, se humedecía los labios. Él le dibujó la boca con un dedo. Era como un beso y la dejó húmeda y lista para la suya.


Con ternura al principio, solo un aliento. Los labios cálidos y duros. Y los de ella, entreabiertos, dejando que él la saboreara y saboreándolo a él.


Respiración acelerada. Una mano levantando la de ella y poniéndola bajo la camisa, sobre la piel. El tacto húmedo del vello. La mano deslizándose hasta la cintura y ayudándolo a quitarse la camisa.


Entonces él la rodeó con sus brazos y atrajo su cuerpo contra el suyo. Mientras tanto la besaba y le robaba el aliento y la razón. Ella no notó cuando él le bajó la cremallera del vestido y la recostó sobre la cama.


No intentó detenerlo. No habría podido. Deseaba sentir sus dedos a través de la seda, y cómo le bajaba los tirantes y derramaba sus senos, rodeándolos y frotándole el pezón hasta que estuviera erecto. Deseaba que la boca de él dejara la suya y se concentrara en succionar el pezón hasta hacerla gemir.


Él terminó de quitarle el vestido para poder rozar su vientre y deslizar la mano entre la piel y la seda y alcanzar su interior con un dedo. La acarició despacio y con firmeza, dándole placer, tanto placer que gemía y sus piernas flojearon invitándolo.


Pedro notaba que perdía el control. La quería desnuda y le arrancó el resto de la ropa, recorriendo su cuerpo mientras se desvestía también.


Paula perdió el aliento y su corazón se aceleró al verlo erecto y duro de deseo. Se tendió junto a ella, boca contra boca, piel contra piel, su carne apremiando hasta que entró dentro de ella.


La llenaba por completo, y Paula se estremeció, lista para el siguiente movimiento. Gimió fuerte y le rodeó la cintura con las piernas. Lo deseaba, lo necesitaba y él correspondía con su cuerpo, implacable hasta que alcanzaron el orgasmo juntos, gritando sus nombres.


Luego, se quedaron abrazados, los cuerpos sudorosos, los corazones palpitantes. No hablaron. No hacían falta palabras. Él comenzó a besarla y acariciarla de nuevo hasta que ella lo deseó una vez más.


Saciada, completa, Paula se preguntaba cómo podría aprender a vivir otra vez sin él.