lunes, 1 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 1




¿DÓNDE estará? Pedro Alfonso colgó el teléfono bruscamente. No había obtenido respuesta en casa de Paula Chaves. Solo había oído la alegre grabación de su contestador automático, invitándolo a dejar su nombre y su número de teléfono. Pero Paula ya sabía su nombre y su número de teléfono. Pedro era su jefe, y ella debería estar trabajando desde hacía horas.


Impaciente y un tanto nervioso por su ausencia, Pedro apartó la silla del escritorio, se levantó y comenzó a pasearse por el despacho. Paula llevaba ocho años trabajando para él y ni una sola vez había dejado de avisar si iba a llegar tarde.


«Pero ¿dónde se habrá metido?» Pedro miró su reloj. Cuando él llegaba a trabajar por las mañanas, a eso de las siete y media, Paula ya estaba en su puesto, trabajando con ahínco. Lo cual significaba que ya llegaba con más de dos horas de retraso.


La única posibilidad que se le ocurría, y la sola idea le daba miedo, era que hubiera sufrido un accidente de camino a la oficina y estuviera postrada inconsciente en algún lugar, sin poder llamarlo. Esa mañana, Pedro ya había levantado dos veces el teléfono para llamar a los hospitales del área metropolitana de Dallas, Texas, para saber si Paula había ingresado de urgencias en alguno de ellos. Al final, había conseguido convencerse de que hacer aquellas llamadas era inútil, por lo menos de momento. La razón le decía que era demasiado pronto para dejarse llevar por el pánico. Sin duda había una razón perfectamente lógica para que Paula no se hubiera puesto en contacto con él. Pero, por desgracia, no se le ocurría ninguna.


Siguió caminando de un lado a otro, preguntándose cuánto tiempo tenía que pasar para poder dar parte a la policía de la desaparición de una persona. Seguramente más de dos horas, lo cual significaba que no podía hacer nada, salvo esperar. Pero esperar no era precisamente su actividad favorita. O su inactividad favorita, mejor dicho. De ahí que nunca hubiera considerado la paciencia una virtud. La paciencia le parecía una completa pérdida de tiempo.


Sonó el interfono y Pedro se precipitó sobre la mesa.


—¿Sí?


Julia, su secretaría, dijo:
—Quería recordarte que a las diez tienes una reunión con Arthur Simmons.


—Gracias —contestó él.


Se apartó del escritorio y se acercó a la ventana. Justo lo que necesitaba, pensó, sintiéndose aún más irritado y nervioso: una reunión con Arthur Simmons sin Paula como mediadora.


Simmons era un genio de los números y de la estrategia financiera. Había ahorrado a Pedro muchísimo dinero desde que dirigía el departamento de contabilidad de Construcciones Alfonso. Pedro se consideraba afortunado por contar con él. Sin embargo, temía reunirse con él. 


Simmons era sin lugar a dudas uno de los hombres más aburridos que había conocido en toda su vida, y Paula le servía como vía de escape en las reuniones con el contable. 


Ella sabía cuándo estaba harto de escuchar la melopea monocorde y exasperante de Simmons, y tenía el don de poner fin a las reuniones sin ofender a nadie. Si Paula no aparecía en los quince minutos siguientes, Pedro tendría que enfrentarse solo a las interminables explicaciones de su jefe de contabilidad acerca de los últimos balances del departamento. Las cifras eran esenciales, y Pedro sería el último en negar su importancia, pero prefería echarles un vistazo por su cuenta a tener que aguantar que alguien se las explicara con infinita minuciosidad.


Tal vez fuera la actitud de Simmons lo que lo irritaba tanto. 


Arthur provenía de una acaudalada y aristocrática familia del Este. Durante las entrevistas que precedieron a su incorporación a la empresa, había dejado bien claro que, pese a su riqueza, se sentía llamado a compartir su experiencia y sus conocimientos con el resto de la humanidad. En opinión de Arthur, el resto de la humanidad parecía resumirse en Construcciones Alfonso, pero a Pedro le daba igual, con tal de que siguiera ahorrando grandes sumas de dinero a la compañía.


Aunque eran más o menos de la misma edad, Pedro y Simmons no podían ser más distintos. Pedro había ascendido por el camino difícil. Era un chico de la calle que al final había levantado una constructora multimillonaria con poco más que su sudor, sus manos desnudas y el coraje de un hombre que creía en su potencial. Era probable que Simmons, en cambio, no hubiera derramado una gota de sudor trabajando en todos los días de su vida. No. Simmons había asistido a los mejores colegios privados y se había graduado con excelentes calificaciones en una prestigiosa universidad del Este.


Sin embargo, Pedro no lo envidiaba. La diferencia de orígenes solo subrayaba el hecho de que no tenían nada en común, salvo el objetivo de aumentar los beneficios de la compañía. Desde el punto de vista de Pedro, él era una persona físicamente fuerte. Simmons, en cambio, era un enclenque y un chupatintas. Sus manos perfectamente cuidadas dejaban claro que lo más pesado que había levantado era un lápiz.


Agitado, Pedro se apartó de la ventana y se pasó la mano por el pelo. Necesitaba a su insustituible asistente, y la necesitaba ya. Se obligó a regresar a la mesa, oyendo casi la voz de Paula diciéndole que se relajara y se armara de paciencia. Se dejó caer en la silla dando un suspiro. La voz de Paula resonaba a menudo en su cabeza. Imaginaba que ella lo había adoptado como una especie de obra social.


Nunca olvidaría el día que la contrató. En aquel momento, no sabía que aquella sería la decisión más acertada de su vida. 


Entonces tenía veinticinco años y dirigía celosamente una compañía emergente, a base de trabajar muchas horas y de dormir casi todas las noches en el barracón de la obra que estuviera construyendo en ese momento. Disponía de una cuadrilla de obreros, pero no tenía a nadie que supiera manejarse con el papeleo. Ni siquiera él sabía cómo hacerlo. 


Le habían concedido un contrato para la construcción de un teatro en el norte de Dallas, el encargo más importante de su carrera. Pero cuando la euforia se disolvió, Pedro comprendió que no podía seguir dirigiendo la empresa desde su apartamento y la caseta de la obra. 


Necesitaba una oficina de verdad... con oficinistas de verdad. La idea le resultó aterradora. Tener una oficina significaba contratar, por lo menos, a una recepcionista, una secretaria y un contable. El problema era que no podía permitirse contratar a tanta gente. En aquel momento, al menos. Pero tenía el presentimiento de que, cuando acabara de construir el teatro, le lloverían los trabajos. Sabía que ofrecía obras de calidad. Había trabajado con ahínco para edificar su reputación de hombre honesto, íntegro y transparente. Sí, le lloverían los trabajos, pero hasta entonces tendría que trabajar con un presupuesto irrisorio. 


Afrontando la realidad de su situación, puso un anuncio para contratar una recepcionista, con la esperanza de que quien solicitara el puesto pudiera hacer algo más que contestar al teléfono.


Su primer paso fue alquilar una oficina. Negoció el precio con el propietario ofreciéndole hacer reparaciones en el edificio siempre que fuera necesario, y reformó la oficina trabajando por las noches y los fines de semana. Cuando insertó el anuncio de oferta de empleo en el periódico, la oficina era todavía un desastre, de modo que tuvo que buscar un lugar donde hacer las entrevistas. Al final, eligió una cafetería que hacía chaflán, cerca de la obra.


El primer día que se publicó el anuncio, su teléfono no dejó de sonar. Pedro estaba encantado. Sin duda encontraría a alguien cualificado en cuestión de días. Una semana después no estaba tan encantado. Para entonces, ya sabía que tenía serios problemas. O la candidata al puesto pedía demasiado dinero o parecía no saber cómo atender las llamadas ni tomar los mensajes. A la tercera semana, estaba desesperado.


Y entonces llamó Paula Chaves.


— Construcciones Alfonso —gritó él, para hacerse oír por encima del ruido ensordecedor de la obra.


Con una voz fría y refinada, ella dijo:
—El señor Alfonso, por favor.


Cielos, su voz sonaba tan profesional que a Pedro le pareció la asistente administrativa de un consejero delegado.


— Soy yo —dijo sonriendo. Y empezó a fantasear sobre el aspecto que tendría aquella mujer de voz cantarína y sin embargo, levemente áspera.


—Tengo entendido que está buscando una; recepcionista. ¿Todavía está libre el puesto?


Pedro, que estaba recostado en su silla leyendo unos informes, estuvo a punto de caerse al oír sus palabras. Intentando mantener el equilibrio, apoyó los pies firmemente en el suelo y dijo:
—Eh... sí. El puesto está libre si le interesa.


Ella dejó escapar un leve suspiro que a Pedro le pareció de alivio. Pero cuando volvió a hablar parecía perfectamente tranquila.


— ¿Cuándo podríamos fijar una cita para la entrevista?


Pedro estuvo en un tris de decirle que el trabajo ya era suyo si lo quería, pero consiguió refrenarse. Quizás aquello fuera un malentendido, pero al menos quería verla en persona para satisfacer su curiosidad. Con una recepcionista como aquella, su oficina parecería al instante un negocio floreciente, estable y de confianza. Ya empezaba a lamentar no tener suficiente dinero para contratarla.


Miró su reloj.


— ¿Es muy tarde para que venga hoy? — preguntó, y contuvo el aliento.


—En absoluto. Si es tan amable de decirme su dirección y una hora que le venga bien, allí estaré.


Ahí venía la parte complicada. —Bueno, la verdad es que mi oficina no estará lista hasta la semana que viene, pero hay una cafetería, cerca de la obra en la que estamos trabajando, en la que podríamos encontrarnos, si le parece bien. Digamos... ¿a eso de las cinco?


— Perfecto —contestó ella con una cortesía que a Brad le pareció atractiva y tranquilizadora.


Le dio la dirección y las indicaciones para llegar. Después de colgar, se quedó sentado mirando la pared. «No te emociones», se advirtió. «Cuando sepa lo pequeña que es la empresa, todo el papeleo que hay y lo irrisorio del sueldo, se echará a reír en tu cara.»









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