lunes, 4 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 4






El brillo de regocijo que mostraban los ojos marrones de Pedro desapareció al instante. Paula respiró hondo e intentó que su corazón latiera más despacio. Cosa nada fácil ahora que su plan había fracasado. No había contado con que él volviera pronto y la sorprendiera allí. Ni tampoco con que la echara sobre la cama y se sentara encima. Y tenía que admitir que tener su cuerpo duro y musculoso encima del de ella era una sensación mucho más agradable de lo que cabría esperar en esas circunstancias.


Era muy alto y olía muy bien, a una mezcla sutil de especias y hombre que le hacía querer inspirar hondo y retener el aire, solo para guardar aquel olor dentro de ella. Pero no estaba allí para ser seducida ni para permitir que sus hormonas controlaran la situación y alimentaran los fuegos que ardían en su interior.


No podía olvidar que ya había cometido ese error una vez. 


Había dejado que un ladrón la distrajera y no volvería a hacerlo.


¡Maldición! ¿Cómo le había salido tan mal aquello?


Su plan había sido hablar con él a su debido tiempo y en un lugar elegido por ella, pero en aquel momento estaba a merced de él, así que hizo lo que hacía siempre que llevaba las de perder. Pasar a la ofensiva.


–Suéltame y hablaremos.


–Empieza a hablar y te soltaré –replicó él.


La luz de la luna entraba por el enorme ventanal e iluminaba los rasgos duros de él. Paula respiró todo lo profundamente que pudo y se preparó para la confrontación para la que llevaba meses trabajando.


Lo miró con rabia.


–No es fácil respirar contigo sentado encima.


Él no se movió.


–Pues entonces habla rápidamente. ¿Qué pruebas tienes contra mi padre?


Estaba claro que ella había perdido aquel asalto.


–Una foto.


Él resopló.


–¿Una foto? Por favor. Tendrás que tener algo mejor que eso. Todo el mundo sabe que hoy en día es tan fácil retocar una foto que ya no son prueba suficiente.


–Esta no ha sido retocada –le aseguró ella–. Está un poco oscura, pero se ve claramente a tu padre.


Los rasgos de él se volvieron todavía más fríos y remotos que antes.


–¿Y tengo que aceptar tu palabra? Ni siquiera sé tu nombre.


–Paula. Paula Chaves.


Él la soltó el tiempo suficiente para permitirle respirar hondo y ella se lo agradeció.


–Es un comienzo –musitó él–. Sigue hablando. ¿De qué nos conoces a mi familia y a mí?


–No lo dices en serio, ¿verdad? –preguntó ella, sorprendida.


La familia Alfonso había sido un foco de especulación durante décadas. Atrapar a uno de ellos en el acto de privar a alguien de sus joyas era un sueño recurrente de policías de todo el mundo.


–Sois los Alfonso. La familia de ladrones de joyas más famosa del mundo.


Él apretó los dientes.


–Presuntos ladrones de joyas –corrigió, con los ojos fijos en los de ella–. Nunca hemos sido imputados.


–Porque nunca había pruebas –dijo ella–. Hasta ahora.


En la mandíbula de él se movió un músculo.


–Eso es un farol.


Ella lo miró a los ojos.


–Yo no me tiro faroles.


Él la observó un momento. Movió la cabeza.


–¿Cómo has entrado aquí?


Ella hizo una mueca.


–Solo he tenido que ponerme minifalda y tacón alto y tu portero me ha acompañado hasta el ascensor –Paula recordó la mirada lasciva del hombre y supo que no era la primera de las mujeres de Pedro Alfonso a las que concedía ese tratamiento especial–. Ni siquiera me ha pedido un carné. Me ha asegurado que no necesitaba llave porque ese ascensor entraba directamente a tu casa. Ni le ha sorprendido que viniera cuando tú no estabas. Al parecer, hay un flujo constante de mujeres entrando y saliendo de este piso.


Él frunció el ceño y ella tuvo la satisfacción de saber que se había apuntado un tanto. Lo necesitaba. Tenía que poder contar con él. Odiaba pensar que buscaba la ayuda de un ladrón, pero sin él no podría hacer lo que había ido a hacer en Europa.


–Está claro que voy a tener que hablar con el portero –comentó él.


Ella sonrió.


–Oh, no sé. A mí me ha parecido que lo tienes bien entrenado… Acompaña a tus visitantes al ascensor y las deja entrar aquí aunque tú no estés.


Él movía la boca como si masticara palabras que sabían demasiado amargas para tragarlas.


–Muy bien. Ya me has dicho cómo has entrado. Ahora explica por qué. Yo no suelo encontrar invitadas en mi casa buscando debajo de mi cama. ¿Qué era lo que buscabas?


–Más pruebas.


Él soltó una risa breve.


–¿Más pruebas?


–Tengo una foto. Quería más.


Él frunció el ceño.


–¿Por qué?


–Necesito tu ayuda.


Pedro echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Paula se quedó tan sorprendida que solo pudo mirarlo de hito en hito y pensar que, por increíble que resultara, así estaba todavía más guapo.


Por fin él terminó de reír. Movió la cabeza y la miró.


–Tú necesitas mi ayuda. Eso tiene gracia. ¿Invades mi casa, amenazas a mi familia y esperas que te ayude?


–Si crees que a mí me gusta esto, estás muy equivocado –le aseguró ella. No le gustaba nada necesitarlo. Pero necesitaba a un ladrón para atrapar a otro.


–¿Y qué vas a hacer para asegurarte de que te concedo ese favor? –preguntó él–. ¿Chantajearme?


–Si hubiera venido simplemente a hablar contigo, no me habrías dejado entrar.


–No lo sé –murmuró él, mirando sus pechos–. Tal vez sí.


Ella se sonrojó.


–A pesar del modo en que voy vestida ahora, yo no soy una de tus tetas con patas.


Él enarcó las cejas.


–¿Tetas con patas?


–Imagino que conoces el concepto, puesto que las mujeres con las que sales caminan y a veces hablan, pero nunca las dos cosas a la vez.


Pedro sonrió y Paula tuvo ocasión de apreciar de nuevo cómo afectaba la sonrisa a su cara. Pero no importaba lo guapo que fuera ni que el calor de su cuerpo fuera más intenso que ningún otro que hubiera sentido ella. Tenía que ignorar todo eso porque él era un ladrón y ella no estaba allí para sentirse atraída por el hombre al que necesitaba para que la ayudar a limpiar su reputación.


Cuando él empezó a hablar de nuevo, ella, por suerte, dejó de pensar y se concentró en el presente.


–Muy bien, no eres tetas con patas y no eres una ladrona. ¿Se puede saber qué eres, entonces?


Ella volvió a empujarlo, pero él era inamovible y estaba claramente decidido a mantenerla clavada a su cama como a una mariposa en un tablón de corcho. Con su cuerpo duro encima y el edredón de seda debajo, Paula sentía calor y frío al mismo tiempo, aunque inclinándose más hacia el calor.


–Te propongo un trato –dijo después de un segundo–. Yo contesto a otra pregunta y tú te quitas de encima de mí.


–Tú no estás en posición de negociar –le recordó él.


Su acento italiano perfumaba todas sus palabras, y cuando su voz se volvía profunda y ronca, el acento parecía volverse más espeso. Lo cual no era nada justo. Con su acento y su cara, no necesitaba robar joyas, probablemente las mujeres se las daban.


–Tengo pruebas contra tu padre –le recordó ella. Y se arrepintió al instante.


Los rasgos de él se endurecieron y la luz que la risa había despertado en sus ojos murió y se disolvió en sombras que no parecían especialmente amigables.


–Eso dices tú –él pensó un momento–. De acuerdo. Dime quién eres y te dejo levantarte.


–Ya te lo he dicho. Me llamo Paula Chaves.


–Eres norteamericana.


Ella frunció el ceño.


–Sí.


–¿Y? Tu nombre no me dice nada.


La luz de la luna entró por la ventana a la izquierda de ella y brilló en los ojos de él.


–Antes era policía.


–¡Maldición! –él resopló y entornó los ojos–. ¿Antes?


–Ya he contestado a una pregunta. Déjame levantarme y te contaré el resto.


–Muy bien –él se quitó de encima y Paula respiró hondo.


Se sentó en la cama, se ajustó la blusa y tiró del dobladillo de la falda todo lo que pudo hacia abajo. Se apartó el pelo de los ojos y lo miró con dureza.


–¿Qué hace una expolicía en mi casa? –él bajó de la cama y se metió las manos en los bolsillos–. ¿Por qué necesitas mi ayuda y cómo has conseguido pruebas contra mi padre?


Paula bajó también de la cama. De pie se sentía más en control de la situación.


Claro que esa sensación solo duró hasta que lo miró a los ojos. Nadie podría quitarle el control a aquel hombre. 


Rezumaba autoridad.


–Explícame por qué no debo llamar a la policía para denunciar que tengo una intrusa en mi casa –dijo él.


–¿Un ladrón mundialmente famoso llamando a la policía? ¡Qué irónico!


Él se encogió de hombros.


–No sé de qué me hablas. Soy un ciudadano honrado. A decir verdad, trabajo para la Interpol.


Paula sabía aquello, pero no cambiaba nada. Un trabajo reciente con una fuerza policial internacional no mitigaba el modo en que Pedro Alfonso había vivido su vida, el modo en que su familia seguía viviendo. Pero también sabía cómo funcionaban esas cosas. Sin duda Pedro habría hecho algún tipo de trato con las autoridades internacionales. Quizá inmunidad a cambio de su ayuda. No sería la primera vez que un ladrón cambiaba de bando para salvar el pellejo.


–Pues llama a la policía –dijo ella–. Estoy segura de que les interesará ver la foto que tengo de Dominic Alfonso saliendo por la ventana de un palacio en Italia el día antes de que la familia Van Court denunciara un robo.




domingo, 3 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 3





Pedro supo que no estaba solo en cuanto entró en el piso. 


Quizá por un sexto sentido o por un arraigado instinto de supervivencia. Fuera lo que fuera, sintió algo diferente en la casa y recuperó sin ningún esfuerzo el tipo de movimientos que había dejado de practicar más de un año atrás. Se desplazó por el ático sin hacer ruido y fundiéndose con las sombras. La luz de la luna entraba en las habitaciones y pintaba las paredes y suelos de crema y marfil. Pedro escuchaba atentamente el menor sonido. Un susurro de ropa, un suspiro, roce de zapatos en el suelo…


El pasillo le pareció más largo que de costumbre, puesto que se vio obligado a pararse a revisar los cuartos de invitados y los baños. Pero, mientras llevaba a cabo esa inspección, sabía que el intruso no estaba allí. Lo sentía en los huesos. 


Su instinto, su intuición, tiraban de él hacia su dormitorio.


La oyó antes de verla. Hablaba sola en susurros. Su voz sonaba baja, gutural y le despertó la curiosidad incluso antes de verla. Se detuvo en el umbral y miró a la mujer tumbada en el suelo con medio cuerpo metido debajo de la cama.


No era policía.


Nunca había conocido a un policía con ese cuerpo.


La miró. Blusa roja de seda metida dentro de una falda negra ceñida, piernas largas y bien formadas y zapatos negros de tacón altísimo en unos pies pequeños.


Definitivamente, no era policía.


Él se excitó. Pedro quería mirarla. No solo descubrir quién era, sino ver si tenía una cara tan fantástica como todo lo demás.


Se inclinó, la agarró por los tobillos y tiró. El grito de sorpresa de ella le sonó a música. No solo había capturado a la intrusa sino que además estaba el beneficio añadido de ver deslizarse su falda más arriba de los muslos.


Ella se retorció en sus manos, se soltó, se bajó la falda con una mano y le lanzó una patada con uno de los tacones.


–¡Eh! –Pedro saltó hacia atrás a tiempo de evitar ser empalado.


Ella se arrastró apartándose de él, con unos ojos verdes muy abiertos y una masa de rizos cortos rojizos cayéndole por la frente. Se levantó de un salto y se colocó como preparándose para luchar. Pedro casi soltó una carcajada.


–No voy a pelear contigo –dijo con voz tensa.


La mujer rio y movió la cabeza.


–Un error.


Hizo un movimiento rápido, se deslizó hacia él y golpeó con una mano. Si Pedro hubiera estado menos preparado, quizá lo habría pillado desprevenido. Pero él le agarró la mano, la hizo girarse y le dio un empujón que la lanzó sobre la cama.


Antes de que ella pudiera pensar en moverse, Pedro se sentó a horcajadas en sus caderas y la clavó contra el colchón.


–¡Suéltame! –dijo ella con voz alta y autoritaria. Y acento norteamericano.


Lo miró con fiereza, pero Pedro no pensaba ceder ni una pulgada hasta que tuviera algunas respuestas.


–No irás a ninguna parte, al menos de momento –dijo.


Ella empezó a retorcerse y él le colocó las manos en los hombros. La mujer alzó una rodilla y le dio en la espalda.



–¡Ya basta! –ordenó él.


–Párame tú –lo retó ella, y siguió retorciéndose e intentando escapar.


–Me parece que no –respondió él–. De hecho, estoy disfrutando bastante con tus movimientos.


Aquello logró el milagro. Ella se quedó inmóvil. Pedro se lo agradeció, pues se había excitado bastante. No todos los días tenía a una desconocida guapa debajo de él.


Los ojos de ella seguían llameantes de furia. Su respiración era rápida y sus pechos, altos y grandes, subían y bajaban de un modo que atrapaba la atención de él. «Tentador», pensó Pedro. Pero obligó a su mente a concentrarse en la mujer, la intrusa, y no en su exquisito cuerpo.


–Bien –dijo–. Ahora que te has tranquilizado, ¿puedes decirme qué haces en mi casa?


–Suéltame y hablaremos –dijo ella entre dientes.


Pedro se echó a reír.


–¿De verdad crees que soy tan estúpido? –movió la cabeza–. ¿Qué haces aquí?


Ella respiró hondo y pensó un momento.


–Te estaba esperando. He pensado que podíamos… pasarlo bien.


Pedro la miró divertido.


–¿De verdad?


Hubo una pausa.


–No –admitió ella.


–Si no estás aquí para disfrutar de mi compañía, ¿qué haces aquí? ¿Qué es lo que buscas? –preguntó él.


Ella no contestó. Lo miró de hito en hito. La pasión de sus ojos producía un gran efecto en Pedro. Hacía mucho tiempo que no se excitaba tanto solo con mirar a una mujer. Pero aquella tenía algo especial. Quizá era el contraste entre la fiereza de su expresión y su cuerpo pequeño y exuberante. 


O quizá era que llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer.


–¿No tienes nada que decir? –preguntó–. Pues hablaré yo. La única explicación posible de tu presencia aquí es que eres una ladrona. Una ladrona encantadora, desde luego –añadió–. Pero ladrona al fin y al cabo. Si crees que voy a ser más blando contigo…


–Esto no es un allanamiento.


–Siento curiosidad por saber cómo has entrado en mi casa y qué creías que ibas a encontrar. Y créeme cuando digo que lo descubriré antes de que salgas de aquí, ladronzuela.


Ella movió la cabeza, soltó una risita y lo miró asombrada.


–El único ladrón que hay aquí eres tú, Alfonso.


–Ah –dijo él, más interesado todavía–. Me conoces. O sea que no es un robo al azar.


–No es un…


–Desde luego, eres la ladrona mejor vestida que he visto en mi vida –admitió él, mirando lentamente su cuerpo.


Ella apretó los dientes.


–No soy una ladrona.


–¿Entonces eres una aprendiza y vienes a que te dé clases? Si nos conoces a mi familia y a mí, sabrás que no aceptamos aprendices y, aunque lo hiciéramos, te aseguro que este no es modo de ganarte mi admiración –se puso serio–. ¿Quién eres y qué es lo que haces aquí?


–Soy la mujer que tiene pruebas suficientes para enviar a tu padre a la cárcel.








¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 2





–Parece que el crimen paga bien –susurró Paula Chaves para sí.


Estaba en posición de saberlo, puesto que se hallaba en aquel momento registrando la guarida privada de uno de los ladrones de joyas más famosos. Sentía los nervios agarrados al estómago y no le resultaba fácil respirar. Toda su vida había cumplido las reglas, obedecido las leyes, y esa noche había tirado todo eso por la borda por la posibilidad de hacer justicia. Desgraciadamente, esa idea no le aplacaba los nervios. Pero estaba allí y estaba decidida a registrar concienzudamente la casa.


Después de semanas siguiendo a Pedro Alfonso y estudiando sus costumbres, estaba casi segura de que permanecería horas fuera, pero no tenía sentido correr riesgos.


No encendió ninguna luz. No quería arriesgarse. Aunque las probabilidades de que la vieran los vecinos merodear por el apartamento eran casi nulas. El piso de lujo de Pedro Alfonso era un ático situado en la décima planta, con unas vistas espectaculares de Londres. Había una pared de ventanas de cristal que mostraba esas vistas y dejaba pasar suficiente luz de la luna como para que no hiciera falta encender las lámparas.


–Es bonito, pero parece más un museo contemporáneo que un hogar –murmuró Paula, cruzando el suelo brillante de mármol blanco.


El piso entero era blanco. Movió la cabeza, dejó atrás la esterilizada, aunque hermosa, sala de estar y continuó por un largo pasillo. El mármol estaba presente en todo el piso y sus tacones golpeaban levemente la superficie. Se encogía cada vez que oía un ruidito, como si fuera un claxon que anunciara su presencia.


La minifalda negra, tacones de aguja y camisa de seda roja que llevaba no estaban diseñados para el sigilo. Pero había tenido que pasar la barrera del portero y por eso se había vestido como una de las visitas de Alfonso. Y así había conseguido atravesar la primera línea de defensa de este.


La cocina era tan austera y desalentadora como el resto del lugar. Daba la impresión de que no se hubiera usado nunca, a pesar de los fogones propios de un restaurante y del enorme frigorífico. Al lado de esa cocina había un comedor con una mesa de cristal rodeada por seis sillas fantasma, de modo que parecía que allí no había nada, a pesar de que ocupaban un buen trozo de la estancia.


Siguió adelante.


Pasó dos cuartos de invitados y se dirigió al dormitorio principal. Cuanto más se acercaba, más sentía los nervios en el estómago. Paula no estaba hecha para aquello. A diferencia del dueño de aquel palacio de color blanco, cromo y cristal.


–Sinceramente, ¿tan mal le sentaría darle un poco de calidez a esto? –su voz hizo eco en el ático vacío.


Paula se dijo que debía concentrarse en la razón de su visita. Había ido allí a buscar algo que pudiera usar contra Pedro Alfonso. Sabía que la policía de todo el mundo llevaba años intentando, sin éxito, conseguir pruebas contra la familia Alfonso. Pero ella tenía ya algo interesante que sabía que llamaría la atención de Pedro. Había sido pura suerte, pero a veces la suerte era suficiente.


Solo quería un poco más. Necesitaba más, teniendo en cuenta que estaba planeando algo que la mayoría de la gente consideraría una locura.


–Pero no es una locura –dijo en voz alta.


El dormitorio principal también tenía una pared de cristal con vistas a una terraza de la planta décima y al Londres nocturno. Por supuesto, allí también era todo blanco.


La enorme cama estaba contra una pared, mirando una gigantesca pantalla de televisión que colgaba encima de una chimenea ancha. Había armarios empotrados y un vestidor y también un cuarto de baño con kilómetros de azulejos blancos, una bañera que parecía una canoa blanca gigante y una especie de catarata en lugar de ducha.


Aunque no le gustara ver tanto blanco, Paula podía apreciar el lujo del lugar.


Abrió un armario y lo registró rápidamente y sin alterar nada. 


No quería que Alfonso supiera que había habido alguien allí. 


Miró los bolsillos de los abrigos, las chaquetas y los pantalones. Al menos aquel hombre tenía buen gusto para la ropa. Revisó cajones e intentó no darse cuenta de que el hombre en cuestión usaba boxers negros de seda. No era asunto suyo.


Como no encontró nada, se arrodilló para mirar debajo de la cama. Todo el mundo escondía cosas debajo de la cama, ¿no? Vio una caja larga plana y sonrió.


–¿Secretos, Alfonso? –susurró.


Se tumbó en el suelo y estiró el brazo. Sus uñas rascaron el lateral de la caja de madera y frunció el ceño. Se metió más abajo de la cama.


De pronto se quedó inmóvil. ¿Había oído un ruido? Contuvo el aliento y esperó un segundo. Dos. Todo iba bien. Estaba sola en aquel palacio frío. Y le faltaba muy poco tiempo para descubrir qué era aquello que escondía Pedro Alfonso. Un poco más y… Tiró de la caja y susurró:
–¿Qué voy a encontrar aquí?


–La pregunta es –dijo una voz profunda detrás de ella–, ¿qué es lo que he encontrado yo?


Paula soltó un grito y, un segundo después, dos manos fuertes la agarraran por los tobillos y la sacaron de debajo de la cama.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 1




–Papá estuvo detrás del robo de la esmeralda Van Court la semana pasada, ¿verdad? –preguntó Pedro Alfonso en voz baja mirando a su hermano a través de la mesa.


Paulo se encogió de hombros, tomó un sorbo de whisky y sonrió.


–Ya conoces a papá.


Pedro hizo una mueca y se pasó una mano por el pelo. 


Sabía que la respuesta era deliberadamente vaga, pero no esperaba otra cosa. Por supuesto, Paulo se pondría del lado de su padre.


Apartó la vista de su hermano y miró el césped exquisitamente cuidado de Vinley Hall. El lujoso hotel estaba situado en el corazón de Hampshire, en la costa sur de Inglaterra, y era un lugar muy visitado por la familia Alfonso, no solo por su elegancia natural sino también por su fácil acceso al aeropuerto privado de Blackthorn.


Ese día Pedro llevaba a su hermano a Blackthorn para que volara hasta su casa de París. Por el camino habían parado a tomar algo. Paulo había estado tres días de visita en Londres y a Pedro le habían parecido tres años. No le gustaban las visitas, ni siquiera de la familia. Y Paulo en especial lograba hacerle perder la paciencia más deprisa que ninguna otra persona en el mundo.


Una camarera ataviada con una falda negra y una camisa blanca cruzaba lo que en otro tiempo había sido la biblioteca de Vinley Hall y ahora servía de bar elegante. Pedro cambió del inglés al italiano.


–¿Papá y tú recordáis que el año pasado negocié con la Interpol para conseguir inmunidad para todos por los robos pasados?


Paulo se estremeció visiblemente y tomó otro sorbo de whisky.


–¿Cómo pudiste estar tan cerca de tantos policías? No sé cómo lo conseguiste ni por qué te molestaste –dejó el pesado vaso de cristal en la mesa de roble y pasó los dedos por el borde. Miró a su hermano–. Nosotros no pedimos inmunidad.


Cierto. No la habían pedido. Pero Pedro se la había conseguido de todos modos. Desgraciadamente, su familia no solo no lo apreciaba, sino que además se mostraba horrorizada ante la idea de renunciar al «negocio familiar».


Los Alfonso habían sido ladrones de joyas durante siglos. Era una habilidad que se transmitía de generación en generación. Los niños aprendían los secretos y trucos del oficio y, al crecer, se convertían en adultos de manos rápidas, mente más rápida todavía y con la capacidad de entrar y salir por puertas cerradas sin dejar ni el menor rastro de su presencia.


Había policías en todos los continentes que habrían dado lo que fuera por tener alguna prueba contra los Alfonso. Pero hasta el momento, la familia no solo había sido muy profesional, también había tenido suerte. 


Pedro estaba convencido de que esa suerte se acabaría antes o después.


Pero no era fácil decirle eso a un Alfonso.


–Tú vas en serio con esto, ¿verdad? –preguntó Paulo.


–¿Con qué? –preguntó Pedro irritado.


Paulo resopló.


–Con esta nueva vida de ser bueno y honrado, por supuesto.


Pedro se irritó aún más.


–Hablas como si me estuviera convirtiendo en un boy scout.


Paulo se echó a reír.


–¿Y no es así?


Llevaban un año hablando de aquello y el padre y el hermano de Pedro seguían sin comprender su decisión. 


Pero Pedro tenía que reconocer que eso no tenía mucho de sorprendente. Una vida de robos no solía llevar a que alguien se convirtiera de pronto en un ciudadano respetuoso de la ley. Pedro, sin embargo, había vivido una especie de verdad revelada más de un año atrás.


Gracias a Dios, su hermana Teresa lo comprendía porque hacía años que había elegido dejar atrás la tradición familiar. Los cambios que había hecho Pedro en su vida no solo habían dejado perpleja a casi toda su familia, sino, en ocasiones, a él mismo.


–Ahora tienes un empleo, Pedro –Paulo volvió a estremecerse, como si la mera idea de trabajar le llegara al alma–. Los Alfonso no tienen trabajos. Nosotros hacemos trabajos. Hay una diferencia.


En la chimenea de piedra de la estancia ardía un fuego que lanzaba sombras temblorosas en las paredes. Fuera de las ventanas batientes, árboles altos y elegantes se agitaban.


–Y esa diferencia podría enviar a mi familia a la cárcel.


–Todavía no ha ocurrido –le recordó Paulo con una sonrisa de chulería.


Aquello era cierto. Pero Dominic Alfonso, el padre de ambos, se hacía mayor. Y hasta los hombres más inteligentes perdían parte de su destreza con la edad. Aunque Nick jamás admitiría algo así. Y Pedro había luchado por conseguirle seguridad porque sabía que su padre jamás sobreviviría a una condena de cárcel.


Claro que esa no había sido la única razón por la que Pedro había, como decía su padre, «traicionado su herencia». Aunque ser un ladrón mundialmente famoso tenía sus ventajas, también conllevaba una serie de desventajas. 


Por ejemplo, tener que pasarse la vida mirando por encima del hombro.


Pedro quería otra cosa.


Y si su padre y hermano seguían metiendo la pata, su futuro también estaría en peligro. A pesar del trato que había hecho con algunos agentes de la Interpol, si se demostraba que la familia Alfonso seguía robando las joyas de Europa, no tenía dudas de que sus nuevos «amigos» romperían el trato y encontrarían el modo de colocarlo al nivel de su familia.


–Te preocupas demasiado, Pedro –comentó Paulo–. Somos Alfonso. Creo que lo has olvidado. Y cuando lo recuerdes por fin, dejarás encantado esta nueva vida tuya.


Pedro terminó su bebida y miró a Paulo.


–Sé perfectamente quién soy. Quiénes somos todos. Di mi palabra a cambio de la inmunidad.


Paulo puso una mueca de desprecio.


–A la policía.


–Es mi palabra –gruñó Pedro–. Y el trato que hice con la Interpol solo incluye delitos pasados. Si a papá o a ti os pillan ahora…


–Siempre preocupado –Paulo movió la cabeza–. No nos pillarán. Además, ya conoces a papá. No podría dejar de robar como no podría dejar de respirar.


–Lo sé –a Pedro le habría gustado pedir otro whisky, pero después de dejar a Paulo en el avión, tendría que volver conduciendo a su casa en Mayfair y no le apetecía que lo parara la policía por ir haciendo eses por la carretera.


Paulo debió leerle el pensamiento porque volvió a reír.


–Papá es quien es, Pedro. Y lady Van Court estaba pidiendo a gritos que le robaran esas piedras.


Pedro suspiró.


–Cuando veas a papá, dile que se esté quieto una temporada hasta que los periódicos dejen de hablar del robo. Mejor todavía, enciérralo en la alacena de tu casa si es preciso.


Paulo volvió a reír, terminó el whisky, dejó el vaso en la mesa y se puso en pie.


–Los dos sabemos que se necesita algo más que una cerradura para retener a nuestro padre en contra de su voluntad.


–Cierto –murmuró Pedro.


Se levantó y siguió a su hermano hasta el coche. El aeropuerto estaba cerca del hotel y poco después se encontraban en la pista de despegue golpeados por el viento británico.


–Cuídate mucho en el mundo de la respetabilidad, hermano –dijo Paulo.


–Lo mismo digo –Pedro abrazó a su hermano–. Y cuida también de papá.


–Siempre –le aseguró Paulo. Tomó su bolsa y se dirigió al avión privado que lo esperaba.


Pedro no se quedó a ver despegar el avión. Volvió a su coche y condujo a casa y a su nueva vida.







¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: SINOPSIS




¿Le robaría el corazón al ladrón?


Pedro Alfonso procedía de una larga línea de ladrones de joyas, pero había hecho un trato para salvar a su familia y tomado el camino recto. Paula Chaves, una hermosa experta en seguridad, le chantajeó para que robara una joya para ella a cambio de no delatar a su padre, de quien tenía pruebas que podían mandarle a prisión. Y, como parte del trato, ella se haría pasar por su prometida. Pero cuando la atracción mutua empezó a volver borrosa la línea entre el engaño y la realidad, Pedro no pudo evitar preguntarse si un hombre con un pasado tan dudoso como él se merecía un futuro glorioso con aquella mujer.