lunes, 4 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 4






El brillo de regocijo que mostraban los ojos marrones de Pedro desapareció al instante. Paula respiró hondo e intentó que su corazón latiera más despacio. Cosa nada fácil ahora que su plan había fracasado. No había contado con que él volviera pronto y la sorprendiera allí. Ni tampoco con que la echara sobre la cama y se sentara encima. Y tenía que admitir que tener su cuerpo duro y musculoso encima del de ella era una sensación mucho más agradable de lo que cabría esperar en esas circunstancias.


Era muy alto y olía muy bien, a una mezcla sutil de especias y hombre que le hacía querer inspirar hondo y retener el aire, solo para guardar aquel olor dentro de ella. Pero no estaba allí para ser seducida ni para permitir que sus hormonas controlaran la situación y alimentaran los fuegos que ardían en su interior.


No podía olvidar que ya había cometido ese error una vez. 


Había dejado que un ladrón la distrajera y no volvería a hacerlo.


¡Maldición! ¿Cómo le había salido tan mal aquello?


Su plan había sido hablar con él a su debido tiempo y en un lugar elegido por ella, pero en aquel momento estaba a merced de él, así que hizo lo que hacía siempre que llevaba las de perder. Pasar a la ofensiva.


–Suéltame y hablaremos.


–Empieza a hablar y te soltaré –replicó él.


La luz de la luna entraba por el enorme ventanal e iluminaba los rasgos duros de él. Paula respiró todo lo profundamente que pudo y se preparó para la confrontación para la que llevaba meses trabajando.


Lo miró con rabia.


–No es fácil respirar contigo sentado encima.


Él no se movió.


–Pues entonces habla rápidamente. ¿Qué pruebas tienes contra mi padre?


Estaba claro que ella había perdido aquel asalto.


–Una foto.


Él resopló.


–¿Una foto? Por favor. Tendrás que tener algo mejor que eso. Todo el mundo sabe que hoy en día es tan fácil retocar una foto que ya no son prueba suficiente.


–Esta no ha sido retocada –le aseguró ella–. Está un poco oscura, pero se ve claramente a tu padre.


Los rasgos de él se volvieron todavía más fríos y remotos que antes.


–¿Y tengo que aceptar tu palabra? Ni siquiera sé tu nombre.


–Paula. Paula Chaves.


Él la soltó el tiempo suficiente para permitirle respirar hondo y ella se lo agradeció.


–Es un comienzo –musitó él–. Sigue hablando. ¿De qué nos conoces a mi familia y a mí?


–No lo dices en serio, ¿verdad? –preguntó ella, sorprendida.


La familia Alfonso había sido un foco de especulación durante décadas. Atrapar a uno de ellos en el acto de privar a alguien de sus joyas era un sueño recurrente de policías de todo el mundo.


–Sois los Alfonso. La familia de ladrones de joyas más famosa del mundo.


Él apretó los dientes.


–Presuntos ladrones de joyas –corrigió, con los ojos fijos en los de ella–. Nunca hemos sido imputados.


–Porque nunca había pruebas –dijo ella–. Hasta ahora.


En la mandíbula de él se movió un músculo.


–Eso es un farol.


Ella lo miró a los ojos.


–Yo no me tiro faroles.


Él la observó un momento. Movió la cabeza.


–¿Cómo has entrado aquí?


Ella hizo una mueca.


–Solo he tenido que ponerme minifalda y tacón alto y tu portero me ha acompañado hasta el ascensor –Paula recordó la mirada lasciva del hombre y supo que no era la primera de las mujeres de Pedro Alfonso a las que concedía ese tratamiento especial–. Ni siquiera me ha pedido un carné. Me ha asegurado que no necesitaba llave porque ese ascensor entraba directamente a tu casa. Ni le ha sorprendido que viniera cuando tú no estabas. Al parecer, hay un flujo constante de mujeres entrando y saliendo de este piso.


Él frunció el ceño y ella tuvo la satisfacción de saber que se había apuntado un tanto. Lo necesitaba. Tenía que poder contar con él. Odiaba pensar que buscaba la ayuda de un ladrón, pero sin él no podría hacer lo que había ido a hacer en Europa.


–Está claro que voy a tener que hablar con el portero –comentó él.


Ella sonrió.


–Oh, no sé. A mí me ha parecido que lo tienes bien entrenado… Acompaña a tus visitantes al ascensor y las deja entrar aquí aunque tú no estés.


Él movía la boca como si masticara palabras que sabían demasiado amargas para tragarlas.


–Muy bien. Ya me has dicho cómo has entrado. Ahora explica por qué. Yo no suelo encontrar invitadas en mi casa buscando debajo de mi cama. ¿Qué era lo que buscabas?


–Más pruebas.


Él soltó una risa breve.


–¿Más pruebas?


–Tengo una foto. Quería más.


Él frunció el ceño.


–¿Por qué?


–Necesito tu ayuda.


Pedro echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Paula se quedó tan sorprendida que solo pudo mirarlo de hito en hito y pensar que, por increíble que resultara, así estaba todavía más guapo.


Por fin él terminó de reír. Movió la cabeza y la miró.


–Tú necesitas mi ayuda. Eso tiene gracia. ¿Invades mi casa, amenazas a mi familia y esperas que te ayude?


–Si crees que a mí me gusta esto, estás muy equivocado –le aseguró ella. No le gustaba nada necesitarlo. Pero necesitaba a un ladrón para atrapar a otro.


–¿Y qué vas a hacer para asegurarte de que te concedo ese favor? –preguntó él–. ¿Chantajearme?


–Si hubiera venido simplemente a hablar contigo, no me habrías dejado entrar.


–No lo sé –murmuró él, mirando sus pechos–. Tal vez sí.


Ella se sonrojó.


–A pesar del modo en que voy vestida ahora, yo no soy una de tus tetas con patas.


Él enarcó las cejas.


–¿Tetas con patas?


–Imagino que conoces el concepto, puesto que las mujeres con las que sales caminan y a veces hablan, pero nunca las dos cosas a la vez.


Pedro sonrió y Paula tuvo ocasión de apreciar de nuevo cómo afectaba la sonrisa a su cara. Pero no importaba lo guapo que fuera ni que el calor de su cuerpo fuera más intenso que ningún otro que hubiera sentido ella. Tenía que ignorar todo eso porque él era un ladrón y ella no estaba allí para sentirse atraída por el hombre al que necesitaba para que la ayudar a limpiar su reputación.


Cuando él empezó a hablar de nuevo, ella, por suerte, dejó de pensar y se concentró en el presente.


–Muy bien, no eres tetas con patas y no eres una ladrona. ¿Se puede saber qué eres, entonces?


Ella volvió a empujarlo, pero él era inamovible y estaba claramente decidido a mantenerla clavada a su cama como a una mariposa en un tablón de corcho. Con su cuerpo duro encima y el edredón de seda debajo, Paula sentía calor y frío al mismo tiempo, aunque inclinándose más hacia el calor.


–Te propongo un trato –dijo después de un segundo–. Yo contesto a otra pregunta y tú te quitas de encima de mí.


–Tú no estás en posición de negociar –le recordó él.


Su acento italiano perfumaba todas sus palabras, y cuando su voz se volvía profunda y ronca, el acento parecía volverse más espeso. Lo cual no era nada justo. Con su acento y su cara, no necesitaba robar joyas, probablemente las mujeres se las daban.


–Tengo pruebas contra tu padre –le recordó ella. Y se arrepintió al instante.


Los rasgos de él se endurecieron y la luz que la risa había despertado en sus ojos murió y se disolvió en sombras que no parecían especialmente amigables.


–Eso dices tú –él pensó un momento–. De acuerdo. Dime quién eres y te dejo levantarte.


–Ya te lo he dicho. Me llamo Paula Chaves.


–Eres norteamericana.


Ella frunció el ceño.


–Sí.


–¿Y? Tu nombre no me dice nada.


La luz de la luna entró por la ventana a la izquierda de ella y brilló en los ojos de él.


–Antes era policía.


–¡Maldición! –él resopló y entornó los ojos–. ¿Antes?


–Ya he contestado a una pregunta. Déjame levantarme y te contaré el resto.


–Muy bien –él se quitó de encima y Paula respiró hondo.


Se sentó en la cama, se ajustó la blusa y tiró del dobladillo de la falda todo lo que pudo hacia abajo. Se apartó el pelo de los ojos y lo miró con dureza.


–¿Qué hace una expolicía en mi casa? –él bajó de la cama y se metió las manos en los bolsillos–. ¿Por qué necesitas mi ayuda y cómo has conseguido pruebas contra mi padre?


Paula bajó también de la cama. De pie se sentía más en control de la situación.


Claro que esa sensación solo duró hasta que lo miró a los ojos. Nadie podría quitarle el control a aquel hombre. 


Rezumaba autoridad.


–Explícame por qué no debo llamar a la policía para denunciar que tengo una intrusa en mi casa –dijo él.


–¿Un ladrón mundialmente famoso llamando a la policía? ¡Qué irónico!


Él se encogió de hombros.


–No sé de qué me hablas. Soy un ciudadano honrado. A decir verdad, trabajo para la Interpol.


Paula sabía aquello, pero no cambiaba nada. Un trabajo reciente con una fuerza policial internacional no mitigaba el modo en que Pedro Alfonso había vivido su vida, el modo en que su familia seguía viviendo. Pero también sabía cómo funcionaban esas cosas. Sin duda Pedro habría hecho algún tipo de trato con las autoridades internacionales. Quizá inmunidad a cambio de su ayuda. No sería la primera vez que un ladrón cambiaba de bando para salvar el pellejo.


–Pues llama a la policía –dijo ella–. Estoy segura de que les interesará ver la foto que tengo de Dominic Alfonso saliendo por la ventana de un palacio en Italia el día antes de que la familia Van Court denunciara un robo.




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