domingo, 3 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 1




–Papá estuvo detrás del robo de la esmeralda Van Court la semana pasada, ¿verdad? –preguntó Pedro Alfonso en voz baja mirando a su hermano a través de la mesa.


Paulo se encogió de hombros, tomó un sorbo de whisky y sonrió.


–Ya conoces a papá.


Pedro hizo una mueca y se pasó una mano por el pelo. 


Sabía que la respuesta era deliberadamente vaga, pero no esperaba otra cosa. Por supuesto, Paulo se pondría del lado de su padre.


Apartó la vista de su hermano y miró el césped exquisitamente cuidado de Vinley Hall. El lujoso hotel estaba situado en el corazón de Hampshire, en la costa sur de Inglaterra, y era un lugar muy visitado por la familia Alfonso, no solo por su elegancia natural sino también por su fácil acceso al aeropuerto privado de Blackthorn.


Ese día Pedro llevaba a su hermano a Blackthorn para que volara hasta su casa de París. Por el camino habían parado a tomar algo. Paulo había estado tres días de visita en Londres y a Pedro le habían parecido tres años. No le gustaban las visitas, ni siquiera de la familia. Y Paulo en especial lograba hacerle perder la paciencia más deprisa que ninguna otra persona en el mundo.


Una camarera ataviada con una falda negra y una camisa blanca cruzaba lo que en otro tiempo había sido la biblioteca de Vinley Hall y ahora servía de bar elegante. Pedro cambió del inglés al italiano.


–¿Papá y tú recordáis que el año pasado negocié con la Interpol para conseguir inmunidad para todos por los robos pasados?


Paulo se estremeció visiblemente y tomó otro sorbo de whisky.


–¿Cómo pudiste estar tan cerca de tantos policías? No sé cómo lo conseguiste ni por qué te molestaste –dejó el pesado vaso de cristal en la mesa de roble y pasó los dedos por el borde. Miró a su hermano–. Nosotros no pedimos inmunidad.


Cierto. No la habían pedido. Pero Pedro se la había conseguido de todos modos. Desgraciadamente, su familia no solo no lo apreciaba, sino que además se mostraba horrorizada ante la idea de renunciar al «negocio familiar».


Los Alfonso habían sido ladrones de joyas durante siglos. Era una habilidad que se transmitía de generación en generación. Los niños aprendían los secretos y trucos del oficio y, al crecer, se convertían en adultos de manos rápidas, mente más rápida todavía y con la capacidad de entrar y salir por puertas cerradas sin dejar ni el menor rastro de su presencia.


Había policías en todos los continentes que habrían dado lo que fuera por tener alguna prueba contra los Alfonso. Pero hasta el momento, la familia no solo había sido muy profesional, también había tenido suerte. 


Pedro estaba convencido de que esa suerte se acabaría antes o después.


Pero no era fácil decirle eso a un Alfonso.


–Tú vas en serio con esto, ¿verdad? –preguntó Paulo.


–¿Con qué? –preguntó Pedro irritado.


Paulo resopló.


–Con esta nueva vida de ser bueno y honrado, por supuesto.


Pedro se irritó aún más.


–Hablas como si me estuviera convirtiendo en un boy scout.


Paulo se echó a reír.


–¿Y no es así?


Llevaban un año hablando de aquello y el padre y el hermano de Pedro seguían sin comprender su decisión. 


Pero Pedro tenía que reconocer que eso no tenía mucho de sorprendente. Una vida de robos no solía llevar a que alguien se convirtiera de pronto en un ciudadano respetuoso de la ley. Pedro, sin embargo, había vivido una especie de verdad revelada más de un año atrás.


Gracias a Dios, su hermana Teresa lo comprendía porque hacía años que había elegido dejar atrás la tradición familiar. Los cambios que había hecho Pedro en su vida no solo habían dejado perpleja a casi toda su familia, sino, en ocasiones, a él mismo.


–Ahora tienes un empleo, Pedro –Paulo volvió a estremecerse, como si la mera idea de trabajar le llegara al alma–. Los Alfonso no tienen trabajos. Nosotros hacemos trabajos. Hay una diferencia.


En la chimenea de piedra de la estancia ardía un fuego que lanzaba sombras temblorosas en las paredes. Fuera de las ventanas batientes, árboles altos y elegantes se agitaban.


–Y esa diferencia podría enviar a mi familia a la cárcel.


–Todavía no ha ocurrido –le recordó Paulo con una sonrisa de chulería.


Aquello era cierto. Pero Dominic Alfonso, el padre de ambos, se hacía mayor. Y hasta los hombres más inteligentes perdían parte de su destreza con la edad. Aunque Nick jamás admitiría algo así. Y Pedro había luchado por conseguirle seguridad porque sabía que su padre jamás sobreviviría a una condena de cárcel.


Claro que esa no había sido la única razón por la que Pedro había, como decía su padre, «traicionado su herencia». Aunque ser un ladrón mundialmente famoso tenía sus ventajas, también conllevaba una serie de desventajas. 


Por ejemplo, tener que pasarse la vida mirando por encima del hombro.


Pedro quería otra cosa.


Y si su padre y hermano seguían metiendo la pata, su futuro también estaría en peligro. A pesar del trato que había hecho con algunos agentes de la Interpol, si se demostraba que la familia Alfonso seguía robando las joyas de Europa, no tenía dudas de que sus nuevos «amigos» romperían el trato y encontrarían el modo de colocarlo al nivel de su familia.


–Te preocupas demasiado, Pedro –comentó Paulo–. Somos Alfonso. Creo que lo has olvidado. Y cuando lo recuerdes por fin, dejarás encantado esta nueva vida tuya.


Pedro terminó su bebida y miró a Paulo.


–Sé perfectamente quién soy. Quiénes somos todos. Di mi palabra a cambio de la inmunidad.


Paulo puso una mueca de desprecio.


–A la policía.


–Es mi palabra –gruñó Pedro–. Y el trato que hice con la Interpol solo incluye delitos pasados. Si a papá o a ti os pillan ahora…


–Siempre preocupado –Paulo movió la cabeza–. No nos pillarán. Además, ya conoces a papá. No podría dejar de robar como no podría dejar de respirar.


–Lo sé –a Pedro le habría gustado pedir otro whisky, pero después de dejar a Paulo en el avión, tendría que volver conduciendo a su casa en Mayfair y no le apetecía que lo parara la policía por ir haciendo eses por la carretera.


Paulo debió leerle el pensamiento porque volvió a reír.


–Papá es quien es, Pedro. Y lady Van Court estaba pidiendo a gritos que le robaran esas piedras.


Pedro suspiró.


–Cuando veas a papá, dile que se esté quieto una temporada hasta que los periódicos dejen de hablar del robo. Mejor todavía, enciérralo en la alacena de tu casa si es preciso.


Paulo volvió a reír, terminó el whisky, dejó el vaso en la mesa y se puso en pie.


–Los dos sabemos que se necesita algo más que una cerradura para retener a nuestro padre en contra de su voluntad.


–Cierto –murmuró Pedro.


Se levantó y siguió a su hermano hasta el coche. El aeropuerto estaba cerca del hotel y poco después se encontraban en la pista de despegue golpeados por el viento británico.


–Cuídate mucho en el mundo de la respetabilidad, hermano –dijo Paulo.


–Lo mismo digo –Pedro abrazó a su hermano–. Y cuida también de papá.


–Siempre –le aseguró Paulo. Tomó su bolsa y se dirigió al avión privado que lo esperaba.


Pedro no se quedó a ver despegar el avión. Volvió a su coche y condujo a casa y a su nueva vida.







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