domingo, 3 de julio de 2016
¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 3
Pedro supo que no estaba solo en cuanto entró en el piso.
Quizá por un sexto sentido o por un arraigado instinto de supervivencia. Fuera lo que fuera, sintió algo diferente en la casa y recuperó sin ningún esfuerzo el tipo de movimientos que había dejado de practicar más de un año atrás. Se desplazó por el ático sin hacer ruido y fundiéndose con las sombras. La luz de la luna entraba en las habitaciones y pintaba las paredes y suelos de crema y marfil. Pedro escuchaba atentamente el menor sonido. Un susurro de ropa, un suspiro, roce de zapatos en el suelo…
El pasillo le pareció más largo que de costumbre, puesto que se vio obligado a pararse a revisar los cuartos de invitados y los baños. Pero, mientras llevaba a cabo esa inspección, sabía que el intruso no estaba allí. Lo sentía en los huesos.
Su instinto, su intuición, tiraban de él hacia su dormitorio.
La oyó antes de verla. Hablaba sola en susurros. Su voz sonaba baja, gutural y le despertó la curiosidad incluso antes de verla. Se detuvo en el umbral y miró a la mujer tumbada en el suelo con medio cuerpo metido debajo de la cama.
No era policía.
Nunca había conocido a un policía con ese cuerpo.
La miró. Blusa roja de seda metida dentro de una falda negra ceñida, piernas largas y bien formadas y zapatos negros de tacón altísimo en unos pies pequeños.
Definitivamente, no era policía.
Él se excitó. Pedro quería mirarla. No solo descubrir quién era, sino ver si tenía una cara tan fantástica como todo lo demás.
Se inclinó, la agarró por los tobillos y tiró. El grito de sorpresa de ella le sonó a música. No solo había capturado a la intrusa sino que además estaba el beneficio añadido de ver deslizarse su falda más arriba de los muslos.
Ella se retorció en sus manos, se soltó, se bajó la falda con una mano y le lanzó una patada con uno de los tacones.
–¡Eh! –Pedro saltó hacia atrás a tiempo de evitar ser empalado.
Ella se arrastró apartándose de él, con unos ojos verdes muy abiertos y una masa de rizos cortos rojizos cayéndole por la frente. Se levantó de un salto y se colocó como preparándose para luchar. Pedro casi soltó una carcajada.
–No voy a pelear contigo –dijo con voz tensa.
La mujer rio y movió la cabeza.
–Un error.
Hizo un movimiento rápido, se deslizó hacia él y golpeó con una mano. Si Pedro hubiera estado menos preparado, quizá lo habría pillado desprevenido. Pero él le agarró la mano, la hizo girarse y le dio un empujón que la lanzó sobre la cama.
Antes de que ella pudiera pensar en moverse, Pedro se sentó a horcajadas en sus caderas y la clavó contra el colchón.
–¡Suéltame! –dijo ella con voz alta y autoritaria. Y acento norteamericano.
Lo miró con fiereza, pero Pedro no pensaba ceder ni una pulgada hasta que tuviera algunas respuestas.
–No irás a ninguna parte, al menos de momento –dijo.
Ella empezó a retorcerse y él le colocó las manos en los hombros. La mujer alzó una rodilla y le dio en la espalda.
–¡Ya basta! –ordenó él.
–Párame tú –lo retó ella, y siguió retorciéndose e intentando escapar.
–Me parece que no –respondió él–. De hecho, estoy disfrutando bastante con tus movimientos.
Aquello logró el milagro. Ella se quedó inmóvil. Pedro se lo agradeció, pues se había excitado bastante. No todos los días tenía a una desconocida guapa debajo de él.
Los ojos de ella seguían llameantes de furia. Su respiración era rápida y sus pechos, altos y grandes, subían y bajaban de un modo que atrapaba la atención de él. «Tentador», pensó Pedro. Pero obligó a su mente a concentrarse en la mujer, la intrusa, y no en su exquisito cuerpo.
–Bien –dijo–. Ahora que te has tranquilizado, ¿puedes decirme qué haces en mi casa?
–Suéltame y hablaremos –dijo ella entre dientes.
Pedro se echó a reír.
–¿De verdad crees que soy tan estúpido? –movió la cabeza–. ¿Qué haces aquí?
Ella respiró hondo y pensó un momento.
–Te estaba esperando. He pensado que podíamos… pasarlo bien.
Pedro la miró divertido.
–¿De verdad?
Hubo una pausa.
–No –admitió ella.
–Si no estás aquí para disfrutar de mi compañía, ¿qué haces aquí? ¿Qué es lo que buscas? –preguntó él.
Ella no contestó. Lo miró de hito en hito. La pasión de sus ojos producía un gran efecto en Pedro. Hacía mucho tiempo que no se excitaba tanto solo con mirar a una mujer. Pero aquella tenía algo especial. Quizá era el contraste entre la fiereza de su expresión y su cuerpo pequeño y exuberante.
O quizá era que llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer.
–¿No tienes nada que decir? –preguntó–. Pues hablaré yo. La única explicación posible de tu presencia aquí es que eres una ladrona. Una ladrona encantadora, desde luego –añadió–. Pero ladrona al fin y al cabo. Si crees que voy a ser más blando contigo…
–Esto no es un allanamiento.
–Siento curiosidad por saber cómo has entrado en mi casa y qué creías que ibas a encontrar. Y créeme cuando digo que lo descubriré antes de que salgas de aquí, ladronzuela.
Ella movió la cabeza, soltó una risita y lo miró asombrada.
–El único ladrón que hay aquí eres tú, Alfonso.
–Ah –dijo él, más interesado todavía–. Me conoces. O sea que no es un robo al azar.
–No es un…
–Desde luego, eres la ladrona mejor vestida que he visto en mi vida –admitió él, mirando lentamente su cuerpo.
Ella apretó los dientes.
–No soy una ladrona.
–¿Entonces eres una aprendiza y vienes a que te dé clases? Si nos conoces a mi familia y a mí, sabrás que no aceptamos aprendices y, aunque lo hiciéramos, te aseguro que este no es modo de ganarte mi admiración –se puso serio–. ¿Quién eres y qué es lo que haces aquí?
–Soy la mujer que tiene pruebas suficientes para enviar a tu padre a la cárcel.
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Wowwwwwwwwww, ya me atrapó.
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