lunes, 6 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 16





Simon daba vueltas por el salón como un león enjaulado. Lo habían llamado al coche patrulla para decirle que habían encontrado a la secretaria de la ayudante del Fiscal muerta en una tienda que se había incendiado. Inmediatamente fue hasta el despacho de Paula y la sacó de allí casi por la fuerza, pues ella se negaba a dejar su lugar de trabajo. Al final, no le quedó más remedio que ceder ante la insistencia de su hermano y de Linda, que le pedían que se tomara el día libre.


Su hermano la había llevado a su casa, y en esos momentos Pau lo veía dar vueltas y vueltas por el salón, nervioso, preocupado y enfadado.


—¡No fuiste a la comisaría a poner la denuncia por lo de las llamadas! ¡Te has negado a llevar protección! ¡Y ahora esto! No vas a salir de aquí, jovencita —gritó Simon exasperado, señalándola con un dedo.


—No te pases, Simon. Me recuerdas a papá.


—¡Ja! Si papá se enterara de esto, ten por seguro, señora ayudante del Fiscal, que por muy importante que seas y por mucho trabajo que tengas, no saldrías de Elmora ni para ir a la peluquería, ¿me has oído bien?


—Simon, tranquilízate, por favor. Lo de la señora Plaid ha sido muy repentino pero no tiene nada que ver conmigo —dijo intentando parecer tranquila y sosegada aunque por dentro estaba hecha un mar de nervios.


—Vamos a ver, Paula —dijo intentando sonar tranquilo—, te han incendiado la casa, te llaman por teléfono con mensajes amenazantes, encuentran a tu secretaria muerta en un incendio… ¡¿Qué más tiene que pasar para que te convenzas de que tú estás en el centro de todo esto?! —le espetó furioso. Ella lo miró con lágrimas en los ojos. Simon tenía razón pero se negaba a ver la relación en todo eso. 


Parpadeó un par de veces para evitar que las lágrimas le cayesen y se levantó del sillón en el que estaba sentada viendo a su hermano desgastar la alfombra. Se acercó a él y lo abrazó fuertemente. El dique que contenía su torrente de lágrimas se rompió.


—Tengo miedo, Simon —dijo con la voz apagada. Él la estrechó más todavía y la tuvo así durante lo que le parecieron horas. Cuando notó que ella se había calmado un poco, la separó de su cuerpo y le dio un beso en la frente como cuando eran pequeños y ella se hacía daño en las rodillas subiendo al árbol de los Demonios Negros. Era su hermanita, su niña pequeña, y la protegería aunque le costara a él la vida.


Simon la observó mientras se metía en el cuarto de baño a lavarse la cara. No podría hacer frente a esto solo. Tendría que hacer algo más.



* * * * *


«Alfonso, soy Chaves. Llámame. Es importante». Pedro escuchó el mensaje y se quedó petrificado. No había confiado en que Simon lo llamara para contarle cosas sobre el caso, y sabía que no recurriría a él a no ser que fuera algo que se le escapaba de las manos.


Miró el reloj. En Nueva York serían, en esos momentos, las once de la mañana. El mensaje se lo había dejado dos horas antes. Si fuera para informarle sobre el incendio no lo llamaría en horario de trabajo, se hubiera esperado a estar fuera de la comisaría. Marcó el número y esperó.


—¿Chaves? Soy Alfonso. ¿Qué pasa?


—Tenemos problemas con Paula. ¿Tienes tiempo ahora o te llamo en otro momento?


—Habla. Aquí es la una de la madrugada, no tengo nada mejor que hacer.


—¿La una? ¿Dónde andas?


—Eso no te importa. ¿Vamos a seguir hablando de la franja horaria o me vas a contar qué es eso tan importante? —dijo Pedro impaciente. Simon masculló algo por lo bajo que Pedro no entendió, pero supo que no sería ningún halago hacía él.


—Bien. El tema del incendio aún lo están investigando, pero todo apunta a que fue provocado, aunque no sé si podrán demostrarlo. La cosa es que Paula ha estado recibiendo llamadas intimidantes y con amenazas…


—¿Cómo? ¿Sabéis quién pude ser? —preguntó alterado. Se sentó en la litera en la que había estado echado hasta el momento y apoyó los codos en las rodillas.


—No, no sabemos quién puede ser. ¿Crees que te hubiera llamado si lo supiera? —Había hostilidad en sus palabras pero también un deje de desesperación.


—¿Habéis pinchado el teléfono por si vuelve a llamar?


—Estamos en ello.


—¿Tenéis algún sospechoso?


—No, de momento.


—Estáis en blanco, ¿no es así?


—Sí. Y hay más.


—¿Y a qué esperas? ¿No querrás que lo adivine?


—A la secretaria de Paula, la señora Plaid, la encontraron esta mañana muerta en el incendio que arrasó su tienda de lencería.


—¿Un accidente?


—No, el forense ha dicho que llevaba muerta más de cinco horas.


—¿Y el incendio?


—Un cortocircuito en el almacén. Aquello prendió como una antorcha.


—¡Joder! —masculló Pedro entre dientes. Se pasaba las manos por el pelo una y otra vez, signo evidente de su preocupación—. ¿Cómo está Pau?


—Asustada, bastante para lo fuerte que es, pero no quiere apartarse del trabajo.


—Maldita sea. ¿No puedes hacer nada?


—¿Qué quieres que haga? ¿Crees que no me dan ganas de amordazarla, meterla en un coche y llevarla con mi padre a Elmora? A él seguro que no le levantaría la voz como hace conmigo. Se quedaría allí quietecita y sin rechistar lo más mínimo.


—Intentaré hablar con ella. Quizás yo consiga algo más.


—¿Tú? —preguntó estupefacto Simon—. Si no lo he conseguido yo que soy su hermano, dudo mucho que tú, que no la conoces de nada, vayas a lograr algo.


—Escucha, Chaves, ya sé que te resulta desagradable tener que tratar conmigo, no creas que yo te tengo mucho más aprecio, pero entre tu hermana y yo hay algo, y si te metes por medio saldrás escaldado. —Estaba sereno y confiado, hablaba con un tono de voz que no daba lugar a interrupciones—. Si te gusta, es probable que, a la larga, me alegre; si no te gusta, es tu problema, yo no te digo con quién debes estar o con quién no. No creas que, porque sea tu hermana, te da derecho a controlar su vida sentimental, y menos si soy yo quien la comparte con ella, ¿ha quedado claro?


—Cristalino —dijo Simon reprimiendo una rabia que amenazaba con ahogarlo.


Se quedaron en silencio unos instantes ambos sumidos en sus pensamientos. Pedro pensaba en Pau y en lo desafortunada que había sido esta misión al alejarla de ella. Simon sopesaba las palabras de Pedro en lo referente a la relación con su hermana. ¿Habría algo serio entre ellos que él no supiera? Se lo preguntaría a Paula en cuanto surgiera el momento.


—Debo dejarte, Alfonso —dijo finalmente Simon.


—Sí. Tenme al corriente, ¿quieres? Moveré algunos hilos y buscaré la forma de regresar pronto. Y, Simon…


—¿Sí?


—Cuídala, por favor.


—Descuida.



LO QUE SOY: CAPITULO 15




Federico Matters entró en la sala de reuniones a las siete y media de la mañana en punto, con su maletín bajo el brazo. 


Por su aspecto, su traje y esa forma de peinarse el pelo engominado hacia atrás, parecía más un abogado que un inspector de policía. Paula sonrió para sí misma y pensó que había sido un poco dura con él el primer día. Al fin y al cabo, no todo el mundo despega con buen pie y encontrar a una persona tan exigente como la consideraban a ella, durante los primeros días de trabajo, no debía ser plato de buen
gusto.


—Siéntese, Matters. Quería disculparme con usted por mi forma de tratarle en nuestro último encuentro. No es excusa, pero estaba agotada y este caso es importante para mí.


—No, no se disculpe, señora. Me vino bien la reprimenda. Se lo agradezco, de verdad. Creí que había sido usted un tanto dura conmigo, al principio, pero luego me di cuenta de que tenía usted razón. He sido bastante despistado para ser mi primer caso y me merecía la bronca. —A pesar de su aspecto, no dejaba de ser un niño con un ascenso.


—Bien, aclarado este punto, dígame ¿hay algo nuevo en el caso?


—Sí, señora. Hay muchas cosas nuevas en el caso. —Federico le pasó una carpeta de cartón rojo que contenía un detallado informe policial sobre las personas a las que pertenecían las cuentas que usaba el chantajista para los ingresos—. Eran todos mayores de sesenta y cinco años, señora. Y todos residían en residencias de ancianos —dijo él satisfecho con el descubrimiento.


—¿En la misma residencia? —preguntó Pau sin apartar la vista del informe.


—No, nunca en la misma, siempre en diferentes residencias.


—¿Ha mandado a alguien a visitar esas residencias?


La pregunta lo dejó descolocado.


—Pues…, no, la verdad es que no lo he hecho. Las  residencias están repartidas por tres estados: hay quince en Nueva Jersey, siete en Nueva York y doce en Pensilvania. Podemos controlar las de los dos primeros pero Pensilvania es otro cantar. —Paula lo miró fijamente. Tenía razón en eso. Además, sabía por experiencia propia que si le pedía al jefe de policía agentes para cubrir el caso, montaría en cólera. Simon ya le había dicho que andaban escasos de personal, y más en verano.


—Bien. Envíe a gente a hablar con el personal de las residencias localizadas en Nueva York y llame por teléfono a las de Nueva Jersey y Pensilvania. Necesitamos sacar el denominador común en todas ellas. Si el chantajista ha utilizado esas cuentas para este fin particular es que conocía a los ancianos por algún motivo y tenía acceso a sus datos.


—Ya lo habíamos pensado. Me pondré con eso en seguida —dijo complaciente Federico.


—Pues, manos a la obra, Matters. Buen trabajo. —Pau vio cómo el chico inflaba el pecho de orgullo. Sería un buen inspector, algún día.


Dos policías de uniforme entraron en la sala de reuniones precedidos por una de las recepcionistas del despacho.


—Han venido a hablar contigo —dijo la chica tímidamente, y salió de la sala. Paula se levantó y se acercó a la puerta donde esperaban los dos hombres.


—¿Conoce usted a una mujer llamada Jennifer Plaid? —preguntó uno de ellos sin preámbulos.


—Sí, es mi secretaria. ¿Sucede alguna cosa?


—Será mejor que hablemos en privado, señora Chaves. Es importante.


Paula llevó a los dos policías a su despacho y cerró la puerta no sin antes echar un vistazo a la mesa de su secretaria, la señora Plaid. Aquella visita de la policía no auguraba nada bueno.


—Ustedes dirán —dijo con seriedad una vez detrás de la mesa de su despacho.


—Anoche hubo un incendio en la tienda de lencería de la señora Plaid —dijo uno de ellos mirando sus notas.


—¡Oh, Dios mío! ¿Le ha pasado algo a ella?


Los agentes se miraron entre sí y, por sus rostros, Pau supo que no venían a decir nada bueno.


—Verá, los bomberos la encontraron en la parte de atrás de la tienda.


Paula ahogó un grito de horror.


—¿Está…?


—Muerta, señora. La encontraron calcinada.


—Oh, Dios mío. —Se llevó las manos al pecho, no podía respirar.


—¿Sucede algo? —preguntó Linda desde la puerta. No la habían oído llamar, ni entrar.


—Han encontrado a la señora Plaid muerta dentro de su tienda.


—¿Qué? —Linda se puso blanca como la pared. Con una mano temblorosa, se apoyó en la puerta de la sala. Uno de los policías le ofreció sentarse pero ella negó con la cabeza. Los dos agentes volvieron su atención a Pau.


—¿Podrá usted pasar por la comisaría Centro durante la mañana? Hay cosas que tendremos que hablar con usted en privado en cuanto lleguen los inspectores que llevan el caso.


—¿Qué caso? ¿No ha sido un accidente? —preguntó levantándose para hacer pasar a Linda y cerrar la puerta.


—No, señora. La señora Plaid llevaba muerta bastante tiempo antes del incendio.


Paula sintió que se desmayaba. Uno de los policías se encontraba detrás de ella cuando su cuerpo cedió y se desplomó. Por suerte, a pesar de su juventud, estaba bastante en forma y pudo cogerla por la espalda antes de que cayera al suelo. Linda fue hasta ella sobresaltada, pidiendo a gritos que trajeran agua. Cogió la primera carpeta que había encima de la mesa, el informe del caso de Matters, y comenzó a abanicarla. Cuando Paula se recuperó y abrió los ojos lentamente, se vio rodeada de una multitud de personas de la oficina que la miraban como si fuera un bicho raro.



domingo, 5 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 14




La mañana siguiente fue un caos tras otro en el juzgado. Y las dos siguientes fueron peores. La señora Plaid seguía sin dar señales de vida y Pau tuvo que pedir a otra de las secretarias que la acompañara a los tribunales para hacerle de asistente.


El viernes, después de comer un bocadillo rápido en un bar cerca de los juzgados, volvió a la sala para hacer frente a dos casos más tras una mañana de duras reuniones y negociaciones que normalmente acababan estresándola más. Le dolía la cabeza y sentía que el cansancio de aquella semana se le venía encima por momentos.


Cuando se quiso dar cuenta había pasado el día de nuevo y ni siquiera había tenido tiempo para ir a la comisaría a poner la denuncia por las llamadas, tal y como le había indicado Simon durante toda la semana y esa misma mañana antes de salir de casa.


Miró el reloj y vio que eran ya las ocho de tarde. Se iría a casa de su hermano, se daría un baño y vería cualquier programa malo que pusieran en la tele. Simon y Carmen tenían una cena de amigos esa noche y la casa sería para ella sola. Al día siguiente no tenía que ir ni a los juzgados ni al despacho, pero se llevaría cosas para trabajar el fin de semana y adelantar trabajo.


Dejó el bolso sobre la silla que había en la entrada. La mujer que limpiaba la casa había pasado por allí esa mañana, se notaba en el olor al entrar y en lo recogido que se veía todo. 


Simon era un desastre con sus cosas y no cuidaba nada. Él decía que no tenía tiempo de andar recogiendo y por eso contrataba a alguien para esa tarea, pero Pau pensaba que su hermano era un poco vago y no movía un dedo por las cosas de la casa. Sonrió al pensar que Carmen tendría que meterlo en cintura cuando vivieran juntos y sería muy capaz de hacerlo, estaba segura.


El apartamento no era gran cosa, la verdad. Dos habitaciones, un baño con una pequeña bañera, una cocina office que daba al salón y un cuarto trastero lleno de toda clase de aparatos y cajas repletas de cosas inservibles. 


Estaba situado en una buena zona, pero no tan buena como la del apartamento de Pedro. Era un edificio, más o menos nuevo, pero no tanto como el de Pedro. Desde luego, pensó, aquel no era el apartamento de Pedro.


Llenó la bañera, encendió algunas velas que había comprado en el centro comercial de Nueva Jersey y se sumergió hasta el cuello. Una toalla le hacía de almohada para la cabeza y absorbía el agua que chorreaba de su pelo. 


Las sales mentoladas que había echado le refrescaban la piel allí donde no estaba sumergida.


Suspiró profundamente y se adormiló por un momento, pero el sonido del móvil la sacó de su momento de relax. Alargó la mano para cogerlo, pues había tenido la previsión de dejarlo cerca por si la llamaba alguien. Era Linda.


—¿Dónde te metes? He estado esperándote en la oficina toda la mañana.


—En los Tribunales, Linda. Todo el santo día. Estoy muerta —dijo Pau cerrando los ojos para disfrutar de las volutas de calor que subían desde el agua.


—Entonces, ¿te apetece que vayamos a tomar algo esta noche? Igual ligamos y todo.


—Uf, nada más lejos de mi intención hoy. Estoy ahora mismo metida hasta el cuello en la bañera y así pienso quedarme hasta que mi piel esté completamente arrugada.


—Bueno, a este paso, hazme un hueco en tu agenda para el cuatro de julio, habrá que salir a ver los fuegos, ¿no?


—Cuatro de julio. No me acordaba. Queda… ¿Cuánto? ¿Un mes y medio? ¿Dos meses? Nos vemos esta semana y hablamos, ¿vale?


—Perfecto. Disfruta del baño.


—Gracias.


Dejó el teléfono en la repisa del lavabo y apoyó la cabeza en la toalla con un suspiro. Se le ocurrió la idea de quitarle el sonido al móvil cuando volvió a sonar de nuevo. Soltó un bufido y una maldición entre dientes pero lo cogió para ver quién era. En la pantalla no aparecía nada, no había nombre ni número, ni siquiera el tan molesto «desconocido» que aparecía algunas veces. En su interior algo se agitó por el miedo que le produjo pensar que podría ser otra llamada de aquel loco, pero si por algo había llegado a su posición no era precisamente por ser una cobarde. Mientras el teléfono sonaba una y otra vez, busco la opción de grabación de llamada que Simon le había dicho que activara cuando sospechara. Esa grabación iría a su contestador y sería un prueba contra quién estuviera haciéndole aquella faena. 


Luego respiró hondo y descolgó.


No se oía nada al otro lado, solo un ruido de interferencias extraño y algún pitido. De repente le pareció oír una especie de maldición ahogada y sus ojos se abrieron de golpe.


—¿Pedro? —preguntó confundida.


—Sí. ¿Pau? ¿Estás ahí? —dijo él, como si hablara desde el más allá, pensó Paula—. Espera un momento, no cuelgues. —Se oyeron una serie de ruidos sordos y más pitidos. Luego creyó haber escuchado un agradecimiento y retorno la voz de Pedro, esta vez con más decisión y potencia en el habla—. ¿Pau?


—Sí, estoy aquí.


—¿Estás bien? Te oigo algo… rara. No estarías dormida, ¿verdad?


—No, estoy en la bañera —dijo con una sonrisa.


—Mmm..., no te preguntaré qué llevas puesto porque ya me imagino que nada, claro.


—Claro —rio ella.


—¿Qué tal ha ido la semana? ¿Se sabe algo del incendio? —Pedro quería parecer serio y necesitaba olvidar que ella estaba desnuda dentro de la bañera.


—No me han dicho nada aún. Simon dice que estas cosas, como son de importancia menor, van más despacio.


—¿Y tú no puedes hacer nada desde la Fiscalía?


—No, Pedro, prefiero, de momento, que nadie sepa nada de todo esto. Por cierto, ¿dónde estás? —Pedro suspiró audiblemente. Había estado esperando esa pregunta desde que marcara su número de teléfono.


—No puedo decirte dónde estoy, entiéndelo. Si pudiera lo haría encantado, pero no puedo. —Se quedó un momento callado y ella pensó que había perdido la conexión—. Por cierto, en el armario de ahí al lado hay un tarro de sales para el baño que quizás te guste.


—No estoy en tu casa, Pedro. Estoy en casa de Simon —dijo ella, alerta a su respuesta. Él se quedó en silencio unos instantes.


—¿Por qué? —fue todo lo que preguntó. No había enfado ni reproche en su voz, solo curiosidad.


—Porque no era justo que me quedara allí si tú no estabas. No tenía sentido aprovecharme de ti. Y me sentiría sola en esa casa tan grande, en esa cama tan grande. No tengo a mi oso para hacerme compañía, ¿recuerdas? —dijo ella tratando de darle un doble sentido a las palabras.


—No creo que te aprovecharas de mí. Más bien, podemos decir que yo me aproveché de ti. Varias veces, además. —Había un tono sensual en su voz que ella no pudo pasar por alto—. ¿Sabes qué te haría si estuviera allí ahora mismo? A riesgo, claro, de que llegara Simon y me pillara infraganti con su hermanita desnuda. —Paula se excitó al instante. Ya empezaba a notar su respiración alterada.


—¿Qué harías? Simon y mi cuñada tienen una cena y no te pillarían, descuida —susurró afectada por un estremecimiento que le llegó hasta su zona más sensible. La piel le escocía por la expectación de sus palabras.


—Primero te besaría con tanta suavidad y dulzura que el vello de la piel se te pondría de punta —empezó sensualmente—. Te lamería el labio inferior con lentitud hasta dejarlo rosado e hinchado de pasión como tu clítoris.
Me encanta chupar esa parte de tu cuerpo. Luego, pasaría mi lengua por cada centímetro de tu pecho y al llegar a esos pezones tan duros que tienes, los lamería fuerte y a conciencia, los chuparía y succionaría y los mordería hasta arrancarte gemidos de placer. ¿Te gusta? —preguntó en un susurro ronco y lleno de pasión. Ella no respondió—. ¿Dime si te gusta, Pau?


—Sí… me gusta. Sigue, por favor.


—Chica traviesa —dijo suavemente—. Cuando la tortura con tus pezones te hubiera llevado a sentir esa necesidad de mí que tanto anhelo descubrir de nuevo, te besaría el abdomen lentamente, te acariciaría los muslos empapados de agua y llegaría hasta el centro de tus deseos con mis dedos para acariciar la humedad provocada por mis besos. Seguro que ya estás tan mojada como creo, ¿verdad? Tócate para mí, Pau. Pásate los dedos por tu sexo y tócate para que pueda escuchar tus jadeos. —Ella hizo lo que él le pedía. Deslizó suavemente su mano entre las piernas e introdujo un dedo en su interior. Otro dedo se movió sobre su clítoris hinchado de pasión y al levantar las rodillas para acceder mejor casi tira el agua de la bañera. Jadeó repetidas veces.


—Sí, mi amor. Sabes que si pudiera estaría allí delante de ti, con mi lengua acariciando el mismo lugar donde están tus dedos ahora. Haciéndote el amor con mi boca y dándote un placer mayor que cualquier cosa en el mundo. Te penetraría con la lengua hasta que sintiera cómo te corres en ella. —Paula se sentía desfallecer cuando introdujo otro
dedo y aceleró las embestidas de su mano. Se iba a correr de inmediato. No podía dejar de gemir mientras lo oía decirle las cosas más eróticas que ella se hubiera imaginado nunca. 


Cuando alcanzó el clímax, Pedro jadeó con ella repetidas veces hasta que ambos se calmaron—. ¿Sigues ahí? —preguntó afectado.


—Sí, sigo aquí. Oh, Dios mío —susurró incrédula ante lo que acababa de suceder.


—Bienvenida al maravilloso mundo del sexo telefónico. Quizás no sea tan placentero como el sexo en directo, pero para largas distancias, al menos, sirve, ¿no crees? —Ella soltó una carcajada ante ese comentario. No era sexo en directo salvaje y sin barreras, pero sí, serviría por el momento. Sus piernas aún temblaban. Sabía que sería incapaz, en ese momento, de ponerse de pie porque resbalaría en la bañera. Se miró las manos que estaban arrugadas y le temblaban ligeramente. Cómo deseaban esas manos tocarlo a él, pensó ella un poco entristecida por la distancia que los separaba. ¿Cómo había llegado en tan poco tiempo a sentirse de esa manera con ese hombre? 


Paula no lograba entenderlo y debía andar con cuidado, no le interesaba colgarse de un tío que hoy está aquí y mañana no se sabe dónde.


Después de un par de comentarios más respecto a lo que acaban de hacer, Pau se puso seria y preguntó:
—¿Cuándo volverás?


—No lo sé, no tengo la menor idea.


—¿Estás en una misión?


—Sí.


Detuvo las lágrimas que asomaban por sus ojos. Pensó que era una tontería llorar por él cuando estaba tan contenta de que siguiera pensando en ella.


—Ten cuidado, ¿vale? Hay algunas cosas que aún no hemos hecho y me gustaría poner en práctica contigo algún día.


—Mmm… eso suena muy bien y, créeme, te haré cumplir tu propuesta al pie de la letra.


—Bien, la cumpliré. —Se quedó callada.


—¿Pau?


—Sí.


—No puedo dejar de pensar en ti. En cuanto regrese, iré a verte, ¿vale?


—Vale.


—Vale —repitió él—. Mantenme al corriente si sabes algo nuevo de la investigación del incendio, ¿de acuerdo? Deja el mensaje en el contestador y…


—Sí —cortó ella—, y me llamarás cuando te sea posible.


—Eso es. Buena chica.


Tras un par de palabras más sin sentido, se despidieron. 


Paula se dio cuenta de que el agua estaba fría, pero no le importaba, le venía bien para rebajar la temperatura de su cuerpo.




LO QUE SOY: CAPITULO 13




Simon había montado en cólera después de que ella le contara lo de las llamadas. Lo había hecho después de ir de compras y arrasar varias tiendas. Se sentaron a tomar un refresco en el centro comercial y ella aprovechó para contarles lo que había sucedido desde por la mañana. 


Paula les relató parte de la llamada omitiendo, concienzudamente, la parte en la que la voz hacía referencia a su relación con Pedro. Si Simon se enteraba de eso se volvería loco.


—¿Y que ha dicho tu querido Pedro, Pau? —preguntó consciente de que eso la haría saltar. Pero ella bajó la cabeza, se miró las manos que jugaban con el papel del sobre de azúcar y no dijo nada. No le salían las palabras cuando se trataba de hablar de aquel hombre.


—No seas tonto, Simon —dijo Carmen—. Esta situación no debe ser agradable para Pau, y tú no ayudas con esos comentarios fuera de lugar.


—Es que prefirió irse a casa de ese hombre en lugar de venir conmigo a la mía. ¿Crees que esa fue una decisión acertada? Pues yo no, no lo creo —dijo mirando furiosamente a su hermana. Carmen puso una mano en el brazo de Simon instándolo a calmarse. Le dirigió una mirada dura y luego hizo que se fijara en la postura de Pau, que se veía abatida y desconsolada. Él hizo una mueca de disgusto y se arrepintió enseguida de haberle hablado con tanta dureza. Al fin y al cabo, ella era su hermana pequeña y debía cuidarla—. Quizás deberías ir a pasar una temporada con papá, Pau. Seguro que allí te relajarías un poco. Estás muy estresada.


—¿Y qué hago con mi trabajo, Simon? No soy una dependienta cualquiera que puede pedirse unas vacaciones cuando le toca. Soy la ayudante del Fiscal del distrito y tengo a mucha gente, mucha, más de la que crees, deseando pegarme una patada en el culo porque piensan que no valgo tres peniques. ¿De verdad crees que voy a dejar mi trabajo para irme a Elizabeth con papá? —Había amargura en sus palabras y lágrimas en sus ojos. Simon la miró fijamente durante unos segundos. Cuándo se había convertido su hermana en aquella mujer, era algo que desconocía pero, de repente, fue consciente de que ella era una persona importante, que no era una simple abogada amenazada, sino un alto cargo víctima de quién sabe qué.


—Está bien —dijo Simon decidido—, tu ganas, Pau. Quédate, pero lo harás en mi casa y no en casa de ese tío ¿entendido?


Paula lo miró detenidamente. Era absurdo discutir con él cuando llevaba razón. No sabía qué pintaba ella en casa de Pedro. No volvería allí.


Cuando ya iban de camino a casa de Simon, Pau pensó en aquella llamada. Había algo extraño que no conseguía identificar en las palabras de la voz. Una sensación muy desagradable de olvido le recorría la mente sin cesar. 


Siempre le pasaba eso cuando preparaba la maleta y salía de viaje. Siempre pensaba que olvidaba algo fundamental, y es que siempre se olvidaba de algo.


—¿Cómo supiste esta tarde que estaba en la oficina si no habíamos hablado? —preguntó al pararse en un semáforo.


—Carmen me lo dijo —contestó Simon. Carmen se volvió desde el asiento de delante y le sonrió.


—Me encontré a Linda cuando salía de mi casa. Me preguntó dónde iba y le dije que a recogerte a casa de Simon porque nos íbamos de compras los tres. Ella dijo que tú estabas en la oficina, no en casa de Simon y cuando tu hermano llegó, efectivamente, me contó que te habías quedado en casa de Pedro. Pero yo le dije que estabas en el trabajo porque Linda me lo había dicho —le explicó la guapa morena de rasgos latinos.


—Ah —susurró Pau—. Qué raro —añadió—, desde esta mañana no he hablado con Linda. Supongo que me conoce mejor que yo misma y sabía que acabaría la tarde haciendo faena en la oficina. —Pero no se convenció de esa explicación.