miércoles, 9 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 21






Paula llegó a casa poco después de las ocho de la tarde y aparcó detrás de la camioneta de Pedro. En cierto modo había esperado que no hubiera estado, pero por otra parte se alegró de saber que estaba en casa. Se dirigió hacia esta.


–¡Mamá!


Paula se quedó boquiabierta. Antes de poder ver a su hijo corriendo hacia ella desde la casa, este ya se había aferrado a su cintura. Se agachó para abrazarlo con lágrimas de alegría y un nudo en la garganta.


–Te he echado tanto de menos, cariño –dijo, y se secó la cara con un brazo–. ¿Qué haces aquí?


–El señor Pedro nos metió en un avión a la abuela y a mí para que pudiéramos verte este fin de semana.


–¿En serio? –preguntó Paula, tan sorprendida como agradecida–. Eso ha sido muy amable por su parte. ¿Dónde está la abuela?


–En la casa con el señor Pedro.


–Es doctor, cariño, no señor –lo corrigió ella, mientras se dirigían a la casa, sintiendo los deditos de su hijo en las manos–. Es el doctor Alfonso.


–Él dice que puedo llamarlo Pedro, pero la abuela dice que siempre hay que llamar señor a la gente que no conoces.


–Si te ha dicho que lo llames Pedro, entonces llámalo así.


Un minuto antes, Paula quería llamarle otras cosas, pero ahora solo quería darle las gracias y abrazarlo. Al llegar al vestíbulo vio a su madre esperándola, con sus ojos azules aún brillantes y llenos de picardía a pesar de su edad, y su cabello plateado con el mismo corte informal que llevaba desde que ella recordara.


–Hola, querida hija.


–Lo has hecho muy bien esta vez, Margarita  –la saludó, abrazándola y derramando más lágrimas–. No recuerdo haber tenido una sorpresa como esta.


–Tendrás que agradecérselo al doctor Madrid; me persuadió para que montara en avión, ¿puedes creerlo?


–¿Dónde está el doctor? –preguntó Paula, que no se sorprendió, pues sabía que Pedro podía ser muy persuasivo.


–En el garaje. Ha dicho que no quería estar en medio cuando nos saludáramos. Le he dicho que no hacía falta que se fuera pero ha insistido. También ha insistido en que pidiéramos algo para cenar. Espero que no te importe, pero nosotros ya hemos comido; el niño se moría de hambre y Pedro dijo que no sabía cuándo llegarías. Te hemos guardado un poco.


–No importa, no tengo mucha hambre –la disculpó ella, que solo quería encontrar a Pedro para darle las gracias–. ¿Por qué no voy a ver si viene con nosotros? Podemos hacer una visita antes de acostar a Jose.


–No tengo sueño –dijo categóricamente el niño, que se agachó para abrazar a Gaby. La perra agitó el rabo con fuerza y le lamió la cara hasta hacerlo reír a carcajadas.


–Mientras vas a buscar el doctor, yo bañaré al niño –dijo Margarita.


–Hay una preciosa bañera antigua en mi habitación; a Jose le encantará. Está arriba.


–Ya lo sé –la cortó la madre–. Pedro nos ha enseñado la casa. Ha dicho que Jose y yo podemos dormir en su habitación y él en la de invitados.


–Yo quiero dormir con mamá –dijo el crío–, en la habitación de Pedro.


–Está bien –contestó Paula acariciándole el pelo–, siempre que no me quites las sábanas ni me des patadas.


–Entonces yo dormiré en tu habitación. Ahora vete a buscar a tu hombrecito.


–No es mi hombrecito, mamá; es mi casero.


–Lo que tú digas, cariño –dijo, con una sonrisa que indicaba que ella creía otra cosa, y le dio la mano al niño–. Vamos, tipo duro; es hora de lavarse.


Jose corrió donde su madre y la rodeó por la cintura y entonces subió las escaleras con su abuela. Paula se quedó mirándolos hasta que llegaron al segundo piso, donde el niño se detuvo a mirar la vidriera.


–Cómo mola.


Sin poder terminar de creer que estaban allí, Paula cruzó la cocina y salió hacia el garaje. Vio luz debajo de la puerta cerrada y oyó una música estridente. Llamó dos veces y, al no obtener respuesta, entró y encontró a Pedro sentado junto a una moto negra y brillante, vestido con vaqueros gastados y una camiseta con la inscripción Deja que la potencia te consuma. Y ciertamente ella se sintió consumida por su potencia al observarlo apretando un tornillo cerca de la rueda trasera. Tenía los tendones del brazo tensos y a Paula le empezaron a llegar a la mente imágenes de aquella mañana, imágenes de besos y caricias, de cuerpos entrelazados…


Intentó apagar las imágenes al tiempo que apagó la radio sobre una mesa de trabajo. La música paró de golpe, pero para su desazón los recuerdos persistieron. Pedro levantó la vista, confuso, hasta que la vio.


–Lo siento, no sabía que estabas ahí –dijo, mientras se ponía de pie y se limpiaba las manos con un trapo.


–¿Qué haces? –preguntó Paula, observando el trabajo.


–Unos pequeños ajustes. Me he comido un bordillo hoy cuando iba a trabajar; supongo que no estaba demasiado atento, pero ya casi lo he arreglado.


Paula lo comprendió, pues había estado a punto de llevarse por delante tres árboles. Entonces percibió una mezcla del olor inconfundible de Pedro mezclado con grasa y tuvo que repeler la necesidad de lanzarse a sus brazos como había hecho su hijo con ella.


–Solo quería hacerte saber que nuestros invitados de honor requieren tu presencia.


–Espero que no te haya molestado que los invitara sin preguntarte.


–¿Molestarme? Estoy extasiada. ¿Cómo has dado con ellos?


–No ha sido muy difícil, teniendo en cuenta que tienes su teléfono y su dirección colgados en la nevera. Ha sido un impulso; pensé que te vendría bien tener compañía.


Aunque sintió deseos de agradecérselo de forma perversa, optó por abrazarlo de forma inocente. Así que se acercó a él, lo abrazó, se puso de puntillas y le susurró al oído.


–Gracias, Pedro.


–Te voy a manchar, Paula –solo pudo contestar él.


–No me importa –respondió ella–. Estoy muy feliz y contenta por lo que has hecho.


–Un placer –aseguró él, que por fin respondió al abrazo.


La palabra «placer» pareció tomar vida en el garaje vacío, y Paula, olvidando todo razonamiento, apretó sus labios contra los de él. No estaba muy segura de lo que podía esperar de Pedro, y lo que se llevó fue un beso que podía fundir la motocicleta que la hizo olvidar a qué había ido, a darle las gracias de forma verbal. Se olvidó de sí misma.


Le acarició la espalda, deleitándose en el tacto de los músculos bajo la camiseta empapada. Él le puso las manos en las caderas y la apretó contra sí. Sin deshacer el beso, la arrinconó contra una estantería, tirando varios objetos que cayeron estruendosamente al suelo, pero ni siquiera aquello los detuvo, ni detuvo a Pedro de meterle las manos bajo la camisa y acariciarle con fuerza los senos. Paula sabía que debía parar, pero no podía.


–¿Mamá?


Tras un momento de shock, Paula pasó por debajo del brazo de Pedro y encontró a su hijo en la puerta, mirando con curiosidad. Se retiró el pelo del rostro y trató de fingir que nada ocurría.


–Hola, cariño, creía que te estabas bañando.


–La abuela quiere saber dónde podemos encontrar toallas –dijo el niño, mirando a Pedro.


Paula también lo miró, como si no supiera lo que era una toalla y mucho menos dónde su hijo podía encontrar una.


–Hay en mi habitación –contestó el dueño de la casa tras aclararse la garganta–. Y también en la cesta de la ropa limpia.


–Sí, en la cesta –asintió Paula–. Lavé algunas pero no he tenido tiempo de guardarlas.


Jose regresó a la puerta, los miró con una sonrisa enorme y salió corriendo a la casa. Paula se agarró la nuca y cerró los ojos.


–Dios, no puedo creer que haya pasado esto.


–¿Que nos hayamos besado o que tu hijo nos haya pillado?


–Las dos cosas.


Pedro le puso las manos en los hombros y ella abrió los ojos mirando a la puerta como si esperara ver a su madre que se hubiera acercado a ver qué ocurría.


–Siento que nos haya visto –dijo él en voz baja–. Pero no siento que me hayas besado.


–No tienes nada que sentir –dijo ella, quitándose las manos y volviéndose hacia él, enfadada una vez más–. He sido yo quien ha empezado.


–No me has oído protestar, ¿verdad?


–¿Qué me está pasando? –dijo ella, llevándose las manos a la cabeza–. ¿Qué nos pasa?


–Cuando dos personas se atraen, estas cosas tienen que pasar.


–No es normal –replicó ella, mirándolo de nuevo a la cara–. Al menos no para mí.


–Oh, claro que es normal. Es solo que hasta ahora no has querido reconocerlo.


–Si tú lo dices –chistó ella, que no iba a reconocerlo delante de él.


–¿Crees que Jose tendrá algún problema con esto?


–No lo sé; nunca me ha visto con un hombre, y menos besándolo.


–A lo mejor es hora de que comprenda que su madre podría necesitar algo de compañía aparte de la suya.


–No quiero que ni él ni mi madre piensen…


–¿Que tienes algo con alguien como yo? –dijo, con un tono de dolor que la hizo echarse atrás.


–No quiero que piensen que tengo nada con nadie. Podrían imaginar más de lo que es.


–A lo mejor estás postulando para la santidad.


–No estoy haciendo eso.


–¿Seguro?


–No puedo creer que me preguntes eso después de lo de esta mañana. No creo que fuera muy santo.


–No puedo discutírtelo. Pero entonces yo tampoco podría ganar muchas medallas como santo. La verdad es que sabías muy bien.


–Tú también –susurró Paula.


–Vuelve dentro –la advirtió él mientras volvía a la moto–, antes de que…


–¿Antes de qué?


–Antes de que te tumbe en este suelo de cemento y entre en tu cuerpo.


Paula sintió un escalofrío; se sentía en la cuerda floja. Era obvio que se deseaban con una pasión más allá de todo sentido común. Pero debía recordar que un sexo genial era todo cuanto podía esperar de él. También debía recordar que Jose estaba presente y no debía creer que Pedro estaría en sus vidas. Al llegar el verano debería tener dinero suficiente para tener su propia casa y no quería que su hijo se encariñara con el doctor.


–Creo que será mejor que intentemos mantenernos alejados mientras ellos estén aquí.


–¿Y después?


–No lo sé.


–Como ya te he dicho antes, tendrás que venir tú.


–Interesante; no recuerdo que haya ocurrido así esta mañana.


–Lo de esta mañana fue una excepción. Desde ahora depende totalmente de ti.








martes, 8 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 20




Paula despidió a la penúltima paciente y fue a ver a la siguiente, alegrándose al descubrir que se trataba de Allison Cartwright. Cuando entró en la habitación, esta le mostró una sonrisa, pero la borró enseguida.


–Parece que te hubieran pegado, Joanna.


–Ha sido un día largo –contestó ella, que sentía que le habían pegado en el corazón.


Se sentó en una silla junto a la mesa donde estaba Allison, que tenía los pies hinchados apoyados en un taburete.


–¿Cómo te sientes?


–Bastante bien, salvo lo típico del embarazo. Como tú ibas retrasada me ha examinado Caroline.


–Lo siento, hoy no ando muy deprisa. ¿Algo especial?


–La verdad –empezó Allison, cuya sonrisa desapareció– es que está un poco preocupada por mi tensión.


–Tienes la tensión un poco alta pero la orina parece normal –comentó Paula después de revisar las notas–. De todos modos tienes un principio de edema. Para asegurarnos te voy a poner a reposo en cama las próximas semanas. También quiero mirarte el lunes y mientras te haremos algunos tests de laboratorio.


–¿Reposo en cama? ¿Es necesario? No me siento mal ni nada y si tengo que dejar el trabajo antes de tiempo me arriesgo a perderlo.


–Allison, sé que es duro, pero no quiero que corras el riesgo de que le pase algo a tu bebé. Puedes tener preeclampsia y no queremos arriesgarnos. Preeclampsia es una condición…


–Lo sé todo –la cortó Allison–. Mi hermana y mi madre la tuvieron. De hecho mi madre murió al dar a luz a mi hermana por una preeclampsia.


–Siento mucho oír eso, Allison –dijo Paula, cuya preocupación creció–. Y es una razón más para observarte con precaución si tienes predisposición genética.


–De acuerdo –suspiró ella–, me inventaré algo. Este bebé es muy importante para mí y no quiero correr riesgos. Después de todo, los médicos dijeron que no podría quedarme embarazada.


–Pues supongo que se equivocaron, ¿no? –dijo la comadrona con una sonrisa.


–Sí, y hablando de médicos, he hablado con el doctor Alfonso.


–¿Ah, sí?


–Sí, por teléfono, y te agradezco que le contaras mi decisión.


–¿Ha estado bien contigo?


–Sí, por lo que yo he notado.


–Me alegro –dijo Paula, que se preguntaba cómo de cooperativo se mostraría si supiera los recientes problemas de la paciente.


–Sin embargo parecía algo distraído.


–Estoy segura de que estará ocupado.


–Me ha dicho que estoy en buenas manos contigo –continuó, y sonrió–. ¿Tiene un conocimiento personal de tus manos?


–Muy graciosa, Allison.


–Lo siento, pero el día que lo vi aquí en el centro parecía que había algo entre vosotros.


–¿Qué te hace pensar eso?


–Su forma de mirarte. ¿Me vas a negar que hay algo entre vosotros?


Tras un momento de duda, Paula se dio cuenta de que podía hablar claro. Después de todo, le venía bien poder hablar con alguien. Muchas veces había estado a punto de llamar a Cassie O’Connor, pero no quería molestar a una madre de gemelos, y además en las últimas semanas había forjado una amistad con Allison. En aquellos momentos le hacía falta una amiga.


–La verdad es que vivo con Pedro.


–No tenía ni idea de que fuese tan serio.


–Solo vivo con él temporalmente, hasta que encuentre un lugar decente para mí.


–Pero hay algo más que eso, ¿no?


–Supongo que podría decirse –contestó Paula, jugando con su estetoscopio.


–¿Compartís la cama?


–Supongo que podría decirse que las cosas han ido progresando desde el punto de vista íntimo. Ahora mismo estoy bastante confusa por la situación.


–Definitivamente el sexo puede crear confusión. Desde luego cambia muchas cosas.


–Sí.


–¿Estás enamorada de él, Paula? –le preguntó Allison, que se acariciaba la tripa.


–Yo, eh, bueno, la verdad es que me gusta mucho.


–Dios, estás enamorada. ¿No te enseñaron en la escuela a no enamorarte de un médico?


Paula había jurado que nunca volvería a enamorarse, lo cual era probablemente un objetivo poco realista si no quería dejar de vivir al cien por cien. Pero desde luego no pretendía hacerlo en aquel momento, y menos de un hombre como Pedro Alfonso.


–No estoy enamorada de él –dijo, y pensó, «aún».


–¿Estás segura?


–Claro. Créeme, he trabajado con muchos médicos que son fantásticos en su trabajo, atractivos en muchos aspectos y totalmente opuestos al compromiso.


–Yo también –replicó Allison con añoranza–. Y es lo más difícil de aceptar, ¿verdad?


–Párame si me meto demasiado, pero ¿tiene algo que ver un médico en la paternidad de tu hijo?


–Sí, el padre del bebé resulta ser médico.


–¿Lo sabe?


–No, aún no –contestó una nerviosa Allison.


–¿Se lo vas a decir?


–No estoy segura. Acaba de volver después de seis meses; no sé cómo se lo tomaría y ni siquiera si querría implicarse. Ocurrió una noche, un grave error. Salvo por el embarazo; eso no lo retiraría por nada. Este bebé es un milagro.


–Ahora mismo nos concentraremos en tu salud –le dijo Paula, a quien le partía el corazón que Allison tuviera que criar a su hijo sola–. Descansa mucho, te observaremos con cuidado y por estas fechas el próximo mes ya tendrás a tu pequeño. Entonces podrás decidir qué hacer respecto al padre.


–Y a lo mejor tú también tendrás pronto lo que quieres. Sea lo que sea.


En aquellos momentos Paula solo deseaba llegar a casa y pensar en lo que debía hacer con Pedro. Al menos era viernes y no le tocaba guardia, pero tenía intención de telefonear a su hijo. Necesitaba oír su voz, hablar con él, el centro de su vida, el único hombre que debía importarle. 


Pero había algo que se mostraba evidente; a pesar de cómo la había enojado por la mañana, Pedro Alfonso estaba empezando a importarle también. Y mucho.







CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 19





Pedro optó por ir en moto al hospital con la esperanza de que el aire fresco le aclarara las ideas, pero no había sido así. Ahora que se estaba preparando para las visitas de la mañana la niebla mental de la cabeza no se disipaba, ni siquiera tras dos tazas de café espresso que había tomado en casa y un café bien cargado que se había hecho en la sala de médicos. Pero no era el cansancio lo que le dificultaba el razonamiento, sino Paula. No podía detener el sentimiento de culpa que parecía escalar en su interior, ni podía olvidar lo que había ocurrido entre ellos. Tampoco podía dejar de pensar que quería que sucediera otra vez.


Pero en aquel momento debía dejar de pensar en otra cosa que no fueran sus pacientes. Recorrió a zancadas el pasillo con el piloto automático puesto. Al llegar a su destino, miró la pizarra de la puerta y entró en la habitación. La mujer cuyo hijo había ayudado a nacer hacía tan solo unas horas lo miró expectante desde la cama.


–Buenos días, doctor Alfonso –saludó, a pesar de que parecía agotada.


–¿Cómo está, señora Rutherford? –preguntó él con una sonrisa forzada.


–Muy bien, pero estaría mejor si me trajeran al niño.


–¿No lo ha visto desde el parto? –preguntó él después de mirar la cuna vacía.


–No; la enfermera me dijo que me lo traerían en cuanto lo bañaran y lo vistieran.


–¿Cuánto hace de eso?


–Hará unas dos horas, creo –contestó ella tras mirar el reloj–. Espero que me lo traigan pronto porque mi marido está viniendo antes de irse a trabajar y va a traer a nuestra hija.


–Vuelvo enseguida.


Regresó al vestíbulo y encontró a la enfermera jefe en el mostrador.


–Sara, ¿sabe por qué no le han llevado a su hijo a la señora Rutherford?


–Lo siento, no sabía que no lo hubieran llevado –contestó ella, encogiéndose de hombros–, no es paciente mía. Estamos inundados desde el cambio de turno.


–¿Le importaría llamar a enfermería para ver qué pasa?


–Claro, doctor Alfonso. ¿Algo más?


–No, eso es todo.


–¿Una noche dura? –preguntó ella con los ojos grises fruncidos en un ceño.


–Lo de siempre –contestó él, pensando en que había tenido una mañana dura.


–Bueno, espero que descanse el fin de semana. El lunes hay luna llena; ya sabe.


Sabía lo significaba la luna llena, un infierno en la maternidad. Pensó en su madre, en parte porque Sara le recordaba a ella con sus ojos grises y su sabiduría, pero sobre todo porque cada vez que pensaba en la luna se acordaba de ella, una mujer que creía fervientemente en los poderes del universo, en las leyendas de la cultura maya, pero sobre todo creía en el poder infinito del amor. Ella había amado al padrastro de Pedro, aunque este no lograba comprender por qué.


–Gracias –masculló a Sara con una sonrisa, y se marchó.


Una tristeza inesperada lo envolvió mientras caminaba por el pasillo, un inconsolable sentimiento de pérdida, pero pensó que solo tenía que ver con su madre en parte y mucho con Paula. Cuando llegó a ver a su paciente, el señor Rutherford ya había llegado con su hija de cinco años, y lo saludó con una mano fuerte.


–Me alegro de verlo, doctor Alfonso. Muchas gracias por lo que hizo anoche.


–Su mujer hizo todo el trabajo; yo solo estaba allí para pararlo.


Mientras el matrimonio se reía, se abrió la puerta y entró una enfermera con un fardo amarillo en los brazos.


–Parece que por fin ha llegado el invitado de honor –comentó Pedro, mientras tomaba al recién nacido de los brazos de la enfermera, que salió corriendo como si esperara una reprimenda, que ya se había llevado de Sara.


Pedro se aproximó a la cama para reunir por fin a madre e hijo, pero antes le miró los mofletes y la inocencia dormida y sintió otro golpe de melancolía.


–¿Ya tiene nombre?


–Rufus Harold júnior –contestó el señor Rutherford con evidente orgullo.


–¿Y tú eres? –preguntó a la niña que parecía no interesarle su hermano lo más mínimo.


–Rita Louise Rutherford, y no me gustan los bebés.


–Rita –la reprendió su madre–, si aún no lo has visto. Ven a mirarlo.


–No quiero.


Pedro decidió que se trataba de los típicos celos entre hermanos. Cuando el padre dio un paso para llevar a su hija, Pedro lo detuvo con una mano y sacó una piruleta del bolsillo.


–Para la hermana mayor –dijo.


Esta pareció apaciguarse algo pero no demasiado emocionada mientras desenvolvía el caramelo y se lo metía en la boca. Pedro se arrodilló delante de ella.


–Mi madre hablaba mucho del sol y la luna; decía que el sol es fuerte y por lo tanto debe cuidar de la luna. Como tu pelo tiene el color del sol, entonces tu hermanito será la luna, y te buscará para que le des consejo. Es un trabajo muy importante, ¿crees que podrás hacerlo, Rita?


–Supongo –dijo ella, tras mirar al bebé–, siempre que no se meta en mis cosas.


Pedro mostró su primera sonrisa de verdad en todo el día cuando Rita lo miró con gesto de ganadora.


–¿Por qué no vas a tenerlo un rato?


Rita asintió y le dio la piruleta a su padre; entonces el doctor la levantó y la sentó en la cama. La señora Rutherford le puso el bebé en los brazos y Pedro vio una transformación inmediata en la pequeña. La madre lo miró agradecida.


–Gracias, doctor Alfonso.


–No hay problema, y siento que hayan tardado tanto en traerle al niño.


–Dos horas es mucho tiempo para estar sin un hijo.


Pedro pensó en los dos meses que llevaba Paula sin el suyo. Al ver a la familia junta contemplando el milagro, se dio cuenta de lo mucho que lo necesitaba. Él llevaba tanto tiempo solo que solo ahora empezaba a percibir la importancia del concepto, así como de la magnitud de su soledad. No se había parado a pensar lo difícil que debía resultar para Paula estar lejos de sus seres queridos; solo se había preocupado de lo mucho que la deseaba, de sus propios instintos. Se sintió tan egoísta que de algún modo decidió que tenía que arreglarlo. En aquel preciso instante.





CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 18




Paula solo pudo mirar en silencio la espalda robusta de Pedro mientras este salía del baño, dejándola tumbada desnuda en el suelo, boquiabierta y con el cuerpo aún temblando después de haber hecho el amor. Aunque pensándolo bien, aquello no había sido hacer el amor. Sexo sería una descripción más aproximada. Un sexo salvaje, rápido e increíble, salvo por una cosa, que cuando Pedro se había deslizado dentro de su cuerpo, le había llegado hasta el corazón. Y ella lo odiaba, odiaba haberse abierto tanto y haber sido tan vulnerable a un hombre que solo le había prometido un lugar donde vivir y le había jurado que serían amantes. Ahora eran amantes y él se arrepentía.


Recogió el albornoz del suelo y se lo cerró tanto que pensó que se iba a cortar la respiración. Con paso firme, fue a la habitación de Pedro, donde lo encontró tumbado boca arriba en la cama con la sábana de satén negro cubriéndole una pierna. Se obligó a mirarlo a la cara, tapada con un brazo y por donde el pelo oscuro se mezclaba con la almohada negra. Incluso entonces, cuando debería clavarle las uñas por haberse marchado de aquel modo, volvió a sentir un deseo que amenazaba con hacerle sentir el impulso de meterse en su cama e invitarlo de nuevo dentro de su cuerpo.


–¿Te importaría explicarme de qué iba todo eso?


–Ya sabes de qué iba –contestó él con una voz grosera, quizá de la falta de sueño o quizá de la abundancia de arrepentimiento.


–No me refiero al sexo, me refiero a cómo te has ido sin más que una disculpa pobre.


–Me disculpo otra vez –dijo él, tras quitarse el brazo de los ojos pero sin dejar de mirar al techo–. Nunca debí haber permitido que ocurriera.


–No estabas solo –replicó ella, pensando que nunca debió haberlo permitido entrar en su vida y mucho menos en su corazón–. Y si lo recuerdas, yo no te he parado.


–Tampoco me lo has pedido.


–¿Se supone que debía decirte «Pedro, tómame ahora»? –preguntó ella, con fuego en las mejillas de la frustración–. Creo que era más que obvio que yo quería que pasara.


Él se volvió hacia ella, apoyando la cabeza en un brazo. La sábana se le bajó lo justo para que ella alcanzara a verle la mata de vello negro bajo el ombligo y el jaguar. Hacía unos instantes había tenido un conocimiento íntimo y personal de aquella zona, y desde luego no la había decepcionado. Se le aceleró el pulso al recordarlo. Quiso revivirlo otra vez, en aquel lugar y en aquel momento. Se apretó la mandíbula, enfadada por su repentina falta de disciplina. No sabía qué le pasaba; se suponía que debía estar furiosa con él, no desearlo, pero lamentablemente así era. Él fijó la mirada dorada en sus ojos.


–Te mereces algo más que un revolcón, Paula.


–Merezco sinceridad y respeto.


–Precisamente porque te respeto me siento tan culpable ahora –dijo él, que se volvió a poner de espaldas–. Si no me hubiera ido, corría el riesgo de perder el control otra vez.


–¿Y qué tiene de malo exactamente perder el control, te hace demasiado humano? –preguntó Paula, de mejor humor al saber que no lo había desilusionado y que la deseaba tanto como ella a él.


–Me hace menos hombre porque no me he parado a pensar lo que tú necesitabas. Pero al verte en la ducha, tocándote, no he podido pensar más que en lo que yo quería, estar por fin dentro de ti aunque significara tomarte en el suelo del cuarto de baño. No ha sido uno de mis mejores momentos.


–¿Por qué no lo dejamos en un puro instinto animal? –preguntó Paula, que podría haberlo discutido pero no quería nutrir aún más su ego.


–Por mi experiencia he aprendido que las mujeres sois fuertes por encima de cualquier límite, más fuertes que la mayoría de los hombres en muchos casos. Merecéis ser tratadas con el mayor de los respetos –dijo, y la volvió a mirar–. Eres madre soltera, Paula, tienes una responsabilidad con tu hijo y contigo. No necesitas mezclarte con alguien como yo.


–¿Quieres decir que no mereces la pena?


–Quiero decir que probablemente no pueda darte más que sexo. ¿De verdad quieres solo eso?


Paula no sabía lo que quería en aquel momento, solo sabía que cuando estaba con él sentía una especie de conexión espiritual, algo doloroso desde que Pedro admitió que solo podía ofrecerle satisfacción sexual, un revolcón de vez en cuando.


Aburrida y cansada, no vio razón de continuar una conversación que no llevaba a ningún sitio, al menos en aquel momento. Tenía que ir a trabajar, cumplir con sus responsabilidades y dejar a Pedro con sus remordimientos mientras ella trataba con los suyos. Tenía que aprender a aceptarlo tal y como era, un hombre que no quería ataduras, muy parecido a su ex marido en aquel aspecto a pesar de no parecerse en nada más.


–Ahora que lo has aclarado todo me voy a preparar para el trabajo. Podemos olvidar que esto ha ocurrido –dijo, consciente de que no podría olvidarlo nunca.


Cuando se giró para irse, él le agarró la mano, asustándola y enervándola, pero ella no se atrevió a mirarlo.


–Ojalá las cosas fueran distintas, Paula, y a lo mejor lo entiendes algún día –indicó él, con voz triste y de arrepentimiento–. Pero ahora mismo solo tienes que entender una cosa: no recuerdo haber deseado tanto a una mujer como te deseo a ti.


Cuando le besó la mano, un recuerdo punzante como una aguja saltó en su mente, el recuerdo de unos labios besándola concienzudamente por todas partes. No le habría costado ningún esfuerzo perderse en los recuerdos, ir con él y volver a experimentarse mutuamente, aceptar el hecho de que podía darle todo cuanto deseaba en lo que se refería a hacer el amor, pero no podía darle amor.


En el silencio de la habitación, con la mano aún sujeta por la de él, y su vida mezclada a su pesar con la de él, admitió que una parte de ella necesitaba su amor. Se soltó y se alejó a toda prisa. Como la primera noche en el salón de baile, su instinto le dijo que quizá nunca podría librarse del poder que ejercía sobre ella, sin importar lo lejos o lo rápido que huyera.