miércoles, 9 de marzo de 2016
CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 21
Paula llegó a casa poco después de las ocho de la tarde y aparcó detrás de la camioneta de Pedro. En cierto modo había esperado que no hubiera estado, pero por otra parte se alegró de saber que estaba en casa. Se dirigió hacia esta.
–¡Mamá!
Paula se quedó boquiabierta. Antes de poder ver a su hijo corriendo hacia ella desde la casa, este ya se había aferrado a su cintura. Se agachó para abrazarlo con lágrimas de alegría y un nudo en la garganta.
–Te he echado tanto de menos, cariño –dijo, y se secó la cara con un brazo–. ¿Qué haces aquí?
–El señor Pedro nos metió en un avión a la abuela y a mí para que pudiéramos verte este fin de semana.
–¿En serio? –preguntó Paula, tan sorprendida como agradecida–. Eso ha sido muy amable por su parte. ¿Dónde está la abuela?
–En la casa con el señor Pedro.
–Es doctor, cariño, no señor –lo corrigió ella, mientras se dirigían a la casa, sintiendo los deditos de su hijo en las manos–. Es el doctor Alfonso.
–Él dice que puedo llamarlo Pedro, pero la abuela dice que siempre hay que llamar señor a la gente que no conoces.
–Si te ha dicho que lo llames Pedro, entonces llámalo así.
Un minuto antes, Paula quería llamarle otras cosas, pero ahora solo quería darle las gracias y abrazarlo. Al llegar al vestíbulo vio a su madre esperándola, con sus ojos azules aún brillantes y llenos de picardía a pesar de su edad, y su cabello plateado con el mismo corte informal que llevaba desde que ella recordara.
–Hola, querida hija.
–Lo has hecho muy bien esta vez, Margarita –la saludó, abrazándola y derramando más lágrimas–. No recuerdo haber tenido una sorpresa como esta.
–Tendrás que agradecérselo al doctor Madrid; me persuadió para que montara en avión, ¿puedes creerlo?
–¿Dónde está el doctor? –preguntó Paula, que no se sorprendió, pues sabía que Pedro podía ser muy persuasivo.
–En el garaje. Ha dicho que no quería estar en medio cuando nos saludáramos. Le he dicho que no hacía falta que se fuera pero ha insistido. También ha insistido en que pidiéramos algo para cenar. Espero que no te importe, pero nosotros ya hemos comido; el niño se moría de hambre y Pedro dijo que no sabía cuándo llegarías. Te hemos guardado un poco.
–No importa, no tengo mucha hambre –la disculpó ella, que solo quería encontrar a Pedro para darle las gracias–. ¿Por qué no voy a ver si viene con nosotros? Podemos hacer una visita antes de acostar a Jose.
–No tengo sueño –dijo categóricamente el niño, que se agachó para abrazar a Gaby. La perra agitó el rabo con fuerza y le lamió la cara hasta hacerlo reír a carcajadas.
–Mientras vas a buscar el doctor, yo bañaré al niño –dijo Margarita.
–Hay una preciosa bañera antigua en mi habitación; a Jose le encantará. Está arriba.
–Ya lo sé –la cortó la madre–. Pedro nos ha enseñado la casa. Ha dicho que Jose y yo podemos dormir en su habitación y él en la de invitados.
–Yo quiero dormir con mamá –dijo el crío–, en la habitación de Pedro.
–Está bien –contestó Paula acariciándole el pelo–, siempre que no me quites las sábanas ni me des patadas.
–Entonces yo dormiré en tu habitación. Ahora vete a buscar a tu hombrecito.
–No es mi hombrecito, mamá; es mi casero.
–Lo que tú digas, cariño –dijo, con una sonrisa que indicaba que ella creía otra cosa, y le dio la mano al niño–. Vamos, tipo duro; es hora de lavarse.
Jose corrió donde su madre y la rodeó por la cintura y entonces subió las escaleras con su abuela. Paula se quedó mirándolos hasta que llegaron al segundo piso, donde el niño se detuvo a mirar la vidriera.
–Cómo mola.
Sin poder terminar de creer que estaban allí, Paula cruzó la cocina y salió hacia el garaje. Vio luz debajo de la puerta cerrada y oyó una música estridente. Llamó dos veces y, al no obtener respuesta, entró y encontró a Pedro sentado junto a una moto negra y brillante, vestido con vaqueros gastados y una camiseta con la inscripción Deja que la potencia te consuma. Y ciertamente ella se sintió consumida por su potencia al observarlo apretando un tornillo cerca de la rueda trasera. Tenía los tendones del brazo tensos y a Paula le empezaron a llegar a la mente imágenes de aquella mañana, imágenes de besos y caricias, de cuerpos entrelazados…
Intentó apagar las imágenes al tiempo que apagó la radio sobre una mesa de trabajo. La música paró de golpe, pero para su desazón los recuerdos persistieron. Pedro levantó la vista, confuso, hasta que la vio.
–Lo siento, no sabía que estabas ahí –dijo, mientras se ponía de pie y se limpiaba las manos con un trapo.
–¿Qué haces? –preguntó Paula, observando el trabajo.
–Unos pequeños ajustes. Me he comido un bordillo hoy cuando iba a trabajar; supongo que no estaba demasiado atento, pero ya casi lo he arreglado.
Paula lo comprendió, pues había estado a punto de llevarse por delante tres árboles. Entonces percibió una mezcla del olor inconfundible de Pedro mezclado con grasa y tuvo que repeler la necesidad de lanzarse a sus brazos como había hecho su hijo con ella.
–Solo quería hacerte saber que nuestros invitados de honor requieren tu presencia.
–Espero que no te haya molestado que los invitara sin preguntarte.
–¿Molestarme? Estoy extasiada. ¿Cómo has dado con ellos?
–No ha sido muy difícil, teniendo en cuenta que tienes su teléfono y su dirección colgados en la nevera. Ha sido un impulso; pensé que te vendría bien tener compañía.
Aunque sintió deseos de agradecérselo de forma perversa, optó por abrazarlo de forma inocente. Así que se acercó a él, lo abrazó, se puso de puntillas y le susurró al oído.
–Gracias, Pedro.
–Te voy a manchar, Paula –solo pudo contestar él.
–No me importa –respondió ella–. Estoy muy feliz y contenta por lo que has hecho.
–Un placer –aseguró él, que por fin respondió al abrazo.
La palabra «placer» pareció tomar vida en el garaje vacío, y Paula, olvidando todo razonamiento, apretó sus labios contra los de él. No estaba muy segura de lo que podía esperar de Pedro, y lo que se llevó fue un beso que podía fundir la motocicleta que la hizo olvidar a qué había ido, a darle las gracias de forma verbal. Se olvidó de sí misma.
Le acarició la espalda, deleitándose en el tacto de los músculos bajo la camiseta empapada. Él le puso las manos en las caderas y la apretó contra sí. Sin deshacer el beso, la arrinconó contra una estantería, tirando varios objetos que cayeron estruendosamente al suelo, pero ni siquiera aquello los detuvo, ni detuvo a Pedro de meterle las manos bajo la camisa y acariciarle con fuerza los senos. Paula sabía que debía parar, pero no podía.
–¿Mamá?
Tras un momento de shock, Paula pasó por debajo del brazo de Pedro y encontró a su hijo en la puerta, mirando con curiosidad. Se retiró el pelo del rostro y trató de fingir que nada ocurría.
–Hola, cariño, creía que te estabas bañando.
–La abuela quiere saber dónde podemos encontrar toallas –dijo el niño, mirando a Pedro.
Paula también lo miró, como si no supiera lo que era una toalla y mucho menos dónde su hijo podía encontrar una.
–Hay en mi habitación –contestó el dueño de la casa tras aclararse la garganta–. Y también en la cesta de la ropa limpia.
–Sí, en la cesta –asintió Paula–. Lavé algunas pero no he tenido tiempo de guardarlas.
Jose regresó a la puerta, los miró con una sonrisa enorme y salió corriendo a la casa. Paula se agarró la nuca y cerró los ojos.
–Dios, no puedo creer que haya pasado esto.
–¿Que nos hayamos besado o que tu hijo nos haya pillado?
–Las dos cosas.
Pedro le puso las manos en los hombros y ella abrió los ojos mirando a la puerta como si esperara ver a su madre que se hubiera acercado a ver qué ocurría.
–Siento que nos haya visto –dijo él en voz baja–. Pero no siento que me hayas besado.
–No tienes nada que sentir –dijo ella, quitándose las manos y volviéndose hacia él, enfadada una vez más–. He sido yo quien ha empezado.
–No me has oído protestar, ¿verdad?
–¿Qué me está pasando? –dijo ella, llevándose las manos a la cabeza–. ¿Qué nos pasa?
–Cuando dos personas se atraen, estas cosas tienen que pasar.
–No es normal –replicó ella, mirándolo de nuevo a la cara–. Al menos no para mí.
–Oh, claro que es normal. Es solo que hasta ahora no has querido reconocerlo.
–Si tú lo dices –chistó ella, que no iba a reconocerlo delante de él.
–¿Crees que Jose tendrá algún problema con esto?
–No lo sé; nunca me ha visto con un hombre, y menos besándolo.
–A lo mejor es hora de que comprenda que su madre podría necesitar algo de compañía aparte de la suya.
–No quiero que ni él ni mi madre piensen…
–¿Que tienes algo con alguien como yo? –dijo, con un tono de dolor que la hizo echarse atrás.
–No quiero que piensen que tengo nada con nadie. Podrían imaginar más de lo que es.
–A lo mejor estás postulando para la santidad.
–No estoy haciendo eso.
–¿Seguro?
–No puedo creer que me preguntes eso después de lo de esta mañana. No creo que fuera muy santo.
–No puedo discutírtelo. Pero entonces yo tampoco podría ganar muchas medallas como santo. La verdad es que sabías muy bien.
–Tú también –susurró Paula.
–Vuelve dentro –la advirtió él mientras volvía a la moto–, antes de que…
–¿Antes de qué?
–Antes de que te tumbe en este suelo de cemento y entre en tu cuerpo.
Paula sintió un escalofrío; se sentía en la cuerda floja. Era obvio que se deseaban con una pasión más allá de todo sentido común. Pero debía recordar que un sexo genial era todo cuanto podía esperar de él. También debía recordar que Jose estaba presente y no debía creer que Pedro estaría en sus vidas. Al llegar el verano debería tener dinero suficiente para tener su propia casa y no quería que su hijo se encariñara con el doctor.
–Creo que será mejor que intentemos mantenernos alejados mientras ellos estén aquí.
–¿Y después?
–No lo sé.
–Como ya te he dicho antes, tendrás que venir tú.
–Interesante; no recuerdo que haya ocurrido así esta mañana.
–Lo de esta mañana fue una excepción. Desde ahora depende totalmente de ti.
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