Nueva York había perdido la magia para Paula. Había llegado un miércoles y se había pasado dos días comprando. Se había quedado con Audrey a la que por
cierto habían entusiasmado los nuevos modelos diseñados por la joven.
—La vida en el rancho te sienta estupendamente, querida —le dijo Audrey—. Estos diseños son fabulosos. Espero que no te olvides de mí cuando te hagas famosa, ¿eh?
—Por supuesto que no. ¿De verdad que te gustan? —estaban en el taller de la boutique de Audrey y Paula le estaba mostrando los cuatro diseños que había decidido enviar a la Academia.
—Paula, estos son tus mejores trabajos. Elegantes y muy originales. Nunca has hecho nada mejor. Parece que por fin has encontrado tu estilo —comentó Audrey, maravillada.
—Lo sé —respondió Paula. Había necesitado la soledad de Chaves para descubrir su propio estilo.
—¿Crees que podrás terminarlos a tiempo?
—Tendré que hacerlo, ¿no?
***
En cuanto regresó a Chaves, se dedicó a trabajar con todas sus fuerzas.
Trabajaba hasta que llegaba el momento de meterse en la cama, y en cuanto se levantaba, iba directa a la máquina de coser.
Pero ni siquiera con aquel volumen de trabajo conseguía apartar a Pedro de su mente. Recordaba una y otra vez el momento en el que le había dicho que pensaba que eran algo más que amigos… y el momento en el que ella había comprendido que tenía razón.
Se acercaba la fecha de entregar los modelos. Aquella noche, había colocado en el maniquí el vestido de noche y la joven estaba sentada en el suelo, escuchando la radio mientras prendía el modelo con alfileres cuando escuchó:
—Se ha desatado una fuerte tormenta en la Costa del Golfo que afectará a las zonas comprendidas entre Freeport y Corpus Christi.
—Al menos no tendré que preocuparme por eso —se dijo en voz alta, mientras se levantaba. Eran cerca de las once de la noche y no sabía si irse a dormir o empezar ya a coser el dobladillo del vestido. Sólo le quedaban ocho días para entregar el trabajo.
Se asomó a la ventana. La luna llena iluminaba el camino de entrada a la casa en el que, por primera vez desde hacía días, descubrió el jeep de Pedro.
Probablemente estaría en los criaderos. Y, sin pensarlo dos veces, corrió hacia la puerta para ir a buscarlo.
Sabía que no era una decisión inteligente, pero no podía estar más tiempo sin verlo después de la forma en que se habían separado la última vez.
Las luces del criadero estaban encendidas, pero allí no había nadie.
—¿Pedro? —lo llamó, pero no obtuvo respuesta.
En uno de los criaderos, descubrió un polluelo tumbado en medio de los restos del huevo del que parecía acabar de salir.
—Oh, pobrecito, ¿Pedro, dónde estás? —volvió a preguntar.
Pero la única respuesta que recibió fue la de los polluelos, que empezaron a piar a coro.
—No, no es la hora de la comida, muchachos —sin embargo, les arrojó un puñado de pienso. Tras cerrar el saco, miró hacia la puerta. ¿Dónde estaría Pedro?
Mientras lo esperaba, decidió bañar al polluelo recién nacido.
Después de lavarse las manos con jabón desinfectante, preparó un baño caliente para el polluelo.
Cuando terminó con él, salió a ver si todavía estaba fuera el jeep de Pedro.
Sí, todavía estaba allí. Y había alguien dentro. Se acercó y descubrió a Pedro durmiendo en el interior. La ventanilla estaba abierta, y con la sensación de estar reviviendo una escena del pasado, le sacudió suavemente el hombro. Al igual que había ocurrido la vez anterior, Pedro no se despertó.
Pero Paula no iba a volver a despertarlo con un beso.
—¡Pedro!
El vaquero gimió.
—El polluelo está estupendamente. Quédate a dormir en mi casa.
—¿Paula?
—Sí, aquí estoy.
Pedro se frotó los ojos.
—Me he quedado dormido.
—Lo sé, ven a casa.
Pedro la miró como si quisiera asegurarse de que estaba despierto.
—Estaba controlando un huevo.
—El polluelo ya ha nacido. Ven, entra en casa —le repitió.
—No… tengo que revisar una serie de cosas en los establos y después me iré a casa.
—No digas tonterías. No quiero que te quedes dormido en el coche y te estrelles. ¿Quieres tomar un café?
—Es demasiado tarde para tomar café —sonrió y se enderezó en el asiento—. ¿Qué tal si me invitas a un vaso de agua?
—Creo que podré conseguírtelo —se apartó de la puerta para que Pedro pudiera salir.
—No puedes ocuparte tú solo de atender el nacimiento de los polluelos —le regañó Paula mientras caminaban hacia la casa—. ¿Por qué no vienen otros rancheros a ocuparse de eso?
—Ellos tienen que dirigir sus propios ranchos.
—Y tú también.
—Sí, bueno —abrió la puerta—. Pero yo tengo la sensación de que los avestruces son responsabilidad mía. Yo fui el que convenció a todo el mundo para que invirtiera en esto, hay mucha gente que depende de mí.
—Pero eso no significa que tengas que hacer tú todo el trabajo.
—Hay otros hombres que vienen por las mañanas.
—¿Y qué me dices de las noches?
Pedro se limitó a encogerse de hombros.
—Pedro, tú no puedes continuar así.
—Paula —se volvió para mirarla a los ojos—. No tenemos dinero. Ninguno de nosotros puede pagar a nadie para que se ocupe de este trabajo. Y no hay nada más que hablar.
Al advertir la determinación de su mirada, Paula comprendió lo que estaba pasando allí. Los otros rancheros no podían invertir ni el tiempo ni el dinero que requería el negocio de los avestruces. De modo que Pedro estaba poniendo en juego todo lo que tenía para suplir aquellas carencias. Y para salvar su orgullo, no quería que nadie supiera lo que estaba haciendo.
¿Qué mujer no se enamoraría de un hombre como ese? ¿Qué mujer no estaría dispuesta a arrojarse a sus brazos?
Se volvió estremecida para dirigirse a la cocina.
Tenía que tener mucho cuidado. Sólo conocía a Pedro desde hacía un par de meses. Y París había sido su sueño durante años. Todavía no estaba preparada para
sacrificarlo.
Cuando regresó al cuarto de estar con el vaso de agua, encontró a Pedro observando su maniquí.
—¿Este es uno de los modelos que tienes que enviar?
Paula asintió.
—Se supone que representa el crepúsculo, el momento en el que el sol se oculta y empiezan a aparecer las primeras estrellas —señaló el corpiño—. Las estrellas irán allí —sacó un aparato muy parecido al que utilizaban para poner el chip a los avestruces—. Mira, voy a ponerlas con esto.
—Humm. ¿Puedo ver cómo funciona?
Paula tomó uno de los cristales austriacos que se había llevado de Nueva York, lo introdujo en el aparato y lo colocó en el corpiño.
—Mira, ésta es la estrella del atardecer.
—¿Alguna vez le has pedido un deseo a esa estrella? —quiso saber Pedro.
—Sí, alguna vez.
—¿Y te ha concedido alguno de tus deseos?
Paula no se atrevía a mirarlo a los ojos.
—Todavía no.
Pedro permaneció en silencio durante algunos segundos y después, le acarició la mejilla.
—Yo quiero que se cumplan tus deseos, Paula. Así que sigue trabajando en lo tuyo y no te preocupes por los avestruces.
—No estoy preocupada por los avestruces. Estoy preocupada por ti.
—Yo estaré bien.
—Busca a alguien que te ayude, Pedro.
—De acuerdo.
Durante todo el camino de vuelta a Chaves, Paula estuvo reflexionando sobre la conversación que había mantenido con la madre de Pedro. Aquella mujer estaba intentando decirle algo, pero Paula no tenía idea de lo que podía ser.
Al llegar a su casa, descubrió con sorpresa y placer que estaba allí el jeep de Pedro, aparcado frente al criadero de avestruces.
Paula aparcó la camioneta, y fue rápidamente a buscarlo. Lo encontró limpiando la jaula de los polluelos.
—Chico, me alegro de verte.
Pedro le devolvió la sonrisa, pero no sin cierta reserva.
—He ido a buscarte a tu casa.
—¿Sí? ¿Y por qué?
A Paula le sorprendió constatar la pérdida de su antigua camaradería. Era evidente que tenía algo que ver con el hecho de que la hubieran elegido como finalista, pero no conseguía comprender la relación que había entre los dos acontecimientos.
—Tenemos que hablar sobre lo que vamos a hacer con los polluelos —comentó Paula.
—Sí, los polluelos requieren nuevas atenciones, y además creo que hay otro a punto de salir del cascarón. He estado hablando con el criador que nos vendió a los adultos, y me ha dicho que un noventa por ciento de los polluelos rompen el cascarón por la noche.
—Oh, genial —lo último que necesitaba Paula era pasar más noches en vela—.Pedro, quiero hablar contigo.
—Bien —comentó él mientras cerraba un bote de desinfectante—. Yo quiero enseñarte a cuidar a los polluelos.
Paula abrió la boca para protestar, pero no lo hizo.
—La limpieza es lo más importante, sobre todo cuando estén en el corral al aire libre. Hay que evitar que se coman sus propios excrementos.
Paula arrugó la nariz.
—Alguien tendrá que ocuparse de estar pendiente de ellos al mediodía. ¿Crees que podrás hacerlo tú? —le dirigió una mirada claramente desafiante.
—No —contestó Paula—. Pedro, sólo tengo tres semanas para preparar los diseños que tengo que enviar a París, y todavía no he empezado a hacer nada. De hecho, voy a tener que ir a Nueva York para ver tejidos y contrastar mis ideas — acababa de decidirlo en ese momento. Necesitaba algunas telas que sólo podía conseguir en Nueva York,
—Ya entiendo —se volvió hacia los polluelos, dándole la espalda a Paula.
Aquella actitud la molestó profundamente.
—Pues a mí me parece que no lo entiendes en absoluto. Yo pensaba que te alegrarías por mí, pero es evidente que no. Y me duele, Pedro. Yo creía que éramos amigos.
Pedro se volvió y Paula se estremeció al advertir la frialdad de su mirada.
—Yo pensaba que éramos más que amigos.
Y Paula debería haberse dado cuenta de ello. De hecho, tenía que reconocer que aunque no hubiera querido admitirlo, ella también sabía que eran más que amigos.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Ella no quería que fueran más que amigos.
Por mucho que lo deseara, sabía que no podían ser nada más.
—Paula —Pedro suavizó su expresión y le dirigió una mirada cargada de cariño.
—No —susurró Paula sacudiendo la cabeza. Eso era lo que había estado intentando decirle la madre de Pedro: su hijo estaba enamorado de ella.
—Paula, nada ha cambiado. Yo…
—¡Claro que ha cambiado todo! Tú ya no quieres que vaya a París —esperaba que lo negara. Aunque no le hubiera creído, esperaba que al menos intentara negarlo.
—Supongo que había llegado a pensar que ya no querías ir a París.
Sin darse cuenta, Pedro acababa de sacar a la luz los temores secretos de su amiga. Paula temía enamorarse de Pedro porque entonces no querría ir a París para no
alejarse de él.
Y ella quería ir a París. Tenía que hacerlo.
Se llevó la mano a los labios, temiendo que escapara alguna palabra equivocada de sus labios, temiendo confesar que ella también lo amaba.
Pedro debió adivinar algo en su mirada porque sonrió.
—Paula —se acercó hacia ella.
Pero la joven, presa de un pánico irracional, dio media vuelta y salió corriendo de los criaderos para distanciarse todo lo posible del ranchero que tanto la amaba.
Cuando se despertó tardó algunos segundos en acordase de dónde estaba. No tardó en recordarlo, y al ver la luz del atardecer que iluminaba la habitación gimió desesperada.
Había perdido todo un día… y todavía no sabía cuánto tiempo tenía para enviar los diseños a París.
Se sentó bruscamente y volvió a gemir, tenía el cuello destrozado. Se inclinó hacia delante mientras se lo frotaba y sus ojos se clavaron en el sobre que había dejado al lado del sofá. Volvió a sacar la carta y la leyó.
—¡El veinte de agosto! —faltaba menos de un mes. La carta había tardado más de dos semanas en llegar hasta Chaves. Dos preciosas semanas—. Pero no importa, puedo hacerlo —se dijo en voz alta.
Y empezaría inmediatamente. Su estómago protestó. Bueno, se dijo, empezaría en cuanto comiera algo.
Estuvo trabajando hasta bien entrada la noche y hasta que no se decidió a acostarse, no se acordó de la existencia de los avestruces.
De pronto se dio cuenta de que no sabía si habían comido aquella noche, y tampoco lo que debía de hacer con los polluelos.
Minutos después, volvía a encontrarse por segunda noche consecutiva en los criaderos a altas horas de la madrugada.
Había estado alguien allí antes que ella, porque habían cambiado a los polluelos de sitio y había dos huevos más en la incubadora.
Paula dio por sentado que los avestruces más viejos ya habrían comido, porque parecían tranquilos, pero esperaba que no hubiera sido Pedro quien hubiera ido a alimentarlos. Le dolería que hubiera capaz de llegar hasta Chaves y se hubiera marchado sin verla.
Al día siguiente por la tarde, Paula todavía no había vuelto a verlo, y se preguntaba si iría alguien o no a alimentar a los pájaros. Además, todavía no le había explicado nadie lo que tenían que comer los recién nacidos.
Decidió acercarse a los establos, pero antes de llegar se detuvo. Si Pedro no quería ir a verla, no había ninguna razón para que ella no fuera a verlo a él, se dijo decidida.
Y antes de que tuviera tiempo de arrepentirse, volvió hacia la casa. Hacía un calor sofocante, así que se puso unos pantalones cortos de seda que ella misma había diseñado, que iban conjuntados con una camisa corta de fondo blanco y un estampado de cerezas, atada por encima del ombligo.
Se pintó los labios, agarró el bolso y las llaves y se dirigió hacia la camioneta.
En cuanto atravesó el arco de entrada de Alfonso Rose, empezó a ponerse nerviosa. Su resentimiento inicial había desaparecido, y estaba empezando a sospechar que se estaba comportando de una forma infantil. Se había sentido molesta porque Pedro no se había vuelto loco con la noticia, pero, en realidad, tampoco había ganado nada todavía.
Observó el rancho y pensó en lo enorme que era. Era lógico que teniendo tantas preocupaciones Pedro no le diera demasiada importancia al hecho de que Paula quedara como finalista en un concurso del que él probablemente ni siquiera había oído hablar.
Pero aun así, a ella le dolía.
Pasó por delante de la casa del rancho y dejó el coche en la zona de aparcamiento que había frente a las oficinas. El jeep de Pedro no estaba, pero decidió entrar en cualquier caso.
Encontró a la secretaria hablando con la madre de Pedro.
Ambas mujeres se interrumpieron y se volvieron hacia Paula, que permaneció vacilante en el marco de la puerta.
—Paula, me alegro de volver a verte —la señora Alfonso se acercó hasta ella y le tendió la mano.
Paula había conocido a la madre de Pedro el día que ésta había ido a tomar café a Chaves. Le estrechó la mano, arrepintiéndose mientras lo hacía del modelo que había elegido. Temía parecer demasiado provocadora.
—¿Has venido a ver a Pedro? —Le preguntó la señora Alfonso—. Me temo que no está aquí.
—Necesito hablar con él de los avestruces.
—¿Ha ocurrido algo malo?
—Necesito hablar con alguien sobre el horario de alimentación de los polluelos. ¿Sabes si va a pasarse alguien por Chaves esta tarde?
La señora Alfonso la miró y sonrió.
—Vivi —le dijo a la recepcionista—. Voy charlar un rato con Paula en casa. Si alguien pregunta por nosotras, estaremos allí.
No nombró a Pedro, pero Paula sospechaba que estaba hablando de él.
—¿Qué tal van las cosas por Chaves? —le preguntó la señora Alfonso mientras recorrían la corta distancia que separaba las oficinas de la casa.
—¿Te ha contado Pedro que ya han nacido un par de polluelos?
—Oh, sí —la señora Alfonso pareció vacilar, pero inmediatamente continuó—. Pero Pedro no parecía tan contento como cabría esperar —le dirigió a Paula una mirada interrogante.
—Probablemente estaba agotado. Nos pasamos toda la noche en el criadero, y uno de los polluelos tuvo problemas.
—Ya veo.
Entraron en la casa del rancho y Paula miró con curiosidad a su alrededor.
—¿Te gusta esta vieja casa? —le preguntó la señora Alfonso, al ver que Paula se quedaba mirando a su alrededor extasiada.
—Es preciosa. No era en absoluto lo que me esperaba.
—¿Y qué te esperabas?
—Oh, suelos antiguos, cabezas de toros disecadas, una vieja chimenea… ese tipo de cosas.
La madre de Pedro soltó una carcajada.
—No, aquí no tenemos cabezas de toros disecadas —frunció el ceño—. Pero, desgraciadamente, el padre de Pedro insistió en colgar algunas cabezas de ciervo en su estudio.
Ambas se echaron a reír y la señora Alfonso le ofreció a Paula una taza de té.
Se sentaron en una mesa situada en un rincón de la cocina.
—Esta es la parte que más me gusta de la casa —le confió la señora Alfonso—. Me siento aquí todas las mañanas a atender cuestiones de papeleo y a leer y contestar la correspondencia —dio un sorbo a su té y cambió bruscamente de tema—. Dime, ¿todavía estás pensando en ir a París cuando pase un año?
Paula estuvo a punto de atragantarse.
—Posiblemente tenga una oportunidad de irme —le habló a la madre de Pedro de la carta que había recibido.
—¿Cuándo te ha llegado esa carta?
—Ayer por la mañana. Me la dejaron en la puerta de casa.
—¿Esa fue la misma mañana que nacieron los polluelos?
—Sí —contestó Paula, y la señora Alfonso asintió como si acabara de encontrar la pieza de un rompecabezas que llevara tiempo buscando.
—No me extraña que Pedro estuviera tan poco entusiasmado.
—¿Qué quieres decir?
—¿No te lo imaginas?
Paula negó con la cabeza.
—No voy a marcharme antes de que termine el año. Ya le di a Pedro mi palabra.
—Lo sé —le dirigió una sonrisa—. Pero también sé que terminarás marchándote.
—Por supuesto —jamás le había dicho a nadie lo contrario—. Yo no estoy preparada para la vida en el rancho.
—Pues Pedro me ha comentado que le has servido de gran ayuda.
—Sólo le he estado dando de comer a los avestruces una vez al día, pero hasta eso voy a tener que dejar de hacerlo ahora que tengo que centrarme en mis diseños.
De eso era de lo que quería hablar con Pedro, pero todavía no he conseguido verlo.
—Tengo la sensación de que pronto te hará una visita.
—Paula, ¿qué ha pasado? —Pedro la estrechó contra él.
—¡Me han elegido finalista! —se secó rápidamente las lágrimas, para poder leer el resto de la carta.
Después de felicitarla, el jurado de la Academia le pedía que presentara tres trajes. Un modelo de día, otro de noche y otro a su elección.
—Puedo hacerlo —miró a Pedro, que había estado leyendo por encima de su hombro—. De hecho, debería haberme imaginado ya el tipo de diseños que me iban a pedir —se volvió y abrazó a Pedro con fuerza—. ¡Voy a ir a París! —quería gritar, cantar, ponerse a bailar de alegría. Aquélla era su gran oportunidad.
—Felicidades —dijo Pedro en el tono más falso que la joven había oído en su vida.
—¿No te alegras por mí?
—Por su puesto que me alegro —le dio un beso en la mejilla, pero sus labios estaban fríos—. Por fin has conseguido tu sueño.
—Sí. Eso es —no entendía qué diablos le pasaba a Pedro. Por mucho que intentara disimularlo, era evidente que no le hacía ninguna ilusión que la hubieran elegido finalista.
—¿Cuándo tienes que ir a París?
—Todavía no he sido seleccionada, pero cuando lo sea, la fecha exacta la determina el diseñador que patrocina mi beca. En cualquier caso, no me iré antes de la próxima primavera.
Esperaba que aquella información lo tranquilizara, pero Pedro se limitó a asentir fríamente con la cabeza.
—Escucha, creo que no me voy a quedar a desayunar. Tengo otras cosas que hacer en mi casa.
—¿Estás seguro? —Paula lo agarró del brazo—. No voy a tardar nada, de verdad. Ahora ya sé cocinar.
Pedro sonrió, y en aquella ocasión sinceramente.
—No, de verdad. Estoy agotado. Pero volveré más tarde.
Levantó la mano a modo de despedida y se dirigió hacia el jeep. Se metió en el coche y se marchó sin dirigirle una sola mirada.
¿Qué lo habría molestado?, se preguntó Paula mientras se metía en casa. No conseguía explicarse su actitud.
Ella se había alegrado por él con el nacimiento de los avestruces. Había pasado toda la noche a su lado, ayudándolo en cuanto había necesitado y en ningún momento se había quejado. Al contrario, había disfrutado como nunca al verlo tan emocionado.
Y de pronto se encontraba ella con una buena noticia, y Pedro era incapaz de alegrarse.
Paula se dejó caer en el sofá y cerró los ojos. Estaba agotado, claro, ese era el problema. Habían pasado la noche en vela y estaba cansado. En cuanto durmiera un poco, cambiaría de actitud.
Después de haber encontrado aquella explicación,Paula consiguió relajarse un poco. Decidió dormir unos cuantos minutos y ponerse a preparar los diseños para la Academia en cuanto se levantara. Pero, de momento, iba a dormir un poco…