domingo, 21 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 21




Cuando se despertó tardó algunos segundos en acordase de dónde estaba. No tardó en recordarlo, y al ver la luz del atardecer que iluminaba la habitación gimió desesperada. 


Había perdido todo un día… y todavía no sabía cuánto tiempo tenía para enviar los diseños a París.


Se sentó bruscamente y volvió a gemir, tenía el cuello destrozado. Se inclinó hacia delante mientras se lo frotaba y sus ojos se clavaron en el sobre que había dejado al lado del sofá. Volvió a sacar la carta y la leyó.


—¡El veinte de agosto! —faltaba menos de un mes. La carta había tardado más de dos semanas en llegar hasta Chaves. Dos preciosas semanas—. Pero no importa, puedo hacerlo —se dijo en voz alta.


Y empezaría inmediatamente. Su estómago protestó. Bueno, se dijo, empezaría en cuanto comiera algo.


Estuvo trabajando hasta bien entrada la noche y hasta que no se decidió a acostarse, no se acordó de la existencia de los avestruces.


De pronto se dio cuenta de que no sabía si habían comido aquella noche, y tampoco lo que debía de hacer con los polluelos.


Minutos después, volvía a encontrarse por segunda noche consecutiva en los criaderos a altas horas de la madrugada.


Había estado alguien allí antes que ella, porque habían cambiado a los polluelos de sitio y había dos huevos más en la incubadora.


Paula dio por sentado que los avestruces más viejos ya habrían comido, porque parecían tranquilos, pero esperaba que no hubiera sido Pedro quien hubiera ido a alimentarlos. Le dolería que hubiera capaz de llegar hasta Chaves y se hubiera marchado sin verla.


Al día siguiente por la tarde, Paula todavía no había vuelto a verlo, y se preguntaba si iría alguien o no a alimentar a los pájaros. Además, todavía no le había explicado nadie lo que tenían que comer los recién nacidos.


Decidió acercarse a los establos, pero antes de llegar se detuvo. Si Pedro no quería ir a verla, no había ninguna razón para que ella no fuera a verlo a él, se dijo decidida.


Y antes de que tuviera tiempo de arrepentirse, volvió hacia la casa. Hacía un calor sofocante, así que se puso unos pantalones cortos de seda que ella misma había diseñado, que iban conjuntados con una camisa corta de fondo blanco y un estampado de cerezas, atada por encima del ombligo. 


Se pintó los labios, agarró el bolso y las llaves y se dirigió hacia la camioneta.


En cuanto atravesó el arco de entrada de Alfonso Rose, empezó a ponerse nerviosa. Su resentimiento inicial había desaparecido, y estaba empezando a sospechar que se estaba comportando de una forma infantil. Se había sentido molesta porque Pedro no se había vuelto loco con la noticia, pero, en realidad, tampoco había ganado nada todavía.


Observó el rancho y pensó en lo enorme que era. Era lógico que teniendo tantas preocupaciones Pedro no le diera demasiada importancia al hecho de que Paula quedara como finalista en un concurso del que él probablemente ni siquiera había oído hablar.


Pero aun así, a ella le dolía.


Pasó por delante de la casa del rancho y dejó el coche en la zona de aparcamiento que había frente a las oficinas. El jeep de Pedro no estaba, pero decidió entrar en cualquier caso.


Encontró a la secretaria hablando con la madre de Pedro


Ambas mujeres se interrumpieron y se volvieron hacia Paula, que permaneció vacilante en el marco de la puerta.


—Paula, me alegro de volver a verte —la señora Alfonso se acercó hasta ella y le tendió la mano.


Paula había conocido a la madre de Pedro el día que ésta había ido a tomar café a Chaves. Le estrechó la mano, arrepintiéndose mientras lo hacía del modelo que había elegido. Temía parecer demasiado provocadora.


—¿Has venido a ver a Pedro? —Le preguntó la señora Alfonso—. Me temo que no está aquí.


—Necesito hablar con él de los avestruces.


—¿Ha ocurrido algo malo?


—Necesito hablar con alguien sobre el horario de alimentación de los polluelos. ¿Sabes si va a pasarse alguien por Chaves esta tarde?


La señora Alfonso la miró y sonrió.


—Vivi —le dijo a la recepcionista—. Voy charlar un rato con Paula en casa. Si alguien pregunta por nosotras, estaremos allí.


No nombró a Pedro, pero Paula sospechaba que estaba hablando de él.


—¿Qué tal van las cosas por Chaves? —le preguntó la señora Alfonso mientras recorrían la corta distancia que separaba las oficinas de la casa.


—¿Te ha contado Pedro que ya han nacido un par de polluelos?


—Oh, sí —la señora Alfonso pareció vacilar, pero inmediatamente continuó—. Pero Pedro no parecía tan contento como cabría esperar —le dirigió a Paula una mirada interrogante.


—Probablemente estaba agotado. Nos pasamos toda la noche en el criadero, y uno de los polluelos tuvo problemas.


—Ya veo.


Entraron en la casa del rancho y Paula miró con curiosidad a su alrededor.


—¿Te gusta esta vieja casa? —le preguntó la señora Alfonso, al ver que Paula se quedaba mirando a su alrededor extasiada.


—Es preciosa. No era en absoluto lo que me esperaba.


—¿Y qué te esperabas?


—Oh, suelos antiguos, cabezas de toros disecadas, una vieja chimenea… ese tipo de cosas.


La madre de Pedro soltó una carcajada.


—No, aquí no tenemos cabezas de toros disecadas —frunció el ceño—. Pero, desgraciadamente, el padre de Pedro insistió en colgar algunas cabezas de ciervo en su estudio.


Ambas se echaron a reír y la señora Alfonso le ofreció a Paula una taza de té.


Se sentaron en una mesa situada en un rincón de la cocina.


—Esta es la parte que más me gusta de la casa —le confió la señora Alfonso—. Me siento aquí todas las mañanas a atender cuestiones de papeleo y a leer y contestar la correspondencia —dio un sorbo a su té y cambió bruscamente de tema—. Dime, ¿todavía estás pensando en ir a París cuando pase un año?


Paula estuvo a punto de atragantarse.


—Posiblemente tenga una oportunidad de irme —le habló a la madre de Pedro de la carta que había recibido.


—¿Cuándo te ha llegado esa carta?


—Ayer por la mañana. Me la dejaron en la puerta de casa.


—¿Esa fue la misma mañana que nacieron los polluelos?


—Sí —contestó Paula, y la señora Alfonso asintió como si acabara de encontrar la pieza de un rompecabezas que llevara tiempo buscando.


—No me extraña que Pedro estuviera tan poco entusiasmado.


—¿Qué quieres decir?


—¿No te lo imaginas?


Paula negó con la cabeza.


—No voy a marcharme antes de que termine el año. Ya le di a Pedro mi palabra.


—Lo sé —le dirigió una sonrisa—. Pero también sé que terminarás marchándote.


—Por supuesto —jamás le había dicho a nadie lo contrario—. Yo no estoy preparada para la vida en el rancho.


—Pues Pedro me ha comentado que le has servido de gran ayuda.


—Sólo le he estado dando de comer a los avestruces una vez al día, pero hasta eso voy a tener que dejar de hacerlo ahora que tengo que centrarme en mis diseños.
De eso era de lo que quería hablar con Pedro, pero todavía no he conseguido verlo.


—Tengo la sensación de que pronto te hará una visita.





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