domingo, 21 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 23




Nueva York había perdido la magia para Paula. Había llegado un miércoles y se había pasado dos días comprando. Se había quedado con Audrey a la que por
cierto habían entusiasmado los nuevos modelos diseñados por la joven.


—La vida en el rancho te sienta estupendamente, querida —le dijo Audrey—. Estos diseños son fabulosos. Espero que no te olvides de mí cuando te hagas famosa, ¿eh?


—Por supuesto que no. ¿De verdad que te gustan? —estaban en el taller de la boutique de Audrey y Paula le estaba mostrando los cuatro diseños que había decidido enviar a la Academia.


—Paula, estos son tus mejores trabajos. Elegantes y muy originales. Nunca has hecho nada mejor. Parece que por fin has encontrado tu estilo —comentó Audrey, maravillada.


—Lo sé —respondió Paula. Había necesitado la soledad de Chaves para descubrir su propio estilo.


—¿Crees que podrás terminarlos a tiempo?


—Tendré que hacerlo, ¿no?



***


En cuanto regresó a Chaves, se dedicó a trabajar con todas sus fuerzas.


Trabajaba hasta que llegaba el momento de meterse en la cama, y en cuanto se levantaba, iba directa a la máquina de coser.


Pero ni siquiera con aquel volumen de trabajo conseguía apartar a Pedro de su mente. Recordaba una y otra vez el momento en el que le había dicho que pensaba que eran algo más que amigos… y el momento en el que ella había comprendido que tenía razón.


Se acercaba la fecha de entregar los modelos. Aquella noche, había colocado en el maniquí el vestido de noche y la joven estaba sentada en el suelo, escuchando la radio mientras prendía el modelo con alfileres cuando escuchó:


—Se ha desatado una fuerte tormenta en la Costa del Golfo que afectará a las zonas comprendidas entre Freeport y Corpus Christi.


—Al menos no tendré que preocuparme por eso —se dijo en voz alta, mientras se levantaba. Eran cerca de las once de la noche y no sabía si irse a dormir o empezar ya a coser el dobladillo del vestido. Sólo le quedaban ocho días para entregar el trabajo.


Se asomó a la ventana. La luna llena iluminaba el camino de entrada a la casa en el que, por primera vez desde hacía días, descubrió el jeep de Pedro.


Probablemente estaría en los criaderos. Y, sin pensarlo dos veces, corrió hacia la puerta para ir a buscarlo.


Sabía que no era una decisión inteligente, pero no podía estar más tiempo sin verlo después de la forma en que se habían separado la última vez.


Las luces del criadero estaban encendidas, pero allí no había nadie.


—¿Pedro? —lo llamó, pero no obtuvo respuesta.


En uno de los criaderos, descubrió un polluelo tumbado en medio de los restos del huevo del que parecía acabar de salir.


—Oh, pobrecito, ¿Pedro, dónde estás? —volvió a preguntar.


Pero la única respuesta que recibió fue la de los polluelos, que empezaron a piar a coro.


—No, no es la hora de la comida, muchachos —sin embargo, les arrojó un puñado de pienso. Tras cerrar el saco, miró hacia la puerta. ¿Dónde estaría Pedro?


Mientras lo esperaba, decidió bañar al polluelo recién nacido. 


Después de lavarse las manos con jabón desinfectante, preparó un baño caliente para el polluelo.


Cuando terminó con él, salió a ver si todavía estaba fuera el jeep de Pedro.


Sí, todavía estaba allí. Y había alguien dentro. Se acercó y descubrió a Pedro durmiendo en el interior. La ventanilla estaba abierta, y con la sensación de estar reviviendo una escena del pasado, le sacudió suavemente el hombro. Al igual que había ocurrido la vez anterior, Pedro no se despertó.


Pero Paula no iba a volver a despertarlo con un beso.


—¡Pedro!


El vaquero gimió.


—El polluelo está estupendamente. Quédate a dormir en mi casa.


—¿Paula?


—Sí, aquí estoy.


Pedro se frotó los ojos.


—Me he quedado dormido.


—Lo sé, ven a casa.


Pedro la miró como si quisiera asegurarse de que estaba despierto.


—Estaba controlando un huevo.


—El polluelo ya ha nacido. Ven, entra en casa —le repitió.


—No… tengo que revisar una serie de cosas en los establos y después me iré a casa.


—No digas tonterías. No quiero que te quedes dormido en el coche y te estrelles. ¿Quieres tomar un café?


—Es demasiado tarde para tomar café —sonrió y se enderezó en el asiento—. ¿Qué tal si me invitas a un vaso de agua?


—Creo que podré conseguírtelo —se apartó de la puerta para que Pedro pudiera salir.


—No puedes ocuparte tú solo de atender el nacimiento de los polluelos —le regañó Paula mientras caminaban hacia la casa—. ¿Por qué no vienen otros rancheros a ocuparse de eso?


—Ellos tienen que dirigir sus propios ranchos.


—Y tú también.


—Sí, bueno —abrió la puerta—. Pero yo tengo la sensación de que los avestruces son responsabilidad mía. Yo fui el que convenció a todo el mundo para que invirtiera en esto, hay mucha gente que depende de mí.


—Pero eso no significa que tengas que hacer tú todo el trabajo.


—Hay otros hombres que vienen por las mañanas.


—¿Y qué me dices de las noches?


Pedro se limitó a encogerse de hombros.


Pedro, tú no puedes continuar así.


—Paula —se volvió para mirarla a los ojos—. No tenemos dinero. Ninguno de nosotros puede pagar a nadie para que se ocupe de este trabajo. Y no hay nada más que hablar.


Al advertir la determinación de su mirada, Paula comprendió lo que estaba pasando allí. Los otros rancheros no podían invertir ni el tiempo ni el dinero que requería el negocio de los avestruces. De modo que Pedro estaba poniendo en juego todo lo que tenía para suplir aquellas carencias. Y para salvar su orgullo, no quería que nadie supiera lo que estaba haciendo.


¿Qué mujer no se enamoraría de un hombre como ese? ¿Qué mujer no estaría dispuesta a arrojarse a sus brazos?


Se volvió estremecida para dirigirse a la cocina.


Tenía que tener mucho cuidado. Sólo conocía a Pedro desde hacía un par de meses. Y París había sido su sueño durante años. Todavía no estaba preparada para
sacrificarlo.


Cuando regresó al cuarto de estar con el vaso de agua, encontró a Pedro observando su maniquí.


—¿Este es uno de los modelos que tienes que enviar?


Paula asintió.


—Se supone que representa el crepúsculo, el momento en el que el sol se oculta y empiezan a aparecer las primeras estrellas —señaló el corpiño—. Las estrellas irán allí —sacó un aparato muy parecido al que utilizaban para poner el chip a los avestruces—. Mira, voy a ponerlas con esto.


—Humm. ¿Puedo ver cómo funciona?


Paula tomó uno de los cristales austriacos que se había llevado de Nueva York, lo introdujo en el aparato y lo colocó en el corpiño.


—Mira, ésta es la estrella del atardecer.


—¿Alguna vez le has pedido un deseo a esa estrella? —quiso saber Pedro.


—Sí, alguna vez.


—¿Y te ha concedido alguno de tus deseos?


Paula no se atrevía a mirarlo a los ojos.


—Todavía no.


Pedro permaneció en silencio durante algunos segundos y después, le acarició la mejilla.


—Yo quiero que se cumplan tus deseos, Paula. Así que sigue trabajando en lo tuyo y no te preocupes por los avestruces.


—No estoy preocupada por los avestruces. Estoy preocupada por ti.


—Yo estaré bien.


—Busca a alguien que te ayude, Pedro.


—De acuerdo.





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