domingo, 17 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 24






Paula nunca habría imaginado que a Pedro le pudiera gustar un acto como el festival de arte de Coconut Grove. A decir verdad, tampoco esperaba que le gustara a ella. Suponía que todo estaría lleno de coches, que habría demasiada gente y que las supuestas obras de arte serían poco menos que basura.


Sin embargo, se equivocó en todos los aspectos. Y Pedro parecía encantado de llevarla de un sitio a otro, tan feliz como un niño en una pastelería.


–Mira, Pau –le dijo en un determinado momento–. Tienes que ver esto.


Paula miró los cuadros que Pedro le señaló. Eran paisajes de los cañaverales de Florida, que expresaban bastante bien su enorme extensión, pero no su majestuosidad.


–Lo siento. No me gustan –dijo en voz baja, para que el autor no la oyera.


–¿Por qué no?


–Porque carecen de emoción. El lugar que ha pintado es extraordinariamente especial, pero en sus cuadros parece común y corriente.


Pedro los observó con más detenimiento.


–Pues es verdad. Tienes buen ojo con el arte…


Ella abrió la boca para hablar, pero él le puso un dedo en los labios.


–No te atrevas a decir que es una simple cuestión de gustos –le advirtió Pedro.


Ella rio.


–No iba a decir eso. Iba a decir que, durante años, escribí una columna de arte para el periódico de mi universidad.


–Ah…


La contención de Pedro solo duró medio minuto más, hasta que se quedó encantado con otra cosa. Esta vez, eran joyas artesanales.


–¿Te gustan? –le preguntó.


–Sí, me gustan mucho.


Paula fue sincera. Eran joyas que, normalmente, le habrían llamado la atención. Pero lo dijo con desinterés, porque estaba pensando en otra cosa.


–Si ni siquiera las estás mirando… 


–¿Dónde están los chicos?


–Al otro lado de la calle, un poco más abajo.


Ella se giró, los miró y los contó para estar segura de que estaban todos.


–No se van a perder, Pau. Te lo prometo.


–Está bien… Puede que esté siendo demasiado obsesiva.


–Es lógico. Es como si fueran hijos tuyos.


–Eso es cierto.


Justo entonces, los chicos se les acercaron.


–¿Podemos tomar helado? –preguntó Pablo.


–Sí, sí… –dijo Melisa, entusiasta.


Pedro miró a Joaquin y dijo:
–Sabes dónde está el puesto, ¿verdad?


–Sí.


–Entonces, llévalos a comprar un helado y asegúrate de que no se separen –Pedro le dio unos cuantos billetes–. Nos encontraremos en esa esquina, dentro de media hora.


Joaquin pareció sorprendido por el gesto de confianza de Pedro. Hasta Paula se dio cuenta, aunque el chico se apresuró a disimular su sorpresa tras su habitual expresión de enfado.


–Vamos –dijo a los demás.


Cuando ya se habían ido, Paula dijo:
–No estoy segura de que sea una buena idea. Quizá deberíamos ir con ellos.


–Oh, vamos. Joaquin necesita saber que confiamos en él.
Además, Tamara se encargará de que no pase nada.


–No puedo creer lo que estás diciendo. ¿No eras tú quien afirmaba que Joaquin no era de fiar? –preguntó.


–Sí, era yo, pero también creo que debemos hacer lo posible por ayudarlo. Además, no parece que el trabajo le esté ayudando demasiado.


–Yo no estaría tan segura de eso. Sé que disimula cuando tú estás delante, porque no quiere que sepas que te está agradecido. Pero lo conozco y sé que está cambiando para mejor. La responsabilidad le ha venido bien.


–Me temo que su sentido de la responsabilidad no ha mejorado mucho.


Ella frunció el ceño.


–¿Qué significa eso?


Pedro suspiró.


–Olvídalo. Hablaremos más tarde.


–No. Hablaremos ahora.


–Pau…


–Dímelo de una vez, Pedro. ¿Qué ocurre?


–Que ha estado faltando al trabajo.


–¿Faltando al trabajo? ¿Por qué?


–No lo sé. Teo dice que siempre le pone alguna excusa para faltar, y que no son demasiado creíbles.


–¿Has hablado con Joaquin?


–No. Está a cargo de Teo porque le prometí que no dependería de mí –contestó–. Y, francamente, no quiero intervenir en el asunto. Solo espero que, si lo despiden por culpa de su comportamiento, aprenda la lección.


–Maldita sea, Pedro… ¿Por qué no me lo habías dicho? Habría hablado con él.


–Un jefe no habla con la madre de un empleado cuando este se porta mal –alegó–. Además, no quería preocuparte.


–Pues estoy preocupada.


–Justo lo que yo pretendía evitar.


Él le puso las manos en los hombros y la obligó a mirarlo a los ojos. Estaban en mitad de una multitud, pero ella se sintió como si estuvieran solos.


Paula suspiró y se preguntó qué habría pasado si se hubieran encontrado en otra época de su vida, cuando estaba totalmente libre de responsabilidades, cuando habría podido conocerlo mejor sin las presiones que afrontaban ahora. Sin embargo, se encogió de hombros y pensó que era una pregunta sin sentido. Como había dicho Pedro en determinada ocasión, eran las cartas que les habían dado y tenían que jugar con ellas.


–No voy a permitir que nos arruinen las vacaciones, Pau. Tenemos tres días y… 


–Dos.


–Lo que tú digas. Pero dejemos el problema de Joaquin para más adelante. De momento, nos vamos a divertir y vamos a pasarlo bien.


–¿Así como así? –preguntó con escepticismo.


Los ojos de Pedro brillaron con humor.


–Así como así.


–Bueno, si tú estás a cargo, no tendré más opción que acatar tus órdenes –dijo con una sonrisa–. De momento.


–Me alegra que te muestres tan dócil… –Disfrútalo mientras dure.


–Descuida. Lo disfrutaré.


Un buen rato después, cuando ya se habían reunido con los chicos, Pedro declaró que era hora de marchase a la casa de sus amigos.


–Sí, capitán –dijo Paula con sorna.


Él se inclinó y le susurró al oído:
–Cuida tus modales. Si no muestras respeto a tu oficial superior, puedes terminar en un consejo de guerra.


–¿Y cuál sería el castigo?


Pedro le acarició un seno.


–No sé, seguro que se me ocurre algo… –dijo, aparentemente pensativo–. Ah, sí. Se me ocurren bastantes cosas. ¿Quieres que te las diga?


Ella sacudió la cabeza, sobrecogida por la intensidad de su mirada. Pedro le guiñó un ojo y llevó a los chicos hacia la furgoneta.


Cuando llegaron a su destino, Paula estaba tan desconcentrada que casi no prestó atención a la comida ni a ninguna otra cosa. Contestaba las preguntas de Lisa con respuestas que intentaban ser mínimamente racionales, pero no podía apartar los ojos del hombre que se había puesto a jugar al fútbol con todo el grupo. Hasta David, que siempre se mostraba reticente, se había sumado a ellos.


–Qué interesante… –dijo Lisa, mientras se sentaba junto a ella.


–¿Cómo? –dijo, parpadeando.


–Parece que te interesa mucho el partido.


–Hum…


–¿O solo te interesa uno de los jugadores?


–Umm…


–¡Paula! –protestó Lisa con exasperación.


–¿Qué?


–¿Qué está pasando entre Pedro y tú?


–Nada…


–Oh, vamos, me resulta difícil de creer. Es un hombre muy atractivo, y hace varias semanas que vive bajo tu techo. Seguro que ha pasado algo.


Paula guardó silencio. No tenía ninguna intención de darle explicaciones.


–Para ser psicóloga y creer en las virtudes de la comunicación, estás increíblemente callada. ¿Sabes lo frustrante que resulta? –continuó Lisa–. Aunque supongo que es buen síntoma… Pedro también se comportó de forma rara cuando estuvo en nuestra casa, hace un par de semanas. Me alegra que las cosas vayan bien entre vosotros.


–¿De qué estás hablando, Lisa?


Lisa se levantó y entró en la casa, seguida a poca distancia por Paula.


–¿No me has oído? –insistió–. ¿Qué significa eso de que las cosas van bien entre nosotros? No hay un nosotros, Lisa.


–Ya.


–Oh, vete al infierno…


Pedro, que apareció entonces, oyó la expresión de Paula y dijo:
–¿Siempre habla mal cuando se enfada?


–No lo sé –contestó Lisa–. Nunca la había visto enfadada.


–Vaya, qué interesante… –declaró él, sin apartar la vista de los ojos de Paula.


–Déjame en paz, Pedro.


Él sacudió la cabeza.


–Ven conmigo.


–¿Adónde? –preguntó con desconfianza.


–Deja de refunfuñar y ven conmigo de una vez.


Pedro la llevó hasta la furgoneta y abrió la portezuela.


–No nos podemos ir así como así –protestó ella.


–Por supuesto que podemos.


–Pero los niños…


–Estarán bien. Te recuerdo que Lisa es profesora. Está acostumbrada a enfrentarse a clases enormes.


–Aun así, me parece una descortesía por nuestra parte.


–Dudo que a nuestros amigos les parezca una descortesía. Sobre todo, porque ya he hablado con ellos.


–¿Cómo? ¿Qué les has dicho exactamente?


–Que quería estar a solas contigo.


–¿Y les ha parecido bien?


Pedro sonrió.


–Digamos que me debían un favor.


Ella sacudió la cabeza.


Pedro, no estoy preparada para esto.


–Los dos estamos más que preparados. Te lo demostraré antes de que se vaya el sol.


–Y encima, eso. Aún es de día, Pedro



–¿Y qué? ¿Tienes algo en contra de hacer el amor de día?


Paula dudó un momento.


–No sé, todo esto me parece tan calculado, tan premeditado…


–Paula, vivimos con un montón de niños. Si queremos hacer el amor, tendrá que ser algo calculado y premeditado.


–¿Y eso no te molesta? ¿No preferirías un poco de espontaneidad?


–Me contento con tenerte entre mis brazos –dijo en voz baja–. Es todo lo que importa.


Ella tragó saliva.


–Quiero besar cada centímetro de tu piel –prosiguió Pedro–. Quiero conocer tu cuerpo tan bien como el mío. Quiero que ardas de placer… Y si eso implica ser poco espontáneos, puedo vivir con ello. ¿Y tú?


–No lo sé –dijo con sinceridad.


–Pau, te prometo que, si no quieres hacer el amor conmigo cuando lleguemos a mi casa, respetaré tus deseos.


Paula lo miró a los ojos y supo que lo decía de verdad. Pedro respetaría sus deseos en cualquier caso, en todo momento.


Un segundo después, sus dudas desaparecieron tras una repentina e intensa necesidad que no había sentido nunca. 


Se llevó la mano de Pedro a los labios, besó sus nudillos y dijo con suavidad:
–Conduce deprisa, por favor.









sábado, 16 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 23




Durante el partido de baloncesto, Paula llegó a la conclusión de que, efectivamente, se había enamorado de él.


Como no entendía el juego ni le importaba en exceso, se dedicó a observar a Pedro con atención y a estudiar su forma de relacionarse con los chicos. Era alocada y algo indulgente, pero también firme. Se mostraba interesado por las cosas que le decían, pero sin llegar al halago falso. Y aunque Joaquin mantenía su actitud distante, hacía lo posible para que no se sintiera fuera de lugar. Durante la vuelta a casa, los más pequeños se quedaron dormidos. Sin embargo, David, Tamara y Pablo se dedicaron a charlar sobre el partido y sobre los planes para el día siguiente.


–Se me ha ocurrido que podríamos ir al festival de arte de Coconut Grove –dijo Pedro–. ¿Que os parece?


–¿Arte? Qué horror –se quejó Pablo.


–Es al aire libre. Habrá música y montones de comida.


–En ese caso…


–A mí me parece bien –dijo Tamara.


–Entonces, iremos. Pero tendremos que comer con Lisa y Tobias… Van a hacer una parrillada y nos han invitado.


Paula lo miró con sorpresa.


–¿Cuándo has hablado con ellos?


–A principios de semana.


–Ah…


En cuanto llegaron a la casa, los chicos desaparecieron en sus respectivas habitaciones y los dejaron a solas. Pedro la tomó entonces de la mano y se la acarició, pero se dio cuenta de que estaba extrañamente tensa.


–¿Te ocurre algo?


–No –dijo con brusquedad.


–No mientas, Paula… Ella suspiró.


–Ocurre que Lisa y Tobias son amigos míos.


Pedro la miró sin comprender nada.


–Sí, ya lo sé. Y también son amigos míos. Te recuerdo que Tobias es mi socio… ¿Se puede saber qué te pasa?


Paula sacudió la cabeza.


–Discúlpame, Pedro. Supongo que me ha molestado que hicierais planes sin consultarlo conmigo. Pero es una tontería.


Pedro la llevó al sofá y se sentó con ella.


–Has estado enferma casi toda la semana. No te quería molestar con los detalles –declaró–. Además, prefería que no participaras en nuestros planes.


–¿Por qué?


–Porque necesitas descansar. Pero, si hubieras participado en la organización del viaje, habrías incluido visitas a las librerías de Miami para comprar textos de psicología.


Ella sonrió.


–Es posible que lo haga… –dijo con tono de desafío–. Además, le he prometido a Tamara que la ayudaría a comprarse un vestido. Puede que me la lleve de tiendas cuando salgamos de la casa de Lisa y Tobias.


–De eso, nada. Las compras las dejaremos para el lunes.


–¿Para el lunes? Los chicos tienen colegio, y yo tengo que volver a la consulta.


–Los chicos no tienen colegio. El lunes es fiesta, por si no lo recordabas –observó–. Y en cuanto a ti, sé que solo tenías una cita… Pero he hablado con tu recepcionista y he conseguido que la cambie de fecha.


Paula se apartó de él, enfadada.


–Maldita sea, Pedro, no tenías derecho a hacer una cosa así. Nos marcharemos el domingo, digas lo que digas.


–Tranquilízate, Paula. ¿Por qué vamos a desperdiciar un día?


–No me voy a tranquilizar –bramó ella, fuera de sí–. Y volveremos el domingo porque lo digo yo, por eso.


Pedro rompió a reír.


–Está bien. Si insistes en que volvamos el domingo y en que los chicos se lleven un disgusto, volveremos el domingo.


Lejos de calmarla, el humor de Pedro solo sirvió para que se enfureciera más. Justo cuando necesitaba una excusa para pelearse con él, se mostraba encantador y comprensivo. Pero la necesitaba de verdad. Era la única forma de aliviar la tensión que sentía; la única forma de sacarse a Pedro de la cabeza y de dejar de pensar en sexo.


–Eres un maldito…


–Dios mío. Ya estás maldiciendo otra vez.


–¡Vete al infierno!


–Pau, te recuerdo que los chicos están cerca.


–Los chicos están en la cama.


–¿Y eso justifica tu lenguaje? –dijo con ironía–. Me sorprende tu actitud.


–Eres… eres…


–¿Encantador?


–No. Irritante.


–Pero me amas.


–Yo no te amo.


De repente, él la alcanzó, la sentó en su regazo y asaltó su boca sin más. Cuando por fin pudo recobrar el aliento, Paula abrió los ojos y lo miró.


–Mentirosa –dijo Pedro con una sonrisa.


Él la besó de nuevo y ella susurró contra sus labios:
–Que Dios me ayude si tienes razón.





DESTINO: CAPITULO 22




Paula no recordaba haberse mostrado de acuerdo en viajar a Miami. Pero el viernes por la tarde, cuando volvió a casa, descubrió que los chicos habían hecho el equipaje y la estaban esperando en el salón, tan entusiasmados que no tuvo corazón para negarse.


Tras una discusión acalorada, Pablo y Tomas se ganaron el derecho a viajar con Pedro en la camioneta. Los demás se sentaron en la furgoneta de Paula.


–¿Estás segura de que has entendido mis indicaciones? – preguntó Pedro antes de cerrar la portezuela–. No quiero que te pierdas.


–La carretera va directamente a Miami. Es imposible que me pierda.


–Está bien. Pero recuerda que, si nos separamos por culpa del tráfico y te adelanto, te esperaré en el centro comercial de Suniland, en la entrada norte –dijo–. Mi casa no es tan fácil de encontrar… Prefiero enseñarte el camino.


–¿Y qué pasa si te adelanto yo?


Pedro le guiñó un ojo.


–No me adelantarás, Paula.


Pedro se subió a la camioneta y, a continuación, los dos vehículos se pusieron en marcha.


Ya estaban en la carretera principal cuando Tamara se interesó por lo que iban a hacer en Miami. Paula se alegró de que estuviera tan contenta. Su humor había mejorado mucho durante los días anteriores, y empezaba a mostrar su natural exuberancia. Incluso le había contado lo sucedido con su novio, y el motivo por el que había llamado a Pedro en lugar de llamarla a ella.


Cada vez que lo pensaba, Paula se decía que le debía una disculpa por haberse enfadado aquella noche. Pedro se había portado muy bien con Tamara. Además, ya no tenía miedo de que la joven se hubiera encaprichado de él; entre otras cosas, porque no ocultaba su deseo de que los dos adultos acabaran juntos.


–No sé lo que piensa hacer, Tamara. La idea del viaje ha sido suya… pero estoy segura de que habrá planeado algo.


Paula se preguntó por las intenciones de Pedro y se empezó a poner nerviosa. Tenía la sospecha de que su paciencia estaba llegando al límite y de que estaba decidido a cambiar el rumbo de su relación. Pero no sabía si estaba preparada para el amor.


–Pues yo quiero ir de compras –dijo Tamara.


–Y yo –intervino Melisa.


–He estado ahorrando para comprarme un vestido nuevo – declaró la adolescente, con una timidez repentina–. ¿Me ayudarás a elegir uno, Paula? Me encanta tu forma de vestir… Tienes un estilo muy personal. No te limitas a seguir la moda, como la mayoría de la gente.


Paula sonrió, sintiéndose halagada.


–Por supuesto que sí –contestó–. Además, tengo entendido que este año se llevan los colores intensos, que van muy bien con tu color de piel. No sabes la suerte que tienes.


–Yo no quiero ir de compras –dijo David–. Quiero ver un partido de baloncesto y comerme una docena de perritos calientes.


–Y yo –dijo Melisa en el asiento de atrás.


Paula soltó una carcajada.


–¿Y qué quieres hacer tú, Joaquin?


–A mí me da igual –gruñó.


–¿No te alegra la perspectiva de viajar a Miami?


El chico se encogió de hombros.


–Ya he estado en Miami. Y no es gran cosa.


–¿Cuándo has estado en Miami? –preguntó Tamara con escepticismo.


–Hace un par de años, con unos amigos.


–Mentiroso…


–Es verdad –insistió–. Y también lo es que Miami no es tan interesante. A mí me gustan más los Cayos.


–Pues no digas eso delante de Pedro. Herirías sus sentimientos –declaró Tamara.


–Dudo que alguien pueda herir sus sentimientos –replicó–. Ese tipo es tan sensible como un bloque de cemento.


–Vamos, Joaquin… –intervino Paula con paciencia–. Pedro solo quiere que os lo paséis bien. ¿No puedes hacer un pequeño esfuerzo?


Joaquin no dijo nada. Paula suspiró y pensó que, al menos, el entusiasmo de Melisa, Tamara y David compensaban el mal humor del joven.


A pesar de sus bromas sobre la velocidad, Pedro no se alejó mucho en ningún momento. Paula acortó las distancias al ver que él tomaba la desviación que los debía llevar a Coconut Grove, y reconoció el camino porque era el mismo que había tomado cuando fue a ver a Lisa después de que se casara con Tobias.


Había algo salvaje y seductor en la densa arboleda. Paula prefería el océano y los cielos despejados de los Cayos de Florida, pero el ambiente íntimo de aquel sitio tenía un atractivo especial que aceleró su pulso. Hizo que imaginara aventuras románticas en la selva.


Pedro giró al llegar a un camino que estaba casi oculto entre los árboles. Ella tragó saliva, sintiéndose como la protagonista de una novela que estuviera a punto de llegar a la misteriosa y aislada mansión de su contraparte masculina. 


¿Qué le depararía el futuro? No tenía forma de saberlo, pero apagó el motor y se quedó sentada en el asiento, intentando recobrar la compostura, mientras los chicos se bajaban del vehículo.


Al cabo de unos segundos, oyó la voz de Pedro.


–¿Estás bien?


–Sí, muy bien –Paula salió del coche–. Los chicos querían saber qué planes tienes para el fin de semana.


–He pensado que esta noche podíamos salir de compras, cenar y ver el partido de los Miami Heat. ¿Qué te parece?


–¿No serán demasiadas cosas?


Pedro rio.


–No te preocupes. Seguro que encontramos tiempo para nosotros.


Ella se estremeció.


–No me refería a eso.


–Puede que no, pero lo encontraremos de todas formas. Y ahora, permíteme que te enseñe mi casa.


El domicilio de Pedro era espectacular, en un edificio de paredes de estuco y tejas rojas, de estilo español, con espacios amplios y grandes ventanas. Al llegar al salón, Paula se fijó en la chimenea y dijo:
–¿Una chimenea? ¿En Miami?


Pedro le dedicó una sonrisa y la miró con intensidad.


–Es lo único que me gusta de los inviernos del norte. Aquí hace bastante calor, pero algunos días se puede encender. Y, por otra parte, es de lo más romántico…


Paula se estremeció una vez más, aunque esta vez fue porque imaginaba que Pedro habría estado con muchas mujeres en esa casa. Pero Pedro adivinó lo que estaba pensando y, tras tomarla entre sus brazos, dijo:
–Tú eres la primera, Paula.


Ella lo miró con incredulidad.


–¿En serio?


–Te doy mi palabra. Sé que me tienes por una especie de mujeriego compulsivo, y es verdad que he estado con unas cuantas mujeres. Pero ninguna tan importante como para traerla a mi casa –afirmó–. Este es mi refugio personal, el lugar adonde voy cuando me quiero esconder del mundo.


Paula deseó creer sus palabras; sobre todo, cuando se inclinó sobre ella y la besó con tanta pasión que las rodillas se le doblaron.


–Te deseo con locura, Pau. Mira lo que me haces…


Pedro la tomó de la mano y se la apretó contra la entrepierna, para que su erección borrara cualquier sombra de duda. Paula quiso apartar la mano, pero no la apartó. Se sentía como la proverbial polilla atraída por el fuego.


–Vamos a estar muy bien, Pau–le prometió–. Sé que sigues teniendo miedo de nuestra relación, pero te demostraré que es un miedo injustificado. Antes de que acabe el fin de semana, serás mía.


A Paula se le volvieron a doblar las rodillas. ¿Cómo era posible que un hombre tan inadecuado para ella le gustara tanto? ¿Cómo era posible que hubiera superado sus defensas, vencido su sentido común y conquistado su corazón?


Al oír pasos, se alegró de que no estuvieran solos y se apartó de él a toda prisa, ruborizada. Pero Pedro no parecía afectado por la tensión sexual que había entre ellos. 


De hecho, se giró hacia los chicos con una expresión perfectamente tranquila.


–¿Ya habéis elegido vuestras habitaciones? –les preguntó.


–Este lugar es genial… –dijo Pablo–. Tienes que verlo, mamá. Hay docenas y docenas de habitaciones.


Pedro soltó una carcajada.


–No hay tantas como dices, pero hay suficientes para vosotros.


–Y también tiene piscina –intervino David.


–Y uno de esos jacuzzi tan románticos… –declaró Tamara.


Paula no quería saber nada de jacuzzis; especialmente, estando tan excitada ante la perspectiva de quedarse a solas con Pedro en algún momento. Así que lo miró y preguntó:
–¿No deberíamos comer algo?


Él asintió e informó a los chicos sobre sus planes para la noche. Como era de esperar, los chicos se mostraron encantados. Pero, a pesar de ser exhaustivo en su explicación, olvidó decir cuándo tenía intención de seducirla.


Naturalmente, Paula no esperaba que lo dijera delante de todos. Sin embargo, le quedó un sentimiento de anticipación erótica en el que, sorprendentemente, no había el menor asomo de miedo.


¿Qué le estaba pasando? ¿Se habría enamorado de aquel hombre?







DESTINO: CAPITULO 21




Paula se despertó por la tarde, al sentir en la almohada lo que parecía ser una cajita envuelta en papel de regalo. 


Tenía la vaga sensación de que Pedro se la había puesto en la mano, pero se había quedado dormida y no lo recordaba bien.


Cuando la miró, vio que era larga y estrecha, como las cajas de plumas y bolígrafos. Sin embargo, Paula tuvo la seguridad de que no sería una pluma, y se empezó a poner nerviosa. 


No quería que Pedro le regalara joyas. Le parecía un detalle demasiado personal, demasiado importante, demasiado íntimo. Sobre todo, en el día de San Valentín.


–¿No lo vas a abrir?


Ella se sobresaltó al oír la voz de Pedro, que acababa de llegar.


–No sé si es lo más adecuado.


–¿Por qué no?


–Porque no deberías hacerme regalos.


Los ojos de Pedro brillaron con una mezcla de sarcasmo e indignación.


–¿Ahora te preocupan mis finanzas? Te aseguro que me lo puedo permitir…


–No te hagas el tonto. Sabes de sobra que no lo he dicho por eso.


–No, por supuesto que no. Lo has dicho porque no tienes la costumbre de aceptar regalos de hombres.


–En efecto.


–Pues deberías acostumbrarte. Mereces que te hagan regalos, y yo me voy a encargar de que los recibas –dijo con determinación–. Anda, abre esa caja de una vez. De lo contrario, tendré que recordarte que aprender a recibir es tan importante como aprender a dar.


Paula pensó que tenía razón, y que quizás estaba reaccionando de forma exagerada. A fin de cuentas, solo era un regalo.


Lentamente, le quitó la cinta decorativa. Luego, con la misma calma, empezó a despegar los pequeños fragmentos de celo que cerraban el papel. Pero tardaba tanto que Pedro le quitó la cajita con frustración.


–Los regalos no se abren de ese modo –dijo–. Se abren así.


Pedro arrancó el papel con un tirón fuerte y le dio la cajita.


–Mi forma de abrir las cosas es mucho mejor –afirmó ella–. Si vas despacio, lo saboreas más.


–Pues lo siento. Yo no tengo tanta paciencia.


–Ya me había dado cuenta.


Paula abrió la cajita y soltó un suspiro ahogado al ver que contenía una delicada cadena de plata de la que colgaba un diamante con forma de corazón.


–Nunca había visto nada tan bonito…


–Me alegra que digas eso, porque ese corazón es un símbolo del mío. Y mi corazón te pertenece, Pau.


Los ojos de Paula se humedecieron.


–Oh, Pedro


–¿Te gusta?


–¿Que si me gusta? Me encanta…


Pedro lo sacó y se lo puso al cuello con delicadeza. Ella se giró y, al ver sus ojos llenos de ternura, estuvo a punto de creer en el amor.