domingo, 17 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 24






Paula nunca habría imaginado que a Pedro le pudiera gustar un acto como el festival de arte de Coconut Grove. A decir verdad, tampoco esperaba que le gustara a ella. Suponía que todo estaría lleno de coches, que habría demasiada gente y que las supuestas obras de arte serían poco menos que basura.


Sin embargo, se equivocó en todos los aspectos. Y Pedro parecía encantado de llevarla de un sitio a otro, tan feliz como un niño en una pastelería.


–Mira, Pau –le dijo en un determinado momento–. Tienes que ver esto.


Paula miró los cuadros que Pedro le señaló. Eran paisajes de los cañaverales de Florida, que expresaban bastante bien su enorme extensión, pero no su majestuosidad.


–Lo siento. No me gustan –dijo en voz baja, para que el autor no la oyera.


–¿Por qué no?


–Porque carecen de emoción. El lugar que ha pintado es extraordinariamente especial, pero en sus cuadros parece común y corriente.


Pedro los observó con más detenimiento.


–Pues es verdad. Tienes buen ojo con el arte…


Ella abrió la boca para hablar, pero él le puso un dedo en los labios.


–No te atrevas a decir que es una simple cuestión de gustos –le advirtió Pedro.


Ella rio.


–No iba a decir eso. Iba a decir que, durante años, escribí una columna de arte para el periódico de mi universidad.


–Ah…


La contención de Pedro solo duró medio minuto más, hasta que se quedó encantado con otra cosa. Esta vez, eran joyas artesanales.


–¿Te gustan? –le preguntó.


–Sí, me gustan mucho.


Paula fue sincera. Eran joyas que, normalmente, le habrían llamado la atención. Pero lo dijo con desinterés, porque estaba pensando en otra cosa.


–Si ni siquiera las estás mirando… 


–¿Dónde están los chicos?


–Al otro lado de la calle, un poco más abajo.


Ella se giró, los miró y los contó para estar segura de que estaban todos.


–No se van a perder, Pau. Te lo prometo.


–Está bien… Puede que esté siendo demasiado obsesiva.


–Es lógico. Es como si fueran hijos tuyos.


–Eso es cierto.


Justo entonces, los chicos se les acercaron.


–¿Podemos tomar helado? –preguntó Pablo.


–Sí, sí… –dijo Melisa, entusiasta.


Pedro miró a Joaquin y dijo:
–Sabes dónde está el puesto, ¿verdad?


–Sí.


–Entonces, llévalos a comprar un helado y asegúrate de que no se separen –Pedro le dio unos cuantos billetes–. Nos encontraremos en esa esquina, dentro de media hora.


Joaquin pareció sorprendido por el gesto de confianza de Pedro. Hasta Paula se dio cuenta, aunque el chico se apresuró a disimular su sorpresa tras su habitual expresión de enfado.


–Vamos –dijo a los demás.


Cuando ya se habían ido, Paula dijo:
–No estoy segura de que sea una buena idea. Quizá deberíamos ir con ellos.


–Oh, vamos. Joaquin necesita saber que confiamos en él.
Además, Tamara se encargará de que no pase nada.


–No puedo creer lo que estás diciendo. ¿No eras tú quien afirmaba que Joaquin no era de fiar? –preguntó.


–Sí, era yo, pero también creo que debemos hacer lo posible por ayudarlo. Además, no parece que el trabajo le esté ayudando demasiado.


–Yo no estaría tan segura de eso. Sé que disimula cuando tú estás delante, porque no quiere que sepas que te está agradecido. Pero lo conozco y sé que está cambiando para mejor. La responsabilidad le ha venido bien.


–Me temo que su sentido de la responsabilidad no ha mejorado mucho.


Ella frunció el ceño.


–¿Qué significa eso?


Pedro suspiró.


–Olvídalo. Hablaremos más tarde.


–No. Hablaremos ahora.


–Pau…


–Dímelo de una vez, Pedro. ¿Qué ocurre?


–Que ha estado faltando al trabajo.


–¿Faltando al trabajo? ¿Por qué?


–No lo sé. Teo dice que siempre le pone alguna excusa para faltar, y que no son demasiado creíbles.


–¿Has hablado con Joaquin?


–No. Está a cargo de Teo porque le prometí que no dependería de mí –contestó–. Y, francamente, no quiero intervenir en el asunto. Solo espero que, si lo despiden por culpa de su comportamiento, aprenda la lección.


–Maldita sea, Pedro… ¿Por qué no me lo habías dicho? Habría hablado con él.


–Un jefe no habla con la madre de un empleado cuando este se porta mal –alegó–. Además, no quería preocuparte.


–Pues estoy preocupada.


–Justo lo que yo pretendía evitar.


Él le puso las manos en los hombros y la obligó a mirarlo a los ojos. Estaban en mitad de una multitud, pero ella se sintió como si estuvieran solos.


Paula suspiró y se preguntó qué habría pasado si se hubieran encontrado en otra época de su vida, cuando estaba totalmente libre de responsabilidades, cuando habría podido conocerlo mejor sin las presiones que afrontaban ahora. Sin embargo, se encogió de hombros y pensó que era una pregunta sin sentido. Como había dicho Pedro en determinada ocasión, eran las cartas que les habían dado y tenían que jugar con ellas.


–No voy a permitir que nos arruinen las vacaciones, Pau. Tenemos tres días y… 


–Dos.


–Lo que tú digas. Pero dejemos el problema de Joaquin para más adelante. De momento, nos vamos a divertir y vamos a pasarlo bien.


–¿Así como así? –preguntó con escepticismo.


Los ojos de Pedro brillaron con humor.


–Así como así.


–Bueno, si tú estás a cargo, no tendré más opción que acatar tus órdenes –dijo con una sonrisa–. De momento.


–Me alegra que te muestres tan dócil… –Disfrútalo mientras dure.


–Descuida. Lo disfrutaré.


Un buen rato después, cuando ya se habían reunido con los chicos, Pedro declaró que era hora de marchase a la casa de sus amigos.


–Sí, capitán –dijo Paula con sorna.


Él se inclinó y le susurró al oído:
–Cuida tus modales. Si no muestras respeto a tu oficial superior, puedes terminar en un consejo de guerra.


–¿Y cuál sería el castigo?


Pedro le acarició un seno.


–No sé, seguro que se me ocurre algo… –dijo, aparentemente pensativo–. Ah, sí. Se me ocurren bastantes cosas. ¿Quieres que te las diga?


Ella sacudió la cabeza, sobrecogida por la intensidad de su mirada. Pedro le guiñó un ojo y llevó a los chicos hacia la furgoneta.


Cuando llegaron a su destino, Paula estaba tan desconcentrada que casi no prestó atención a la comida ni a ninguna otra cosa. Contestaba las preguntas de Lisa con respuestas que intentaban ser mínimamente racionales, pero no podía apartar los ojos del hombre que se había puesto a jugar al fútbol con todo el grupo. Hasta David, que siempre se mostraba reticente, se había sumado a ellos.


–Qué interesante… –dijo Lisa, mientras se sentaba junto a ella.


–¿Cómo? –dijo, parpadeando.


–Parece que te interesa mucho el partido.


–Hum…


–¿O solo te interesa uno de los jugadores?


–Umm…


–¡Paula! –protestó Lisa con exasperación.


–¿Qué?


–¿Qué está pasando entre Pedro y tú?


–Nada…


–Oh, vamos, me resulta difícil de creer. Es un hombre muy atractivo, y hace varias semanas que vive bajo tu techo. Seguro que ha pasado algo.


Paula guardó silencio. No tenía ninguna intención de darle explicaciones.


–Para ser psicóloga y creer en las virtudes de la comunicación, estás increíblemente callada. ¿Sabes lo frustrante que resulta? –continuó Lisa–. Aunque supongo que es buen síntoma… Pedro también se comportó de forma rara cuando estuvo en nuestra casa, hace un par de semanas. Me alegra que las cosas vayan bien entre vosotros.


–¿De qué estás hablando, Lisa?


Lisa se levantó y entró en la casa, seguida a poca distancia por Paula.


–¿No me has oído? –insistió–. ¿Qué significa eso de que las cosas van bien entre nosotros? No hay un nosotros, Lisa.


–Ya.


–Oh, vete al infierno…


Pedro, que apareció entonces, oyó la expresión de Paula y dijo:
–¿Siempre habla mal cuando se enfada?


–No lo sé –contestó Lisa–. Nunca la había visto enfadada.


–Vaya, qué interesante… –declaró él, sin apartar la vista de los ojos de Paula.


–Déjame en paz, Pedro.


Él sacudió la cabeza.


–Ven conmigo.


–¿Adónde? –preguntó con desconfianza.


–Deja de refunfuñar y ven conmigo de una vez.


Pedro la llevó hasta la furgoneta y abrió la portezuela.


–No nos podemos ir así como así –protestó ella.


–Por supuesto que podemos.


–Pero los niños…


–Estarán bien. Te recuerdo que Lisa es profesora. Está acostumbrada a enfrentarse a clases enormes.


–Aun así, me parece una descortesía por nuestra parte.


–Dudo que a nuestros amigos les parezca una descortesía. Sobre todo, porque ya he hablado con ellos.


–¿Cómo? ¿Qué les has dicho exactamente?


–Que quería estar a solas contigo.


–¿Y les ha parecido bien?


Pedro sonrió.


–Digamos que me debían un favor.


Ella sacudió la cabeza.


Pedro, no estoy preparada para esto.


–Los dos estamos más que preparados. Te lo demostraré antes de que se vaya el sol.


–Y encima, eso. Aún es de día, Pedro



–¿Y qué? ¿Tienes algo en contra de hacer el amor de día?


Paula dudó un momento.


–No sé, todo esto me parece tan calculado, tan premeditado…


–Paula, vivimos con un montón de niños. Si queremos hacer el amor, tendrá que ser algo calculado y premeditado.


–¿Y eso no te molesta? ¿No preferirías un poco de espontaneidad?


–Me contento con tenerte entre mis brazos –dijo en voz baja–. Es todo lo que importa.


Ella tragó saliva.


–Quiero besar cada centímetro de tu piel –prosiguió Pedro–. Quiero conocer tu cuerpo tan bien como el mío. Quiero que ardas de placer… Y si eso implica ser poco espontáneos, puedo vivir con ello. ¿Y tú?


–No lo sé –dijo con sinceridad.


–Pau, te prometo que, si no quieres hacer el amor conmigo cuando lleguemos a mi casa, respetaré tus deseos.


Paula lo miró a los ojos y supo que lo decía de verdad. Pedro respetaría sus deseos en cualquier caso, en todo momento.


Un segundo después, sus dudas desaparecieron tras una repentina e intensa necesidad que no había sentido nunca. 


Se llevó la mano de Pedro a los labios, besó sus nudillos y dijo con suavidad:
–Conduce deprisa, por favor.









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