lunes, 11 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 5




Su aventura matinal había merecido la pena. Gracias a los treinta minutos de ejercicio, Pedro había descubierto que Paula tenía una figura absolutamente arrebatadora. Y le gustaba tanto que no había dejado de fantasear con ella. 


Cada vez que cerraba los ojos, veía sus largas piernas y el sutil balanceo de sus senos.


Desgraciadamente, Pedro no pudo recuperar la media hora perdida. Se saltó el desayuno para ahorrar tiempo, pero eso no impidió que llegara tarde al trabajo. Y las cosas se complicaron a última hora, cuando los obreros se empezaron a quejar de que los materiales que les habían enviado eran de calidad inferior a la exigida.


Tras comprobarlo, intentó ponerse en contacto con el proveedor de la obra, para pedirle que los sustituyera por otros. Era un problema importante, que podía tener consecuencias desastrosas. Pero, a las cuatro y media, aún no había podido hablar con él. Y había quedado con Joaquin para llevarlo a pescar.


Desesperado, volvió a levantar el auricular del teléfono y marcó el número de su socio, que estaba en Miami.


–Hola, Tobias. ¿Podrías llamar al proveedor? Ha surgido un problema con los materiales.


–¿Qué tipo de problema?


Pedro le explicó brevemente lo sucedido y Tobias preguntó:
–¿Por qué me lo pides a mí? Tú lo conoces mejor que yo… 


–Lo sé, pero tengo un compromiso y me tengo que ir.


Tobias se quedó asombrado.


–¿Un compromiso? ¿Uno más importante que solucionar un problema de trabajo?


Pedro dudó. Comprendía perfectamente su sorpresa. En todos los años que llevaban juntos, jamás se había marchado del trabajo en mitad de una crisis.


–¿Qué pasa, Pedro? –continuó Tobias con desconfianza.


–Nada. No pasa nada.


–No me digas que te está esperando una mujer… –dijo con sorna.


Pedro estaba acostumbrado a que Tobias ironizara sobre su vida social, pero aquella tarde lo encontró irritante. De hecho, habría colgado el teléfono de no haber sabido que su socio lo habría llamado de inmediato, para burlarse otra vez.


–No exactamente.


–Entonces, ¿de qué se trata?


–Me están esperando para ir a pescar.


Tobias rompió a reír.


–¿Se puede saber qué te parece tan gracioso? –bramó Pedro.


–Tú, por supuesto. La última vez que saliste a pescar, te mareaste. Dijiste que no volverías a subir a un barco en toda tu vida.


–Y no voy a subir a ningún barco. Pescaré en un muelle.


–¿En un muelle? Ah, ahora lo comprendo… Si no recuerdo mal, a tu anfitriona le encanta la pesca. ¿Ha sido idea de Paula?


–¿Por qué dices eso?


–Porque tú no irías a pescar si no hubiese una mujer de por medio.


–Pues no, no ha sido idea de Paula. Es que estoy a cargo de la cena.


–¿De la cena?


–Sí, me ofrecí a llevar pescado. Pero, si no estoy en el muelle dentro de diez minutos, no tendré luz ni para poner el anzuelo.


–Pues ve a una pescadería…


–No sería lo mismo –afirmó–. Además, se lo prometí a Joaquin.


–¿Joaquin?


–Uno de los chicos.


–Ah, es un asunto familiar…


–Ahórrate las bromas, Tobias. ¿Vas a llamar al proveedor? ¿O no?


–Está bien, lo llamaré… 


–Gracias.


–¿Pedro?


–¿Sí?


–Hay una pescadería en el supermercado de la autopista. No tiene pérdida.


–Vete al infierno.


Tobias soltó una carcajada y Pedro colgó el teléfono de golpe. Todavía estaba maldiciendo a su socio cuando aparcó la camioneta en el vado de la casa. Tamara se había sentado en los escalones del porche, desde donde miraba a Tomas y Melisa, que estaban jugando en un columpio.


–Llegas tarde –anunció la chica.


–Lo sé. ¿Dónde está Joaquin?


Tamara se encogió de hombros.


–Creo que se ha cansado de esperar.


–Maldita sea…


–Pero se ha llevado una caña de pescar –le informó–. Mira al otro lado de la carretera. Puede que esté en el muelle.


–¿Sabes si hay más cañas?


Tamara asintió.


–Paula deja la suya detrás de la puerta de la cocina.


–Gracias.


Pedro entró en la casa y alcanzó la caña, que estaba donde Tamara le había dicho. Pero, al volver al porche, vio que la chica estaba extrañamente cabizbaja y se sintió en la obligación de interesarse por ella.


–¿Te encuentras bien?


Ella levantó la cabeza y lo miró, sorprendida por la pregunta.


–Sí, claro…


–¿Hoy no tienes colegio?


–Lo tenía, pero ya he vuelto.


Pedro notó un fondo muy triste en su voz. Se sentó a su lado e intentó encontrar la forma más adecuada de interesarse por ella. A fin de cuentas, no estaba acostumbrado a interpretar el papel de confidente. Y, menos aún, con jovencitas sensibles.


Al final, optó por ser directo y dijo:
–¿Ha pasado algo?


Ella sacudió la cabeza.


–No, nada.


Obviamente, él no la creyó.


–O sea, que ha pasado algo y no me lo quieres contar.


Tamara sonrió.


–Supongo que no.


–Bueno, comprendo que no quieras hablar de ello –dijo con suavidad–. Pero recuerda que las cosas no parecen tan malas cuando las compartes con alguien… Si cambias de opinión, habla con Paula. Por lo que tengo entendido, sabe escuchar a la gente. Y, por supuesto, también me tienes a mí… 


–Gracias.


Pedro no se levantó de inmediato. Albergaba la esperanza de que Tamara se desahogara con él, de modo que se quedó en el porche un par de minutos. Durante ese tiempo, Pablo salió de la casa y se puso a lanzar pelotas a una canasta de baloncesto, mientras David lo observaba desde la puerta principal.


–Eh, David… –le dijo–. ¿Por qué no desafías a Pablo? Seguro que eres tan buen jugador de baloncesto como él.


El chico se limitó a sacudir la cabeza.


–David no suele jugar –le informó Tamara–. Paula dice que no se atreve porque lo han echado de muchas casas de acogida por causar problemas… Por lo visto, siempre se estaba haciendo heridas y cosas así.


Pedro la miró con horror.


–¿Y qué? Es normal que los chicos jueguen y se hagan daño…


–Ya, pero hay adultos que no quieren que los molesten por nada. Supongo que tiene miedo de que Paula se canse de él y lo eche.


–Pero eso es…


Pedro no terminó la frase. Se había quedado atónito.


–¿Horrible? Sí, por supuesto que lo es –dijo Tamara–. A veces, Joaquin consigue que se abra un poco, pero le cuesta.


–Pobre chico…


–Paula dice que tenemos que ser pacientes con él… Que, más tarde o más temprano, se dará cuenta de que esta casa de acogida no es como las otras.


Pedro se quedó mirando a David y se preguntó qué podía hacer para ayudarlo y para ayudar al mismo tiempo a Paula, cuyo compromiso con los chicos le parecía cada vez más admirable. Pero Tamara lo sacó de sus pensamientos.


–Será mejor que vayas a pescar. Paula volverá pronto, y se enfadará mucho si tiene que descongelar el pollo porque no habéis pescado nada…


Él se levantó a regañadientes y dijo, con humor:
–Bueno, en el peor de los casos, siempre podemos ir a la pescadería.


Ella soltó una risita y, durante unos instantes, su expresión de tristeza se transformó en una sonrisa encantadora que emocionó un poco a Pedro. Nunca había entendido que algunos adultos sintieran la necesidad de ser padres. Pero, en ese momento, lo entendió perfectamente.







DESTINO: CAPITULO 4




Al oír el despertador, Paula se levantó de la cama y entró en el cuarto de baño. Eran las seis, y se encontraba tan cansada como si no hubiera dormido en toda la noche.


El espejo le devolvió una imagen pálida y ojerosa, que le preocupó. ¿Qué le estaba pasando? Normalmente, le gustaba levantarse temprano. Necesitaba una hora de tranquilidad antes de que la casa se llenara de chicos exigentes y ruidosos. Pero aquella mañana habría dado cualquier cosa por volverse a dormir.


Solo quería cerrar los ojos y esperar hasta que Pedro Alfonso saliera de su vida.


Sin embargo, Paula sabía que Pedro no se iba a ir a ninguna parte, así que se lavó la cara y las manos, se arregló un poco el pelo y, tras ponerse unos pantalones cortos, una camiseta sin mangas y unas zapatillas deportivas, salió de la habitación.


Al llegar a la cocina, preparó café y se puso a hacer ejercicios de calentamiento. Su cuerpo estaba tenso como un tambor; probablemente, porque no dejaba de pensar en los ojos de Pedro ni en lo que había sentido cuando le pasó el brazo alrededor de la cintura. Aquel hombre la estaba volviendo loca.


Cuando terminó de calentar, abrió la puerta de la cocina y salió al exterior. El sol empezaba a asomar en el horizonte, pero aún faltaba un rato para que la niebla matinal se despejara. Paula respiró hondo y se intentó convencer de que el ejercicio físico era la terapia perfecta para su problema. 


Desde su punto de vista, no había ninguna preocupación que pudiera sobrevivir a una larga y agotadora carrera.


–Te has levantado muy pronto…


Paula se estremeció al oír la voz baja y seductora de Pedro, surgiendo de entre la niebla.


–Es que voy a correr –replicó con aspereza–. Si quieres desayunar, sírvete tú mismo… Acabo de preparar el café.


Paula se alejó a la carrera, esperando que Pedro entendiera la indirecta y la dejara en paz. Pero no fue así. Segundos después, apareció a su lado.


–¿Puedo correr contigo?


–Si te digo que no, ¿te marcharás?


–Sinceramente, no lo sé –respondió con humor.


Ella suspiró y le lanzó una mirada de arriba a abajo. Pedro llevaba una camiseta de la Universidad de Miami y unos vaqueros cortados que revelaban unas piernas tan fuertes como musculosas.


–Entonces, quédate.


–Gracias…


Ella guardó silencio.


–¿Cuántos kilómetros sueles correr?


–Alrededor de ocho.


Paula sonrió al ver que Pedro fruncía el ceño. Era evidente que estaba en forma, pero supuso que no estaría acostumbrado a correr tanto y aceleró el ritmo para dejarlo en evidencia.


–¿Sales a correr todas las mañanas?


–Casi todas.


–¿Has participado alguna vez en una maratón?


–Sí, en varias. Pero hace tiempo que no participo en ninguna… estoy tan ocupada que no me puedo entrenar en serio.


–Pues cualquiera lo diría –dijo él, aparentemente asombrado con la resistencia de Paula.


–¿Y tú? ¿También corres?


–No, aunque voy al gimnasio todos los días –respondió–. Tenía intención de buscar uno por aquí, pero podría cambiar de planes y salir a correr contigo por las mañanas. Prefiero hacer ejercicio con más personas… ¿y tú?


Paula no tuvo ocasión de responder a su pregunta, porque bajó entonces la mirada y dijo, con el tono de voz de un experto en la materia:
–Tienes unas piernas preciosas.


Ella sintió un extraño calor que no tenía nada que ver con el esfuerzo físico.


–¿Por qué las escondes siempre tras esas faldas largas que llevas? –continuó Pedro.


Paula frunció el ceño.


–Porque me gustan las faldas largas.


–¿Por qué? –insistió.


–¿Es que debo tener algún motivo para que me gusten las faldas largas?


–No, supongo que no –dijo–. Pero eres psicóloga, y me extraña un poco que no te lo hayas preguntado.


Ella se encogió de hombros.


–No hay nada que preguntarse. Sencillamente, las faldas largas son cómodas.


–Y lo ocultan todo.


–Yo no intento ocultar nada –afirmó.


–Espero que no, porque con esas piernas que tienes… 


–No quiero hablar de mis piernas.


Él arqueó una ceja.


–Ah, así que te sientes incómoda cuando los hombres te encuentran atractiva…


–¡Yo no me siento incómoda!


Pedro soltó una carcajada.


–Sí, ya lo veo.


Enfurecida por la ironía de Pedro, Paula volvió a acelerar el ritmo. De hecho, corrió tan deprisa que terminó diez minutos antes que de costumbre. Pero no tuvo nada de particular: se sentía como si el diablo le pisara los talones.







domingo, 10 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 3




Fue una noche larga. Pedro no encontró ninguna excusa para librarse de la ruidosa y poco convencional cena familiar a la que se vio abocado, así que sacó fuerzas de flaqueza y lo sobrellevó tan bien como le fue posible. Pero, al final de la velada, estaba tan cansado como si hubiera estado levantando pesas.


Los chicos se pegaron codazos, se quejaron por la comida, se lanzaron objetos por encima de la mesa y hasta se pelearon porque no se ponían de acuerdo sobre a quién le tocaba limpiar. Para él, fue una tortura; para Paula, una cena como tantas otras, que presidió con una serenidad sorprendente.


Pedro estaba maravillado con ella. Era una especie de árbitro que siempre sabía lo que debía hacer. Bromeaba con los chicos, suavizaba las situaciones más tensas y les toleraba algunos excesos, pero sin permitir nunca que se pasaran de la raya.


Justo entonces, David se enfadó y amenazó con lanzar una patata a Tamara. Al parecer, le había confiado un secreto que la chica pretendía desvelar.


–Basta ya –protestó Paula.


–Eres tonto, David –dijo Tamara, sin darse por aludida–. Tu secreto no le interesa a nadie. ¿Quién querría saber que…?


–¡Tamara! –gruñó el chico, a punto de perder la paciencia.


Tamara se limitó a sonreír con malicia.


–¡Mamá, dile que no lo cuente! –imploró David.


–A mí no me metáis en vuestros asuntos –dijo Paula–. Solucionadlo ahora mismo o marchaos de aquí.


David suspiró y miró a Tamara.


–¿Qué quieres a cambio de tu silencio?


–Yo no quiero nada –respondió Tamara con indignación–. ¿Se puede saber qué te pasa? Solo estaba bromeando, imbécil.


Paula la miró con cara de pocos amigos.


–Está bien… Siento haberte insultado –continuó la chica–. Y siento haberte amenazado con contar tu secreto.


–Bueno, asunto resuelto –declaró Paula con alegría–. ¿Quién quiere helado de fresa?


–¡Yo!


–¡Y yo!


Todos respondieron del mismo modo, y Pedro se sintió en la necesidad de echar una mano a su anfitriona, aunque la apelación a las fresas despertó en él un apetito muy diferente.


–Deja que te ayude –dijo.


–No, gracias.


–¿Por qué no? Dijiste que todo el mundo tiene que ayudar… 


Ella sonrió.


–Es verdad, lo dije. Pero hay una norma que todavía no conoces.


–¿Cuál?


–Que nadie ayuda durante su primera noche en la casa.


–Sí, eso es cierto, pero ten cuidado a partir de mañana… – intervino Joaquin–. Mamá dirige la casa como si fuera un sargento de infantería.


–¿Ah, sí? ¿Un sargento? ¿Yo? –dijo Paula–. ¿Es que te quieres quedar sin postre?


–No te atreverás…


–Por supuesto que me atreveré.


Paula le quitó el helado que le acababa de servir y se lo pasó a David con un movimiento increíblemente rápido. Pero Joaquin reaccionó con la misma celeridad y le quitó a su vez el suyo.


–¡Devuélveme mi helado! –protestó Paula entre risas.


–De eso, nada.


–Devuélvemelo…


–Oh, vamos, mamá… No es bueno para ti –comentó mientras lo devoraba–. Los helados industriales tienen demasiadas calorías, por no mencionar el colesterol… 


Pedro rompió a reír.


–No es helado industrial –declaró Paula–. A decir verdad, ni siquiera es helado… es yogur congelado.


–Qué asco… –dijo David.


–Pues te dará mucho asco, pero te lo estás comiendo… 


David rio.


–Si lo llego a saber, ni siquiera lo habría probado.


–Lo sé. Por eso os he mentido –dijo Paula, triunfante–. Espero que no volváis a protestar cuando os ofrezca yogur.


Al ver que Pedro y Joaquin seguían riendo, Paula añadió:
–Os lo estáis pasando en grande, ¿eh? Veremos si os divertís tanto mañana, porque os toca preparar la comida.


–¿Podemos preparar hamburguesas? –preguntó Pedro.


–De ninguna manera –respondió Paula


–Pues te aseguro que no voy a preparar verduras…


Los chicos aplaudieron a Pedro, que se giró hacia Joaquin y preguntó:
–¿Te apetece que mañana salgamos de pesca?


Joaquin dudó un momento antes de contestar.


–Sí… Supongo que sí.


–En ese casco, comeremos pescado –sentenció Paula–. Pero será mejor que estéis de vuelta a las cinco y media, y con peces suficientes para todos. De lo contrario, descongelaré el pollo que tengo en el frigorífico.


–Mujer de poca fe… –dijo Pedro–. ¿Es que no confías en nosotros?


–No. Aunque me encantaría equivocarme.


Paula le lanzó una mirada tan intensa como cargada de desafío. Si hubiera sido otra mujer, Pedro habría pensado que estaba coqueteando; pero Paula se comportaba como si no fuera consciente del efecto que causaba en él.


Cuando ella se levantó de la mesa y empezó a recoger los platos vacíos, él se le acercó y, sin poder refrenarse, le pasó un brazo alrededor de la cintura.


–Estás jugando con fuego, Paula.


Pedro lo dijo en un susurro, para que los chicos no se enteraran. Pero lo oyeron y rompieron a reír.


Paula se puso tan pálida que él la soltó al instante, sintiéndose culpable. ¿Qué diablos estaba haciendo? 


Aquella mujer lo había invitado a quedarse en su casa, y él le pagaba el favor por el procedimiento de intentar seducirla.


Su carácter le había jugado otra mala pasada. Cada vez que alguien le planteaba un desafío, lo aceptaba e intentaba ganar. Y Paula Chaves era todo un desafío. Pero se prometió que, esta vez, mantendría las distancias.


Desgraciadamente, el sentido común de Pedro se esfumó en cuanto volvió a mirar sus ojos azules.


Paula le gustaba demasiado.





DESTINO: CAPITULO 2





Paula estaba espantada. Siempre había sido una mujer tranquila, perfectamente capaz de controlarse. No perdía la calma, no consideraba la posibilidad de matar a un invitado y, por supuesto, no amenazaba a nadie con cuchillos.


¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo era posible que Pedro Alfonso tuviera ese efecto en ella?


Justo entonces, alguien le tiró de la falda. Paula bajó la cabeza y vio que Tomas la estaba mirando con inquietud. El pobre chico lo había pasado muy mal. Había pasado sus primeros años de vida en Afganistán y, aunque ya llevaba dos años con ella, se ponía particularmente nervioso en las situaciones de tensión.


–¿Quién es ese hombre? ¿Es el fontanero?


–No, no es el maldito fontanero –respondió Paula, incapaz de refrenarse.


–¡Has dicho una palabra fea! –intervino Melisa, encantada.


–Oh, lo siento… –se disculpó–. Es verdad. Es una palabra fea y no debería haberla pronunciado. Venga, id a vuestras habitaciones y poneos ropa seca.


–Pero yo quiero nadar… –protestó la niña.


–Pues no podrás nadar en una semana como no estéis en vuestras habitaciones antes de que cuente tres –dijo Paula, tranquilamente.


Melisa salió corriendo y Tomas la siguió más despacio, cojeando. Todavía no estaba totalmente recuperado de la herida que había sufrido en Afganistán, al recibir un impacto de metralla en una pierna.


–¡Paula! –gritó Tamara desde el servicio–. ¡Me estoy empezando a cansar!


–Oh, no…


Paula entró en el cuarto de baño y la encontró con el dedo puesto en el grifo roto. Pedro reapareció al cabo de unos momentos.


–¿No crees que deberías cortar el agua? –dijo ella, de mala manera.


–Ya la he cortado –le informó.


–Ah… En ese caso, ya puedes quitar el dedo del grifo, Tamara.


Tamara sacudió la cabeza.


–No, no puedo.


–¿Por qué?


–Porque ahora no lo puedo sacar.


Pedro se sentó en el borde de la bañera, alcanzó el jabón y frotó el dedo de Tamara, para sacárselo del grifo. Cuando lo consiguió, le secó el dedo con una toalla, lo inspeccionó para asegurarse de que no se había hecho ningún corte y dijo:
–Muchas gracias, Tamara. Si no hubiera sido por ti, habría agua por toda la casa. Has hecho un gran trabajo.


Tamara sonrió de oreja a oreja, y Paula se emocionó. Era la primera vez que la veía tan contenta. Siempre había sido una chica retraída, con dificultades para relacionarse con los demás. Pero Pedro se la había ganado con un poco de dulzura y unas palabras de aliento.


–¿Estás bien, cariño? –le preguntó.


–Sí –dijo Tamara, sin dejar de sonreír–. No tengo ni un rasguño.


–Excelente… Y ahora, ¿me podrías hacer un favor?


–Claro…


–Primero, asegúrate de que Melisa y Tomas están bien y, después, intenta que Pablo y David limpien la cocina. Casi es hora de cenar. Estaré con vosotros dentro de un momento.


La joven asintió, miró a Pedro y preguntó con inseguridad:
–¿Te vas a quedar?


–Por supuesto. Por lo menos, hasta después de la cena – contestó con humor.


Tamara se fue y Paula fregó el suelo. No se atrevía a mirar a Pedro, que seguía sentado en el borde de la bañera.


–Te has portado muy bien con Tamara –dijo al cabo de unos segundos–. Gracias.


Pedro alcanzó una guía de fontanero y la introdujo por el desagüe.


–De nada… Es una niña encantadora.


–¿Niña? Será mejor que no le llames eso cuando estés delante de ella –le advirtió–. Tiene dieciocho años.


Pedro movió la guía en el interior del desagüe y, al sacarla, descubrió que tenía enganchado un pequeño dinosaurio de plástico. Después, dejó el muñequito a un lado y siguió hurgando en la cañería.


–Parece que la conoces muy bien –dijo, distraído.


–Bueno, conozco bien a las adolescentes, pero no estoy tan segura de conocer a Tamara.


Él la miró con extrañeza.


–¿No es hija tuya?


–Ninguno de los chicos es hijo mío –contestó Paula, un poco a la defensiva–. Pensé que Lisa te lo había explicado.


–Lisa no entró en detalles. Dijo que tenías varios chicos a tu cargo, pero supuse que algunos serían tuyos.


–Pues no lo son.


Tras un momento de silencio, Pedro le lanzó una mirada y dijo:
–Háblame de Tamara.


–¿De Tamara? No hay mucho que contar. Digamos que tuvo problemas en casa.


Paula no estaba de humor para dar explicaciones sobre la situación familiar de la adolescente, que había sufrido malos tratos a manos de su padre. Pero Pedro resultó ser más perceptivo de lo que había imaginado.


–¿Insinúas que la pegaban?


–Eso me temo. Aunque a veces me olvido de lo mal que lo pasó. Tamara tiende a esconder sus emociones tras una imagen de chica dura.


–¿Se escapó de su hogar?


–Ojalá se hubiera escapado. Tendría menos cicatrices.


–Yo no estoy tan seguro de eso –Pedro la volvió a mirar–. Solo tienes que pasar por determinadas zonas de Miami para ver lo que les pasa a los chicos que se fugan y se ven obligados a ganarse la vida por su cuenta.


Ella suspiró.


–Sí, eso es cierto, pero el padre de Tamara era una verdadera bestia. Han pasado cinco años desde que se marchó de su casa y todavía desconfía de los hombres. De hecho, desconfía de todos los adultos… posiblemente, porque ningún adulto la ayudó.


–No me extraña que desconfíe.


–Ni a mí. Pero eso no me sirve de mucho cuando me trata como si yo fuera el enemigo. A veces pienso que no puedo hacer nada por ella.


–Oh, vamos… Está contigo, ¿no? Algo bueno estarás haciendo.


–Tal vez.


Paula se sintió halagada y sorprendida a la vez por el comentario de Pedro. Había estado tan preocupada con Tamara que quizá no se había dado cuenta de que se había empezado a ganar su confianza. Y le pareció curioso que aquel desconocido de mirada penetrante lo hubiera notado antes que ella.


De repente, tuvo la sensación de que el cuarto de baño había encogido. Pero al cuarto de baño no le pasaba nada. 


Sencillamente, se empezó a sentir demasiado femenina por culpa de Pedro, que resultaba mucho más masculino y más abrumador en la intimidad de un espacio tan pequeño.


–No hace falta que te quedes –dijo, deseando que se fuera–. Yo me encargaré de limpiar el agua.


–Prefiero terminar con las cañerías.


–No te molestes. Mañana llamaré al fontanero.


–¿Para qué? Ya me tienes a mí… 


–Entonces, te pagaré.


–De ninguna manera.


Paula estaba tan tensa que perdió la calma.


–¡Maldita sea! No voy a permitir que vengas a mi casa y desafíes mi independencia.


Pedro rompió a reír.


–¿Desafiar tu independencia? ¿Por arreglar las cañerías?


Paula no lo pudo evitar. Su risa era tan contagiosa que el enfadó se le pasó al instante.


–Bueno, es posible que me haya excedido un poco – admitió–. Es que estoy acostumbrada a hacer las cosas por mi cuenta, sin ayuda de nadie.


–Lo comprendo. Pero, si voy a vivir aquí, tendré que hacer mi parte –alegó Pedro–. Los chicos tienen sus tareas y yo debo tener las mías.


–No es lo mismo. Tu estancia solo será temporal.


Paula lo dijo sin emoción alguna, pero Pedro notó un fondo de amargura en sus ojos y sintió curiosidad. ¿De dónde vendría? ¿Sería consecuencia de una experiencia personal? ¿O el resultado de haber visto demasiadas cosas terribles, demasiados niños abandonados, demasiados corazones rotos? Fuera como fuera, ella se dio cuenta de que lo había notado y se escondió tras su fachada de seguridad con tanta soltura que Pedro lo lamentó.


Durante un segundo, había sentido la tentación de acercarse a aquella mujer estoica y tomarla entre sus brazos. La tentación de prometerle una vida feliz, llena de amor y de afecto. La tentación de asegurarle que la vida no era tan terrible como parecía.


Sin embargo, se contuvo y siguió trabajando en el sumidero. 


Hasta que, al cabo de un par de minutos de silencio incómodo, ella se marchó.


Pedro se quedó a solas con el aroma a fresas que Paula había dejado en el cuarto de baño, un olor más excitante que ningún perfume. Se preguntó si sus labios también sabrían a fresas, y pensó que había cometido un error al no dejarse llevar por el deseo de besarla. Aunque solo fuera para aliviar su necesidad.


Estaba tan alterado que se desconcentró y se arañó los nudillos con el borde del desagüe.


–Maldita sea…


Miró la sangre de la herida y se levantó para sacar un antiséptico del armario. Pero casi agradeció el dolor, porque bloqueó parcialmente el inesperado e inexplicable sentimiento de pérdida que lo embriagaba.


Por lo visto, su estancia en la casa de Paula Chaves iba a ser más difícil de lo que había imaginado.