domingo, 10 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 2





Paula estaba espantada. Siempre había sido una mujer tranquila, perfectamente capaz de controlarse. No perdía la calma, no consideraba la posibilidad de matar a un invitado y, por supuesto, no amenazaba a nadie con cuchillos.


¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo era posible que Pedro Alfonso tuviera ese efecto en ella?


Justo entonces, alguien le tiró de la falda. Paula bajó la cabeza y vio que Tomas la estaba mirando con inquietud. El pobre chico lo había pasado muy mal. Había pasado sus primeros años de vida en Afganistán y, aunque ya llevaba dos años con ella, se ponía particularmente nervioso en las situaciones de tensión.


–¿Quién es ese hombre? ¿Es el fontanero?


–No, no es el maldito fontanero –respondió Paula, incapaz de refrenarse.


–¡Has dicho una palabra fea! –intervino Melisa, encantada.


–Oh, lo siento… –se disculpó–. Es verdad. Es una palabra fea y no debería haberla pronunciado. Venga, id a vuestras habitaciones y poneos ropa seca.


–Pero yo quiero nadar… –protestó la niña.


–Pues no podrás nadar en una semana como no estéis en vuestras habitaciones antes de que cuente tres –dijo Paula, tranquilamente.


Melisa salió corriendo y Tomas la siguió más despacio, cojeando. Todavía no estaba totalmente recuperado de la herida que había sufrido en Afganistán, al recibir un impacto de metralla en una pierna.


–¡Paula! –gritó Tamara desde el servicio–. ¡Me estoy empezando a cansar!


–Oh, no…


Paula entró en el cuarto de baño y la encontró con el dedo puesto en el grifo roto. Pedro reapareció al cabo de unos momentos.


–¿No crees que deberías cortar el agua? –dijo ella, de mala manera.


–Ya la he cortado –le informó.


–Ah… En ese caso, ya puedes quitar el dedo del grifo, Tamara.


Tamara sacudió la cabeza.


–No, no puedo.


–¿Por qué?


–Porque ahora no lo puedo sacar.


Pedro se sentó en el borde de la bañera, alcanzó el jabón y frotó el dedo de Tamara, para sacárselo del grifo. Cuando lo consiguió, le secó el dedo con una toalla, lo inspeccionó para asegurarse de que no se había hecho ningún corte y dijo:
–Muchas gracias, Tamara. Si no hubiera sido por ti, habría agua por toda la casa. Has hecho un gran trabajo.


Tamara sonrió de oreja a oreja, y Paula se emocionó. Era la primera vez que la veía tan contenta. Siempre había sido una chica retraída, con dificultades para relacionarse con los demás. Pero Pedro se la había ganado con un poco de dulzura y unas palabras de aliento.


–¿Estás bien, cariño? –le preguntó.


–Sí –dijo Tamara, sin dejar de sonreír–. No tengo ni un rasguño.


–Excelente… Y ahora, ¿me podrías hacer un favor?


–Claro…


–Primero, asegúrate de que Melisa y Tomas están bien y, después, intenta que Pablo y David limpien la cocina. Casi es hora de cenar. Estaré con vosotros dentro de un momento.


La joven asintió, miró a Pedro y preguntó con inseguridad:
–¿Te vas a quedar?


–Por supuesto. Por lo menos, hasta después de la cena – contestó con humor.


Tamara se fue y Paula fregó el suelo. No se atrevía a mirar a Pedro, que seguía sentado en el borde de la bañera.


–Te has portado muy bien con Tamara –dijo al cabo de unos segundos–. Gracias.


Pedro alcanzó una guía de fontanero y la introdujo por el desagüe.


–De nada… Es una niña encantadora.


–¿Niña? Será mejor que no le llames eso cuando estés delante de ella –le advirtió–. Tiene dieciocho años.


Pedro movió la guía en el interior del desagüe y, al sacarla, descubrió que tenía enganchado un pequeño dinosaurio de plástico. Después, dejó el muñequito a un lado y siguió hurgando en la cañería.


–Parece que la conoces muy bien –dijo, distraído.


–Bueno, conozco bien a las adolescentes, pero no estoy tan segura de conocer a Tamara.


Él la miró con extrañeza.


–¿No es hija tuya?


–Ninguno de los chicos es hijo mío –contestó Paula, un poco a la defensiva–. Pensé que Lisa te lo había explicado.


–Lisa no entró en detalles. Dijo que tenías varios chicos a tu cargo, pero supuse que algunos serían tuyos.


–Pues no lo son.


Tras un momento de silencio, Pedro le lanzó una mirada y dijo:
–Háblame de Tamara.


–¿De Tamara? No hay mucho que contar. Digamos que tuvo problemas en casa.


Paula no estaba de humor para dar explicaciones sobre la situación familiar de la adolescente, que había sufrido malos tratos a manos de su padre. Pero Pedro resultó ser más perceptivo de lo que había imaginado.


–¿Insinúas que la pegaban?


–Eso me temo. Aunque a veces me olvido de lo mal que lo pasó. Tamara tiende a esconder sus emociones tras una imagen de chica dura.


–¿Se escapó de su hogar?


–Ojalá se hubiera escapado. Tendría menos cicatrices.


–Yo no estoy tan seguro de eso –Pedro la volvió a mirar–. Solo tienes que pasar por determinadas zonas de Miami para ver lo que les pasa a los chicos que se fugan y se ven obligados a ganarse la vida por su cuenta.


Ella suspiró.


–Sí, eso es cierto, pero el padre de Tamara era una verdadera bestia. Han pasado cinco años desde que se marchó de su casa y todavía desconfía de los hombres. De hecho, desconfía de todos los adultos… posiblemente, porque ningún adulto la ayudó.


–No me extraña que desconfíe.


–Ni a mí. Pero eso no me sirve de mucho cuando me trata como si yo fuera el enemigo. A veces pienso que no puedo hacer nada por ella.


–Oh, vamos… Está contigo, ¿no? Algo bueno estarás haciendo.


–Tal vez.


Paula se sintió halagada y sorprendida a la vez por el comentario de Pedro. Había estado tan preocupada con Tamara que quizá no se había dado cuenta de que se había empezado a ganar su confianza. Y le pareció curioso que aquel desconocido de mirada penetrante lo hubiera notado antes que ella.


De repente, tuvo la sensación de que el cuarto de baño había encogido. Pero al cuarto de baño no le pasaba nada. 


Sencillamente, se empezó a sentir demasiado femenina por culpa de Pedro, que resultaba mucho más masculino y más abrumador en la intimidad de un espacio tan pequeño.


–No hace falta que te quedes –dijo, deseando que se fuera–. Yo me encargaré de limpiar el agua.


–Prefiero terminar con las cañerías.


–No te molestes. Mañana llamaré al fontanero.


–¿Para qué? Ya me tienes a mí… 


–Entonces, te pagaré.


–De ninguna manera.


Paula estaba tan tensa que perdió la calma.


–¡Maldita sea! No voy a permitir que vengas a mi casa y desafíes mi independencia.


Pedro rompió a reír.


–¿Desafiar tu independencia? ¿Por arreglar las cañerías?


Paula no lo pudo evitar. Su risa era tan contagiosa que el enfadó se le pasó al instante.


–Bueno, es posible que me haya excedido un poco – admitió–. Es que estoy acostumbrada a hacer las cosas por mi cuenta, sin ayuda de nadie.


–Lo comprendo. Pero, si voy a vivir aquí, tendré que hacer mi parte –alegó Pedro–. Los chicos tienen sus tareas y yo debo tener las mías.


–No es lo mismo. Tu estancia solo será temporal.


Paula lo dijo sin emoción alguna, pero Pedro notó un fondo de amargura en sus ojos y sintió curiosidad. ¿De dónde vendría? ¿Sería consecuencia de una experiencia personal? ¿O el resultado de haber visto demasiadas cosas terribles, demasiados niños abandonados, demasiados corazones rotos? Fuera como fuera, ella se dio cuenta de que lo había notado y se escondió tras su fachada de seguridad con tanta soltura que Pedro lo lamentó.


Durante un segundo, había sentido la tentación de acercarse a aquella mujer estoica y tomarla entre sus brazos. La tentación de prometerle una vida feliz, llena de amor y de afecto. La tentación de asegurarle que la vida no era tan terrible como parecía.


Sin embargo, se contuvo y siguió trabajando en el sumidero. 


Hasta que, al cabo de un par de minutos de silencio incómodo, ella se marchó.


Pedro se quedó a solas con el aroma a fresas que Paula había dejado en el cuarto de baño, un olor más excitante que ningún perfume. Se preguntó si sus labios también sabrían a fresas, y pensó que había cometido un error al no dejarse llevar por el deseo de besarla. Aunque solo fuera para aliviar su necesidad.


Estaba tan alterado que se desconcentró y se arañó los nudillos con el borde del desagüe.


–Maldita sea…


Miró la sangre de la herida y se levantó para sacar un antiséptico del armario. Pero casi agradeció el dolor, porque bloqueó parcialmente el inesperado e inexplicable sentimiento de pérdida que lo embriagaba.


Por lo visto, su estancia en la casa de Paula Chaves iba a ser más difícil de lo que había imaginado.




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