domingo, 10 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 3




Fue una noche larga. Pedro no encontró ninguna excusa para librarse de la ruidosa y poco convencional cena familiar a la que se vio abocado, así que sacó fuerzas de flaqueza y lo sobrellevó tan bien como le fue posible. Pero, al final de la velada, estaba tan cansado como si hubiera estado levantando pesas.


Los chicos se pegaron codazos, se quejaron por la comida, se lanzaron objetos por encima de la mesa y hasta se pelearon porque no se ponían de acuerdo sobre a quién le tocaba limpiar. Para él, fue una tortura; para Paula, una cena como tantas otras, que presidió con una serenidad sorprendente.


Pedro estaba maravillado con ella. Era una especie de árbitro que siempre sabía lo que debía hacer. Bromeaba con los chicos, suavizaba las situaciones más tensas y les toleraba algunos excesos, pero sin permitir nunca que se pasaran de la raya.


Justo entonces, David se enfadó y amenazó con lanzar una patata a Tamara. Al parecer, le había confiado un secreto que la chica pretendía desvelar.


–Basta ya –protestó Paula.


–Eres tonto, David –dijo Tamara, sin darse por aludida–. Tu secreto no le interesa a nadie. ¿Quién querría saber que…?


–¡Tamara! –gruñó el chico, a punto de perder la paciencia.


Tamara se limitó a sonreír con malicia.


–¡Mamá, dile que no lo cuente! –imploró David.


–A mí no me metáis en vuestros asuntos –dijo Paula–. Solucionadlo ahora mismo o marchaos de aquí.


David suspiró y miró a Tamara.


–¿Qué quieres a cambio de tu silencio?


–Yo no quiero nada –respondió Tamara con indignación–. ¿Se puede saber qué te pasa? Solo estaba bromeando, imbécil.


Paula la miró con cara de pocos amigos.


–Está bien… Siento haberte insultado –continuó la chica–. Y siento haberte amenazado con contar tu secreto.


–Bueno, asunto resuelto –declaró Paula con alegría–. ¿Quién quiere helado de fresa?


–¡Yo!


–¡Y yo!


Todos respondieron del mismo modo, y Pedro se sintió en la necesidad de echar una mano a su anfitriona, aunque la apelación a las fresas despertó en él un apetito muy diferente.


–Deja que te ayude –dijo.


–No, gracias.


–¿Por qué no? Dijiste que todo el mundo tiene que ayudar… 


Ella sonrió.


–Es verdad, lo dije. Pero hay una norma que todavía no conoces.


–¿Cuál?


–Que nadie ayuda durante su primera noche en la casa.


–Sí, eso es cierto, pero ten cuidado a partir de mañana… – intervino Joaquin–. Mamá dirige la casa como si fuera un sargento de infantería.


–¿Ah, sí? ¿Un sargento? ¿Yo? –dijo Paula–. ¿Es que te quieres quedar sin postre?


–No te atreverás…


–Por supuesto que me atreveré.


Paula le quitó el helado que le acababa de servir y se lo pasó a David con un movimiento increíblemente rápido. Pero Joaquin reaccionó con la misma celeridad y le quitó a su vez el suyo.


–¡Devuélveme mi helado! –protestó Paula entre risas.


–De eso, nada.


–Devuélvemelo…


–Oh, vamos, mamá… No es bueno para ti –comentó mientras lo devoraba–. Los helados industriales tienen demasiadas calorías, por no mencionar el colesterol… 


Pedro rompió a reír.


–No es helado industrial –declaró Paula–. A decir verdad, ni siquiera es helado… es yogur congelado.


–Qué asco… –dijo David.


–Pues te dará mucho asco, pero te lo estás comiendo… 


David rio.


–Si lo llego a saber, ni siquiera lo habría probado.


–Lo sé. Por eso os he mentido –dijo Paula, triunfante–. Espero que no volváis a protestar cuando os ofrezca yogur.


Al ver que Pedro y Joaquin seguían riendo, Paula añadió:
–Os lo estáis pasando en grande, ¿eh? Veremos si os divertís tanto mañana, porque os toca preparar la comida.


–¿Podemos preparar hamburguesas? –preguntó Pedro.


–De ninguna manera –respondió Paula


–Pues te aseguro que no voy a preparar verduras…


Los chicos aplaudieron a Pedro, que se giró hacia Joaquin y preguntó:
–¿Te apetece que mañana salgamos de pesca?


Joaquin dudó un momento antes de contestar.


–Sí… Supongo que sí.


–En ese casco, comeremos pescado –sentenció Paula–. Pero será mejor que estéis de vuelta a las cinco y media, y con peces suficientes para todos. De lo contrario, descongelaré el pollo que tengo en el frigorífico.


–Mujer de poca fe… –dijo Pedro–. ¿Es que no confías en nosotros?


–No. Aunque me encantaría equivocarme.


Paula le lanzó una mirada tan intensa como cargada de desafío. Si hubiera sido otra mujer, Pedro habría pensado que estaba coqueteando; pero Paula se comportaba como si no fuera consciente del efecto que causaba en él.


Cuando ella se levantó de la mesa y empezó a recoger los platos vacíos, él se le acercó y, sin poder refrenarse, le pasó un brazo alrededor de la cintura.


–Estás jugando con fuego, Paula.


Pedro lo dijo en un susurro, para que los chicos no se enteraran. Pero lo oyeron y rompieron a reír.


Paula se puso tan pálida que él la soltó al instante, sintiéndose culpable. ¿Qué diablos estaba haciendo? 


Aquella mujer lo había invitado a quedarse en su casa, y él le pagaba el favor por el procedimiento de intentar seducirla.


Su carácter le había jugado otra mala pasada. Cada vez que alguien le planteaba un desafío, lo aceptaba e intentaba ganar. Y Paula Chaves era todo un desafío. Pero se prometió que, esta vez, mantendría las distancias.


Desgraciadamente, el sentido común de Pedro se esfumó en cuanto volvió a mirar sus ojos azules.


Paula le gustaba demasiado.





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