domingo, 3 de enero de 2016

MISTERIO: CAPITULO 2






Ya sentada en la aeronave, y después de tener treinta minutos en el aire, le di las gracias al cielo por no tener a nadie sentado a mi lado, aunque en general el vuelo estaba un poco vacío. Tomé el material del congreso para darle una ojeada, no quería que se notara el hecho de que me acababa de graduar.


Una hora más tarde escuché una carcajada de mujer y la voz de un hombre susurrándole algo. Desde mi asiento no podía entender que decían, pero si percibí la voz masculina se parecía mucho a la del hombre que me había hablado en la sala VIP.


«Mmm, que casualidad». La pareja se encontraba sentada justo detrás de mí. La curiosidad por saber quién era me estaba matando.


Uno de los dos pulsó el botón para llamar a la azafata, la cual no tardó ni un minuto en aparecer. La chica pidió un par de mantas, alegando que tenía frio. Al cabo de un rato les
fueron entregadas, y ellos, entre risas, agradecieron el gesto.


Por un instante reinó el silencio, Imaginé que miraban la película que se transmitía en ese momento. Sin poder soportar la intriga, me giré para intentar ver entre los dos asientos a la pareja. Lo que capté me dejó con la boca abierta.


Lo primero que llamó mi atención, fue la pulsera tejida de colores brillantes que rodeaba la muñeca del hombre. La mano de él estaba metida por debajo de la falda de la chica. 


Entraba y salía con agilidad. Mis ojos no pudieron dejar de mirar. La escena además de erótica, era muy sexy, y aunque me molestara admitirlo, sentía como se humedecía mi intimidad.


Cerré los ojos y me incorporé en el asiento apretando los labios. Los abrí casi de inmediato para asegurarme que nadie me había visto espiando.


—Puedes seguir mirando no me molesta… ahora viene la mejor parte —escuché que él me decía por la rendija entre los asientos, usando un tono de voz bajo y estremecedor.


Casi morí por la vergüenza en el acto. Ese hombre sexy y terriblemente descarado había despertado en mí las ganas de entrar en su juego. Él quería que lo siguiera mirando como hacía disfrutar a la chica con su tacto. Lo peor era que yo quería ver e imaginar que me lo hacía a mí.


Comencé a dudar, pero al escuchar el sonido de la cremallera de su pantalón, no pude resistirme. La ansiedad por ver lo que pasaría a continuación me aceleraba el pulso.


Me giré con cuidado para no llamar la atención. Mi mirada se clavó en un miembro, grande, grueso y tenso. Una mano delicada, de uñas largas y pintadas de color rojo lo envolvía con firmeza. Subía y bajaba despacio, sin apuro.


Alcé la mirada hasta toparme con los ojos del hombre. Eran azules, de un tono claro y cristalino. Me resultaron hermosos, sobre todo, la intensidad con la que me observaba.


La rendija entre los asientos era estrecha y no me permitía ver con claridad su rostro. Además, la chica se había atravesado para besarlo con desesperación, bloqueándome por completo.


Me senté recta en mi asiento, me sentí apenada por haber sido descubierta, y molesta por haber caído en su trampa. 


Ese hombre era peligroso, un exhibicionista atrevido, que le gustaba llamar la atención.


«Te voy a ignorar, nada de esto está pasando», me repetí mentalmente. Tomé mucho aire y lo retuve por unos segundos en mis pulmones, para luego soltarlo poco a poco, concentrándome en mis respiraciones. Necesitaba poner en orden mis pensamientos. Si era posible después de haber sido testigo de una escena como aquella.


Dejé pasar unos diez minutos y, me levanté con cuidado de no mirarlos. Caminé hasta el diminuto baño del avión y aseguré la puerta. Miré mi reflejo en el espejo, estaba sonrojada, excitada y, sofocada.


«Esto no está bien» pensé, negando con la cabeza.


Abrí el grifo y arrojé agua sobre mi rostro. Lo sequé con cuidado con una toalla de papel, sintiéndome más tranquila. 


«Seguro son una pareja de recién casados», dije en voz baja para justificar el hecho. Pero no podía borrarme de la mente esa mirada azul.


Al volver a mi asiento, noté que la mujer sentada detrás de mí no seguía acompañada. Por alguna extraña razón, que no sé explicar, eso me hizo sentir mejor.


Me dispuse a sentarme cuando encontré un papel sobre el cojín de mi butaca. Lo tomé para examinarlo con detenimiento. Era una tarjeta personal, con la firma: Sandra Lagunes, Esteticista.


Entrecerré los ojos y miré a mi alrededor. No hallé rastros del hombre de los ojos azules. Volví a revisar la tarjeta y al voltearla, encontré del otro lado un mensaje escrito en bolígrafo.


«Espero te haya gustado lo que viste, llámame…». Junto se hallaba el número de un teléfono móvil.


—El hombre que estaba conmigo te la dejó —me dijo la mujer—Es mi tarjeta, se la di porque él no tenía donde anotar. Llámalo, no te vas a arrepentir. —Me soltó con frescura—También pueden llamarme, haríamos un trio estupendo —aseguró guiñándome un ojo y sonriéndome con malicia.


Me sonrojé hasta las orejas, y me senté sin decir nada, porque me había quedado sin palabras. Era la primera vez que vivía una situación de ese tipo.


Agarré mi bolso y lance en su interior la tarjeta. Saqué mi iPod y me coloqué los audífonos, queriendo eludir todo lo que me rodeaba. Busqué entre las canciones hasta dar con el álbum de Coldplay.


Cerré los ojos al escuchar las notas del primer tema y solté un bufido de frustración. La situación se me había escapado de las manos. Ese hombre… ¿qué se creía? Se notaba muy seguro de sí mismo, pero conmigo se había equivocado. Eso tenía que demostrárselo si volvía a toparme con él.











MISTERIO: CAPITULO 1





—Date prisa en lo que te bajes Paula, no quiero que pierdas el vuelo —dijo impaciente mi padre al estacionar frente a una de las entradas del aeropuerto.


Aquella última semana de otoño papá me llevó al aeropuerto 


La Guardia, de la ciudad de Nueva York, después de viajar de nuestro departamento en el Upper East Side, en Manhattan, cerca de Central Park. Debía abordar un vuelo con destino a Dallas, donde se celebraría El II Congreso Nacional de Medicina Moderna, en el que me había inscrito hacía pocas semanas.


—Tranquilo, no voy a perderlo —le aseguré dándole un ligero apretón en la rodilla, enseguida él se bajó para sacar mi equipaje del maletero. Tomé el bolso del asiento de atrás y me cercioré de no dejar nada antes de salir del auto.


—Nos vemos en unos días. Llámame para saber que llegaste bien. —Pidió y me dio un abrazo depositando un beso en mi mejilla.


Roberto Chaves, mi padre, a sus cuarenta y seis años, era apuesto. Con una altura de un metro ochenta y siete, piel bronceada y cabellos castaños, aún atraía miradas. Su excelente condición física se debía a su fanatismo por salir a correr a diario y a mantener una buena alimentación. Poseía un corazón de oro, era paciente, cariñoso y muy trabajador. 


Era médico, al igual que mi abuelo Tomas. Ambos provenían de una familia de cirujanos y por lo tanto, yo no podía ser menos. Decidí seguir los pasos de los dos hombres que más quería y admiraba en el mundo.


Un mes atrás me gradué de médico cirujano, con una especialización en pediatría en la Universidad de Columbia. 


Estaba tratando de conseguir trabajo en el Hospital de la ciudad, sabía que no me iba a ser fácil si no contaba con la ayuda de mi padre. Debía ampliar mis conocimientos y aumentar el valor a mi título. Por eso asistía al congreso.


Papá me entregó el asa de la maleta de ruedas, y nos despedimos para luego encaminarme a paso ligero, al interior del aeropuerto. Antes que las puertas mecánicas se cerraran tras de mí, me giré hacia él. Estaba recostado del coche viendo como me alejaba. Lo saludé con la mano y seguí mi camino hacia el mostrador de la aerolínea, para deshacerme del equipaje.


Cuando salimos juntos, muchas veces me daba cuenta como las mujeres lo observaban, pero muy dentro de mí, no conseguía entender como ninguna lo terminaba de atrapar. 


Yo era lo que llaman «un error de juventud», papá apenas contaba con veinte años cuando tuvo que ocuparse de mí. 


¿Y mi madre?, ella sencillamente se había esfumado. Pero eso no evitó que Roberto fuera un padre maravilloso.


La historia de mi madre para mí era un misterio. Un tema Tabú en la familia. Los abuelos no la nombraban y la eterna respuesta de papá a mis preguntas era: «no quiero hablar de eso ahora».


Esa actitud siempre me molestó. Por años insistí para que me concedieran algo de información, fracasando en cada uno de mis intentos.


Por eso había tomado la decisión de buscarla por mi cuenta, y descubrir que había sido de ella, si estaba viva o muerta, y los motivos que tuvo para dejarnos y desaparecer sin mirar atrás. Para mí ella era una incógnita, un enigma que deseaba resolver.


Oscar, mi actual novio, se había ofrecido a ayudarme. Él y yo llevábamos saliendo un par de meses, y desde que le había contado lo poco que sabía sobre mi madre, se había convertido en mi cómplice y soporte en esta investigación. 


Con su ayuda contraté los servicios de un investigador privado, para poder pasar esa página, y saciar de una vez por todas, mi curiosidad. Tenía derecho de conocer la verdad.


Desde siempre había tenido problemas para asumir compromisos y, responsabilidades, y de un tiempo para acá, mi inclinación por la bebida se había acentuado. Intuía que su abandono tenía mucho que ver con eso.


Necesitaba cerrar ese ciclo, seguir adelante y no dejarme arrastrar por la depresión.


En lo personal, me consideraba una romántica empedernida. 


Esperaba que algún día apareciera mi príncipe azul. Fiel creyente del matrimonio. Quizás eso se debiera a la unión tan hermosa que había visto por parte de mis abuelos y de cómo ellos se complementaban. Sin embargo y aunque sonará contradictorio, tenía serios problemas para mantener una relación romántica por más de tres meses.


Después de pasar los molestos chequeos de seguridad, me dirigí al área especial para las personas que viajaban en primera clase.


Los vuelos me ponían un poco nerviosa. Como me quedaba algo de tiempo decidí tomarme una copa y comerme un bocadillo, me moría de hambre. Caminé rápido hasta llegar a la sala VIP de la aerolínea con la que viajaba. Al entrar una mesa larga, adornada con un mantel blanco y un par de ramos de flores de diferentes colores colocados en el centro, llamó mi atención. Sobre ella se encontraban bandejas con distintos tipos de comida, desde pastas frías, hasta estofados de carne. Me acerqué y examiné cada una de ellas, tratando de elegir que servirme.


—Se ve buena la comida. —Me comunicó una voz masculina a mi lado, mientras yo, sin remordimientos, llenaba un plato con una de las ensaladas frías. Por el apuro del viaje no había almorzado y ahora mi estómago gruñía tan fuerte, que estaba segura que lo podían oír.


—Sí, todo luce delicioso —respondí sin mirarlo, por un momento su voz me había sonado ligeramente familiar, pero decidí no darle importancia.


Al terminar de servirme un poco del estofado de carne, levanté el rostro buscando al dueño de aquella voz dulce y profunda, pero era demasiado tarde. Se había ido.








MISTERIO: SINOPSIS





Paula es una chica normal, alegre, romántica y soñadora. 


Tenía dieciocho años cuando fue rechazada por Pedro, su amor platónico de la adolescencia, «¡Eres una niña para mí!», fue lo último que le dijo antes de desaparecer.


Han pasado 8 años, Paula se acaba de graduar de médico, sigue viviendo con su padre, tiene su mejor amiga Alicia y un novio que la adora. Su vida es tranquila y rutinaria, pero no todo es perfecto para Paula como todos creen, ella está obsesionada por descubrir los motivos que tuvo su madre para abandonarla. Un secreto de familia del que nadie es capaz de hablar.


Pedro Alfonso es un exitoso médico cirujano, un hombre seguro de sí mismo, ambicioso, prepotente y apuesto a rabiar. Un terrible accidente cambió su vida, e hizo que se convirtiera en un hombre incapaz de mantener una relación con una mujer por más de una noche.


Un encuentro inesperado con el pasado, los hará vivir situaciones que los pondrán a prueba, y aunque compartan la misma carrera, ambos tienen estilos de vida muy diferentes, demostrándoles que no todo se basa en emociones fuertes y misterios por resolver. Paula se verá en una encrucijada, donde elegir con quién quedarse será una decisión complicada.





sábado, 2 de enero de 2016

PERFECTA PARA MI: CAPITULO FINAL







Durante las horas siguientes, sus cuerpos se entregaron a un profundo e inevitable letargo. Desnudos y abrazados bajo la manta, dejaron pasar el tiempo mientras contemplaban el fuego en un relajante estado de duermevela.


Paula entreabrió los párpados y se sorprendió al contemplar a una figura sentada en el sofá frente a ella. Al principio creyó que era Pedro, pero en aquel momento lo sintió revolverse a su lado y abrazarla por la cintura. Abrió los ojos alarmada, y a punto estuvo de soltar un grito por la sorpresa.


—Hola —dijo la figura de Samuel mientras apoyaba el codo con desenfado en el brazo del sofá.


Parpadeando varias veces, Paula trató de verificar aquello que estaba viendo.


—¿Samuel? —farfulló.


—Sí, nena —respondió aburrido—. ¿Es que tan mal me ha sentado morirme?


Completamente anonadada, ella negó sacudiendo la cabeza.


Samuel estiró el cuello para mirar a Pedro, que dormía con placidez detrás de ella.


—¡Menudo revolcón acabas de darle a mi hijo!


Paula jadeó.


—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —Resopló abochornada.


Sus ojos de truhán brillaron divertidos.


—El suficiente como para darme cuenta de que eres lo mejor que le ha pasado a ese memo.


—Shhhh —Paula le hizo callar mientras se sentaba, sujetándose la manta sobre el pecho—, ¿qué estás haciendo aquí?


—¿Es que no me echabas ni un poco de menos?


—Claro que te echo de menos —respondió—. ¿Pero tenías que presentarte aquí, y ahora? —susurró, y al instante notó incendiarse sus mejillas.


Una carcajada enorme resonó en la garganta de Samuel.


—No se me ocurría un momento mejor.


—¡Ya basta!


—Bueno, no te enfades —murmuró conciliador—. Solo he venido a ver la casa de la que tanto hablabas —explicó, mirando a su alrededor.


Paula suspiró al recordar aquellos días en los que él la dejaba parlotear sobre sus planes de futuro mientras la observaba con aquella intensidad tan suya.


—¿Y qué piensas?


Los ojos de Samuel volaron de nuevo hasta ella.


—Será un éxito, igual que todo aquello que decidas emprender —aseveró, estirando otra vez el cuello para mirar a su hijo.


Al comprender que se refería a lo que ellos acababan de iniciar, el corazón de Paula dio un pequeño brinco. Observó a Pedro, que descansaba junto a ella con el fuego bañando de luces y sombras su plácido rostro.


—No sé cuánto tiempo vamos a estar juntos ni si conseguiremos hacerlo funcionar, pero le amo —susurró, volviendo a mirar a Samuel.


Él sonrió como nunca le había visto hacerlo; con una sonrisa amplia y sincera que afectó a sus ojos.


—«¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. Toda la vida.»


Paula le escuchó recitar de memoria las últimas frases de «El amor en los tiempos del cólera», y al momento sintió cómo las lágrimas empañaban su mirada. ¿Sería posible para ellos encontrar un río Magdalena por el cual navegar toda la vida juntos, ajenos a la fealdad del mundo y a la muerte? ¿Sería posible que al fin hubiera encontrado a su Florentino Ariza?


—Ay, Samuel —susurró emocionada—, tengo mucho miedo a lo que pueda pasar si no funciona. Pero siento auténtico pánico a vivir sin intentarlo.


Los oscuros ojos de Samuel resplandecieron ante aquellas palabras.


—Importa la calidad del tiempo que paséis juntos, no la cantidad.


Paula sonrió con ternura.


—¿Toda la vida? —dijo, transformando en una pregunta la respuesta de Florentino Ariza.


—Toda la vida —convino Samuel con otra brillante sonrisa—. Pero tendrás que ser un poco paciente con él —continuó, señalando a su hijo—, porque el pobre es igual que yo: un cenutrio total para las emociones.


Ella negó con la cabeza.


—Nada de eso es verdad.


—Sí lo es, y por eso su madre me dejó y terminé solo.


Paula lo miró sorprendida; era la primera vez que se refería a su esposa, y la aflicción en su voz indicaba cuánto la había amado, y cuánto la amaba todavía.


—No estabas solo —respondió.


Samuel la miró intensamente.


—No, tú estabas conmigo...



****


Un insistente cosquilleo en el hombro la hizo arrugar la nariz. Intentó apartar aquella molestia con la mano, pero no lo consiguió. Parpadeando varias veces, Paula fue abriendo los ojos hasta enfocar el rostro sonriente de Pedro.


Con un codo apoyado en el suelo y la cabeza en la mano, él le sonreía con ternura mientras le acariciaba el hombro con los dedos.


—¿Sabías que también te sonrojas cuando duermes?


Aturdida por el cansancio, tardó unos segundos en ubicarse y comprender lo que decía.


—Si tú supieras… —ronroneó, después de volver la cabeza hacia el sillón vacío y comprobar que la visión de Samuel no había sido más que un sueño.


—¿Qué?


—¿No tienes hambre? —preguntó Paula cambiando de tema, pues no tenía intención de hablar de su sueño con Samuel, ni de contarle por qué se había sonrojado mientras dormía.


Pedro la tomó del brazo y apartó la cabeza hacia atrás.


—Tengo un hambre canina.


Remoloneando como una niña pequeña, Paula se levantó y se puso su camisa, que ya se había secado. Fue a la cocina y dispuso una bandeja con las sobras de la cena de
Nochebuena antes de regresar a la sala.


—¿Sabes en lo que he estado pensando? —dijo, tras dejar la bandeja en el suelo y sentarse junto a él.


Pedro negó distraído con la cabeza, observando con apetencia el contenido de los platos.


—¿Crees que tu padre lo sabía?


Los ojos de él se fijaron otra vez en su cara.


—¿Qué?


—Esto —respondió, señalándoles a ambos con el dedo—. Eso explicaría que me dejara el oro y que dispusiera que tenía que entregártelo en persona, además de su deseo porque lo gestionáramos juntos.


Pedro tomó un trocito de pan tostado con los dedos y se lo metió en la boca. Masticó en silencio durante unos segundos, meditando en aquella idea.


—Creo que se enamoró de ti, de eso estoy seguro, y puede que pensara que si yo te conocía me pasaría lo mismo —se calló y la observó con intensidad—. Bien por él.


Paula sonrió al advertir la misma ternura en su voz al referirse a su padre que la de Samuel al hablar de él durante el sueño.


—Pero no creo que fuera tan previsor como para saber que yo me empecinaría tanto en que renunciaras como para venir hasta aquí —continuó él—; ni que iba a llover hasta el punto de quedarme atrapado; o que tenía un hijo tan estúpido como para intentar sacar del lodo un coche con unos tablones…


Inspirando con fuerza, Paula lo observó parlotear enumerando los motivos lógicos por los que su padre no había intercedido para unirles. Infinitamente guapo con el pelo revuelto y la piel sonrojada, sintió que le amaba porque le era imposible no hacerlo. Cerró los ojos durante un instante al sentir que el recuerdo de Samuel le embargaba el corazón. «Muchas gracias», pensó emocionada.


Terminaron de cenar y volvieron a dormirse abrazados frente a la chimenea encendida. Afuera, la noche era clara y las estrellas brillaban con una intensidad casi irreal. Las nubes habían desaparecido del cielo y la lluvia iba a tardar días en regresar.








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 22




Durante la madrugada, él se puso el pantalón y fue a echar más leña a la chimenea.


—¿Por qué te pusieron Pedro?


Se giró hacia ella, que lo observaba con la cabeza apoyada en la mano.


—¿No te gusta?


—No, no es eso —respondió—, solo me parece poco común.


Pedro regresó debajo de la manta y la acurrucó entre sus brazos.



Paula se rió antes de recostarse de nuevo en su pecho, y ambos volvieron a quedarse en silencio contemplando el fuego.


—Mi madre era inglesa


Sorprendida con la revelación, ella levantó nuevamente la cabeza para mirarlo. 


—No —respondió—, tu padre nunca hablaba de ella.


Paula creyó que él iba a decir algo más, pero no fue así. 


Entonces volvió a abrazarle mientras le acariciaba el suave vello del pecho. No quería forzarlo a conversar si no lo deseaba. En pocos días le había hablado con bastante naturalidad de su infancia y de sus padres, y sentía que su confianza en ella crecía poco a poco. Había tiempo de sobra para ir sanando las heridas de los dos.


—¿Sabes qué? —murmuró ella—. Acabo de recordar algo que siempre decía mi abuelo.


Él la apartó ligeramente para contemplar su cara.


—¿Y me lo vas a decir, o no? —dijo, con una tierna sonrisa.


Paula rió por su impaciencia.


—Mis abuelos eran muy diferentes; ella era inquieta y nerviosa, mientras que él era la personificación de la serenidad —explicó, enternecida por su recuerdo—. Mi abuelo siempre decía que él era como el acantilado que contenía a la agitada marea de mi abuela.


Los brillantes ojos de Pedro recorrieron su rostro.


—¿De modo que así es como me ves: como un alto, macizo y robusto acantilado? Me gusta —murmuró con arrogancia.


Paula se rió mientras negaba con la cabeza.


—Tú serías la marea, cariño.


—¿Yo, la marea? —repitió, fingiéndose ofendido—. Pero si soy pura calma y tranquilidad.


Ella estalló en carcajadas.


—Sí, seguro —bromeó.


Pedro se quedó hechizado por el sonido de su risa. La tomó por la cintura y se colocó otra vez sobre ella. Paula se puso muy seria y respondió arqueándose contra su cuerpo.


—Pues acabas de desatar el temporal, mi vida, y el oleaje embravecido va a sobrepasar el acantilado... —Las palabras se apagaron en su boca, en los besos ardientes y húmedos que fue dejando a lo largo de su cuello. Pedro deslizó las manos por el arco de su espalda y recorrió la delicada línea de su columna hasta agarrarla por las nalgas. La tomó con firmeza y la alzó, acoplando sus caderas contra las de él.


Paula apartó su boca y se irguió para arrodillarse frente a él. 


Debía tomar la iniciativa antes de que la forma enloquecedora en que le hacía el amor terminara por nublarle la razón.


Él pareció un poco desconcertado, pero la dejó hacer. Se acostó sobre la manta mientras sus ojos resplandecían de pasión al contemplarla tomar el mando. Paula deslizó sus dedos por la tersa piel de los músculos de su abdomen y descendió hasta el punto en que su cuerpo palpitaba de excitación. Lo tomó entre las manos y le acarició la tersa piel de forma pausada, como sabía que le daba más placer. Un sonido ahogado escapó de la garganta de él mientras echaba la cabeza hacia atrás y se arqueaba, buscando un mayor contacto allí donde lo tocaba con aquella lentitud enloquecedora.


—Paula...


Oírle gemir su nombre la volvió loca. Se apartó de repente y, con un gesto efectivo, se alzó sobre él. Lamió el latente pulso que saltaba en su cuello, besó su poderosa mandíbula y buscó su boca con desesperación. El beso fue ardiente y ansioso, solo una muestra del deseo incontrolado que la desbordaba. Se colocó a horcajadas sobre él y con mucha suavidad le guió hasta su interior. Pedro gruñó mientras la asía por las caderas y se arqueaba para penetrarla hasta el fondo.


Paula se apoyó en el agitado pecho masculino y contuvo la respiración ante la vibrante emoción de estar nuevamente llena. Él se retorcía debajo invitándola a moverse, pero ella permaneció quieta. Sin hacer caso a su protesta, se alzó sobre su cuerpo hasta casi hacerle salir para, acto seguido, descender nuevamente y envolverle por completo. Repitió la operación varias veces mientras arqueaba la espalda, permitiéndole llegar más adentro en cada acometida. Las manos de Pedro la tocaban por todas partes, le apretaban las nalgas, subían por su vientre hasta los pechos para estrujarlos con ímpetu.


Los latidos de su corazón retumbaban en todas las fibras de su cuerpo, en su cabeza, en sus brazos, y en su vientre. El deseo salvaje se había desatado dentro de ella y le era imposible detenerse. Estaba completamente a su merced y cada gemido que escapaba de la garganta de Pedro la volvía loca. Se sintió como una poderosa diosa de la seducción: amada y venerada.


—Me encantas —gruñó ella, mirándole a los ojos—. Desde el mismo instante en que te vi, me encantas.


Pedro se alzó para tomar su boca con una fuerza que dejaba constancia de toda su hambre. Apoyó la espalda en el sofá y se sentó con ella sobre su regazo. La estrechó entre sus brazos mientras la hacía subir y bajar sobre su enorme erección. Ella se arqueó hacia atrás y su cuerpo quedó a su entera disposición. Bajó la cabeza y tomó su excitado pezón con la boca haciéndola gritar y contorsionarse de placer.


Paula se enganchó a su cuello al mismo tiempo que bajaba la mirada hasta su rostro. Él la observaba de una forma salvaje y aturdida, como si se hallara ante algo insólito y asombroso. Ella le besó de forma reverente mientras se abría aún más. Las sensaciones se sucedían a toda velocidad, multiplicándose en cada acometida. Las fuertes contracciones de placer la obligaron a arquearse hacia atrás mientas se convulsionaba contra él en la mayor liberación sexual que había experimentado nunca. Pedro la agarró por las caderas y gritó, latiendo violentamente dentro de ella.


Los dos cayeron enredados en una maraña de brazos y piernas, sin saber dónde empezaba el uno y terminaba el otro. Más muertos que vivos y completamente saciados, permanecieron abrazados, acompañados de sus entrecortadas respiraciones y del crepitar de la leña consumiéndose en la chimenea.






PERFECTA PARA MI: CAPITULO 21




Paula abrió los ojos y lo observó, perezosa.



—Estás despierto —susurró, con una somnolienta sonrisa.


Él correspondió a su sonrisa con otra aún más amplia.


—Es que no quería perderme el espectáculo de verte dormir.


Paula se hizo un ovillo y se escondió bajo la manta.


—¿Sabes? He estado pensando una cosa —dijo Pedro, todavía sonriendo.


Ella sacó la cabeza de la manta y le miró.


—¿Qué?


—¿Cuál va a ser tu política sobre mantener relaciones con tu socio? —preguntó, mientras le apartaba la desordenada melena de la cara.


Los plateados ojos de Paula estudiaron su rostro con curiosidad. Su gesto cambió al comprender lo que le estaba diciendo.


—¿No querrás decir que vas a invertir en el hotel ahora que me he acostado contigo, verdad? —murmuró, resoplando de indignación.


Pedro no pudo evitar volver a sonreír.


—No, eso lo decidí el primer día que pasé contigo —respondió—. Lo que me preguntaba es si estarías interesada en los servicios de un asesor.


Paula se sujetó la manta contra el pecho antes de sentarse en el suelo y volver la cara hacia él.


—¿Qué intentas decirme?


—No lo tengo muy seguro porque esta es la primera vez que lo hago —Pedro habló cuidadosamente, midiendo cada palabra—, pero creo que intento decirte que me gustaría quedarme aquí contigo.


—¿Solo lo crees?


Su tono decepcionado animó a Pedro a continuar.


—En realidad estoy seguro, pero trato de no asustarte.


Pedro sabía que debía ir despacio, medir los riesgos y hablarle de pros y contras; al igual que haría con un negocio importante. Pero estaba nervioso e inseguro. Era la primera vez en su vida que temía no conseguir lo que quería; y con ella lo quería todo.


—Bueno, ¿qué piensas tú? —preguntó impaciente, incorporándose y sentándose a su lado.


A Paula se le quebró la respiración. No sabía si le estaba diciendo lo que creía que le estaba diciendo, pero también pensó en que si no lo era, aquella era la mejor oportunidad para aclararlo. Pues su corazón jamás había estado tan vulnerable y expuesto. Había llegado el momento, el instante ideal, para poner nombre a sus sentimientos.


—¿Que qué pienso? —susurró—. Pues pienso que me encantaría no estar sola en esta aventura, y que solo puedo pensar en ti para que me acompañes. —La sonrisa de él fue ensanchándose mientras la escuchaba—. Sin embargo, no quiero que seas mi asesor, o mi asesor-amante, o lo que sea que estés pensando —descartó inquieta—. Porque me gustas, incluso cuando protestas y te pones insoportable, y he descubierto que durante este tiempo me he enamorado de ti —espetó, antes de apartar los ojos de él y mirar al frente—. Por eso sé que no podría soportar una relación de socios que se acuestan, o de amigos con derecho a roce o… lo que sea.


Con una palpitante emoción vibrando en su pecho, Pedro la tomó de los brazos y la volvió hacia él.


—Disculpa que interrumpa tu parloteo, cariño —dijo con sorna—. Pero no te estoy proponiendo nada de eso. No quería asustarte y por ello, tal vez, no me haya explicado bien, porque lo que trato de decirte es que quiero que seas mi novia.


Paula le miró con atención. Observó sus ojos brillantes y su semblante alegre.


—Yo no puedo ser tu novia —refunfuñó, apartando la mirada.


Pedro arrugó el ceño.


—¿Por qué?


—No soy para nada tu estilo, Pedro. ¿Tú te has visto? Tu traje cuesta más que mis muebles. Eres de esas personas que se rodean de todo lo mejor sin importarles lo que cuesta; que lo critica todo y protesta de forma incansable hasta que consigue lo que quiere. —Ella le lanzó una mirada de reojo mientras jugueteaba con los dedos sobre la manta—. Yo sufro desmayos con cada presupuesto que recibo, mido cada euro como si fuera el último, y siempre he preferido ceder antes que ser maleducada y tener que molestar a alguien.


Pedro trató de contener la risa pero no lo logró. Su pechó se hinchó de orgullo al contemplarla tratando de organizar sus sentimientos. Era absolutamente preciosa.


—Te quiero —espetó, con la voz aún afectada por la risa—. Y por lo que dices creo que seremos la pareja perfecta


Ella escrutó su rostro con avidez.


—¿Qué?


—Que seremos la pareja perfecta.


—Eso no, lo otro —corrigió impaciente.


Exhalando un entrecortado suspiro, Pedro se sorprendió subyugado por su ternura y por el maravilloso brillo de sus ojos.


—Te quiero —repitió con paciencia, antes de bajar la cabeza y ceder a la tentación de besarla.


Ella acarició la aspereza de su mejilla con las manos, mientras sentía la cálida presión de sus labios. Entonces bajó la cabeza y apoyó su frente en la de él.


—Yo también te quiero —suspiró—. Pero no sé cómo lo haremos funcionar. ¿Dejarás tu trabajo para mudarte a este lugar apartado del mundo?


Paula calló cuando él le puso un dedo sobre los labios.


—Tengo una buena cartera de clientes y puedo trabajar con ellos por Internet; claro que antes tendremos que arreglar los problemas de conexión. Sin embargo —continuó con picardía—, ahora me gustaría concentrarme en eso que acabas de decir sobre que te gusto un poquito.


Ella sonrió.


—Me gustas mucho más que un poquito.


—¿Cuánto más?


—Mucho más.


Pedro le dio un beso apasionado y volvió a tumbarse sobre ella. El fuego de la chimenea se apagaba mientras el suyo se avivaba con una pasión incendiaria. Sus cuerpos encajaron otra vez como si fueran las últimas piezas de un rompecabezas. Él abandonó sus labios por unos instantes para besarla en el cuello, y las siguientes horas se concentró en demostrarle lo perfecta que era, lo sencillamente perfecta que era para él.