Durante las horas siguientes, sus cuerpos se entregaron a un profundo e inevitable letargo. Desnudos y abrazados bajo la manta, dejaron pasar el tiempo mientras contemplaban el fuego en un relajante estado de duermevela.
Paula entreabrió los párpados y se sorprendió al contemplar a una figura sentada en el sofá frente a ella. Al principio creyó que era Pedro, pero en aquel momento lo sintió revolverse a su lado y abrazarla por la cintura. Abrió los ojos alarmada, y a punto estuvo de soltar un grito por la sorpresa.
—Hola —dijo la figura de Samuel mientras apoyaba el codo con desenfado en el brazo del sofá.
Parpadeando varias veces, Paula trató de verificar aquello que estaba viendo.
—¿Samuel? —farfulló.
—Sí, nena —respondió aburrido—. ¿Es que tan mal me ha sentado morirme?
Completamente anonadada, ella negó sacudiendo la cabeza.
Samuel estiró el cuello para mirar a Pedro, que dormía con placidez detrás de ella.
—¡Menudo revolcón acabas de darle a mi hijo!
Paula jadeó.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —Resopló abochornada.
Sus ojos de truhán brillaron divertidos.
—El suficiente como para darme cuenta de que eres lo mejor que le ha pasado a ese memo.
—Shhhh —Paula le hizo callar mientras se sentaba, sujetándose la manta sobre el pecho—, ¿qué estás haciendo aquí?
—¿Es que no me echabas ni un poco de menos?
—Claro que te echo de menos —respondió—. ¿Pero tenías que presentarte aquí, y ahora? —susurró, y al instante notó incendiarse sus mejillas.
Una carcajada enorme resonó en la garganta de Samuel.
—No se me ocurría un momento mejor.
—¡Ya basta!
—Bueno, no te enfades —murmuró conciliador—. Solo he venido a ver la casa de la que tanto hablabas —explicó, mirando a su alrededor.
Paula suspiró al recordar aquellos días en los que él la dejaba parlotear sobre sus planes de futuro mientras la observaba con aquella intensidad tan suya.
—¿Y qué piensas?
Los ojos de Samuel volaron de nuevo hasta ella.
—Será un éxito, igual que todo aquello que decidas emprender —aseveró, estirando otra vez el cuello para mirar a su hijo.
Al comprender que se refería a lo que ellos acababan de iniciar, el corazón de Paula dio un pequeño brinco. Observó a Pedro, que descansaba junto a ella con el fuego bañando de luces y sombras su plácido rostro.
—No sé cuánto tiempo vamos a estar juntos ni si conseguiremos hacerlo funcionar, pero le amo —susurró, volviendo a mirar a Samuel.
Él sonrió como nunca le había visto hacerlo; con una sonrisa amplia y sincera que afectó a sus ojos.
—«¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. Toda la vida.»
Paula le escuchó recitar de memoria las últimas frases de «El amor en los tiempos del cólera», y al momento sintió cómo las lágrimas empañaban su mirada. ¿Sería posible para ellos encontrar un río Magdalena por el cual navegar toda la vida juntos, ajenos a la fealdad del mundo y a la muerte? ¿Sería posible que al fin hubiera encontrado a su Florentino Ariza?
—Ay, Samuel —susurró emocionada—, tengo mucho miedo a lo que pueda pasar si no funciona. Pero siento auténtico pánico a vivir sin intentarlo.
Los oscuros ojos de Samuel resplandecieron ante aquellas palabras.
—Importa la calidad del tiempo que paséis juntos, no la cantidad.
Paula sonrió con ternura.
—¿Toda la vida? —dijo, transformando en una pregunta la respuesta de Florentino Ariza.
—Toda la vida —convino Samuel con otra brillante sonrisa—. Pero tendrás que ser un poco paciente con él —continuó, señalando a su hijo—, porque el pobre es igual que yo: un cenutrio total para las emociones.
Ella negó con la cabeza.
—Nada de eso es verdad.
—Sí lo es, y por eso su madre me dejó y terminé solo.
Paula lo miró sorprendida; era la primera vez que se refería a su esposa, y la aflicción en su voz indicaba cuánto la había amado, y cuánto la amaba todavía.
—No estabas solo —respondió.
Samuel la miró intensamente.
—No, tú estabas conmigo...
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Con un codo apoyado en el suelo y la cabeza en la mano, él le sonreía con ternura mientras le acariciaba el hombro con los dedos.
—¿Sabías que también te sonrojas cuando duermes?
Aturdida por el cansancio, tardó unos segundos en ubicarse y comprender lo que decía.
—Si tú supieras… —ronroneó, después de volver la cabeza hacia el sillón vacío y comprobar que la visión de Samuel no había sido más que un sueño.
—¿Qué?
—¿No tienes hambre? —preguntó Paula cambiando de tema, pues no tenía intención de hablar de su sueño con Samuel, ni de contarle por qué se había sonrojado mientras dormía.
Pedro la tomó del brazo y apartó la cabeza hacia atrás.
—Tengo un hambre canina.
Remoloneando como una niña pequeña, Paula se levantó y se puso su camisa, que ya se había secado. Fue a la cocina y dispuso una bandeja con las sobras de la cena de
Nochebuena antes de regresar a la sala.
—¿Sabes en lo que he estado pensando? —dijo, tras dejar la bandeja en el suelo y sentarse junto a él.
Pedro negó distraído con la cabeza, observando con apetencia el contenido de los platos.
—¿Crees que tu padre lo sabía?
Los ojos de él se fijaron otra vez en su cara.
—¿Qué?
—Esto —respondió, señalándoles a ambos con el dedo—. Eso explicaría que me dejara el oro y que dispusiera que tenía que entregártelo en persona, además de su deseo porque lo gestionáramos juntos.
Pedro tomó un trocito de pan tostado con los dedos y se lo metió en la boca. Masticó en silencio durante unos segundos, meditando en aquella idea.
—Creo que se enamoró de ti, de eso estoy seguro, y puede que pensara que si yo te conocía me pasaría lo mismo —se calló y la observó con intensidad—. Bien por él.
Paula sonrió al advertir la misma ternura en su voz al referirse a su padre que la de Samuel al hablar de él durante el sueño.
—Pero no creo que fuera tan previsor como para saber que yo me empecinaría tanto en que renunciaras como para venir hasta aquí —continuó él—; ni que iba a llover hasta el punto de quedarme atrapado; o que tenía un hijo tan estúpido como para intentar sacar del lodo un coche con unos tablones…
Inspirando con fuerza, Paula lo observó parlotear enumerando los motivos lógicos por los que su padre no había intercedido para unirles. Infinitamente guapo con el pelo revuelto y la piel sonrojada, sintió que le amaba porque le era imposible no hacerlo. Cerró los ojos durante un instante al sentir que el recuerdo de Samuel le embargaba el corazón. «Muchas gracias», pensó emocionada.
Terminaron de cenar y volvieron a dormirse abrazados frente a la chimenea encendida. Afuera, la noche era clara y las estrellas brillaban con una intensidad casi irreal. Las nubes habían desaparecido del cielo y la lluvia iba a tardar días en regresar.
Un hermoso final para una hermosa historia. Me encantó.
ResponderBorrarHermoso final! Gracias por compartirla!
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