sábado, 2 de enero de 2016

PERFECTA PARA MI: CAPITULO FINAL







Durante las horas siguientes, sus cuerpos se entregaron a un profundo e inevitable letargo. Desnudos y abrazados bajo la manta, dejaron pasar el tiempo mientras contemplaban el fuego en un relajante estado de duermevela.


Paula entreabrió los párpados y se sorprendió al contemplar a una figura sentada en el sofá frente a ella. Al principio creyó que era Pedro, pero en aquel momento lo sintió revolverse a su lado y abrazarla por la cintura. Abrió los ojos alarmada, y a punto estuvo de soltar un grito por la sorpresa.


—Hola —dijo la figura de Samuel mientras apoyaba el codo con desenfado en el brazo del sofá.


Parpadeando varias veces, Paula trató de verificar aquello que estaba viendo.


—¿Samuel? —farfulló.


—Sí, nena —respondió aburrido—. ¿Es que tan mal me ha sentado morirme?


Completamente anonadada, ella negó sacudiendo la cabeza.


Samuel estiró el cuello para mirar a Pedro, que dormía con placidez detrás de ella.


—¡Menudo revolcón acabas de darle a mi hijo!


Paula jadeó.


—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —Resopló abochornada.


Sus ojos de truhán brillaron divertidos.


—El suficiente como para darme cuenta de que eres lo mejor que le ha pasado a ese memo.


—Shhhh —Paula le hizo callar mientras se sentaba, sujetándose la manta sobre el pecho—, ¿qué estás haciendo aquí?


—¿Es que no me echabas ni un poco de menos?


—Claro que te echo de menos —respondió—. ¿Pero tenías que presentarte aquí, y ahora? —susurró, y al instante notó incendiarse sus mejillas.


Una carcajada enorme resonó en la garganta de Samuel.


—No se me ocurría un momento mejor.


—¡Ya basta!


—Bueno, no te enfades —murmuró conciliador—. Solo he venido a ver la casa de la que tanto hablabas —explicó, mirando a su alrededor.


Paula suspiró al recordar aquellos días en los que él la dejaba parlotear sobre sus planes de futuro mientras la observaba con aquella intensidad tan suya.


—¿Y qué piensas?


Los ojos de Samuel volaron de nuevo hasta ella.


—Será un éxito, igual que todo aquello que decidas emprender —aseveró, estirando otra vez el cuello para mirar a su hijo.


Al comprender que se refería a lo que ellos acababan de iniciar, el corazón de Paula dio un pequeño brinco. Observó a Pedro, que descansaba junto a ella con el fuego bañando de luces y sombras su plácido rostro.


—No sé cuánto tiempo vamos a estar juntos ni si conseguiremos hacerlo funcionar, pero le amo —susurró, volviendo a mirar a Samuel.


Él sonrió como nunca le había visto hacerlo; con una sonrisa amplia y sincera que afectó a sus ojos.


—«¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. Toda la vida.»


Paula le escuchó recitar de memoria las últimas frases de «El amor en los tiempos del cólera», y al momento sintió cómo las lágrimas empañaban su mirada. ¿Sería posible para ellos encontrar un río Magdalena por el cual navegar toda la vida juntos, ajenos a la fealdad del mundo y a la muerte? ¿Sería posible que al fin hubiera encontrado a su Florentino Ariza?


—Ay, Samuel —susurró emocionada—, tengo mucho miedo a lo que pueda pasar si no funciona. Pero siento auténtico pánico a vivir sin intentarlo.


Los oscuros ojos de Samuel resplandecieron ante aquellas palabras.


—Importa la calidad del tiempo que paséis juntos, no la cantidad.


Paula sonrió con ternura.


—¿Toda la vida? —dijo, transformando en una pregunta la respuesta de Florentino Ariza.


—Toda la vida —convino Samuel con otra brillante sonrisa—. Pero tendrás que ser un poco paciente con él —continuó, señalando a su hijo—, porque el pobre es igual que yo: un cenutrio total para las emociones.


Ella negó con la cabeza.


—Nada de eso es verdad.


—Sí lo es, y por eso su madre me dejó y terminé solo.


Paula lo miró sorprendida; era la primera vez que se refería a su esposa, y la aflicción en su voz indicaba cuánto la había amado, y cuánto la amaba todavía.


—No estabas solo —respondió.


Samuel la miró intensamente.


—No, tú estabas conmigo...



****


Un insistente cosquilleo en el hombro la hizo arrugar la nariz. Intentó apartar aquella molestia con la mano, pero no lo consiguió. Parpadeando varias veces, Paula fue abriendo los ojos hasta enfocar el rostro sonriente de Pedro.


Con un codo apoyado en el suelo y la cabeza en la mano, él le sonreía con ternura mientras le acariciaba el hombro con los dedos.


—¿Sabías que también te sonrojas cuando duermes?


Aturdida por el cansancio, tardó unos segundos en ubicarse y comprender lo que decía.


—Si tú supieras… —ronroneó, después de volver la cabeza hacia el sillón vacío y comprobar que la visión de Samuel no había sido más que un sueño.


—¿Qué?


—¿No tienes hambre? —preguntó Paula cambiando de tema, pues no tenía intención de hablar de su sueño con Samuel, ni de contarle por qué se había sonrojado mientras dormía.


Pedro la tomó del brazo y apartó la cabeza hacia atrás.


—Tengo un hambre canina.


Remoloneando como una niña pequeña, Paula se levantó y se puso su camisa, que ya se había secado. Fue a la cocina y dispuso una bandeja con las sobras de la cena de
Nochebuena antes de regresar a la sala.


—¿Sabes en lo que he estado pensando? —dijo, tras dejar la bandeja en el suelo y sentarse junto a él.


Pedro negó distraído con la cabeza, observando con apetencia el contenido de los platos.


—¿Crees que tu padre lo sabía?


Los ojos de él se fijaron otra vez en su cara.


—¿Qué?


—Esto —respondió, señalándoles a ambos con el dedo—. Eso explicaría que me dejara el oro y que dispusiera que tenía que entregártelo en persona, además de su deseo porque lo gestionáramos juntos.


Pedro tomó un trocito de pan tostado con los dedos y se lo metió en la boca. Masticó en silencio durante unos segundos, meditando en aquella idea.


—Creo que se enamoró de ti, de eso estoy seguro, y puede que pensara que si yo te conocía me pasaría lo mismo —se calló y la observó con intensidad—. Bien por él.


Paula sonrió al advertir la misma ternura en su voz al referirse a su padre que la de Samuel al hablar de él durante el sueño.


—Pero no creo que fuera tan previsor como para saber que yo me empecinaría tanto en que renunciaras como para venir hasta aquí —continuó él—; ni que iba a llover hasta el punto de quedarme atrapado; o que tenía un hijo tan estúpido como para intentar sacar del lodo un coche con unos tablones…


Inspirando con fuerza, Paula lo observó parlotear enumerando los motivos lógicos por los que su padre no había intercedido para unirles. Infinitamente guapo con el pelo revuelto y la piel sonrojada, sintió que le amaba porque le era imposible no hacerlo. Cerró los ojos durante un instante al sentir que el recuerdo de Samuel le embargaba el corazón. «Muchas gracias», pensó emocionada.


Terminaron de cenar y volvieron a dormirse abrazados frente a la chimenea encendida. Afuera, la noche era clara y las estrellas brillaban con una intensidad casi irreal. Las nubes habían desaparecido del cielo y la lluvia iba a tardar días en regresar.








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 22




Durante la madrugada, él se puso el pantalón y fue a echar más leña a la chimenea.


—¿Por qué te pusieron Pedro?


Se giró hacia ella, que lo observaba con la cabeza apoyada en la mano.


—¿No te gusta?


—No, no es eso —respondió—, solo me parece poco común.


Pedro regresó debajo de la manta y la acurrucó entre sus brazos.



Paula se rió antes de recostarse de nuevo en su pecho, y ambos volvieron a quedarse en silencio contemplando el fuego.


—Mi madre era inglesa


Sorprendida con la revelación, ella levantó nuevamente la cabeza para mirarlo. 


—No —respondió—, tu padre nunca hablaba de ella.


Paula creyó que él iba a decir algo más, pero no fue así. 


Entonces volvió a abrazarle mientras le acariciaba el suave vello del pecho. No quería forzarlo a conversar si no lo deseaba. En pocos días le había hablado con bastante naturalidad de su infancia y de sus padres, y sentía que su confianza en ella crecía poco a poco. Había tiempo de sobra para ir sanando las heridas de los dos.


—¿Sabes qué? —murmuró ella—. Acabo de recordar algo que siempre decía mi abuelo.


Él la apartó ligeramente para contemplar su cara.


—¿Y me lo vas a decir, o no? —dijo, con una tierna sonrisa.


Paula rió por su impaciencia.


—Mis abuelos eran muy diferentes; ella era inquieta y nerviosa, mientras que él era la personificación de la serenidad —explicó, enternecida por su recuerdo—. Mi abuelo siempre decía que él era como el acantilado que contenía a la agitada marea de mi abuela.


Los brillantes ojos de Pedro recorrieron su rostro.


—¿De modo que así es como me ves: como un alto, macizo y robusto acantilado? Me gusta —murmuró con arrogancia.


Paula se rió mientras negaba con la cabeza.


—Tú serías la marea, cariño.


—¿Yo, la marea? —repitió, fingiéndose ofendido—. Pero si soy pura calma y tranquilidad.


Ella estalló en carcajadas.


—Sí, seguro —bromeó.


Pedro se quedó hechizado por el sonido de su risa. La tomó por la cintura y se colocó otra vez sobre ella. Paula se puso muy seria y respondió arqueándose contra su cuerpo.


—Pues acabas de desatar el temporal, mi vida, y el oleaje embravecido va a sobrepasar el acantilado... —Las palabras se apagaron en su boca, en los besos ardientes y húmedos que fue dejando a lo largo de su cuello. Pedro deslizó las manos por el arco de su espalda y recorrió la delicada línea de su columna hasta agarrarla por las nalgas. La tomó con firmeza y la alzó, acoplando sus caderas contra las de él.


Paula apartó su boca y se irguió para arrodillarse frente a él. 


Debía tomar la iniciativa antes de que la forma enloquecedora en que le hacía el amor terminara por nublarle la razón.


Él pareció un poco desconcertado, pero la dejó hacer. Se acostó sobre la manta mientras sus ojos resplandecían de pasión al contemplarla tomar el mando. Paula deslizó sus dedos por la tersa piel de los músculos de su abdomen y descendió hasta el punto en que su cuerpo palpitaba de excitación. Lo tomó entre las manos y le acarició la tersa piel de forma pausada, como sabía que le daba más placer. Un sonido ahogado escapó de la garganta de él mientras echaba la cabeza hacia atrás y se arqueaba, buscando un mayor contacto allí donde lo tocaba con aquella lentitud enloquecedora.


—Paula...


Oírle gemir su nombre la volvió loca. Se apartó de repente y, con un gesto efectivo, se alzó sobre él. Lamió el latente pulso que saltaba en su cuello, besó su poderosa mandíbula y buscó su boca con desesperación. El beso fue ardiente y ansioso, solo una muestra del deseo incontrolado que la desbordaba. Se colocó a horcajadas sobre él y con mucha suavidad le guió hasta su interior. Pedro gruñó mientras la asía por las caderas y se arqueaba para penetrarla hasta el fondo.


Paula se apoyó en el agitado pecho masculino y contuvo la respiración ante la vibrante emoción de estar nuevamente llena. Él se retorcía debajo invitándola a moverse, pero ella permaneció quieta. Sin hacer caso a su protesta, se alzó sobre su cuerpo hasta casi hacerle salir para, acto seguido, descender nuevamente y envolverle por completo. Repitió la operación varias veces mientras arqueaba la espalda, permitiéndole llegar más adentro en cada acometida. Las manos de Pedro la tocaban por todas partes, le apretaban las nalgas, subían por su vientre hasta los pechos para estrujarlos con ímpetu.


Los latidos de su corazón retumbaban en todas las fibras de su cuerpo, en su cabeza, en sus brazos, y en su vientre. El deseo salvaje se había desatado dentro de ella y le era imposible detenerse. Estaba completamente a su merced y cada gemido que escapaba de la garganta de Pedro la volvía loca. Se sintió como una poderosa diosa de la seducción: amada y venerada.


—Me encantas —gruñó ella, mirándole a los ojos—. Desde el mismo instante en que te vi, me encantas.


Pedro se alzó para tomar su boca con una fuerza que dejaba constancia de toda su hambre. Apoyó la espalda en el sofá y se sentó con ella sobre su regazo. La estrechó entre sus brazos mientras la hacía subir y bajar sobre su enorme erección. Ella se arqueó hacia atrás y su cuerpo quedó a su entera disposición. Bajó la cabeza y tomó su excitado pezón con la boca haciéndola gritar y contorsionarse de placer.


Paula se enganchó a su cuello al mismo tiempo que bajaba la mirada hasta su rostro. Él la observaba de una forma salvaje y aturdida, como si se hallara ante algo insólito y asombroso. Ella le besó de forma reverente mientras se abría aún más. Las sensaciones se sucedían a toda velocidad, multiplicándose en cada acometida. Las fuertes contracciones de placer la obligaron a arquearse hacia atrás mientas se convulsionaba contra él en la mayor liberación sexual que había experimentado nunca. Pedro la agarró por las caderas y gritó, latiendo violentamente dentro de ella.


Los dos cayeron enredados en una maraña de brazos y piernas, sin saber dónde empezaba el uno y terminaba el otro. Más muertos que vivos y completamente saciados, permanecieron abrazados, acompañados de sus entrecortadas respiraciones y del crepitar de la leña consumiéndose en la chimenea.






PERFECTA PARA MI: CAPITULO 21




Paula abrió los ojos y lo observó, perezosa.



—Estás despierto —susurró, con una somnolienta sonrisa.


Él correspondió a su sonrisa con otra aún más amplia.


—Es que no quería perderme el espectáculo de verte dormir.


Paula se hizo un ovillo y se escondió bajo la manta.


—¿Sabes? He estado pensando una cosa —dijo Pedro, todavía sonriendo.


Ella sacó la cabeza de la manta y le miró.


—¿Qué?


—¿Cuál va a ser tu política sobre mantener relaciones con tu socio? —preguntó, mientras le apartaba la desordenada melena de la cara.


Los plateados ojos de Paula estudiaron su rostro con curiosidad. Su gesto cambió al comprender lo que le estaba diciendo.


—¿No querrás decir que vas a invertir en el hotel ahora que me he acostado contigo, verdad? —murmuró, resoplando de indignación.


Pedro no pudo evitar volver a sonreír.


—No, eso lo decidí el primer día que pasé contigo —respondió—. Lo que me preguntaba es si estarías interesada en los servicios de un asesor.


Paula se sujetó la manta contra el pecho antes de sentarse en el suelo y volver la cara hacia él.


—¿Qué intentas decirme?


—No lo tengo muy seguro porque esta es la primera vez que lo hago —Pedro habló cuidadosamente, midiendo cada palabra—, pero creo que intento decirte que me gustaría quedarme aquí contigo.


—¿Solo lo crees?


Su tono decepcionado animó a Pedro a continuar.


—En realidad estoy seguro, pero trato de no asustarte.


Pedro sabía que debía ir despacio, medir los riesgos y hablarle de pros y contras; al igual que haría con un negocio importante. Pero estaba nervioso e inseguro. Era la primera vez en su vida que temía no conseguir lo que quería; y con ella lo quería todo.


—Bueno, ¿qué piensas tú? —preguntó impaciente, incorporándose y sentándose a su lado.


A Paula se le quebró la respiración. No sabía si le estaba diciendo lo que creía que le estaba diciendo, pero también pensó en que si no lo era, aquella era la mejor oportunidad para aclararlo. Pues su corazón jamás había estado tan vulnerable y expuesto. Había llegado el momento, el instante ideal, para poner nombre a sus sentimientos.


—¿Que qué pienso? —susurró—. Pues pienso que me encantaría no estar sola en esta aventura, y que solo puedo pensar en ti para que me acompañes. —La sonrisa de él fue ensanchándose mientras la escuchaba—. Sin embargo, no quiero que seas mi asesor, o mi asesor-amante, o lo que sea que estés pensando —descartó inquieta—. Porque me gustas, incluso cuando protestas y te pones insoportable, y he descubierto que durante este tiempo me he enamorado de ti —espetó, antes de apartar los ojos de él y mirar al frente—. Por eso sé que no podría soportar una relación de socios que se acuestan, o de amigos con derecho a roce o… lo que sea.


Con una palpitante emoción vibrando en su pecho, Pedro la tomó de los brazos y la volvió hacia él.


—Disculpa que interrumpa tu parloteo, cariño —dijo con sorna—. Pero no te estoy proponiendo nada de eso. No quería asustarte y por ello, tal vez, no me haya explicado bien, porque lo que trato de decirte es que quiero que seas mi novia.


Paula le miró con atención. Observó sus ojos brillantes y su semblante alegre.


—Yo no puedo ser tu novia —refunfuñó, apartando la mirada.


Pedro arrugó el ceño.


—¿Por qué?


—No soy para nada tu estilo, Pedro. ¿Tú te has visto? Tu traje cuesta más que mis muebles. Eres de esas personas que se rodean de todo lo mejor sin importarles lo que cuesta; que lo critica todo y protesta de forma incansable hasta que consigue lo que quiere. —Ella le lanzó una mirada de reojo mientras jugueteaba con los dedos sobre la manta—. Yo sufro desmayos con cada presupuesto que recibo, mido cada euro como si fuera el último, y siempre he preferido ceder antes que ser maleducada y tener que molestar a alguien.


Pedro trató de contener la risa pero no lo logró. Su pechó se hinchó de orgullo al contemplarla tratando de organizar sus sentimientos. Era absolutamente preciosa.


—Te quiero —espetó, con la voz aún afectada por la risa—. Y por lo que dices creo que seremos la pareja perfecta


Ella escrutó su rostro con avidez.


—¿Qué?


—Que seremos la pareja perfecta.


—Eso no, lo otro —corrigió impaciente.


Exhalando un entrecortado suspiro, Pedro se sorprendió subyugado por su ternura y por el maravilloso brillo de sus ojos.


—Te quiero —repitió con paciencia, antes de bajar la cabeza y ceder a la tentación de besarla.


Ella acarició la aspereza de su mejilla con las manos, mientras sentía la cálida presión de sus labios. Entonces bajó la cabeza y apoyó su frente en la de él.


—Yo también te quiero —suspiró—. Pero no sé cómo lo haremos funcionar. ¿Dejarás tu trabajo para mudarte a este lugar apartado del mundo?


Paula calló cuando él le puso un dedo sobre los labios.


—Tengo una buena cartera de clientes y puedo trabajar con ellos por Internet; claro que antes tendremos que arreglar los problemas de conexión. Sin embargo —continuó con picardía—, ahora me gustaría concentrarme en eso que acabas de decir sobre que te gusto un poquito.


Ella sonrió.


—Me gustas mucho más que un poquito.


—¿Cuánto más?


—Mucho más.


Pedro le dio un beso apasionado y volvió a tumbarse sobre ella. El fuego de la chimenea se apagaba mientras el suyo se avivaba con una pasión incendiaria. Sus cuerpos encajaron otra vez como si fueran las últimas piezas de un rompecabezas. Él abandonó sus labios por unos instantes para besarla en el cuello, y las siguientes horas se concentró en demostrarle lo perfecta que era, lo sencillamente perfecta que era para él.








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 20




Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Pedro se movió hacia delante y aumentó la intensidad del beso. No encontró resistencia, y lo que comenzara como un tropiezo se convirtió al instante en un beso incendiario. Abrió la boca y la saboreó hasta el fondo. El ronco gruñido que se escapó de la garganta de ella y la forma en que se enganchó a su cuello terminaron por volverlo loco.


Tenía unos labios maravillosos que la besaban de manera escandalosa. Paula había dado y recibido otros besos; pero ninguno como aquellos. Le acarició la nuca con los dedos, introduciéndolos entre los mechones de cabello negro. Él la envolvió por completo entre sus brazos y su fuerza la atravesó como una lanza. La cabeza le daba vueltas y cada fibra de piel aguardaba expectante su contacto. Era increíble el nivel de excitación que aquel hombre conseguía solo tocándola con la boca. Dispuesta a averiguar lo que ocurriría si la tocara con todo el cuerpo, Paula se separó de él y se sacó el jersey y la camiseta interior. Se quedó quieta frente al fuego únicamente con su sencillo sujetador negro y los vaqueros, antes de lanzarle una tímida mirada. Sin saber qué hacer se mordió el labio inferior. No sentía pudor ni reservas, pero jamás había estado tan nerviosa.


Él se puso pie muy despacio sin dejar de mirarla. El negro de sus ojos resplandeció como el azabache a la luz del fuego.


—Voy a hacerte el amor —susurró.


No era una petición de permiso, sino más bien la constatación de un hecho. Pero oír cómo lo pronunciaba la hizo contraerse de deseo. Fue hacia él y lo abrazó. Pedro bajó la mano a lo largo de su espalda desnuda, atrayéndola hacia sí. Levantó la cabeza y la volvió a besar en la boca; lenta y profundamente. Mientras, le desabrochaba el botón del vaquero y le bajaba la cremallera con una lentitud exasperante que la hizo gemir y apretarse más contra él.


—Oh, por favor —rogó, enfebrecida de deseo.


Sus labios se elevaron en una sonrisa mientras le besaba el cuello.


—Por favor, ¿qué? —preguntó, torturándola con suaves besos cerca del lóbulo de su oreja.


—Hazme el amor, Pedro —rogó, con la voz ronca de deseo—. Por favor.


La forma en que pronunció su nombre le produjo un escalofrío que recorrió su espina dorsal. Con un ágil movimiento le desabrochó el sujetador, que cayó al suelo. 


Sus pechos quedaron libres, redondos y plenos. Pedro bajó la cabeza y fue besando su piel en movimientos descendentes hasta posar sus labios sobre uno de los excitados pezones. 


Encantado con su reacción, repitió la acción con el otro pecho. Se demoró con suaves caricias circulares con la lengua antes de cerrar la boca sobre la excitada cima y dar un ligero tirón.


Paula gemía y se contorsionaba contra él, buscando un mayor contacto allí donde sus cuerpos ansiaban unirse.


Sin embargo, antes de perder la cabeza por completo él recordó algo.


—¡Mierda! —gruñó, tomándola por los brazos y apartándola para mirarla a la cara.


Paula abrió los ojos y le miró, completamente desorientada.


—¿Usas algún método anticonceptivo?


La pregunta tardó unos segundos en adquirir significado en su obturada mente.


—No —murmuró, con la voz quebrada por sus violentas respiraciones.


Pedro miró al techo antes de maldecir.


Pero Paula recordó algo que había visto cuando le estaba curando. Se apartó ligeramente de él para introducir la mano en el botiquín y sacar una cajita de cuatro preservativos.


Él la miró con admiración y suspiró aliviado.


—¿Es que esperabas visita? —preguntó con sorna, alzando una ceja.


Paula se ruborizó al instante.


—Me encantaría decirte que soy tan previsora —respondió, tratando de disimular su timidez y parecer más mundana—. Pero venían con el botiquín.


—¿Están en buen estado?


Ella achicó los ojos para ver la fecha de caducidad y asintió.


Pedro bajó la cabeza y la besó. La abrazó con fuerza, disfrutando lo indecible del contacto de sus pechos desnudos contra su torso.


—¿Te he dicho que me vuelves loco cuando te sonrojas?


Paula le miró confusa, pero se limitó a negar con la cabeza.


 Él sonrió con aquella risa amplia y ronca que la dejaba sin respiración.


—¿Te he dicho que me vuelves loca cuando sonríes?


Su gesto se tornó serio mientras sus ojos la observaban con una intensidad desconocida. Volvió a besarla con pasión y la empujó hasta que ambos cayeron frente a la chimenea, enredados en abrazos apasionados y ardientes besos.


Pedro se alzó sobre ella y, agarrando la cintura de sus vaqueros tiró de ellos hasta sacárselos por las piernas.


 Comenzó a desabrocharse el cinturón y el pantalón de su traje mientras sus ojos no se apartaron de los de ella ni por un instante.


Paula contempló su amplio torso y el movimiento de sus músculos mientras se desnudaba frente a ella. Le estudió con avidez, disfrutando de su belleza masculina. El resto de su ropa fue desapareciendo poco a poco. Se besaron y tocaron hasta que el anhelo se hizo prácticamente insoportable, hasta que sus cuerpos se inflamaron por las caricias y los dos supieron que ya no podrían detenerse.


Pese a estar frente al fuego, Paula temblaba como una hoja. 


Él la observó con admiración y le acarició el vientre con la mano. Su piel resplandecía como el oro a la luz del fuego. 


Fue descendiendo hasta la cadera para introducir los dedos bajo su ropa interior y bajársela. Paula se elevó buscando su contacto allí donde más lo deseaba. Pedro la acarició de forma íntima con los dedos, comprobando que estaba tan excitada como él. Con manos temblorosas se colocó el preservativo y regresó a su lado.


Continuó besándola, deslizando los labios lentamente por sus pechos, erguidos para él. Subió la boca por su cuello hasta mordisquearle el mentón. Ella echó la cabeza hacia atrás con un ronco gemido y él tuvo acceso libre a su cuello.


 Fue dejando un rastro de ardientes besos hasta la mandíbula, para regresar a su boca y devorarla con pasión mientras con la mano le acariciaba los pechos.


Paula sentía que la sangre le bullía en las venas. Su cuerpo ardía entero, gemía y se contorsionaba contra él. Trataba de abrazarlo para que no se alejara al mismo tiempo que intentaba acariciarle y proporcionarle placer. Sus labios volvieron a asaltarla y ella correspondió al beso con toda el alma. Arqueó la espalda y abrió las piernas en cuanto lo sintió alzarse sobre ella.


Pedro se colocó entre sus piernas mientras apoyaba las manos en el suelo para no aplastarla con su peso. La penetró larga y lentamente, abriéndola por dentro, permitiendo que se estirara y se adaptara a su tamaño. 


Paula gimió y arqueó la espalda. Se contorsionó contra él, invitándolo a moverse, a entrar más profundamente. Pedro emitió un ronco gemido antes de agarrar sus nalgas y apretarla contra él. Con la respiración agitada y entrecortada, enterró la cara en su cuello y comenzó a moverse sobre ella con lentas y largas acometidas. Estaban demasiado excitados para dominar a los instintos y el fuego que les quemaba por dentro pedía a gritos ser sofocado. Así, lo que comenzara como un suave balanceo se convirtió en unos minutos en una cabalgada hacia el mayor éxtasis alcanzado por ninguno.


Tiempo después, ambos permanecían abrazados bajo la manta observando el fuego, completamente satisfechos. 


Pedro acarició lánguidamente la piel de su hombro y se dio cuenta de que ya era Navidad. Sonrió cuando recordó sus antiguos planes para aquella fecha. En unos pocos días su vida había dado un giro de trescientos sesenta grados. La muerte de su padre había trastocado su perfecto mundo; racional, sofisticado, y carente de apegos. ¿Querría regresar a él cuando dejara de llover y consiguiera salir de allí?


La contempló dormir durante un buen rato, y se dio cuenta de que ya conocía la respuesta.





PERFECTA PARA MI: CAPITULO 19




Pedro se apoyó de espaldas contra la dura roca y fue levantándose poco a poco hasta quedar completamente de pie. Debido a su impaciencia por marcharse se había metido en un pequeño problema. Y a medida que habían pasado las horas, el grado del problema había crecido en intensidad hasta convertirse en la situación de peligro en la que estaba ahora.


Intentó sacar el coche usando dos tablas, como había pensado en un principio. Pero pronto se dio cuenta de que iba a necesitar muchas más para usarlas a modo de raíles hasta llegar al camino, o volvía una y otra vez al principio del problema.


Mientras permanecía concentrado en hacer acopio de madera no se fijó en que había anochecido temprano. La falta de luz para ver por donde pisaba y el lecho de húmedo y resbaladizo musgo que pisaba, le hicieron perder el equilibrio. Con la espalda pegada a la pared se desplomó varios metros en caída libre hasta que sus pies chocaron contra un saliente del acantilado.


Había varios metros verticales por encima de él, y estaba demasiado oscuro para intentar una escalada. Así que decidió sentarse y esperar a que Paula advirtiera su ausencia y saliera a buscarle.


Pero hacía un minuto que la situación había empeorado hasta el pánico. Al comenzar a llover de nuevo, Pedro se dio cuenta de que el agua se estaba llevando el saliente que lo mantenía a salvo del vacío. No podía distinguir el final del barranco, pero por lo lejos que escuchaba las olas debía ser profundo, muy profundo. Se levantó con cuidado de no dar un paso en falso y comenzó a gritar, rogando para que Paula le escuchase desde la casa.


Paula, que había dado un par de vueltas a la casa sin hallar rastro de él, temió que hubiese decidido irse andando. Pues su coche todavía estaba frente al porche.


—¡Pedro! ¿Dónde estás? —gritó contra la noche, y esta le devolvió la respuesta.


—¡Aquí, ayúdame!


La urgencia del lamento confirmó que estaba en problemas. 


Y corrió tan veloz como pudo en su dirección.


Llegó hasta el borde del acantilado sin hallar rastro de él.


—¡¿Dónde estás?!


—Aquí abajo.


Su voz, ahora mucho más cercana, sonó desde el fondo del barranco. Hacía rato que respiraba agitada, pero cuando se dio cuenta de la situación casi pierde el sentido. ¡Había caído por el acantilado!


—Por el amor Dios —sollozó, sofocada por el miedo—, ¿cómo has podido…?


—¿Dejarme caer por aquí? —inquirió él, tratando de completar su pregunta y esforzándose en no perder la calma.


—¿Estás herido?


—Estoy bien, solo un poco magullado. Para el rescate de hoy te va a tocar el rey de los estúpidos.


Paula sabía que se refería al episodio con la gaviota, pero decidió ignorar su pésimo sentido del humor en aquel momento. Exhaló el aire que había contenido y, conjurando un montón de demonios, se dijo que más magullado iba a estar cuando lograra sacarlo de allí. Pues ella misma estaba dispuesta a golpear con un mazo su cabeza de chorlito.


—Hay unos cuatro o cinco metros hasta donde estoy. Paula, será mejor que no tardes mucho porque... —él se calló durante unos segundos que a ella le parecieron aterradores—, la lluvia está deshaciendo el saliente y no tengo otro punto de apoyo.


Tratando de dominar su nerviosismo, Paula intentó concentrarse. «Bien, un punto de apoyo. Necesito sujetarlo a algo para después subirlo. Pero, ¿cómo voy a hacerlo?» Con el peso del cuerpo masculino y su escasa fuerza, iba a ser poco probable que consiguiera sacarlo tirando de él.


Salió corriendo hacia la casa sin saber lo que buscaba, y por fortuna se dio de bruces con el pozo.Paula se cayó de espaldas. Ya en el suelo, contempló cómo el cubo de metal que usaba para recoger agua caía a sus pies, seguido por la cuerda con la que estaba atado. Recogió el recipiente y tomó la cuerda entre sus manos. Tiró de ella hasta que la polea en la que se sujetaba hizo ruido. Su rostro fue iluminándose al mismo tiempo que el plan tomaba forma en su mente.



****

—¿Por qué me has salvado?


Extrañada por la pregunta, Paula apartó la mirada de la pequeña brecha de su frente y se concentró en su rostro.


—Esa pregunta es una tontería —contestó con censura.


Después de lanzarle la cuerda del pozo, le llevó solo unos minutos subirlo con la ayuda de la polea. Descartadas las ganas de echarse a sus brazos cuando lo tuvo delante, decidió concentrarse en sus heridas.


Entraron en casa y él, aterido, fue directamente hasta la chimenea. Se sacó la empapada chaqueta y la camisa para entrar en calor cuanto antes.


Paula entró tras él y lo contempló desnudarse frente al fuego. Entonces pudo constatar que solo tenía algunos moratones en el costado, unos cuantos rasguños en la espalda, y aquella brecha de la frente por la que brotaba un hilo de sangre. Fue a por el botiquín de primeros auxilios y lo exhortó a sentarse.


Con una mueca de dolor en el rostro él se dejó caer obediente sobre el sofá. Colocándose entre sus piernas separadas y levantándole la cara, Paula se concentró en detener la hemorragia de la frente.


—No es ninguna tontería —dijo él, regresando a aquella absurda conversación—. Si yo no estuviera tendrías acceso al dinero. Piénsalo. Soy lo único que se interpone entre tu sueño y tú.


Paula se detuvo al instante y le lanzó una mirada asesina. 


Jamás había estado tan furiosa con nadie. No se conocían desde hacía mucho, pero la intimidad compartida los últimos días tendría que haberle bastado para saber que ella jamás pensaría algo tan rastrero como aquello.


—Eres idiota —exclamó, tratando de contenerse para no abofetearle. Pues él solito se había hecho suficiente daño por una noche.


Sus labios dibujaron una sonrisa sarcástica, que no llegó a afectar a sus ojos. Los músculos del rostro parecieron relajarse en lo que parecía un gesto de tristeza.


—Estoy de acuerdo —reconoció con un suspiro—. Lo siento.


Paula no respondió, pero presionó demasiado fuerte el algodón.


—¡Au!


Apartándose y frotándose la dolorida frente, él la contempló ceñudo.


—Lo siento —dijo ella—. Supongo que ahora estamos empatados.


Pedro se acercó de nuevo, cauteloso.


—Más o menos —reconoció—; yo por rematadamente idiota, y tú por un poco bruja.


Paula no pudo evitar sonreír.


Él se frotó la maltrecha frente con el dorso de la mano.


—¿Qué estás haciendo? No lo toques…


—Pero escuece —se quejó.


Cuando pensó lo que hacía ya era demasiado tarde. Paula tomó su cabeza entre las manos, se inclinó sobre él y sopló ligeramente sobre la herida.


El gesto le pilló desprevenido por completo. Pedro levantó la cara y sus bocas se tropezaron a medio camino. Paula abrió los ojos por la sorpresa y trató de alejarse, pero él no se lo permitió. La tomó por el cuello con la mano derecha y empujó su cabeza hacia abajo, sin apartar ni por un momento la mirada de su boca. Se acercaron hasta que sus alientos se mezclaron.


Cerrando los ojos, él posó sus labios sobre los de ella; suaves, frescos, y todavía húmedos por la lluvia.