martes, 22 de diciembre de 2015

UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 10






–¿A que no es lo que te esperabas?


Paula dio un sorbo del Chianti que Pedro había servido en los vasos después de que Maria se hubiera ido corriendo a la cocina tras las presentaciones para ver cómo marchaba su pizza. ¡Unas presentaciones en las que él no se había molestado en aclarar quién era o no era Paula!


Y no, ese restaurante ruidoso y desorganizado no era la clase de lugar en el que se habría imaginado al Pedro Alfonso que había visto esa mañana en Arcángel, un Alfonso arrogante con su traje de diseño, y su camisa y su corbata de seda.


–Tengo razones para esperar que la pizza esté tan deliciosa como este Chianti.


–Oh, lo estará –asintió Pedro mirándola fijamente desde el otro lado de la mesa–. Aunque probablemente debería haberte llevado a un sitio con un poco más de categoría para celebrar que formas parte de la Exposición de Nuevos Artistas.


–¿Entonces no habrías tenido que invitar también a los otros cinco finalistas y al reserva?


Él sonrió forzadamente.


–No.


–Oh –Paula pudo sentir el rubor en sus mejillas, pero fue sensata y no dijo nada; ya había sacado conclusiones erróneas sobre Pedro esa noche y no tenía ninguna intención de volver a sacar otra–. Bueno, a mí esto me parece perfecto –se apresuró a añadir–. De todos modos, seguro que en otro sitio demasiado sofisticado me habría sentido fuera de lugar. No es que haya salido mucho por ahí a cenar desde… Esto está muy bien –dijo bajando la mirada para evitar los penetrantes ojos de Pedro. Había estado a punto de decir «desde que mi padre entró en la cárcel», y un desliz como ese podría haberle costado la participación en la exposición.


No tenía ninguna duda de que, más que el hombre que tenía delante, era el ambiente informal que la rodeaba el responsable de que se sintiera tan relajada como para haber estado a punto de hablar sin pensar. No había nada en Pedro que la hiciera relajarse, ni su físico ni las reacciones que le provocaba.


–Por ti, Paula –Pedro alzó el vaso para brindar, al parecer ajeno a su agitación interior–. Esperemos que la exposición, además de un éxito, sea el primero de los muchos que tengas.


–¡Brindo por eso! –contestó antes de dar un sorbo de vino–. ¡Oh, vaya! –abrió los ojos de par en par al ver a Maria moviéndose con destreza entre la multitud de clientes en dirección a su mesa y cargando con la pizza más grande que Paula había visto en su vida. Dejó el plato en el centro y, sonriendo, les dijo «¡Disfrutad!» antes de marcharse corriendo otra vez.


A Paula se le hizo la boca agua al mirar la pizza cargada de pepperoni, champiñones, cebolla, espinacas, jamón y berenjenas.


–Espero que no te importe que no lleve anchoas. Toni sabe que no me gustan.


–¿Estás de broma? ¿Quién iba a echarlas de menos con todos los ingredientes que lleva? –respondió Paula riéndose encantada y sin dejar de mirar la pizza.


Pedro sintió cómo se le hacía la boca agua ante la imagen de una Paula tan relajada y sonriente; esos ojos grisáceos tan cálidos y resplandecientes, sus mejillas ligeramente sonrojadas, sus labios carnosos, sensuales y rosados que no requerían de ningún brillo labial de esos que tantas mujeres usaban y que tan poco le gustaban a él.


¡Ver esos tentadores labios mientras Paula comía la pizza sería una auténtica tortura física!


–¡Venga, a comer antes de que se enfríe! No hay ni cuchillos ni tenedores. El único modo de comer pizza es con los dedos.


–¿Eso es otro «Pedrismo»? –bromeó al servirse una porción.


–Confía en mí –murmuró él con tono suave.


–No dejas de decir eso…


Y así era. Porque después de volver a reunirse con Paula sabiendo que ella pensaba que no sabía quién era, y sabiendo lo mucho que aún la deseaba, Pedro quería que confiara en él.


–Esta noche lo he pasado genial, gracias –murmuró Paula cuando estaban sentados en la oscuridad del interior del deportivo. Él había aparcado fuera del viejo edificio victoriano donde vivía Paula y la luz de la luna era lo único que iluminaba la tranquila calle residencial.


De no ser porque no estaba lloviendo, habría sido un final igual que el de aquella noche de cinco años atrás.


En aquel momento ella había estado semanas fantaseando con Pedro, totalmente embobada con su impresionante físico y su aire de seguridad en sí mismo. Después de que él hubiera ido a su casa a hablar con su padre en un par de ocasiones, ella se había acostumbrado a pasar por la Galería Arcángel varias veces por semana con la esperanza de poder volver a verlo.


Aquella noche estaba por allí a la hora del cierre diciéndose que solo estaba esperando a que cesara la lluvia para salir corriendo hacia la parada de autobús cuando, en realidad, había estado esperando poder ver a Pedro cuando saliera de la galería.


Se había quedado sin aliento al verlo salir por la puerta y un intenso rubor le había cubierto las mejillas cuando él había alzado la vista y la había visto. Al cabo de unos segundos la había reconocido y sus ojos chocolate se habían abierto de par en par; después, se había acercado a hablar con ella. 


Había sido una conversación bastante forzada por parte de Paula, que se había quedado sin habla cuando Pedro le había preguntado si podía llevarla a casa.


Una vez dentro del deportivo, había sido más que consciente de la proximidad de Pedro y había temblado de nervios y expectación por lo que pudiera pasar durante el silencioso trayecto.


Lo había mirado con timidez bajo sus negras pestañas una vez él había parado en su puerta.


–Gracias por traerme –había dicho para, a continuación, lamentar su falta de sofisticación.


–De nada –había respondido él con voz ronca a la vez que se giraba para mirarla–. Sabrina, yo… Mañana va a haber… –se había detenido y fruncido el ceño con gesto adusto–. Oh, a la mierda, si me voy a quemar de todos modos, mejor lanzarme a las llamas directamente –había susurrado para sí antes de agachar la cabeza y besarla.


Había sido el beso más exquisito que Paula había recibido en su vida, lento e incisivo, pero al mismo tiempo tan cargado de erotismo que se había sentido como si se estuviera ahogando en los sentimientos y emociones que le recorrían el cuerpo.


Esas emociones la habían dejado completamente aturdida cuando Pedro, repentinamente, había apartado la boca para lanzarle una mirada ardiente y apasionada antes de girarse.


–Deberías entrar –murmuró con tono adusto–. E intenta no… No importa –había añadido al girarse para mirarla con unos ojos atormentados–. Lo siento, Sabrina.


–¿Por besarme? –le había preguntado ella atónita.


–No. Jamás lamentaré haberlo hecho. Solo… intenta no odiarme demasiado, ¿de acuerdo?


En aquel momento Paula había pensado que jamás podría odiarlo, que lo amaba demasiado como para hacerlo. Al día siguiente, ese «mañana» al que Pedro se había referido tan indirectamente, su mundo se había derrumbado cuando habían arrestado a su padre por falsificación con Pedro como principal testigo en su contra.


–Me alegro –murmuró Pedro ahora, en respuesta a su previo comentario.


Paula volvió al presente de golpe.


–Te diría que pasaras a tomar un café, pero…


Había sido una noche sorprendentemente agradable, admitió muy a su pesar dado que el pasado no debería haberle permitido disfrutar de una noche con el odioso Pedro Alfonso.


Pero lo había hecho…


La comida había sido excelente y el restaurante abarrotado y el vocerío habían formado parte del entretenimiento. ¡Dos vasos de vino y hasta había terminado apreciando las interpretaciones desafinadas de Toni de las clásicas arias italianas!


En cuanto a la compañía… Pedro había demostrado ser un compañero de cena ameno mientras había escuchado algunas de las anécdotas más divertidas que les habían sucedido a los hermanos Alfonso durante los años que llevaban regentando las galerías.


Para cuando salieron del restaurante se sentía absolutamente cómoda en su compañía, tanto que le había parecido algo de lo más natural aceptar que la llevara a casa. Sin embargo, por muy agradable que hubiera sido la noche, tenía que admitir que ahora encontraba a Pedro mucho más inquietante que cinco años atrás.


Como Pedro Alfonso, era inconfundiblemente inteligente y pecaminosamente guapo, además de rico y poderoso.


Como Pedro, era claramente inteligente y guapo, pero también se mostraba relajado y encantador, además de tener un pícaro sentido del humor y una calidez que le habían permitido aceptar, sin inmutarse lo más mínimo, el entusiasta beso que Maria le había plantado en los labios tras decirle «vuelve pronto a verme» antes de que hubieran salido del restaurante.


Todo ello, junto con ese físico oscuro y fascinante, había hecho que Paula fuera consciente de que corría el peligro de caer bajo el hechizo de ese hombre por segunda vez en su vida.


–¿Pero? –Pedro se giró en su asiento para sacar a Paula de su continuado silencio.


–¿Cómo dices?


–Te diría que pasaras a tomar un café, pero… –le recordó.


Ella sonrió con cierto pesar.


–Es el modo educado que tiene una mujer de dar las gracias por la noche, pero de decir que aquí termina.


–¿Es que no tienes café?


–Yo siempre tengo café.


–¿Entonces por qué no me invitas a pasar?


Ella batió sus largas pestañas.


–Yo… eh, bueno… es que es tarde.


–Solo son las once –no había creído que fuera posible, pero la atracción que sentía por ella se había intensificado en las últimas horas y ahora estaba desesperado por saborear y sentir esos carnosos labios que llevaban toda la noche atormentándolo.


Tan desesperado que se movió para cubrir la distancia que los separaba.


–Paula…


–¡Por favor, no!


–¿Por qué no?


Ella se humedeció los labios antes de responder.


–¿Por qué echar a perder una noche perfectamente buena?


–¿Que te bese echaría a perder la noche?


–Por favor, Pedro


–Pero eso es lo que quiero hacer, Paula… ¡Complacerte!


Terminó de acercarse y la llevó hacia sus brazos mirándola con deseo.


–¡No puedo! –ella tenía los ojos cubiertos de lágrimas y las manos paralizadas entre los dos, sin apartar a Pedro, pero intentando desesperadamente no tocarlo–. No puedo –repitió.


Fue la desesperación que captó en su voz, junto con esas lágrimas que resplandecían en sus ojos, lo que hicieron que lo recorriera un escalofrío.


–Habla conmigo, Paula. ¡Por el amor de Dios, habla conmigo!


–No puedo –dijo sacudiendo la cabeza con desesperación.


–Tengo que besarte, maldita sea –contestó deseándola, pero sobre todo deseando que confiara en él.


Que le confiara su cuerpo. Sus emociones. Su pasado…


Paula lo miró bajo la luz de la luna durante unos segundos de tensión que parecieron interminables antes de volver a sacudir la cabeza con determinación.


–De verdad que no puedo –repitió.


–¡No me vale, Paula! Dime que no quieres que te bese, que no lo deseas tanto como yo, que no llevas toda la noche deseándolo, y no te lo volveré a pedir.


–Eso tampoco puedo hacerlo –admitió con un sollozo de desesperación.


–¿Quieres que decida por los dos? ¿Es eso lo que quieres? –le preguntó con dureza.


¡Paula ya no estaba segura de qué quería!


Bueno… sí que lo estaba, pero lo que quería, besar a Pedro y que la besara, era lo que no debía desear. ¡Era un Alfonso, por el amor de Dios! Y por muy encantador y divertido que se hubiera mostrado esa noche, debajo de todo ese encanto seguía siendo el frío y despiadado Pedro de años atrás. Permitir… ¡querer!… besarlo y que la besara iba en contra de su instinto de protección y de su sentido de la lealtad.


Sin embargo, no podía obviar el hecho de que el hombre al que había visto ese día, con el que había pasado la noche, el mismo que hacía que se le acelerara el pulso y que su cuerpo reaccionara de ese modo, no era en absoluto ni frío ni despiadado, sino atractivo y seductor. Ese hombre era el hombre al que deseaba besar con desesperación. Lo cual era una auténtica locura cuando sabía exactamente cómo reaccionaría Pedro si supiera quién era ella en realidad.


–Por favor, déjame pasar, Paula.


No podía respirar mientras lo miraba y fue incapaz de detenerlo cuando le cubrió las mejillas con las manos y le alzó la cara para que lo mirara; se sintió absolutamente perdida en las oscuras y cálidas profundidades de sus penetrantes ojos marrones mientras su boca descendía lentamente hacia la suya.







lunes, 21 de diciembre de 2015

UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 9




Mientras la esperaba dentro del coche a que saliera de la cafetería Pedro seguía replanteándose si era o no buena idea citarse con Paula Chaves.


No hacía falta ser muy listo para saber lo que Paula había estado pensando antes o por qué lo había pensado. Su comportamiento no había sido muy profesional, y menos ese comentario sobre el hecho de que no llevara sujetador, ¡sobre todo teniendo en cuenta que estaba de rodillas frente a ella y mirándole los pechos cuando lo había dicho!


Razón de más para quedar con ella esa noche, aunque solo fuera para convencerla de que en el futuro los dos tendrían una relación profesional y nada más que eso.


Todos sus sentidos se pusieron en alerta, burlándose de ese último pensamiento, cuando miró por el cristal tintado de la ventanilla y vio a Paula saliendo, por fin, de la cafetería con una cazadora vaquera corta sobre esa blusa de gasa que había llevado por la mañana y con gesto serio mientras lo buscaba entre el gentío que abarrotaba la calle.


–Paula.


Ella se giró al oír la voz de Pedro y esbozó una mueca de pesar al verlo salir del deportivo negro aparcado, de forma ilegal, en la acera de la cafetería. Los cristales tintados habían impedido que lo viera sentado ahí dentro.


–Señor Alfonso –dijo mientras se dirigía hacia él–. Espero no haberle hecho esperar mucho –murmuró con educación.


–En absoluto –respondió abriéndole la puerta del copiloto y esperando a que subiera–. Y llámame «Pedro» –le recordó con delicadeza.


Paula ni se movió ni respondió al comentario.


–Eh… hay una pizzería a la vuelta de la esquina.


–Ya la he visto. Y, hazme caso, Paula, lo que sirven ahí no es auténtica pizza italiana.


–Pero…


–Me apellido Alfonso, Paula –dijo enarcando las cejas.


No había entrado en los planes de Paula ir a ningún sitio en su coche. Se había imaginado que se tomarían una porción de pizza y que estarían como una hora charlando amigablemente, o eso esperaba, antes de seguir cada uno por su camino. Pero teniendo en cuenta que se suponía que debía ser una reunión conciliadora, sería muy mezquino por su parte negarse a ir ahora. Además, con su apellido italiano, ¡seguro que sabía mucho más que ella sobre pizza!


–De acuerdo –sonrió al acomodarse en el asiento de piel negra decidida a que esa noche fuera mejor que sus dos encuentros previos y a comportarse como una artista novata que le estaba muy agradecida al propietario de la galería por darle esa oportunidad.


Tuvo que colocar en lo más hondo de su mente el hecho de que el deportivo y su lujoso interior de piel, junto con el aroma especiado del perfume de él, le recordaran a aquella noche en la que la había besado.


Pedro cerró la puerta del copiloto una vez Paula se hubo acomodado en el asiento antes de volver al otro lado del coche y sentarse detrás del volante.


–¿Has tenido algún problema después de que me marchara?


–No, no ha pasado nada –respondió; no había necesidad de decirle que Sally la había reprendido por haber estado hablando con un cliente, por muy guapo que fuera, y que había mucha gente que querría su puesto de trabajo si ella no lo quería–. ¿Adónde vamos exactamente? –preguntó con interés mientras Pedro conducía.


–Hay un pequeño restaurante familiar en una callecita del East End. Confía en mí, Paula –dijo al fijarse en que se había quedado sorprendida.


–Seguro que está muy bien. Es solo que… No me parece que sea el tipo de restaurante al que irías tú –dijo algo incómoda.


–¿Y cuál sería mi tipo de restaurante…?


Paula fue consciente de que volvía a estar en terreno peligroso al oír el tono desafiante de Pedro; la tensión no había tardado en volver a hacer presencia entre los dos, por mucho que se hubiera prometido mantener una charla agradable y desenfadada.


–No tengo ni idea –respondió con sinceridad.


–Buena respuesta, Paula –dijo Pedro riéndose secamente y con aspecto de estar completamente relajado mientras sus manos se movían ligeramente sobre el volante del deportivo.


Tenía unas manos bonitas, como pudo ver Paula. Largas, artísticas, y poderosas al mismo tiempo.


–¿Cómo te convertiste en un experto en arte? –preguntó con interés–. ¿Pintas? ¿O has heredado las galerías?


Pedro le quedó claro que Paula había decidido esforzarse por ser más educada y mantener una conversación que se alejara de lo personal dentro de lo posible. Por desgracia, si esa había sido su intención, había elegido el tema de conversación equivocado.


–Quise pintar –respondió con brusquedad–. Y hasta me licencié en Arte con esa intención, pero enseguida me di cuenta de que se me daba mejor valorar el arte que crearlo.


–Eso es… una pena.


–Sí, mucho –una de las mayores decepciones de su vida era que su verdadero talento artístico se basara en lo visual más que en el hecho de pintar en sí.


–Yo no puedo imaginarme sin expresarme a través de mis pinturas.


–El mundo del arte también lo lamentaría mucho –le aseguró. Y era verdad. En sus cuadros Paula mostraba una percepción, un sentido, un saber, incluso con una simple rosa marchita, que iba más allá de lo visible a simple vista. 


Eso era lo que hacía que sus pinturas fueran únicas.


–Pues hasta ahora el mundo del arte no me había dado ninguna oportunidad –dijo encogiéndose de hombros.


–Eso es probablemente porque las galerías a las que has mostrado tu trabajo estaban buscando cosas que puedan vender a los turistas para que lo cuelguen en sus salones y puedan recordar su visita a Londres al mirarlos. Tus cuadros son demasiado buenos para eso. Arcángel no tendría ningún interés en mostrarlos de no ser así.


–No recuerdo haberte dicho qué galerías he visitado en el pasado.


–No ha hecho falta que me lo dijeras –dijo Pedro sin más al no tener ninguna intención de encender la tensión entre ellos diciéndole que en Arcángel tenían varios archivos con información suya.


–Pero…


–Ya hemos llegado –anunció él al ver que habían llegado a Antonio’s–. No te dejes engañar por el exterior, ni tampoco por el interior –añadió secamente al aparcar delante del pequeño restaurante antes de salir y abrirle la puerta del coche–. Antonio hace la mejor comida italiana de todo Londres, y a ninguno de sus clientes les importa la decoración.


Paula se alegró de la advertencia al entrar en el interior tan bien iluminado. Había un fuerte olor a ajo en el aire, mesas abarrotadas cubiertas con manteles de cuadros blancos y rojos, plantas artificiales colgando de cada rincón y recoveco, y la voz de un extremadamente entusiasta tenor italiano sonando por los altavoces.


–Toni canta y graba sus propias canciones –le explicó Pedro al ver a Paula estremecerse en un momento de desafinación.


–¿En esto también tendré que fiarme de ti? –le dijo en broma antes de tensarse por lo que acababa de decir. Porque Pedro Alfonso era el último hombre en quien confiaría.


–¡Pedrooo! –un hombre corpulento y con la cara redonda cruzó la sala apresuradamente para saludarlos y estrecharle la mano con entusiasmo–. ¡Hace mucho que no te vemos por aquí!


–Eso es porque he estado en París…


–¡Ajá! Ya veo qué te ha tenido alejado de nosotros, Pedrooo –dijo mirando a Paula con calidez–. ¿Has traído a la joven dama para que nos conozca a la Mamma y a mí?


–No… –comenzó a decir Paula.


–Le he prometido a Paula una de vuestras famosas pizzas y una botella de vuestro mejor Chianti, Toni –interpuso Pedro interrumpiendo a Paula y agarrándola del codo.


–No hay problema –dijo el hombre sonriendo–. Tú elige una mesa para ti y tu dama y yo le diré a Mamma que os traiga el vino.


Encontrar una mesa para sentarse no resultó tan fácil como parecía. Pedro tenía razón, el lugar estaba abarrotado a pesar de la música y la decoración. Afortunadamente, una joven pareja con un bebé estaba a punto de marcharse y pudieron ocupar la mesa antes de que se los adelantara alguien.


–Esto es una especie de locura maravillosa –murmuró Paula unos minutos después sintiéndose ligeramente perpleja por todas las personas que tenían a su alrededor hablando a gritos, especialmente en italiano, y gesticulando profusamente con las manos.


Pedro sonrió.


–Mi madre siempre se refiere a Antonio’s como «pintoresco».


–¿Tu madre también viene aquí?


–Sí. Mi padre insiste en venir a comer aquí al menos una vez por semana siempre que están en Londres.


Tal vez no fuera buena idea hablar de los padres de Pedro, pero sin duda era un tema de conversación mucho más seguro que hablar de los suyos.


–¿Dónde viven tus padres?


–Se mudaron a Florida hace diez años cuando mi padre se jubiló y abandonó la gerencia de la Galería Arcángel original, que era la única que teníamos en aquel momento, para que la lleváramos mis hermanos y yo –respondió encogiéndose de hombros y sorprendiéndola al mostrarse absolutamente relajado en ese lugar.


Ella sonrió ligeramente.


–Rafael y Miguel.


–Los nombres los eligió mi madre movida por su vena romántica.


–Y desde entonces habéis abierto dos galerías más, una en Nueva York y otra en París. Pero ya que tenéis raíces italianas, ¿por qué no una en Roma?


–Los Alfonso siempre han visitado Italia por placer, no por trabajo –respondió lanzándole una de esas sonrisas absolutamente arrebatadoras que lo hacían parecer varios años más joven y que le dejó claro qué clase de placeres disfrutaban los tres hermanos en Italia.


–¡Pedrooo! –exclamó una mujer morena, alta y voluptuosa, sin duda la esposa de Toni, al acercarse a ellos, dejar una botella de vino y dos vasos sobre la mesa y abrazarlo contra su voluminoso pecho antes de comenzar a hablar en italiano.


–En inglés, por favor, Maria –dijo Pedro riéndose.


–¡Te veo tan guapo como siempre! ¡Ah, si tuviera veinte años menos! –añadió con melancolía.


–Aunque los tuvieras, jamás dejarías a Antonio –respondió él sonriéndole con calidez.


Paula se sintió algo desconcertada, tanto por la cercanía con que Toni y Maria lo habían saludado, como por la cálida respuesta que él les había dado. Le resultaba mucho más fácil guardar las distancias cuando podía seguir viéndolo como un hombre frío y despiadado que había marcado el destino de su padre. La calidez que le habían mostrado Maria y Toni y el obvio afecto que él sentía por ambos revelaban una faceta completamente distinta del despiadado y arrogante Pedro Alfonso. Era algo que Paula no se había esperado, y menos, después de ese momento de intimidad que habían vivido en su despacho.


–Toni me ha dicho que has traído a tu chica contigo –dijo Maria mirando a Paula.


–¡No avergüences a Paula, por favor, Maria! –la advirtió Pedro apresuradamente mientras se preguntaba si había sido buena idea llevarla a Antonio’s. La pareja italiana siempre le estaba preguntando cuándo iba a sentar la cabeza y tener bambinos, y Paula era la primera mujer que había llevado allí.


En su defensa había que decir que llevar a Paula al restaurante había sido una reacción instintiva al hecho de que ella creyera, obviamente, que era un hombre que se consideraba demasiado superior como para frecuentar cadenas de cafetería y pequeños restaurantes italianos en lugar de restaurantes y bares exclusivos. Pero había olvidado contar con las consecuencias que supondría llevar a una mujer a Antonio’s por primera vez; en el pasado solo había ido allí con miembros de su familia sabiendo que a las mujeres con las que solía salir no les importaría lo más mínimo lo buena que era la comida, ya que ese pequeño restaurante no era lo suficientemente estiloso ni exclusivo como para satisfacer sus «sofisticados» gustos.


Y no porque pensara que Paula no era sofisticada. La única razón para llevarla allí había sido mostrarle que no era un arrogante, como ella tan claramente consideraba.


Lo que no debía hacer ahora era ver el encuentro como una cita…


¡Al infierno! Fuera cual fuera la razón por la que la había llevado, ahora estaba ahí y era culpa suya si tenía que aguantar las bromas y las indirectas de Toni y Maria.


–Maria, Paula. Paula, Maria, la esposa de Toni –las presentó.








UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 8




En un principio Paula se había decidido a presentar sus cuadros para la Exposición de Nuevos Artistas convenciéndose de que no era nada probable que tuviera que encontrarse con ninguno de los hermanos Alfonso en persona. Por eso ahora le resultaba absolutamente desconcertante que se hubiera encontrado y hubiera hablado con uno de ellos, ¡dos veces en un mismo día!, y que, precisamente, ¡hubiera tenido que ser Pedro!


Aun así, sabía que se merecía sus críticas por su actitud hacia él, que debía resultarle una gran falta de respeto, además de desconcertante, dado que simplemente la conocía como «Paula Chaves», artista aspirante, y que no había parecido reconocerla como Sabrina Harper. ¡Si Pedro descubría la verdad, tenía claro que llamarían a ese séptimo candidato reserva para que ocupara su puesto en la exposición!


–Me disculpo si me he mostrado menos que… agradecida, señor Alfonso–murmuró forzadamente–. Obviamente, es un privilegio y un honor haber sido elegida para exponer en una galería tan prestigiosa como la Arcángel…


–Como te he dicho antes, Paula, no te pega nada deshacerte en disculpas –le dijo con un brillo socarrón en sus oscuros ojos.


Ella desvió la mirada.


–En ese caso, creo que ha dicho que ha venido para devolverme algo mío.


–Así es, sí.


–¿Y?


–¿A qué hora sales esta noche?


–En un par de horas –respondió extrañada.


–¿A las ocho en punto?


–Ocho y cuarto –lo corrigió con recelo.


–Entonces te espero fuera a las ocho y cuarto.


–No lo entiendo.


–Creo que sería buena idea que los dos cenáramos juntos para poder discutir y, con un poco de suerte, poder solucionar ese problema que pareces tener conmigo o con mi galería.


Paula abrió la boca de par en par. ¿Se lo había imaginado o acababa de invitarla a cenar?


«¡No, claro que no!», se respondió a sí misma. Pedro había hecho una afirmación, no le había preguntado nada. 


¿Porque era un hombre acostumbrado a dar órdenes y a esperar que se obedecieran? ¿O simplemente porque no se le había ocurrido que Paula, o cualquier otra mujer, pudiera rechazar una invitación de Pedro Alfonso, un hombre
atractivo y un gran partido?


Tenía la sensación de que así era, pero salir a cenar con él, hablar del problema que tenía con él y con la galería, no era una opción.


Pedro casi podía ver la batalla que se estaba librando dentro de la hermosa cabeza de Paula mientras intentaba encontrar un modo educado de rechazar su invitación; una invitación que sabía que no debería haber lanzado cuando no era capaz de mirar a Paula sin desearla y cuando estaba claro que ella lo detestaba.


Esa Paula susceptible era muy distinta de la Sabrina de cinco años atrás, pero incluso por aquel entonces Pedro había sabido lo mucho que lo atraían su belleza y su inocencia. Solo la había besado una vez, aquel beso dulce y excitante, un beso que lo había impactado tanto que había seguido pensando en ella incluso meses después de que terminara el juicio de su padre y ella se hubiera negado a volver a verlo. Además, durante los años siguientes, en ciertos momentos se había visto preguntándose qué estaría haciendo, si sería feliz.


Ese único encuentro con ella por la mañana le había demostrado que la mujer en la que se había convertido, la mujer que era ahora, seguía generando un gran efecto en él.


Tanto, que estar a solas en su despacho con ella, e invadido por su especiado perfume, sabiendo que habría podido acariciar su suave y cremosa piel con solo haber levantado la mano había supuesto que se pasara las últimas seis horas pensando únicamente en ella.


¡Y cuánto se había excitado! Porque incluso ahora su excitación seguía ejerciendo presión contra la tela de sus vaqueros. Razón de más para alejarse de Paula lo antes posible.


–Está claro que no –dijo con desdén, apartando la taza de café antes de levantarse bruscamente–. Creo que esto es tuyo –añadió dándole un tubo de metal.


–Mis gafas de leer… –respondió ella al agarrarlas y mirarlo con gesto de disculpa porque era cierto que había ido a devolverle algo que se le había caído del bolso.


Se humedeció los labios con la punta de la lengua antes de hablar.


–Ha sido muy amable al devolvérmelas tan rápido y en persona.


Él le lanzó una sonrisa burlona.


–Ha sonado como si te duela que lo haya hecho.


–Claro que no. Y me disculpo si cree que mis modales hacia usted han sido… menos que educados. De verdad que estoy muy agradecida por la oportunidad de exponer mis cuadros en Arcángel.


–Por lo que a ti respecta, Paula, yo soy la Galería Arcángel –le dijo con dureza.


Paula no sabía qué iba a hacer; lo único que sabía, tras haber llegado a ese punto, era que después de haber trabajado tanto y durante tantos años, ¡ahora era impensable verse obligada a retirar sus cuadros de la exposición por culpa del propietario de la galería! O por el hecho de que Pedro pensara que sus modales eran tan inaceptables que decidiera expulsarla de la competición.


–No estoy segura de qué quiere decir con eso, señor Alfonso –respondió vacilante; no había olvidado esos breves momentos de intimidad entre los dos en el despacho unas horas antes, cuando había estado segura de que iba a tocarle o besarle los pechos. Pero, por muy agradecida que estuviera de que no la hubiera reconocido, si Pedro se creía que ser dueño de la galería le otorgaba cierto poder sobre ella…


–Creo que a mí tampoco me gusta lo que has insinuado, Paula.


Ella tragó saliva antes de hablar.


–Bueno, a lo mejor podríamos ir a algún sitio y tomar algo para hablar de…


–No le veo sentido a hacerlo a menos que vayas a ser completamente sincera conmigo. ¿Vas a ser sincera conmigo?


Paula se quedó sin aliento mientras lo miraba firmemente. 


¿Habría descubierto quién era?


¡Claro que no! Por un lado dudaba que ese hombre se hubiera parado a pensar en la mujer y la hija de William Harper después de que lo hubieran encarcelado, y, por el otro, había cambiado tanto en los últimos cinco años, no solo de nombre sino también de aspecto y actitud, que era imposible que la hubiera asociado con la torpe adolescente a la que besó una vez. Además, si hubiera descubierto quién era en realidad, jamás le habría permitido acercarse ni a él ni a su galería…


–Paula, necesito que vuelvas al mostrador ahora –la fría reprimenda de la encargada atravesó la tensión entre los dos.


Paula dio un respingo sobresaltada al girarse hacia Sally sabiendo que se merecía esa llamada de atención; había estado hablando con Pedro Alfonso demasiado rato.


–Ahora mismo voy –prometió con tono animado antes de girarse hacia Pedro–. ¿Nos vemos fuera a las ocho y cuarto?


Por un momento Pedro se planteó decir que no, alejarse de esa mujer sin mirar atrás. La exposición ya estaba organizada y no había ninguna razón para que tuvieran que volver a verse hasta la noche previa al evento; Eric era más que capaz de ocuparse de todo y de asistir a las futuras reuniones que surgieran con Paula Chaves.


Existían demasiadas razones por las que debería guardar las distancias…






UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 7




–¿Lo ha hecho a propósito? –le preguntó un instante después al acercarse para limpiar la mesa contigua al cómodo sillón que él había ocupado y donde estaba disfrutando de un café colombiano sorprendentemente bueno.


–¿Que si lo he hecho a propósito?


Ella frunció el ceño y su piel pareció más clara que nunca contra la camisa negra que ahora llevaba en lugar de la blusa de gasa de antes.


–Ha insinuado algo… ¡Deliberadamente ha dado la impresión de que me he dejado una prenda de ropa en el suelo de su despacho!


–¿Eso he hecho?


Paula apretó los labios mientras fingía seguir limpiando la mesa.


–Sabe que sí.


Y sí, lo había hecho. Porque hasta que lo había visto, Paula se había mostrado relajada y sonriente mientras servía a los clientes, y esa sonrisa había quedado reemplazada al instante por un gesto de furia en cuanto lo había reconocido despertando, con ello, toda su rabia.


Había cometido un error al ir allí y ahora lo admitía. Sabía que debía mantenerse bien alejado de Paula, que era mejor para los dos que lo hiciera. Estaba claro que ella no quería tener nada que ver con él fuera de la galería y, después de su encuentro, sabía muy bien el peligro que Paula suponía para su autocontrol.


Era como si no hubiera podido resistirse a ir allí en cuanto le había surgido la oportunidad.


–Tengo algo tuyo que he pensado que querrías recuperar lo antes posible.


–¿En serio? –lo miró con escepticismo.


Pedro se recostó en el sillón de piel y la miró con los ojos entrecerrados.


–¿Sabes, Paula? He visto que tu actitud hacia mí no está siendo muy… educada. Y me resulta sorprendente teniendo en cuenta que soy uno de los propietarios de la galería que va a exponer tus cuadros. Si tienes algún problema conmigo, o con mi galería, entonces tal vez este sería un buen momento para que me dijeras cuál es.


Un delicado rubor coloreó sus mejillas mientras se mordía el labio inferior; sin duda, sus ambiciones artísticas volvían a batallar con el rencor que sentía hacia él.


Era un rencor que Pedro comprendía, pero le dolía que lo siguiera culpando por lo que había sucedido. Él no era responsable de que William Harper hubiera intentado venderles un Turner falsificado. Solo era culpable de haber destapado que ese hombre era un embaucador.