martes, 22 de diciembre de 2015

UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 10






–¿A que no es lo que te esperabas?


Paula dio un sorbo del Chianti que Pedro había servido en los vasos después de que Maria se hubiera ido corriendo a la cocina tras las presentaciones para ver cómo marchaba su pizza. ¡Unas presentaciones en las que él no se había molestado en aclarar quién era o no era Paula!


Y no, ese restaurante ruidoso y desorganizado no era la clase de lugar en el que se habría imaginado al Pedro Alfonso que había visto esa mañana en Arcángel, un Alfonso arrogante con su traje de diseño, y su camisa y su corbata de seda.


–Tengo razones para esperar que la pizza esté tan deliciosa como este Chianti.


–Oh, lo estará –asintió Pedro mirándola fijamente desde el otro lado de la mesa–. Aunque probablemente debería haberte llevado a un sitio con un poco más de categoría para celebrar que formas parte de la Exposición de Nuevos Artistas.


–¿Entonces no habrías tenido que invitar también a los otros cinco finalistas y al reserva?


Él sonrió forzadamente.


–No.


–Oh –Paula pudo sentir el rubor en sus mejillas, pero fue sensata y no dijo nada; ya había sacado conclusiones erróneas sobre Pedro esa noche y no tenía ninguna intención de volver a sacar otra–. Bueno, a mí esto me parece perfecto –se apresuró a añadir–. De todos modos, seguro que en otro sitio demasiado sofisticado me habría sentido fuera de lugar. No es que haya salido mucho por ahí a cenar desde… Esto está muy bien –dijo bajando la mirada para evitar los penetrantes ojos de Pedro. Había estado a punto de decir «desde que mi padre entró en la cárcel», y un desliz como ese podría haberle costado la participación en la exposición.


No tenía ninguna duda de que, más que el hombre que tenía delante, era el ambiente informal que la rodeaba el responsable de que se sintiera tan relajada como para haber estado a punto de hablar sin pensar. No había nada en Pedro que la hiciera relajarse, ni su físico ni las reacciones que le provocaba.


–Por ti, Paula –Pedro alzó el vaso para brindar, al parecer ajeno a su agitación interior–. Esperemos que la exposición, además de un éxito, sea el primero de los muchos que tengas.


–¡Brindo por eso! –contestó antes de dar un sorbo de vino–. ¡Oh, vaya! –abrió los ojos de par en par al ver a Maria moviéndose con destreza entre la multitud de clientes en dirección a su mesa y cargando con la pizza más grande que Paula había visto en su vida. Dejó el plato en el centro y, sonriendo, les dijo «¡Disfrutad!» antes de marcharse corriendo otra vez.


A Paula se le hizo la boca agua al mirar la pizza cargada de pepperoni, champiñones, cebolla, espinacas, jamón y berenjenas.


–Espero que no te importe que no lleve anchoas. Toni sabe que no me gustan.


–¿Estás de broma? ¿Quién iba a echarlas de menos con todos los ingredientes que lleva? –respondió Paula riéndose encantada y sin dejar de mirar la pizza.


Pedro sintió cómo se le hacía la boca agua ante la imagen de una Paula tan relajada y sonriente; esos ojos grisáceos tan cálidos y resplandecientes, sus mejillas ligeramente sonrojadas, sus labios carnosos, sensuales y rosados que no requerían de ningún brillo labial de esos que tantas mujeres usaban y que tan poco le gustaban a él.


¡Ver esos tentadores labios mientras Paula comía la pizza sería una auténtica tortura física!


–¡Venga, a comer antes de que se enfríe! No hay ni cuchillos ni tenedores. El único modo de comer pizza es con los dedos.


–¿Eso es otro «Pedrismo»? –bromeó al servirse una porción.


–Confía en mí –murmuró él con tono suave.


–No dejas de decir eso…


Y así era. Porque después de volver a reunirse con Paula sabiendo que ella pensaba que no sabía quién era, y sabiendo lo mucho que aún la deseaba, Pedro quería que confiara en él.


–Esta noche lo he pasado genial, gracias –murmuró Paula cuando estaban sentados en la oscuridad del interior del deportivo. Él había aparcado fuera del viejo edificio victoriano donde vivía Paula y la luz de la luna era lo único que iluminaba la tranquila calle residencial.


De no ser porque no estaba lloviendo, habría sido un final igual que el de aquella noche de cinco años atrás.


En aquel momento ella había estado semanas fantaseando con Pedro, totalmente embobada con su impresionante físico y su aire de seguridad en sí mismo. Después de que él hubiera ido a su casa a hablar con su padre en un par de ocasiones, ella se había acostumbrado a pasar por la Galería Arcángel varias veces por semana con la esperanza de poder volver a verlo.


Aquella noche estaba por allí a la hora del cierre diciéndose que solo estaba esperando a que cesara la lluvia para salir corriendo hacia la parada de autobús cuando, en realidad, había estado esperando poder ver a Pedro cuando saliera de la galería.


Se había quedado sin aliento al verlo salir por la puerta y un intenso rubor le había cubierto las mejillas cuando él había alzado la vista y la había visto. Al cabo de unos segundos la había reconocido y sus ojos chocolate se habían abierto de par en par; después, se había acercado a hablar con ella. 


Había sido una conversación bastante forzada por parte de Paula, que se había quedado sin habla cuando Pedro le había preguntado si podía llevarla a casa.


Una vez dentro del deportivo, había sido más que consciente de la proximidad de Pedro y había temblado de nervios y expectación por lo que pudiera pasar durante el silencioso trayecto.


Lo había mirado con timidez bajo sus negras pestañas una vez él había parado en su puerta.


–Gracias por traerme –había dicho para, a continuación, lamentar su falta de sofisticación.


–De nada –había respondido él con voz ronca a la vez que se giraba para mirarla–. Sabrina, yo… Mañana va a haber… –se había detenido y fruncido el ceño con gesto adusto–. Oh, a la mierda, si me voy a quemar de todos modos, mejor lanzarme a las llamas directamente –había susurrado para sí antes de agachar la cabeza y besarla.


Había sido el beso más exquisito que Paula había recibido en su vida, lento e incisivo, pero al mismo tiempo tan cargado de erotismo que se había sentido como si se estuviera ahogando en los sentimientos y emociones que le recorrían el cuerpo.


Esas emociones la habían dejado completamente aturdida cuando Pedro, repentinamente, había apartado la boca para lanzarle una mirada ardiente y apasionada antes de girarse.


–Deberías entrar –murmuró con tono adusto–. E intenta no… No importa –había añadido al girarse para mirarla con unos ojos atormentados–. Lo siento, Sabrina.


–¿Por besarme? –le había preguntado ella atónita.


–No. Jamás lamentaré haberlo hecho. Solo… intenta no odiarme demasiado, ¿de acuerdo?


En aquel momento Paula había pensado que jamás podría odiarlo, que lo amaba demasiado como para hacerlo. Al día siguiente, ese «mañana» al que Pedro se había referido tan indirectamente, su mundo se había derrumbado cuando habían arrestado a su padre por falsificación con Pedro como principal testigo en su contra.


–Me alegro –murmuró Pedro ahora, en respuesta a su previo comentario.


Paula volvió al presente de golpe.


–Te diría que pasaras a tomar un café, pero…


Había sido una noche sorprendentemente agradable, admitió muy a su pesar dado que el pasado no debería haberle permitido disfrutar de una noche con el odioso Pedro Alfonso.


Pero lo había hecho…


La comida había sido excelente y el restaurante abarrotado y el vocerío habían formado parte del entretenimiento. ¡Dos vasos de vino y hasta había terminado apreciando las interpretaciones desafinadas de Toni de las clásicas arias italianas!


En cuanto a la compañía… Pedro había demostrado ser un compañero de cena ameno mientras había escuchado algunas de las anécdotas más divertidas que les habían sucedido a los hermanos Alfonso durante los años que llevaban regentando las galerías.


Para cuando salieron del restaurante se sentía absolutamente cómoda en su compañía, tanto que le había parecido algo de lo más natural aceptar que la llevara a casa. Sin embargo, por muy agradable que hubiera sido la noche, tenía que admitir que ahora encontraba a Pedro mucho más inquietante que cinco años atrás.


Como Pedro Alfonso, era inconfundiblemente inteligente y pecaminosamente guapo, además de rico y poderoso.


Como Pedro, era claramente inteligente y guapo, pero también se mostraba relajado y encantador, además de tener un pícaro sentido del humor y una calidez que le habían permitido aceptar, sin inmutarse lo más mínimo, el entusiasta beso que Maria le había plantado en los labios tras decirle «vuelve pronto a verme» antes de que hubieran salido del restaurante.


Todo ello, junto con ese físico oscuro y fascinante, había hecho que Paula fuera consciente de que corría el peligro de caer bajo el hechizo de ese hombre por segunda vez en su vida.


–¿Pero? –Pedro se giró en su asiento para sacar a Paula de su continuado silencio.


–¿Cómo dices?


–Te diría que pasaras a tomar un café, pero… –le recordó.


Ella sonrió con cierto pesar.


–Es el modo educado que tiene una mujer de dar las gracias por la noche, pero de decir que aquí termina.


–¿Es que no tienes café?


–Yo siempre tengo café.


–¿Entonces por qué no me invitas a pasar?


Ella batió sus largas pestañas.


–Yo… eh, bueno… es que es tarde.


–Solo son las once –no había creído que fuera posible, pero la atracción que sentía por ella se había intensificado en las últimas horas y ahora estaba desesperado por saborear y sentir esos carnosos labios que llevaban toda la noche atormentándolo.


Tan desesperado que se movió para cubrir la distancia que los separaba.


–Paula…


–¡Por favor, no!


–¿Por qué no?


Ella se humedeció los labios antes de responder.


–¿Por qué echar a perder una noche perfectamente buena?


–¿Que te bese echaría a perder la noche?


–Por favor, Pedro


–Pero eso es lo que quiero hacer, Paula… ¡Complacerte!


Terminó de acercarse y la llevó hacia sus brazos mirándola con deseo.


–¡No puedo! –ella tenía los ojos cubiertos de lágrimas y las manos paralizadas entre los dos, sin apartar a Pedro, pero intentando desesperadamente no tocarlo–. No puedo –repitió.


Fue la desesperación que captó en su voz, junto con esas lágrimas que resplandecían en sus ojos, lo que hicieron que lo recorriera un escalofrío.


–Habla conmigo, Paula. ¡Por el amor de Dios, habla conmigo!


–No puedo –dijo sacudiendo la cabeza con desesperación.


–Tengo que besarte, maldita sea –contestó deseándola, pero sobre todo deseando que confiara en él.


Que le confiara su cuerpo. Sus emociones. Su pasado…


Paula lo miró bajo la luz de la luna durante unos segundos de tensión que parecieron interminables antes de volver a sacudir la cabeza con determinación.


–De verdad que no puedo –repitió.


–¡No me vale, Paula! Dime que no quieres que te bese, que no lo deseas tanto como yo, que no llevas toda la noche deseándolo, y no te lo volveré a pedir.


–Eso tampoco puedo hacerlo –admitió con un sollozo de desesperación.


–¿Quieres que decida por los dos? ¿Es eso lo que quieres? –le preguntó con dureza.


¡Paula ya no estaba segura de qué quería!


Bueno… sí que lo estaba, pero lo que quería, besar a Pedro y que la besara, era lo que no debía desear. ¡Era un Alfonso, por el amor de Dios! Y por muy encantador y divertido que se hubiera mostrado esa noche, debajo de todo ese encanto seguía siendo el frío y despiadado Pedro de años atrás. Permitir… ¡querer!… besarlo y que la besara iba en contra de su instinto de protección y de su sentido de la lealtad.


Sin embargo, no podía obviar el hecho de que el hombre al que había visto ese día, con el que había pasado la noche, el mismo que hacía que se le acelerara el pulso y que su cuerpo reaccionara de ese modo, no era en absoluto ni frío ni despiadado, sino atractivo y seductor. Ese hombre era el hombre al que deseaba besar con desesperación. Lo cual era una auténtica locura cuando sabía exactamente cómo reaccionaría Pedro si supiera quién era ella en realidad.


–Por favor, déjame pasar, Paula.


No podía respirar mientras lo miraba y fue incapaz de detenerlo cuando le cubrió las mejillas con las manos y le alzó la cara para que lo mirara; se sintió absolutamente perdida en las oscuras y cálidas profundidades de sus penetrantes ojos marrones mientras su boca descendía lentamente hacia la suya.







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