viernes, 20 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 14





Paula vio que Pedro se volvía sin decir nada y salió de la habitación. En realidad no le había gustado que la viera vomitar, había sido una de las experiencias más humillantes de su vida.


Se tumbó en la cama y se tapó con la colcha. Se sentía agotada. Se había fijado en que Pedro llevaba la misma ropa que la noche anterior, y eso significaba que había estado fuera toda la noche. Era muy probable que se hubiera acostado con otra mujer.


Paula se estremeció al pensar en ello. Al menos, cuando él entró en el baño no había sido cruel con ella. Le había sujetado el cabello y la había llevado a la cama en brazos. 


Parecía que se preocupaba por que estuviera cómoda.


Era ridículo. Él no se preocupaba por nada. Y mucho menos por ella.


Momentos más tarde, Pedro apareció de nuevo. Llevaba una bandeja en la mano, estaba despeinado y tenía la camisa un poco desabrochada, de forma que se veía su piel bronceada y la fina capa de vello que cubría su torso. Como llevaba la camisa arremangada, con el peso de la bandeja se notaban los músculos de sus antebrazos. Y la fuerza de sus manos.


Tenía unas manos maravillosas.


A ella le gustaban mucho más sus manos que su boca. Con las manos solo le había proporcionado placer. Con la boca, también mucho sufrimiento.


–¿Qué estás haciendo? – preguntó ella, al ver que en la bandeja había una tetera, una taza y un plato pequeño con una tostada y un poco de mermelada.


–Esto es lo que se hace cuando alguien no se siente bien, ¿no? – dijo él, dejando la bandeja sobre la cama.


–Bueno, daño no puede hacerme – Paula se recostó sobre las almohadas.


Pedro agarró la tetera y le sirvió una taza.


–Ten cuidado. Quema.


Ella se llevó la taza a los labios y sopló un poco.


–¿Por qué estás siendo tan amable conmigo?


Él se aclaró la garganta.


–No estoy siendo amable. Estoy siendo práctico. A ninguno de los dos nos beneficia que te mueras.


Ella suspiró.


–No sé. Si muriera, no tendrías que enfrentarte a nada de esto. Ni a la paternidad.


Él se puso serio.


–Ya he tenido que lidiar con bastantes pérdidas, gracias. Me gustaría mantenerte con vida. Y al bebé también.


–Lo siento. Era lo peor del humor negro.


–Creo que crees que soy más monstruo de lo que soy en realidad – dijo él.


–Es probable, pero ¿puedes culparme por ello, teniendo en cuenta nuestro primer encuentro?


–¿Puedes culparme tú a mí?


–Supongo que no – Paula no sabía qué decir, porque no podía seguir justificando sus acciones. Ya no. Había pasado muchos años haciéndolo y cada vez le resultaba más difícil– . Lo siento – dijo ella.


–¿Por qué te disculpas?


–Porque te robamos el dinero. Estuvo mal. Uno puede disimular, puede llamarlo estafas. Fingir que está bien porque las víctimas tienen dinero y tú no, pero, al fin y al cabo, es robar. Y a pesar de que hubo una época en la que realmente no sabía lo que hacía, ahora lo sé. Eso sí, si conocieras a mi padre, sabrías lo fácil que es que te implique en sus planes. Hay un motivo por el que es capaz de convencer a la gente de que suelte su dinero. Es muy convincente. Tiene la capacidad de hacerte creer que todo va a salir bien, y que te mereces lo que estás robando. A pesar de todo, me equivoqué al implicarme en su plan. Y lo siento.


Sentía que debía decirle todo eso antes de que pudieran avanzar. O quizá estaba delirando. O se había conmovido por el hecho de que él hubiera tenido el detalle de llevarle una infusión. En cualquier caso, allí estaba, confesándose.


Y no solo ante él, sino ante sí misma.


De pronto, se sentía agotada. Sucia. Desolada.


–¿Crees que hay un punto en la vida en el que uno ya no tiene salvación?


–Nunca me lo he planteado – se sentó en el borde de la cama– , pero supongo que es porque nunca imaginé que pudiera tenerla.


–Debe de ser que yo tampoco.


–¿Es tan importante? ¿De todos modos, qué sentido tiene? ¿Quieres que te consideren buena persona?


–Nunca he pensado demasiado en si era buena o mala. Recuerdo que una vez le pregunté a mi padre por qué teníamos miedo de los chicos buenos. De la policía. Yo había aprendido viendo la tele que se suponía que la policía era buena. Así que le pregunté si era mala. Me dijo que no era tan sencillo. Que a veces la gente buena hace cosas malas, y que la gente mala hace cosas buenas. Dijo que no todo el mundo que lleva uniforme es bueno, pero yo solo quería saber si nosotros éramos buenos. Y a lo mejor aún quiero saberlo.


–¿Importa?


–¿No? No conozco a nadie que quiera ser malo. Y me gustaría educar a mi hijo para que sea bueno, así que yo debería serlo también.


–Supongo que uno solo puede ser bueno o malo en su propia vida, al menos, en mi experiencia. Hay mucha gente que me calificaría de malvado, aunque nunca he incumplido la ley. Sin embargo, he cumplido lo que me había propuesto cumplir. He creado para mí la vida que siempre he querido llevar. ¿Qué tiene que ver ser bueno con todo eso?


–No lo sé. Yo no estoy segura de saber quién soy en realidad. ¿Cómo voy a saber si soy buena o mala si ni siquiera sé la respuesta a una pregunta tan sencilla?


–¿Crees que, si contratamos a una niñera, nos ayudaría a solucionar ese tipo de preguntas?


–¿Quieres decir que crees que se molestaría en ayudar a un par de adultos estancados emocionalmente?


–Supongo que tú y yo no formamos la pareja más funcional del mundo.


–¿Somos pareja?


–Solo en el sentido de ser dos, y de que criaremos juntos a nuestro hijo. ¿Con qué capacidades? No estoy seguro.


Ella deseaba preguntarle por la noche anterior, y saber si se había acostado con otra mujer, pero le resultaba extraño y no era asunto suyo. Puesto que le había dejado claro que no volvería a acostarse con él.


No obstante, en aquellos momentos no estaba tan convencida de ello.


Posiblemente porque no estaba convencida de nada. Tan pronto como había dicho que no estaba segura de quién era, se había percatado de que era verdad. Sabía cómo fingir y cómo adoptar diferentes papeles en la vida. Incluso cuando decidió alejarse de su padre y de sus estafas, adoptó el papel de camarera. No había hecho amigas, nunca había conectado de verdad con alguien. La persona que había fingido ser durante los dos últimos años era superficial. No tenía una parte más profunda.


Durante un instante le preocupó que eso fuera todo. Que hubiera adoptado diversos papeles en su vida a nivel superficial y que nunca hubiera creado nada en profundidad. 


¿Qué clase de madre sería? ¿Qué significaría eso para el resto de su vida?


No le extrañaba que su madre la abandonara. Y que su padre se hubiera distanciado de ella tan fácilmente. Era una persona sin sustancia.


«No puede ser».


Al menos, no permitiría que siguiera siendo así.


Necesitaba sueños que perseguir. No había tenido ninguno desde la última estafa. Porque tenía miedo de caer en el mismo comportamiento que había aprendido en su infancia. 


No podía vivir así. Por el bien de su hijo tenía que ser algo más en la vida.


Por supuesto, no sabía qué le depararía el futuro, porque parecía que Pedro lo tenía atrapado en la palma de su mano. Durante unos instantes, cuando todavía estaba en Nueva York, se había imaginado feliz criando a su hijo sola. 


Y le había parecido suficientemente satisfactorio, pero, una vez más, sus fantasías habían resultado imposibles.


–No te preocupes por si eres buena o mala – dijo él, al fin– . Tienes que centrarte en conseguir que un día no vomites por las mañanas.


–Oh, Pedro. Eres capaz de darle esperanzas a una chica.


–Solo intento ayudar.


–Según tú, no estás siendo amable, ¿no? – preguntó ella, esbozando una sonrisa.


Él negó con la cabeza.


–No, estoy siendo práctico. Mi madre solía traerme infusiones.


Paula sintió una presión en el pecho al imaginarse a Pedro de pequeño. Sabía que había terminado solo y eso era doloroso.


–En cualquier caso, te lo agradezco de veras – se aclaró la garganta y agarró una tostada– . De todos modos, no hace falta que vengas a sujetarme el cabello cuando… Es asqueroso.


–No me parece nada asqueroso. Te encuentras mal por culpa de mi hijo. Me parece justo cuidar de ti.


–¿Es eso? ¿Vas a cuidar de mí?


–Confieso que no lo había pensado.


–De algún modo, me da la sensación de que esa es nuestra manera de relacionarnos. Sin pensar.


–Probablemente. Si alguno de los dos hubiera pensado con claridad en algún momento, las cosas podrían haber salido de una manera muy diferente.


–Sí, podríamos empezar a hacerlo pronto.


–En estos momentos, yo estoy pensando con bastante claridad.


Paula se untó un poco de mermelada en el pan y comió un bocado.


–Me alegra saberlo – dijo ella.


Se hizo un silencio y Paula lo miró a los ojos. Él la estaba mirando con dulzura. Al menos, eso es lo que habría pensado si fuera otro hombre. Con Pedro, no sería así.


–¿Qué? – preguntó ella.


–Estoy pensando.


–¿En qué?


–En que es probable que intente seducirte.


Ella se atragantó y dejó la tostada sobre el plato.


–Perdona. ¿Qué has dicho?


–Voy a seducirte – dijo él– . Y tendré éxito. Ambos lo sabemos.


Paula se miró las manos y vio que las tenía llenas de mermelada.


–Acabo de vomitar delante de ti y ahora estoy en la cama llena de mermelada. ¿Cómo puedes pensar en seducirme? ¿Y de veras crees que voy a permitir que me seduzcas?


–Sí – dijo él, y se volvió hacia la puerta.


–¿Dónde vas?


–He pensado que es mejor esperar a que te encuentres mejor para seducirte. ¿Necesitas algo más?


–No.


–Pareces confundida.


–¿Cómo hemos pasado de las tostadas a la seducción?


–Te deseo – dijo él– . Te he deseado desde el primer momento en que te vi. Y estoy acostumbrado a tener lo que deseo.


–Ya, pero soy una mujer, no un Ferrari. No puedes comprarme sin más. Yo también tengo algo que decir.


–Lo sé – dijo él–. Y quiero que digas que sí. Me gustaría, Paula. No significaría nada si tú no me desearas también. Y por eso planeo seducirte, no simplemente poseerte. Hablaremos más tarde – se puso en pie y salió de allí, dejándola sola con la promesa de seducirla, la infusión y la tostada.











CULPABLE: CAPITULO 13



Pedro se quitó la corbata y la tiró al suelo de mármol de la entrada de su casa. Había salido y había estado fuera toda la noche. Había encontrado a una bella mujer y la había invitado a una copa. Sin embargo, cuando había llegado el momento de llevarla a la cama, él había cambiado de opinión. Ni siquiera la había besado, ni había intentado seducirla. La había invitado a una copa y había hablado con ella hasta darse cuenta de que su cuerpo no estaba interesado en ella.


Le costaba comprenderlo. Era una mujer bella y no tenía motivos para no acostarse con ella. Sin embargo, no sentía deseo. Después, había pasado la noche bebiendo, tratando de llegar a un punto en el que no fuera tan consciente de la mujer a la que quería seducir, no obstante, cuando más tarde se acercó a una rubia, la imagen de Paula, con su cabello oscuro y rizado y su piel suave, apareció en su cabeza.


Regresó a casa cuando el sol se disponía a salir por el horizonte, aprovechando la brisa fresca de la mañana para tratar de serenarse. Fue caminando hasta la villa. Más tarde enviaría a alguien a recoger su coche.


Aunque sentía que tenía la cabeza más despejada, no estaba de mejor humor.


No comprendía por qué se había sentido indiferente ante esas mujeres.


Subió por las escaleras mientras se desabrochaba los botones de arriba de la camisa y se arremangaba las mangas.


De pronto, mientras se dirigía a su dormitorio por el pasillo, oyó un golpe y una especie de gemido que provenía de la habitación de Paula.


Se dirigió hacia allí y abrió la puerta, justo a tiempo de ver que ella se dirigía al baño a cuatro patas y se detenía frente al inodoro.


Pedro se acercó a ella y le retiró el cabello del rostro hasta que terminó de vomitar.


–Vete – dijo ella.


–No, no voy a irme. Estás enferma.


–No lo estoy – dijo ella, antes de vomitar otra vez.


–Sí lo estás – dijo él, sujetándole la cabeza– . ¿Has terminado? – preguntó al ver que ella se echaba hacia atrás.


Ella asintió y él la tomó en brazos. Tenía la piel muy fría, a pesar de que estaba sudando.


–Agua – dijo ella.


–Por supuesto, pero deja que primero te lleve a la cama.


–Que me llevaras a la cama es lo que ha provocado todo esto


–¿Es culpa del embarazo? – la dejó sobre la cama.


–Desde luego, no me he intoxicado con la comida.


–No tengo experiencia con mujeres embarazadas – dijo él, poniéndose a la defensiva– . Sé que el embarazo puede dar náuseas, pero no cómo pueden ser de intensas.


–Las mías son intensas.


–Ayer parecía que estabas bien.


–Solo me pasa por las mañanas.


–¿Tienes frío?


–No, tengo calor.


–Estás tiritando.


–De acuerdo, ahora tengo frío.


Pedro no tenía ni idea de cómo cuidar de otra persona. 


Nunca lo había hecho. Desde la muerte de su madre, nunca había tenido una relación emocional con nadie, había vivido con familias de acogida en las que nunca duraba más de dos meses, y los amantes solo le duraban un par de noches.


En su experiencia, lo único que era permanente eran las cosas que podía comprar. Así que invertía en cosas. En ladrillo y mármol. En coches y tierras. La gente forma parte de la vida de manera temporal.


Recordaba vagamente que, cuando estaba enfermo, su madre solía llevarle algo de beber. Con limón. O quizá no era un recuerdo real, quizá era algo que había creado su mente para reemplazar otros recuerdos en los que ella aparecía cansada y desconsolada.


En cualquier caso, pensó que a Paula podía gustarle una infusión.



CULPABLE: CAPITULO 12





Por desgracia, aquella situación le resultaba familiar. Lo peor de todo era que, igual que la primera vez, no tenía posibilidad de negarse.


Estaba cansada. El cambio de hora y la noche en el avión empezaban a pasarle factura. Se quitó la blusa y la falda, abrió la bolsa y sacó un vestido amarillo de tela fina. Se lo puso y se volvió para mirarse en el espejo. Por desgracia, parecía igual de cansada de lo que se sentía. Suspiró y se soltó el cabello, ahuecándoselo con los dedos. Siempre había imaginado que el cabello negro y rizado era un regalo de su madre. Un regalo que siempre hacía que peinarse fuera una verdadera tarea. El regalo de una mujer que nunca se había molestado en buscar a la hija que había dado a luz.


Agarró su bolso y sacó su lápiz de labios. Se pintó y comprobó que ayudaba a que pareciera menos cansada. Lo necesitaba. Deseaba tener una pequeña armadura para que él no pensara que había ganado.


Arqueó una ceja y dijo, mirándose al espejo:
–Estás en su casa, en un país extranjero. No hablas el idioma. Él es billonario. No hay duda de quién va a ganar.


Suspiró y se volvió de espaldas al espejo.


Abrió la puerta y se dirigió por el pasillo hasta la escalera. Se agarró a la barandilla y comenzó la cuenta atrás.


Diez. Nueve. Ocho.


Era fuerte. Podría mantener la compostura.


Siete. Seis. Cinco.


Él la había llevado hasta allí, pero no la controlaba.


Cuatro. Tres. Dos.


Ya no importaba que él la hubiera hecho sentir vulnerable en la habitación del hotel. Se había vuelto insensible a él.


Uno.


Llegó a la base de la escalera y levantó la vista. Pedro estaba allí, mirándola con sus ojos oscuros y tendiéndole la mano.


Ella respiró hondo. Tenía el corazón acelerado y un nudo en el estómago.


–Me alegro de que hayas venido – dijo él, mirándola de arriba abajo– . Sabía que ese color te quedaría bien.


–No puedes imaginarte cómo me alivia que te guste. Estaba realmente preocupada.


–Venga, ¿tenemos que discutir por todo? Dame la mano.


–No, gracias, puedo andar sola. Probablemente mejor que sin que tú me lleves al abismo. Vaya, supongo que sí debemos pelear por todo.


Él arqueó una ceja y bajó la mano.


–La cena está servida en la terraza. Y aunque tiene vistas a un acantilado, no tengo ninguna intención de empujarte al abismo.


–¿Pretendes que confíe en ti? No confío en nadie – dijo ella, mientras lo seguía por el suelo de mármol.


–Ya veo. ¿Y por qué no confías en nadie? Porque me resulta una postura curiosa para alguien como tú. Entendería que una de tus víctimas no confiara nunca más en alguien, pero…


–Yo no tengo víctimas – dijo ella– . Son objetivos.


–¿Estás admitiendo algo?


–No – dijo ella, mirando a otro lado– . Para nada.


–No vas a convencerme de tu inocencia. Puedes dejar de negarlo.


–¿Debería hacerte una confesión por escrito y firmada?


–Podrías empezar por contestar mi pregunta sin más.


–¿Por qué no confío en la gente? Porque sé lo que pasa cuando se confía en la gente. Mi padre es un estafador. Siempre lo ha sido. El tiempo de calidad que pasaba con él consistía en llevar a cabo estafas que requerían abusar de la simpatía que la gente muestra hacia los niños. No era un fin de semana de vacaciones. ¿Por qué iba a confiar en la gente?


Pedro abrió las puertas que daban a una gran terraza con vistas al océano. Se volvió para mirarla y dijo:
–No deberías confiar en la gente. Al menos, según mi experiencia. Y desde luego no confíes en mí.


Ella lo siguió y vio que había una mesa servida para dos personas. En una bandeja había aceitunas y otras delicias italianas, una cesta de pan, una copa de vino para él y agua para ella.


–Yo no confío en ti.


Él sacó una silla y le indicó que se sentara.


–Bien. No necesito que confíes en mí. Simplemente necesito que te quedes conmigo. Siéntate.


Ella lo miró a los ojos y obedeció.


–¿Qué quieres decir con lo de quedarte conmigo?


–He decidido que quiero formar parte de la vida de mi hijo. Yo me separé de mis padres a muy temprana edad. No puedo hacerle lo mismo a alguien de mi sangre.


–Bueno… Yo siento lo mismo. Al menos por lo que a mí respecta – era la verdad. No se planteaba la opción de que su hijo se criara sin madre. El hecho de que su madre la abandonara con su padre y nunca hubiese tratado de contactar con ella otra vez le había resultado muy doloroso.


Era impensable que pudiera hacer lo mismo con su hijo.


–Entonces, está decidido. ¿Fijamos una fecha para la boda?


–No voy a casarme contigo.


–No es necesario que nos casemos. En eso soy flexible, pero creo que deberíamos compartir casa, ¿no crees? Así el niño no tendrá que ir de un lado a otro.


–¿Sugieres que vivamos juntos?


–Si te niegas a casarte conmigo, podemos vivir juntos sin más.


–Pero… No lo comprendo. Es evidente que no quieres una relación conmigo.


–Por supuesto que no. No me importas nada. Excepto por lo que significas para nuestro bebé. Aunque nos casáramos, continuaríamos llevando vidas separadas.


–No quiero casarme contigo.


–Yo no he dicho que quiera casarme contigo – dijo él, sentándose frente a ella– . Solo que me parece una opción.


Ella lo miró.


–¿Me crees con lo del bebé?


–Sí.


–Y quieres al bebé. Quieres ser padre.


–Voy a ser padre. Eso significa que no me queda más remedio – contestó él.


–¿Por qué has cambiado de opinión?


–Cuando era pequeño vivía en Roma – agarró la copa de vino– . Residíamos en un barrio muy pobre. Nunca conocí a mi padre. Me desperté una mañana y la casa estaba vacía. Se habían llevado todo. Y había unos desconocidos allí. Mi madre se había marchado. Yo no paré de preguntar dónde estaba, pero nadie me contestó. Más tarde descubrí que se había matado de regreso a casa desde el trabajo. Supongo
que el casero se llevó todas nuestras pertenencias y me dejó solo, pero no conozco los detalles. Son recuerdos de la infancia. Tenía cinco años y no lo recuerdo muy bien, pero ahora sé lo que significa estar solo. Sé lo que es sentirse perdido. No quiero lo mismo para mi hijo. Quiero que tenga una casa llena. Que nos tenga a los dos. Que si se despierta a mitad de noche no se sienta solo.


Sintió una fuerte presión en el pecho. Ella agarró una aceituna y jugueteó con ella. Cuando otra gente se emocionaba se sentía incómoda. Según su experiencia, empatizar con otros era peligroso. Y le hubiera impedido hacer todo lo que su padre le había pedido que hiciera durante la infancia, porque habría tenido cargo de conciencia.


No obstante, en aquella ocasión, le resultaba muy difícil no empatizar. Era fácil imaginar a un niño sintiéndose solo en una casa vacía. Porque ella también había sentido lo mismo.


–Algunas noches mi padre salía a algún evento y no podía llevarme con él. Me decía que cerrara la puerta con llave y que no abriera a nadie. Teníamos una contraseña, así que cuando regresaba de madrugada me la decía para que yo no tuviera miedo. A veces no volvía y me quedaba sola toda la noche. Normalmente, me quedaba dormida, pero a veces me despertaba a beber agua o algo así. Y la casa estaba vacía. Tenía miedo – miró a Pedro a los ojos– . Yo tampoco quiero eso para mi hijo. Quiero lo mismo que tú.


Tenía un nudo en el estómago. En realidad no quería tener nada que ver con él. Pedro la había utilizado, había hecho que bajara la barrera que la separaba del mundo y la había vuelto vulnerable hacia él. No podía olvidarlo.


–Lo tendrá – dijo Pedro, con una seguridad tranquilizadora– . Sentirse solo de niño es aterrador. Siento que tú te sintieras sola. Conozco esa sensación. Es… Ahora la evito a toda costa.


Ella tragó saliva, emocionada.


–Gracias.


De pronto, como si él no se hubiese ablandado delante de ella, él se enderezó y su mirada se volvió indescifrable.


–Ya está todo arreglado. Nos quedaremos aquí durante un tiempo.


–¿Por qué? – preguntó ella, con el corazón acelerado.


–Porque no confío en ti. Temo que encuentres la manera de escapar con mi dinero y mi hijo. Tu palabra tiene un valor limitado.


–Estoy siendo sincera contigo – dijo ella. Era todo lo que podía decir.


–No soy capaz de anticipar tus intenciones, y eso me inquieta. ¿Eres una estafadora experta? ¿Eres una virgen inocente? ¿Eres una chica dura que se vio obligada a delinquir a causa de las circunstancias en las que te criaste? No lo sé, porque te he visto actuar de todas esas maneras. Y lo haces muy bien.


–A lo mejor soy todo eso – agarró el vaso de agua– . ¿Y tú? ¿Quién eres tú?


¿Un niño que se sentía solo por no tener madre? ¿O el depredador que me hizo chantaje para acostarse conmigo?


–Sin duda, soy lo segundo. Hace tiempo que decidí dejar atrás mi pasado. Sentirte culpable no te beneficia, Paula. 
Cuando se toman decisiones hay que llevarlas a cabo.


–Entonces, ¿crees que no debería sentirme culpable acerca del dinero que mi padre se llevó y mi participación en la estafa?


Él bebió un sorbo de vino.


–¿Si yo fuera tú? No me sentiría nada culpable. Sin embargo, yo no soy tú. Yo soy yo, y tenía que asegurarme de que pagaras por lo que hiciste.


–Con sexo.


–Ya te lo he dicho – dijo él, mirándola a los ojos– . Eso no era parte del plan.


–Y yo ya te he dicho que no confío en la gente. No estoy segura de por qué piensas que debería confiar en tu palabra.


–Porque no tengo motivos para mentirte. En ese tema, no.


Paula se rio y agarró un pedazo de pan de la cesta.


–¿Quién le va a enseñar valores morales a nuestro hijo? Parece que tanto tú como yo carecemos de ellos.


¿Cómo iba ella a enseñarle a un niño lo que está bien o mal? ¿Cómo se suponía que iba a aplicarle consecuencias cuando se portara mal, si ella había pasado parte de su vida evitando las consecuencias?


Cuando ella misma había sido ladrona durante mucho tiempo.


Por primera vez, se preguntaba si merecía ir a prisión. No quería, pero era culpable de todo lo que la acusaban.


Cerró los puños con fuerza. Tenía un nudo en el estómago. 


No podía ir a prisión. Si no, su hijo no tendría madre.


Podría convertirse en una persona mejor. Algo estaba cambiando en ella. Por primera vez, no solo sabía que robar su dinero había estado mal, sino que también lo sentía.


Pedro frunció el ceño.


–Deberíamos contratar a una niñera.


Paula estuvo a punto de mostrarse disconforme, pero se dio cuenta de que probablemente tenía razón. Después de todo, no sabía nada de bebés y alguien tendría que enseñarle a cambiar pañales.


–Supongo que sí.


–Hablaremos de ello más adelante. Por ahora sugiero que nos acostumbremos a tratar el uno con el otro.


–¿Tenemos que hacerlo? – preguntó ella, agarrando su vaso de agua– . Podríamos ignorarnos.


–Yo preferiría acostarme contigo otra vez.


–¿Qué? – soltó ella.


–¿Por qué no? Nos sentimos atraídos el uno por el otro. Y vas a quedarte aquí indefinidamente. Nos podría sentar bien a los dos.


–Sí. No – agarró otro trozo de pan y se lo comió– . La mayor parte de los días me siento muy cansada, así que te aseguro que el sexo es lo último que tengo en mente. De hecho, estoy un poco enfadada con el sexo.


Él se encogió de hombros.


–Me parece bien.


Ella se sintió un poco decepcionada al ver que él no la presionaba. Era ridículo. No debería decepcionarse. Debería entusiasmarse. O algo. No quería acostarse con él otra vez. 


Él la odiaba. Solo la había llevado allí porque era la madre de su bebé.


Teniendo en cuenta todo eso, él no le caía muy bien.


Era cierto que en la suite del hotel, afectada por la fantasía que había empezado con una nota y un conjunto de lencería, la pasión se había apoderado de ella. Sin embargo, allí, cerca del océano, todo parecía demasiado real.


Y aunque no sabía por qué, que él la hubiera rechazado le resultaba molesto. Era como si hubiera herido su orgullo femenino.


–Entonces, ¿eso es todo?


–¿Creías que iba a presionarte? – la miró– . Estoy acostumbrado a mujeres con mucha más experiencia, cara mia, y aunque tu inocencia tenía cierto encanto, prefiero una compañera que comprenda cómo funciona el cuerpo de un hombre.


–Fuiste tú quien me hizo la proposición.


–Porque tenía sentido. No soy un hombre preparado para pasar sin sexo. No soy capaz de mantener el celibato, así que la decisión es tuya. O me acuesto contigo o me acostaré con otra.


Ella sintió que la rabia la invadía por dentro. No podía comprender por qué. Ella lo había rechazado, así que, por lógica, él era libre para compartir su cuerpo con quien quisiera. La idea no le gustaba. Su cuerpo le pertenecía a ella. Al menos, eso era lo que sentía. Él era el único hombre que la había acariciado de esa manera. El único hombre que la había penetrado. ¿Cómo era posible que él no le diera importancia?


De todos modos, ella no iba a desvelarle lo que sentía.


–Haz lo que quieras. No me molesta, pero no me toques.


–Siempre hago lo que quiero, pero tu manera de darme permiso ha sido simpática – se puso en pie, agarró la copa de vino y se bebió lo que quedaba antes de dejarla de nuevo sobre la mesa– . En cualquier caso, creo que me iré y haré lo que me plazca. Buenas noches.


Se volvió y salió de la terraza, dejándola allí sola.


Ella agarró otro pedazo de pan y le dio un bocado. No le importaba lo que él hiciera. No le debía nada.


Paula no quería salir. Quería quedarse allí y cenar. 


Acostarse temprano.


La casa era preciosa y debería disfrutar de estar allí. El dinero que su padre había robado nunca le permitiría entrar en un sitio así. Para un hombre como Pedro, un millón de dólares era como una gota en mitad del océano.


Se sentaría allí y disfrutaría del hecho de que, aunque su padre la había abandonado a su suerte, era ella quien había acabado sentada en una villa de Italia.


Con un hombre que le había hecho chantaje para acostarse con ella, que la había dejado embarazada y que, sin duda, se disponía a acostarse con otra mujer.


Así que, a pesar de todas esas cosas, se sentaría allí para disfrutar de que estaba en una villa italiana. Ignoraría todo lo demás mientras pudiera.








CULPABLE: CAPITULO 11





Por segunda vez, Paula se encontró leyendo las instrucciones que acompañaban a una bolsa de ropa.


Se sentía como si estuviera soñando, pero no era un buen sueño. Habían salido de la consulta del médico para subirse a un avión y volar hasta Italia por la noche. Pedro la había ignorado durante todo el vuelo, y ella había dormido casi todo el camino.


En el trayecto en coche hasta la casa, él permaneció en silencio. Paula había intentado mostrarse indiferente desde el momento en que subió al avión, pero cuando llegó a Italia y vio la belleza del país le resultó imposible.


Las calles estrechas, los edificios altos y los balcones llenos de flores eran demasiado bonitos como para ignorarlos. 


Apoyó la nariz contra el cristal de la limusina y observó el paisaje. Cuando llegaron al pie de una colina, desde donde se veía el mar azul, y vio la enorme villa, se quedó boquiabierta.


Poco después estaba instalada en su dormitorio. Era más grande y luminosa que la suite del hotel de Nueva York donde Pedro la había seducido, y tenía una cama con dosel del que colgaban unas cortinas blancas.


No obstante, ella no conseguía librarse de la fuerte presión que sentía en el pecho.


Y además, aquella nota…



Te reunirás conmigo para cenar y te pondrás el vestido que te he mandado. Tenemos mucho de qué hablar.
P.