viernes, 20 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 12





Por desgracia, aquella situación le resultaba familiar. Lo peor de todo era que, igual que la primera vez, no tenía posibilidad de negarse.


Estaba cansada. El cambio de hora y la noche en el avión empezaban a pasarle factura. Se quitó la blusa y la falda, abrió la bolsa y sacó un vestido amarillo de tela fina. Se lo puso y se volvió para mirarse en el espejo. Por desgracia, parecía igual de cansada de lo que se sentía. Suspiró y se soltó el cabello, ahuecándoselo con los dedos. Siempre había imaginado que el cabello negro y rizado era un regalo de su madre. Un regalo que siempre hacía que peinarse fuera una verdadera tarea. El regalo de una mujer que nunca se había molestado en buscar a la hija que había dado a luz.


Agarró su bolso y sacó su lápiz de labios. Se pintó y comprobó que ayudaba a que pareciera menos cansada. Lo necesitaba. Deseaba tener una pequeña armadura para que él no pensara que había ganado.


Arqueó una ceja y dijo, mirándose al espejo:
–Estás en su casa, en un país extranjero. No hablas el idioma. Él es billonario. No hay duda de quién va a ganar.


Suspiró y se volvió de espaldas al espejo.


Abrió la puerta y se dirigió por el pasillo hasta la escalera. Se agarró a la barandilla y comenzó la cuenta atrás.


Diez. Nueve. Ocho.


Era fuerte. Podría mantener la compostura.


Siete. Seis. Cinco.


Él la había llevado hasta allí, pero no la controlaba.


Cuatro. Tres. Dos.


Ya no importaba que él la hubiera hecho sentir vulnerable en la habitación del hotel. Se había vuelto insensible a él.


Uno.


Llegó a la base de la escalera y levantó la vista. Pedro estaba allí, mirándola con sus ojos oscuros y tendiéndole la mano.


Ella respiró hondo. Tenía el corazón acelerado y un nudo en el estómago.


–Me alegro de que hayas venido – dijo él, mirándola de arriba abajo– . Sabía que ese color te quedaría bien.


–No puedes imaginarte cómo me alivia que te guste. Estaba realmente preocupada.


–Venga, ¿tenemos que discutir por todo? Dame la mano.


–No, gracias, puedo andar sola. Probablemente mejor que sin que tú me lleves al abismo. Vaya, supongo que sí debemos pelear por todo.


Él arqueó una ceja y bajó la mano.


–La cena está servida en la terraza. Y aunque tiene vistas a un acantilado, no tengo ninguna intención de empujarte al abismo.


–¿Pretendes que confíe en ti? No confío en nadie – dijo ella, mientras lo seguía por el suelo de mármol.


–Ya veo. ¿Y por qué no confías en nadie? Porque me resulta una postura curiosa para alguien como tú. Entendería que una de tus víctimas no confiara nunca más en alguien, pero…


–Yo no tengo víctimas – dijo ella– . Son objetivos.


–¿Estás admitiendo algo?


–No – dijo ella, mirando a otro lado– . Para nada.


–No vas a convencerme de tu inocencia. Puedes dejar de negarlo.


–¿Debería hacerte una confesión por escrito y firmada?


–Podrías empezar por contestar mi pregunta sin más.


–¿Por qué no confío en la gente? Porque sé lo que pasa cuando se confía en la gente. Mi padre es un estafador. Siempre lo ha sido. El tiempo de calidad que pasaba con él consistía en llevar a cabo estafas que requerían abusar de la simpatía que la gente muestra hacia los niños. No era un fin de semana de vacaciones. ¿Por qué iba a confiar en la gente?


Pedro abrió las puertas que daban a una gran terraza con vistas al océano. Se volvió para mirarla y dijo:
–No deberías confiar en la gente. Al menos, según mi experiencia. Y desde luego no confíes en mí.


Ella lo siguió y vio que había una mesa servida para dos personas. En una bandeja había aceitunas y otras delicias italianas, una cesta de pan, una copa de vino para él y agua para ella.


–Yo no confío en ti.


Él sacó una silla y le indicó que se sentara.


–Bien. No necesito que confíes en mí. Simplemente necesito que te quedes conmigo. Siéntate.


Ella lo miró a los ojos y obedeció.


–¿Qué quieres decir con lo de quedarte conmigo?


–He decidido que quiero formar parte de la vida de mi hijo. Yo me separé de mis padres a muy temprana edad. No puedo hacerle lo mismo a alguien de mi sangre.


–Bueno… Yo siento lo mismo. Al menos por lo que a mí respecta – era la verdad. No se planteaba la opción de que su hijo se criara sin madre. El hecho de que su madre la abandonara con su padre y nunca hubiese tratado de contactar con ella otra vez le había resultado muy doloroso.


Era impensable que pudiera hacer lo mismo con su hijo.


–Entonces, está decidido. ¿Fijamos una fecha para la boda?


–No voy a casarme contigo.


–No es necesario que nos casemos. En eso soy flexible, pero creo que deberíamos compartir casa, ¿no crees? Así el niño no tendrá que ir de un lado a otro.


–¿Sugieres que vivamos juntos?


–Si te niegas a casarte conmigo, podemos vivir juntos sin más.


–Pero… No lo comprendo. Es evidente que no quieres una relación conmigo.


–Por supuesto que no. No me importas nada. Excepto por lo que significas para nuestro bebé. Aunque nos casáramos, continuaríamos llevando vidas separadas.


–No quiero casarme contigo.


–Yo no he dicho que quiera casarme contigo – dijo él, sentándose frente a ella– . Solo que me parece una opción.


Ella lo miró.


–¿Me crees con lo del bebé?


–Sí.


–Y quieres al bebé. Quieres ser padre.


–Voy a ser padre. Eso significa que no me queda más remedio – contestó él.


–¿Por qué has cambiado de opinión?


–Cuando era pequeño vivía en Roma – agarró la copa de vino– . Residíamos en un barrio muy pobre. Nunca conocí a mi padre. Me desperté una mañana y la casa estaba vacía. Se habían llevado todo. Y había unos desconocidos allí. Mi madre se había marchado. Yo no paré de preguntar dónde estaba, pero nadie me contestó. Más tarde descubrí que se había matado de regreso a casa desde el trabajo. Supongo
que el casero se llevó todas nuestras pertenencias y me dejó solo, pero no conozco los detalles. Son recuerdos de la infancia. Tenía cinco años y no lo recuerdo muy bien, pero ahora sé lo que significa estar solo. Sé lo que es sentirse perdido. No quiero lo mismo para mi hijo. Quiero que tenga una casa llena. Que nos tenga a los dos. Que si se despierta a mitad de noche no se sienta solo.


Sintió una fuerte presión en el pecho. Ella agarró una aceituna y jugueteó con ella. Cuando otra gente se emocionaba se sentía incómoda. Según su experiencia, empatizar con otros era peligroso. Y le hubiera impedido hacer todo lo que su padre le había pedido que hiciera durante la infancia, porque habría tenido cargo de conciencia.


No obstante, en aquella ocasión, le resultaba muy difícil no empatizar. Era fácil imaginar a un niño sintiéndose solo en una casa vacía. Porque ella también había sentido lo mismo.


–Algunas noches mi padre salía a algún evento y no podía llevarme con él. Me decía que cerrara la puerta con llave y que no abriera a nadie. Teníamos una contraseña, así que cuando regresaba de madrugada me la decía para que yo no tuviera miedo. A veces no volvía y me quedaba sola toda la noche. Normalmente, me quedaba dormida, pero a veces me despertaba a beber agua o algo así. Y la casa estaba vacía. Tenía miedo – miró a Pedro a los ojos– . Yo tampoco quiero eso para mi hijo. Quiero lo mismo que tú.


Tenía un nudo en el estómago. En realidad no quería tener nada que ver con él. Pedro la había utilizado, había hecho que bajara la barrera que la separaba del mundo y la había vuelto vulnerable hacia él. No podía olvidarlo.


–Lo tendrá – dijo Pedro, con una seguridad tranquilizadora– . Sentirse solo de niño es aterrador. Siento que tú te sintieras sola. Conozco esa sensación. Es… Ahora la evito a toda costa.


Ella tragó saliva, emocionada.


–Gracias.


De pronto, como si él no se hubiese ablandado delante de ella, él se enderezó y su mirada se volvió indescifrable.


–Ya está todo arreglado. Nos quedaremos aquí durante un tiempo.


–¿Por qué? – preguntó ella, con el corazón acelerado.


–Porque no confío en ti. Temo que encuentres la manera de escapar con mi dinero y mi hijo. Tu palabra tiene un valor limitado.


–Estoy siendo sincera contigo – dijo ella. Era todo lo que podía decir.


–No soy capaz de anticipar tus intenciones, y eso me inquieta. ¿Eres una estafadora experta? ¿Eres una virgen inocente? ¿Eres una chica dura que se vio obligada a delinquir a causa de las circunstancias en las que te criaste? No lo sé, porque te he visto actuar de todas esas maneras. Y lo haces muy bien.


–A lo mejor soy todo eso – agarró el vaso de agua– . ¿Y tú? ¿Quién eres tú?


¿Un niño que se sentía solo por no tener madre? ¿O el depredador que me hizo chantaje para acostarse conmigo?


–Sin duda, soy lo segundo. Hace tiempo que decidí dejar atrás mi pasado. Sentirte culpable no te beneficia, Paula. 
Cuando se toman decisiones hay que llevarlas a cabo.


–Entonces, ¿crees que no debería sentirme culpable acerca del dinero que mi padre se llevó y mi participación en la estafa?


Él bebió un sorbo de vino.


–¿Si yo fuera tú? No me sentiría nada culpable. Sin embargo, yo no soy tú. Yo soy yo, y tenía que asegurarme de que pagaras por lo que hiciste.


–Con sexo.


–Ya te lo he dicho – dijo él, mirándola a los ojos– . Eso no era parte del plan.


–Y yo ya te he dicho que no confío en la gente. No estoy segura de por qué piensas que debería confiar en tu palabra.


–Porque no tengo motivos para mentirte. En ese tema, no.


Paula se rio y agarró un pedazo de pan de la cesta.


–¿Quién le va a enseñar valores morales a nuestro hijo? Parece que tanto tú como yo carecemos de ellos.


¿Cómo iba ella a enseñarle a un niño lo que está bien o mal? ¿Cómo se suponía que iba a aplicarle consecuencias cuando se portara mal, si ella había pasado parte de su vida evitando las consecuencias?


Cuando ella misma había sido ladrona durante mucho tiempo.


Por primera vez, se preguntaba si merecía ir a prisión. No quería, pero era culpable de todo lo que la acusaban.


Cerró los puños con fuerza. Tenía un nudo en el estómago. 


No podía ir a prisión. Si no, su hijo no tendría madre.


Podría convertirse en una persona mejor. Algo estaba cambiando en ella. Por primera vez, no solo sabía que robar su dinero había estado mal, sino que también lo sentía.


Pedro frunció el ceño.


–Deberíamos contratar a una niñera.


Paula estuvo a punto de mostrarse disconforme, pero se dio cuenta de que probablemente tenía razón. Después de todo, no sabía nada de bebés y alguien tendría que enseñarle a cambiar pañales.


–Supongo que sí.


–Hablaremos de ello más adelante. Por ahora sugiero que nos acostumbremos a tratar el uno con el otro.


–¿Tenemos que hacerlo? – preguntó ella, agarrando su vaso de agua– . Podríamos ignorarnos.


–Yo preferiría acostarme contigo otra vez.


–¿Qué? – soltó ella.


–¿Por qué no? Nos sentimos atraídos el uno por el otro. Y vas a quedarte aquí indefinidamente. Nos podría sentar bien a los dos.


–Sí. No – agarró otro trozo de pan y se lo comió– . La mayor parte de los días me siento muy cansada, así que te aseguro que el sexo es lo último que tengo en mente. De hecho, estoy un poco enfadada con el sexo.


Él se encogió de hombros.


–Me parece bien.


Ella se sintió un poco decepcionada al ver que él no la presionaba. Era ridículo. No debería decepcionarse. Debería entusiasmarse. O algo. No quería acostarse con él otra vez. 


Él la odiaba. Solo la había llevado allí porque era la madre de su bebé.


Teniendo en cuenta todo eso, él no le caía muy bien.


Era cierto que en la suite del hotel, afectada por la fantasía que había empezado con una nota y un conjunto de lencería, la pasión se había apoderado de ella. Sin embargo, allí, cerca del océano, todo parecía demasiado real.


Y aunque no sabía por qué, que él la hubiera rechazado le resultaba molesto. Era como si hubiera herido su orgullo femenino.


–Entonces, ¿eso es todo?


–¿Creías que iba a presionarte? – la miró– . Estoy acostumbrado a mujeres con mucha más experiencia, cara mia, y aunque tu inocencia tenía cierto encanto, prefiero una compañera que comprenda cómo funciona el cuerpo de un hombre.


–Fuiste tú quien me hizo la proposición.


–Porque tenía sentido. No soy un hombre preparado para pasar sin sexo. No soy capaz de mantener el celibato, así que la decisión es tuya. O me acuesto contigo o me acostaré con otra.


Ella sintió que la rabia la invadía por dentro. No podía comprender por qué. Ella lo había rechazado, así que, por lógica, él era libre para compartir su cuerpo con quien quisiera. La idea no le gustaba. Su cuerpo le pertenecía a ella. Al menos, eso era lo que sentía. Él era el único hombre que la había acariciado de esa manera. El único hombre que la había penetrado. ¿Cómo era posible que él no le diera importancia?


De todos modos, ella no iba a desvelarle lo que sentía.


–Haz lo que quieras. No me molesta, pero no me toques.


–Siempre hago lo que quiero, pero tu manera de darme permiso ha sido simpática – se puso en pie, agarró la copa de vino y se bebió lo que quedaba antes de dejarla de nuevo sobre la mesa– . En cualquier caso, creo que me iré y haré lo que me plazca. Buenas noches.


Se volvió y salió de la terraza, dejándola allí sola.


Ella agarró otro pedazo de pan y le dio un bocado. No le importaba lo que él hiciera. No le debía nada.


Paula no quería salir. Quería quedarse allí y cenar. 


Acostarse temprano.


La casa era preciosa y debería disfrutar de estar allí. El dinero que su padre había robado nunca le permitiría entrar en un sitio así. Para un hombre como Pedro, un millón de dólares era como una gota en mitad del océano.


Se sentaría allí y disfrutaría del hecho de que, aunque su padre la había abandonado a su suerte, era ella quien había acabado sentada en una villa de Italia.


Con un hombre que le había hecho chantaje para acostarse con ella, que la había dejado embarazada y que, sin duda, se disponía a acostarse con otra mujer.


Así que, a pesar de todas esas cosas, se sentaría allí para disfrutar de que estaba en una villa italiana. Ignoraría todo lo demás mientras pudiera.








No hay comentarios.:

Publicar un comentario