domingo, 15 de noviembre de 2015
UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 22
Paula vio una grieta en el cemento de la balaustrada del balcón al que daba el cuarto de baño donde Elisa estaba «tomándose un momento», que en el idioma femenino de las Chaves significaba «hacer pis».
Respiró una buena bocanada de aire fresco de la montaña y miró su reloj. El reloj que antes había pertenecido a su padre, con la diferencia de que ahora, cuando lo miraba, veía el reloj que Pedro había rescatado. Vio que solo faltaban cinco minutos para que diera comienzo la boda.
–Tu hombre es una belleza –dijo Elisa–. Es tan grandote, tan masculino, tan varonil, tan sexy. ¿Ya me entiendes, no?
Sí, claro que sí. Paula la entendía muy bien. No había pasado ni un minuto en todo ese fin de semana que no lo hubiera pensado. Y más. Con todo detalle. Pero ahora no era el momento porque había llegado la hora de casar a su hermana.
Su pequeña y valiente hermana.
Paula también quería casarse algún día. De verdad que sí.
Pero no podía escapar de esas dudas. ¿Y si dejas de quererlo? ¿Y si él no te quiere lo suficiente? «¿Y si lo quieres más que a tu vida y muere?».
Elisa se dejó caer sobre un banquito de cemento y Paula se estremeció. Si su hermana no se hacía más manchas en la seda color marfil del vestido, sería un milagro.
–¿Crees que es posible amar a un hombre toda tu vida? – Preguntó Elisa–. ¿Ser feliz durmiendo con el mismo hombre durante el resto de tus días? ¿O el resto de los suyos? O… ya sabes lo que quiero decir.
Paula sabía exactamente lo que quería decir.
–Fíjate en mamá. ¿Crees que tenemos sus genes? –se sentó junto a su hermana y le tomó la mano.
–No estoy segura de ser la persona adecuada a la que preguntar. Nunca antes he estado enamorada.
Elisa abrió los ojos de par en par.
–¿Nunca? ¡Madre mía! Eso será porque pones el listón muy alto.
¿Era eso verdad? ¿Era ese el problema? Sabía que no se había enamorado de ninguno porque en ninguno había encontrado esa chispa que ella veía tan importante, porque ninguno había tenido nada brillante que decirle, porque sus dedos tenían una forma extraña o porque sus brazos eran demasiado cortos. Siempre se había dicho que simplemente estaba esperando a encontrar todo lo que buscaba en un hombre y lo cierto era que ya lo había encontrado. En Pedro. Solo pensar en su nombre la encendió por dentro y sus mejillas se iluminaron a tanta velocidad que se sintió mareada.
Entonces a Elisa comenzaron a temblarle los labios y ella centró la atención de nuevo en la novia.
–¿Ely? ¿Estás bien?
–Ojalá papá estuviera aquí –dos grandes lágrimas le cayeron por las mejillas.
A Paula se le encogió tanto el corazón que le dolió. Tragó el nudo que se le había formado en la garganta y contuvo las lágrimas. Le había costado dos horas maquillarse y no pensaba pasar por lo mismo otra vez.
Se giró para sacar unos pañuelos de papel de su bolso, pero los sollozos de Elisa se detuvieron al fin. Elisa no necesitaba pañuelos de papel. Necesitaba a su hermana mayor. Y así, le secó las lágrimas con su dedo y le dijo:
–Yo también le echo de menos, todos los días, pero ¿sabes una cosa? Hoy estaría muy orgulloso de nosotras, de vernos tan guapas y relucientes. Yo, como una chica de Melbourne y tú casándote con el hombre que amas. Sus chicas lo han logrado.
–Recuerdo que me decía que lo único que quería era que fuéramos felices y soy feliz. Verdaderamente feliz. Tú eres feliz, ¿verdad?
¿Era feliz? La mayor parte del tiempo, sí… ¿Podía ser más feliz? ¡Y tanto!
–Pedro te haría feliz –dijo Elisa representando sus pensamientos de un modo tan acertado que Paula se preguntó si lo habría dicho en alto–. Por lo menos dime que es bueno en la cama.
¿Bueno? El inglés no era el idioma apropiado para llegar a describir lo que era Pedro. Tal vez en francés sonaría mejor, o en italiano. Sí, definitivamente en italiano.
–Esos dedos tan largos… –apuntó Elisa.
–¡Elisa! De acuerdo… Es mejor de lo que podría haberme imaginado.
–¡Pues entonces cásate con él!
Paula sacudió la cabeza y se encogió de hombros. ¿Cómo podía explicarle a una mujer que estaba a punto de casarse con el amor de su vida el triste trato que había hecho de «lo que sucede en Tasmania, se queda en Tasmania» con el fin de poder conseguir lo que fuera de ese tipo?
–Ahora mismo no me importa. Tu vida es tuya. No mía ni de mamá. Así que, señorita novia, ¿está lista para convertirse en la señora de Tim Teakle?
–Lo estoy –respondió Elisa sin vacilar–. Lo amo tanto que me duele, aunque es un dolor maravilloso en el centro de mi corazón. Hace que me quiera reír y cantar y bailar. Me hace resplandecer.
–Entonces, ¿qué otra cosa vas a hacer más que salir ahí y casarte con él?
Elisa extendió los brazos y se abrazaron. Con fuerza. Un largo rato.
Paula cerró los ojos e intentó no pensar en lo que acababa de descubrir: Pedro era el único hombre que había conocido que le hiciera querer reír y cantar y bailar. Y estaba tan obnubilada ahora mismo que no podía pensar con claridad.
No, no. Lo amaba, ¿verdad?
Amaba cómo le hacía pensar. Cómo la hacía derretirse. Incluso cómo prácticamente la volvía loca. Cómo la desquiciaba hasta el infinito y más allá.
Cerró los ojos con fuerza mientras la recorría un agridulce dolor.
La noche anterior, justo antes de que hubieran hecho el amor, ella había deslizado la mano por su mejilla, lo había mirado a los ojos, y había pronunciado en alto las palabras que estaba intentando utilizar para convencerse a sí misma.
«Eres el hombre equivocado para mí».
Los ojos de Pedro se habían oscurecido, pero entonces había parecido iluminarse al sonreír y responderle: «No lo olvides nunca».
Lo amaba, pero ¿qué importaba eso cuando él se sentía demasiado herido y era demasiado testarudo como para corresponderle? ¿Qué iba a hacer?
¿Qué podía hacer más que salir de ahí y ser la mejor dama de honor que hubiera existido nunca? ¿Hacer todo lo que estuviera en su poder por evitar a Pedro y que descubriera lo que sentía? Era un plan excelente.
Y entonces Paula miró la hora.
–¡Llegamos tarde!
Elisa se recostó en el banco y dijo:
–Lo adoro, pero no creo que haga daño que le haga esperar un poco, ¿verdad?
Paula contuvo una carcajada. Elisa echaba de menos a su padre tanto como ella, pero no había duda de que era hija de su madre.
sábado, 14 de noviembre de 2015
UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 21
Pedro estaba junto a Paula esperando a que el ascensor los llevara abajo, y se sentía extraño, agitado, nervioso. Al verla ahí, impresionante con ese vestido, lo habían asaltado tantas emociones que no había podido identificar ninguna en concreto… hasta ahora. Ahora estaban todas muy claras e identificadas, y burlándose de él.
La miró; tenía la cabeza ladeada mientras veía los números descender. La única indicación de que estaba tan tensa como él era el modo en que se movía su pecho.
Observó su reflejo en la puerta del ascensor. «¿Por qué no le compras un ramillete a esta chica si vas a comportarte como un adolescente de dieciséis años yendo al baile de promoción?».
Necesitaba recuperar la perspectiva… y rápidamente. Era una aventura, nada más. Un poco de diversión vacacional.
Para ella podría ser porque ella sí que estaba de vacaciones.
Se suponía que él tenía que rastrear la zona y estudiarla para encontrar localizaciones impresionantes para un futuro programa.
Las puertas se abrieron y dentro encontraron a un buen puñado de gente. Él instó a Paula a pasar con cuidado de no tocarla. ¡Maldita sea! Si tanto miedo tenía de que solo rozarla los llevara más lejos todavía, entonces estaba en más problemas de los que creía.
Ella lo miró y le sonrió. Sus preciosos ojos verdes se oscurecieron y su piel se volvió rosada.
Inmediatamente lo invadió un intenso deseo; debería haberse marchado en cuanto se había dado cuenta de que ella sentía algo por él o, por lo menos, en el momento en que había captado que sería muy difícil alejarse.
Fingiría durante la boda para no avergonzarla delante de su familia, pero después fingiría que había surgido un asunto de trabajo urgente y se marcharía. Cortaría el fin de semana.
Organizaría que su jet privado la recogiera a la noche siguiente mientras que él buscaba una plaza, la que fuera, en el próximo avión comercial que saliera de la isla.
Y entonces el martes por la mañana ella estaría de vuelta a su lado, en su silla favorita de su despacho y comiendo una ensalada César con un tenedor de plástico. Y mientras tanto, él lo único que querría hacer sería tirar al suelo todo lo que hubiera sobre el escritorio y tenderla sobre la mesa para hacerle el amor hasta que el edificio temblara.
¡Qué desastre!
El ascensor se detuvo en la planta de Elisa y Paula salió dispuesta a cumplir con sus labores de dama de honor. Se giró para decir algo, miró su reloj y se rio suavemente.
Al verla salir del ascensor, él sintió un extraño tirón en alguna zona de su pecho. Frotó esa parte de su cuerpo suponiendo que sus recientes proezas de atleta en el dormitorio estaban pasándole factura. Por otro lado, mientras las puertas se cerraban, en su cabeza recorrió una larga lista de montañas que aún tenía por escalar, comenzando por la más elevada, la más complicada, la más abrupta, y la más lejana de todas.
UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 20
La tarde de la boda, Paula estaba mirándose en el reflejo del espejo del baño. Después de horas en manos de un millar de profesionales, su cabello caía en largas ondas, unos mechones estaban recogidos hacia atrás con una delicada horquilla plateada con forma de mariposa y unos grandes ojos maquillados en tonos suaves la miraban. Lucía unos pómulos por los que la mayoría de las mujeres matarían y unos labios delicados, carnosos e hidratados.
Estaba… cambiada. Pero tenía poco que ver con el cambio de imagen.
Había una relajación en el constante gesto fruncido de su frente y una forma de caminar más lánguida. Ni todo el maquillaje del mundo podía hacer por la tez de una chica lo que había hecho pasar un fin de semana en los brazos de Pedro Alfonso.
Y todo ello se detendría al día siguiente. Después de estar deseando que ese fin de semana pasara volando, ahora se veía deseando que dejara de avanzar tan rápidamente.
Estaba aplicándose una última capa de brillo labial cuando alguien llamó a la puerta de su habitación.
Pedro. El corazón se le iluminó y por un momento tuvo un pensamiento de lo más extraño: «¡No puede verme antes de la boda!». Medio segundo después, cuando recordó que los dos no eran más que unos espectadores en el evento del día, se sintió como una idiota.
–¡Pasa! –gritó guardando el pincel del brillo.
Pedro no esperó a que se lo pidiera dos veces. Abrió la puerta y ella pudo captar una bocanada de su familiar aroma. Lo respiró como si fuera un elixir.
Fingiendo que estaba atusándose el pelo, le lanzó una fugaz mirada.
Un traje negro diseñado para destacar sus anchos hombros. El pelo peinado hacia atrás. Recién afeitado. Estaba tan impresionante que ella tuvo que recordarse que tenía que respirar.
«¡Ya lo has visto con traje de gala antes, idiota! ¡Muchas, muchas, veces! Y también lo has visto con esmoquin. Pero si hasta le has colocado la pajarita antes de meterlo en el coche para despedirlo cuando se dirigía a glamorosas entregas de premios».
Con la diferencia de que en esas ocasiones se había tratado solo de trabajo y esta ocasión parecía ser más bien una cita.
Se había afeitado para su cita.
Abrió los ojos de par en par al verse en el espejo y en silencio se dijo que se calmara. Seguramente se había afeitado porque el aire de la montaña le había irritado la piel y hacía que la barba le picara.
–Bueno, ya está, ya basta de acicalarme. No me voy a quedar mejor por mucho que siga.
Se giró para mirarlo, esperando encontrárselo apoyado indolentemente contra el marco de la puerta y quitándose un hilo de la chaqueta. Por el contrario, lo encontró allí con postura tensa, con la mandíbula apretada y las manos en los bolsillos de la chaqueta. Su decidida mirada estaba clavada en su vestido; la larga falda caía sobre sus pies, pero
fue la parte superior lo que lo encandiló. Desde un cuello halter cruzado, la tela negra caía por sus costados acariciando el borde de sus pechos y cayendo por la parte baja de su espalda para terminar justo encima de sus nalgas, dejándole la espalda totalmente desnuda.
Paula pudo interpretar su expresión y saber que Pedro estaba pensando que una prenda así no daba cabida a más ropa interior que el más diminuto tanga. Cerró los ojos e incluso ella oyó un gemido.
–Bueno, ¿qué te parece?
–No quieras saber lo que estoy pensando.
–Pruébame.
Cuando finalmente él la miró a los ojos ella, literalmente, se balanceó hacia él como atraída por el brutal e intenso imán de su ardiente expresión. Entonces los ojos de Pedro resplandecieron y su hermosa boca se curvó en una pícara sonrisa. Dio un paso hacia ella.
Paula fue retrocediendo hasta toparse con el frío mármol y Pedro seguía avanzando.
–Estoy pensando en el pobre Roberto.
–¿Qué? –Paula sacudió la cabeza, pero lo había oído bien– . ¿Estás pensando en Roberto?
–Ese pobre chico va a reventar alguna costura de su traje cuando te vea.
–Oh.
Él clavó los ojos en su cuello, como si estuviera imaginándose hundiendo su cara justo ahí.
El recuerdo de cómo la había hecho sentir cuando desplegó ardientes besos sobre su cuello la asaltó. Echó la cabeza atrás y dejó escapar un suspiro. Ante ese sonido, la mirada de él se clavó en su boca y sus ojos oscurecieron más todavía. Se volvieron más ardientes. Más duros.
Mientras tanto él seguía acercándose hasta que la dejó sin escapatoria. Se acercó todo lo que pudo aunque sin llegar a tocarla y Paula quedó embrujada por las múltiples sombras de ardiente plata que ocupaban sus ojos.
Apoyó la mano sobre el frío banco de mármol y sus dedos quedaron a escasos milímetros. Paula no estaba segura de si era el sabor de su pasta de dientes o el aroma de la de él lo que le produjo un cosquilleo en la lengua. De cualquier modo, se relamió los labios y en esa ocasión Pedro ni siquiera intentó ocultar su gemido.
–Está loco por ti –dijo con una voz profunda que retumbó por su cuerpo dejándole la piel de gallina a su paso.
–¿Quién?
–Roberto.
¡Ya estaba otra vez con Roberto! Había abierto la boca para decirle que se olvidara de Roberto de una vez cuando finalmente lo entendió: Pedro estaba usando al chico como una especie de profiláctico con el fin de sacarla de esa pequeña habitación sin arrancarle antes su caro e impresionante vestido una hora antes de la boda de su hermana.
Era una embriagadora sensación saber que podía hacer a un hombre sentirse tan cerca de perder el control; de arrastrarlo hasta el precipicio del verdadero deseo sexual.
Una caricia y no tenía duda de que podría hacerlo. Y el hecho de saber que estaba provocando todo eso en ese hombre… Sentía su cuerpo ardiendo, la tensión sexual revoloteaba por la habitación de un modo embriagador, era como si no tuviera oxígeno, como si el único modo de que volviera a respirar fuera satisfacer el deseo que la llenaba por dentro.
Sin pensarlo más, se puso de puntillas y lo besó en los labios.
Por un momento él se resistió y la miró a los ojos firmemente. Todo ese esfuerzo que había puesto para no ponerle las manos encima estaba asfixiándolo. Por suerte, ella ladeó la cabeza y volvió a besarlo. Lenta y suavemente.
Provocándolo con un sutil roce de su lengua y mostrándole todo el control que había dejado en reserva.
Después de lo que parecieron siglos, él se apartó. Y ella, sin su beso sosteniéndola en pie, apoyó la cabeza contra su pecho.
–¿Sabor a manzana? –le preguntó relamiéndose los labios.
–Tasmania es la isla de las manzanas.
Pedro se rio y ella sintió un cosquilleo en el estómago.
Después, él dio un paso atrás y se mostró serio.
–Algo no está bien.
–¿Qué?
–No estoy seguro, pero creo que falta algo.
Sacó una bolsa de la tienda de regalos y a ella se le aceleró el corazón.
–¿Una baraja de cartas de Cradle Mountain? –le preguntó con un aplomo que no sentía–. ¿Jabón de recuerdo? ¿Un albornoz diminuto? Aunque, ¿para qué iba a necesitar esas cosas en una boda…?
–Cierra la boca y abre esta maldita cosa.
Paula sacó una cajita y la abrió; a continuación, se olvidó de cómo respirar y se llevó una mano al pecho.
–¿Pedro? –dijo mirándolo.
Él le quitó la caja de las manos.
–Trae, déjame…
Y con delicadeza le metió el reloj de su padre por la muñeca y lo abrochó. Ahora funcionaba y le encajaba a la perfección en lugar de deslizársele por el brazo cada vez que lo movía.
–Les pedí a las empleadas del hotel que lo colgaran sobre su secador industrial con la esperanza de que se secara bien. Y funcionó. Después, pregunté si había un joyero cerca y me dijeron que había uno alojado en el hotel por la fiesta de reunión de antiguos alumnos. El joyero le quitó un par de eslabones.
El reloj descansaba sobre su brazo, pero ella solo tenía ojos para Pedro, que se rio y le tomó la mano.
–Vamos. Será mejor que nos vayamos. El tiempo corre.
El tiempo estaba pasando demasiado deprisa, se acababa el fin de semana. Se acercaba el momento de volver a casa en su avión. Faltaba poco para que se separaran en el aeropuerto, para que ella se incorporara al trabajo el martes a primera hora y siguiera adelante con su vida como si nada hubiera pasado. Como si nunca hubieran hecho el amor.
Como si nunca hubieran estado tan expuestos el uno al otro.
Una extraña forma de dolor se instaló en sus costillas y se tocó ese punto con la mano mientras sonreía a Pedro a la vez que él la sacaba de la suite.
UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 19
Se despertó hora después desnuda en la cama y en la habitación totalmente a oscuras. Solo la cálida vibración de su cuerpo le recordó quién era y dónde se encontraba.
Con cuidado, echó el pie hacia un lado hasta que rozó la velluda pierna de un hombre. Pedro no había vuelto a su habitación. Se había quedado a su lado.
El roce debió de despertarlo porque se giró y echó un brazo sobre su cintura y acercó las rodillas a sus piernas. Ella se subió la sábana hasta la barbilla y miró al oscuro techo con el corazón acelerado y preguntándose cómo iba a aguantar los próximos dos días de una pieza.
UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 18
Paula fue la primera en llegar a la suite, ya que Pedro se había visto forzado a quedarse atrás y a leer media docena de mensajes en Recepción. Ella podría haber esperado, pero prefirió tomarse un momento a solas.
Se quitó los guantes, el gorro, la bufanda, la parca, las botas y estiró las piernas y brazos mientras entraba en su habitación en vaqueros y camiseta de manga larga.
Pero ni el estiramiento podía negar la confusión que estaba recorriéndola. Se sentía más como si hubiera pasado las últimas horas subida a una montaña rusa en lugar de haber paseado por una. Sin duda, su estómago revuelto podía dar fe de ello.
Pedro compartiendo aspectos de su pasado que ella jamás se habría esperado que entregara a la vez que no le permitía acercarse demasiado; Pedro ofreciéndole la oportunidad de producir el programa de Tasmania a la vez que le negaba su participación en el de Argentina; Pedro mirándola como si quisiera devorarla a la vez que le recordaba que cuando pasara el fin de semana ya no la devoraría más.
Pedro, guapísimo y en su salsa.
No le extrañaba que la productora de documentales que lo había descubierto a medio camino del K2, cámara en mano, tan fuerte y con ese rostro tan hermoso asomando bajo una barba de un mes, hubiera sido incapaz de que se le cayera la baba por él cuando le preguntaron en una rueda de prensa por aquel día. El día que introdujo al montañero a la televisión y a Pedro Alfonso a un mundo que no estaba preparado.
Arriba y abajo, arriba y abajo. Sus emociones no dejaban de sufrir altibajos y su corazón parecía aún incapaz de calmarse, como si acabara de correr un maratón.
Sintiéndose excitada, Paula siguió quitándose capas de ropa. Pasó delante del jacuzzi, que pareció guiñarle un ojo, provocándola. Como lo hicieron su copa de vino a medio beber y la caja de preservativos que había abierto con los dientes.
¡Y el reloj de su padre flotando en el agua!
–¡No, no, no! –corrió al borde de la bañera y se arrodilló para recogerlo.
Lo había llevado puesto mientras esperaba a que Pedro regresara; lo había llevado cuando se había metido en la bañera. Y ahora unas gotas de agua estaban pegadas bajo la superficie de la gran esfera cuyas manillas no se habían movido desde poco después de las tres de esa madrugada.
–¿Qué pasa? –resonó la voz de Pedro desde la puerta. El grito de Paula debió de ser tan fuerte como para que él pudiera oírlo desde el pasillo.
–Nada –respondió sacudiendo la cabeza.
Pero él estaba detrás de ella antes de que pudiera levantarse y apartarse… para acurrucarse y llorar en privado.
–Paula, lo siento, pero necesito saber que estás bien.
–Está destrozado –dijo alzando el reloj.
Él la miró, miró el reloj, miró al jacuzzi y volvió a mirarla. Al instante, su cuerpo pareció relajarse.
–Gracias a Dios. Creía que estabas herida.
Paula retrocedió como si la hubiera abofeteado y alzó la voz al decir:
–¿Es que no me has oído cuando he dicho que mi reloj está destrozado?
–Deja que le eche un vistazo –se lo quitó de las manos y lo miró bajo la luz–. Mmm… no estoy del todo seguro de que estuviera fabricado para la aventura submarina. Si de verdad necesitas un reloj hay una tienda de regalos abajo.
Ella le quitó el reloj.
–No quiero otro reloj. Este era de mi padre. Es la única cosa que me llevé al marcharme.
Tenía el corazón en un puño; toda la tensión acumulada de la tarde estaba haciendo que le fuera difícil ver con claridad. Pedro se quedó allí sin decir nada. Sí, tal vez la había ayudado en la montaña, pero estaba claro que ese hombre no tenía ni idea de cómo funcionar en el campo de las emociones.
El terreno de las emociones era lo único en lo que no era brillante y a ella solía divertirle ver cómo se quedaba paralizado en esas circunstancias; sin embargo, ahora mismo, estaba enfureciéndola brutalmente a la vez que comprendía por qué era como era: su maldita madre lo había estropeado y había logrado que no pudiera abrirse a ninguna mujer que pasara por su vida.
Paula sabía que era un testarudo y ahora sabía que el daño que le habían hecho claramente había afectado cada aspecto de su vida. Si no podía confiar en su propia madre, ¿en quién podía confiar? Él jamás se comprometería ni entregaría a nadie. Y a ella tampoco.
De pronto, muchas cosas se le vinieron a la cabeza: lo sucedido justo antes de su viaje, la actitud de su madre, tener una relación con su jefe, el hecho de que, pasara lo
que pasara, su vida en Melbourne ya no sería la misma y… sí… incluso el hecho de que su hermana pequeña fuera a casarse mucho antes que ella.
Se sentía furiosa. Y dolida. Y expuesta.
–¿Vas a quedarte ahí sin decir nada? ¿No vas a intentar hacer que no me sienta como si me acabaran de arrancar el corazón del pecho? ¿Ni siquiera puedes fingir que no eres tú mismo lo único que te importa? ¿Ni siquiera por un segundo? ¡Estás matándome!
Estaba golpeándole el pecho a modo de válvula de escape de su frustración hasta que él la agarró por las muñecas.
Temblando, lo miró a los ojos. Lentamente, él le levantó las manos y las colocó sobre sus hombros. Después, le rodeó la cara con sus manos y la miró calmándola, tranquilizándola.
Sus labios rozaron los de ella con menos presión que un susurro. Una vez, y otra y otra. Paula sintió como si se le derritieran los huesos y solo le quedara energía para aferrarse a él mientras le daba el beso más encantador que le habían dado en toda su vida.
Su previa confusión y su dolor y frustración se disiparon a la vez que el placer, en su forma más pura, iba relegándolos a otro lugar.
Cuando él coló un brazo bajo sus rodillas y la llevó a su habitación ella apoyó la cabeza en su pecho reconfortándose con el constante e intenso latido de su corazón.
Él la tendió sobre la cama delicadamente. Con cuidado, desnudó su cálido cuerpo y la contempló mientras ella se sentía como si estuviera cayendo desde una gran altura.
Solo con su mirada podía hacerla sentir como si estuviera cayendo por un precipicio, con la diferencia de que él nunca había estado ahí para agarrarla emocionalmente. Y no era culpa suya. Simplemente, no sabía cómo.
Se arrodilló sobre ella, tan grande, guapo y peligroso para su corazón. Le hizo el amor con delicadeza, lentamente, y con un calor desenfrenado en sus preciosos ojos plateados. A Paula no le importó que no hubiera dicho una palabra, que no le hubiera hecho una promesa que no podría mantener.
¿Cómo podía poner pegas cuando su cuerpo vibraba con un lento ardor que fue aumentando hasta hacerla sentir como si estuviera hecha de puro fuego?
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