domingo, 15 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 22





Paula vio una grieta en el cemento de la balaustrada del balcón al que daba el cuarto de baño donde Elisa estaba «tomándose un momento», que en el idioma femenino de las Chaves significaba «hacer pis».


Respiró una buena bocanada de aire fresco de la montaña y miró su reloj. El reloj que antes había pertenecido a su padre, con la diferencia de que ahora, cuando lo miraba, veía el reloj que Pedro había rescatado. Vio que solo faltaban cinco minutos para que diera comienzo la boda.


–Tu hombre es una belleza –dijo Elisa–. Es tan grandote, tan masculino, tan varonil, tan sexy. ¿Ya me entiendes, no?


Sí, claro que sí. Paula la entendía muy bien. No había pasado ni un minuto en todo ese fin de semana que no lo hubiera pensado. Y más. Con todo detalle. Pero ahora no era el momento porque había llegado la hora de casar a su hermana.


Su pequeña y valiente hermana.


Paula también quería casarse algún día. De verdad que sí. 


Pero no podía escapar de esas dudas. ¿Y si dejas de quererlo? ¿Y si él no te quiere lo suficiente? «¿Y si lo quieres más que a tu vida y muere?».


Elisa se dejó caer sobre un banquito de cemento y Paula se estremeció. Si su hermana no se hacía más manchas en la seda color marfil del vestido, sería un milagro.


–¿Crees que es posible amar a un hombre toda tu vida? – Preguntó Elisa–. ¿Ser feliz durmiendo con el mismo hombre durante el resto de tus días? ¿O el resto de los suyos? O… ya sabes lo que quiero decir.


Paula sabía exactamente lo que quería decir.


–Fíjate en mamá. ¿Crees que tenemos sus genes? –se sentó junto a su hermana y le tomó la mano.


–No estoy segura de ser la persona adecuada a la que preguntar. Nunca antes he estado enamorada.


Elisa abrió los ojos de par en par.


–¿Nunca? ¡Madre mía! Eso será porque pones el listón muy alto.


¿Era eso verdad? ¿Era ese el problema? Sabía que no se había enamorado de ninguno porque en ninguno había encontrado esa chispa que ella veía tan importante, porque ninguno había tenido nada brillante que decirle, porque sus dedos tenían una forma extraña o porque sus brazos eran demasiado cortos. Siempre se había dicho que simplemente estaba esperando a encontrar todo lo que buscaba en un hombre y lo cierto era que ya lo había encontrado. En Pedro. Solo pensar en su nombre la encendió por dentro y sus mejillas se iluminaron a tanta velocidad que se sintió mareada.


Entonces a Elisa comenzaron a temblarle los labios y ella centró la atención de nuevo en la novia.


–¿Ely? ¿Estás bien?


–Ojalá papá estuviera aquí –dos grandes lágrimas le cayeron por las mejillas.


A Paula se le encogió tanto el corazón que le dolió. Tragó el nudo que se le había formado en la garganta y contuvo las lágrimas. Le había costado dos horas maquillarse y no pensaba pasar por lo mismo otra vez.


Se giró para sacar unos pañuelos de papel de su bolso, pero los sollozos de Elisa se detuvieron al fin. Elisa no necesitaba pañuelos de papel. Necesitaba a su hermana mayor. Y así, le secó las lágrimas con su dedo y le dijo:
–Yo también le echo de menos, todos los días, pero ¿sabes una cosa? Hoy estaría muy orgulloso de nosotras, de vernos tan guapas y relucientes. Yo, como una chica de Melbourne y tú casándote con el hombre que amas. Sus chicas lo han logrado.


–Recuerdo que me decía que lo único que quería era que fuéramos felices y soy feliz. Verdaderamente feliz. Tú eres feliz, ¿verdad?


¿Era feliz? La mayor parte del tiempo, sí… ¿Podía ser más feliz? ¡Y tanto!


Pedro te haría feliz –dijo Elisa representando sus pensamientos de un modo tan acertado que Paula se preguntó si lo habría dicho en alto–. Por lo menos dime que es bueno en la cama.


¿Bueno? El inglés no era el idioma apropiado para llegar a describir lo que era Pedro. Tal vez en francés sonaría mejor, o en italiano. Sí, definitivamente en italiano.


–Esos dedos tan largos… –apuntó Elisa.


–¡Elisa! De acuerdo… Es mejor de lo que podría haberme imaginado.


–¡Pues entonces cásate con él!


Paula sacudió la cabeza y se encogió de hombros. ¿Cómo podía explicarle a una mujer que estaba a punto de casarse con el amor de su vida el triste trato que había hecho de «lo que sucede en Tasmania, se queda en Tasmania» con el fin de poder conseguir lo que fuera de ese tipo?


–Ahora mismo no me importa. Tu vida es tuya. No mía ni de mamá. Así que, señorita novia, ¿está lista para convertirse en la señora de Tim Teakle?


–Lo estoy –respondió Elisa sin vacilar–. Lo amo tanto que me duele, aunque es un dolor maravilloso en el centro de mi corazón. Hace que me quiera reír y cantar y bailar. Me hace resplandecer.


–Entonces, ¿qué otra cosa vas a hacer más que salir ahí y casarte con él?


Elisa extendió los brazos y se abrazaron. Con fuerza. Un largo rato.


Paula cerró los ojos e intentó no pensar en lo que acababa de descubrir: Pedro era el único hombre que había conocido que le hiciera querer reír y cantar y bailar. Y estaba tan obnubilada ahora mismo que no podía pensar con claridad.


No, no. Lo amaba, ¿verdad?


Amaba cómo le hacía pensar. Cómo la hacía derretirse. Incluso cómo prácticamente la volvía loca. Cómo la desquiciaba hasta el infinito y más allá.


Cerró los ojos con fuerza mientras la recorría un agridulce dolor.


La noche anterior, justo antes de que hubieran hecho el amor, ella había deslizado la mano por su mejilla, lo había mirado a los ojos, y había pronunciado en alto las palabras que estaba intentando utilizar para convencerse a sí misma. 


«Eres el hombre equivocado para mí».


Los ojos de Pedro se habían oscurecido, pero entonces había parecido iluminarse al sonreír y responderle: «No lo olvides nunca».


Lo amaba, pero ¿qué importaba eso cuando él se sentía demasiado herido y era demasiado testarudo como para corresponderle? ¿Qué iba a hacer?


¿Qué podía hacer más que salir de ahí y ser la mejor dama de honor que hubiera existido nunca? ¿Hacer todo lo que estuviera en su poder por evitar a Pedro y que descubriera lo que sentía? Era un plan excelente.


Y entonces Paula miró la hora.


–¡Llegamos tarde!


Elisa se recostó en el banco y dijo:
–Lo adoro, pero no creo que haga daño que le haga esperar un poco, ¿verdad?


Paula contuvo una carcajada. Elisa echaba de menos a su padre tanto como ella, pero no había duda de que era hija de su madre.









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