sábado, 14 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 18




Paula fue la primera en llegar a la suite, ya que Pedro se había visto forzado a quedarse atrás y a leer media docena de mensajes en Recepción. Ella podría haber esperado, pero prefirió tomarse un momento a solas.


Se quitó los guantes, el gorro, la bufanda, la parca, las botas y estiró las piernas y brazos mientras entraba en su habitación en vaqueros y camiseta de manga larga.


Pero ni el estiramiento podía negar la confusión que estaba recorriéndola. Se sentía más como si hubiera pasado las últimas horas subida a una montaña rusa en lugar de haber paseado por una. Sin duda, su estómago revuelto podía dar fe de ello.


Pedro compartiendo aspectos de su pasado que ella jamás se habría esperado que entregara a la vez que no le permitía acercarse demasiado; Pedro ofreciéndole la oportunidad de producir el programa de Tasmania a la vez que le negaba su participación en el de Argentina; Pedro mirándola como si quisiera devorarla a la vez que le recordaba que cuando pasara el fin de semana ya no la devoraría más.


Pedro, guapísimo y en su salsa.


No le extrañaba que la productora de documentales que lo había descubierto a medio camino del K2, cámara en mano, tan fuerte y con ese rostro tan hermoso asomando bajo una barba de un mes, hubiera sido incapaz de que se le cayera la baba por él cuando le preguntaron en una rueda de prensa por aquel día. El día que introdujo al montañero a la televisión y a Pedro Alfonso a un mundo que no estaba preparado.


Arriba y abajo, arriba y abajo. Sus emociones no dejaban de sufrir altibajos y su corazón parecía aún incapaz de calmarse, como si acabara de correr un maratón.


Sintiéndose excitada, Paula siguió quitándose capas de ropa. Pasó delante del jacuzzi, que pareció guiñarle un ojo, provocándola. Como lo hicieron su copa de vino a medio beber y la caja de preservativos que había abierto con los dientes.


¡Y el reloj de su padre flotando en el agua!


–¡No, no, no! –corrió al borde de la bañera y se arrodilló para recogerlo.


Lo había llevado puesto mientras esperaba a que Pedro regresara; lo había llevado cuando se había metido en la bañera. Y ahora unas gotas de agua estaban pegadas bajo la superficie de la gran esfera cuyas manillas no se habían movido desde poco después de las tres de esa madrugada.


–¿Qué pasa? –resonó la voz de Pedro desde la puerta. El grito de Paula debió de ser tan fuerte como para que él pudiera oírlo desde el pasillo.


–Nada –respondió sacudiendo la cabeza.


Pero él estaba detrás de ella antes de que pudiera levantarse y apartarse… para acurrucarse y llorar en privado.


–Paula, lo siento, pero necesito saber que estás bien.


–Está destrozado –dijo alzando el reloj.


Él la miró, miró el reloj, miró al jacuzzi y volvió a mirarla. Al instante, su cuerpo pareció relajarse.


–Gracias a Dios. Creía que estabas herida.


Paula retrocedió como si la hubiera abofeteado y alzó la voz al decir:
–¿Es que no me has oído cuando he dicho que mi reloj está destrozado?


–Deja que le eche un vistazo –se lo quitó de las manos y lo miró bajo la luz–. Mmm… no estoy del todo seguro de que estuviera fabricado para la aventura submarina. Si de verdad necesitas un reloj hay una tienda de regalos abajo.


Ella le quitó el reloj.


–No quiero otro reloj. Este era de mi padre. Es la única cosa que me llevé al marcharme.


Tenía el corazón en un puño; toda la tensión acumulada de la tarde estaba haciendo que le fuera difícil ver con claridad. Pedro se quedó allí sin decir nada. Sí, tal vez la había ayudado en la montaña, pero estaba claro que ese hombre no tenía ni idea de cómo funcionar en el campo de las emociones.


El terreno de las emociones era lo único en lo que no era brillante y a ella solía divertirle ver cómo se quedaba paralizado en esas circunstancias; sin embargo, ahora mismo, estaba enfureciéndola brutalmente a la vez que comprendía por qué era como era: su maldita madre lo había estropeado y había logrado que no pudiera abrirse a ninguna mujer que pasara por su vida.


Paula sabía que era un testarudo y ahora sabía que el daño que le habían hecho claramente había afectado cada aspecto de su vida. Si no podía confiar en su propia madre, ¿en quién podía confiar? Él jamás se comprometería ni entregaría a nadie. Y a ella tampoco.


De pronto, muchas cosas se le vinieron a la cabeza: lo sucedido justo antes de su viaje, la actitud de su madre, tener una relación con su jefe, el hecho de que, pasara lo
que pasara, su vida en Melbourne ya no sería la misma y… sí… incluso el hecho de que su hermana pequeña fuera a casarse mucho antes que ella.


Se sentía furiosa. Y dolida. Y expuesta.


–¿Vas a quedarte ahí sin decir nada? ¿No vas a intentar hacer que no me sienta como si me acabaran de arrancar el corazón del pecho? ¿Ni siquiera puedes fingir que no eres tú mismo lo único que te importa? ¿Ni siquiera por un segundo? ¡Estás matándome!


Estaba golpeándole el pecho a modo de válvula de escape de su frustración hasta que él la agarró por las muñecas.


 Temblando, lo miró a los ojos. Lentamente, él le levantó las manos y las colocó sobre sus hombros. Después, le rodeó la cara con sus manos y la miró calmándola, tranquilizándola.


Sus labios rozaron los de ella con menos presión que un susurro. Una vez, y otra y otra. Paula sintió como si se le derritieran los huesos y solo le quedara energía para aferrarse a él mientras le daba el beso más encantador que le habían dado en toda su vida.


Su previa confusión y su dolor y frustración se disiparon a la vez que el placer, en su forma más pura, iba relegándolos a otro lugar.


Cuando él coló un brazo bajo sus rodillas y la llevó a su habitación ella apoyó la cabeza en su pecho reconfortándose con el constante e intenso latido de su corazón.


Él la tendió sobre la cama delicadamente. Con cuidado, desnudó su cálido cuerpo y la contempló mientras ella se sentía como si estuviera cayendo desde una gran altura.


Solo con su mirada podía hacerla sentir como si estuviera cayendo por un precipicio, con la diferencia de que él nunca había estado ahí para agarrarla emocionalmente. Y no era culpa suya. Simplemente, no sabía cómo.


Se arrodilló sobre ella, tan grande, guapo y peligroso para su corazón. Le hizo el amor con delicadeza, lentamente, y con un calor desenfrenado en sus preciosos ojos plateados. A Paula no le importó que no hubiera dicho una palabra, que no le hubiera hecho una promesa que no podría mantener.


¿Cómo podía poner pegas cuando su cuerpo vibraba con un lento ardor que fue aumentando hasta hacerla sentir como si estuviera hecha de puro fuego?





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