martes, 3 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 5




Como un adicto ansioso por conseguir su próxima dosis, Pedro se sentó en la cafetería que había frente a la tienda de antigüedades con el único y obsesivo pensamiento de convertirse en su propietario. El café se le quedó frío mientras, sumido en sus pensamientos, acariciaba la idea de entrar en la tienda y exigirle a Paula Chaves que aceptara su oferta.


Habían pasado tres días desde su reunión y no había recibido ninguna llamada para decirle que había cambiado de idea. ¿Habría tenido su jefe una oferta mejor de otra persona? La mera posibilidad le producía náuseas. Ansiaba poseer aquel edificio tanto como necesitaba el aire que respiraba y no podía soportar la idea de no lograrlo.


Al mirarse el Rolex, vio que llevaba allí sentado más de media hora, esperando tomar a Paula por sorpresa. Por lo general, tomar a las personas con la guardia baja solía dar sus beneficios. Su intención era invitarla a cenar para poder charlar amigablemente fuera del trabajo y conocerse un poco mejor. Si podía conseguir que confiara en él, no dudaba que acabaría convenciéndola de que le vendiera el edificio.


Sin embargo, Paula no había salido de la tienda ni una sola vez. Y él estaba corriendo el riesgo de que algún paparazzi lo descubriera allí sentado. La prensa estaba deseando mostrarlo como un hombre cruel y sin compasión.


Incluso en sus comienzos, cuando había empezado a tener éxito, se había dado cuenta de que muchas personas estaban celosas de sus logros… y de su riqueza. Por esa razón, la prensa pretendía siempre bajarlo de su pedestal, para que la gente se sintiera un poco mejor con sus propias vidas.


Lleno de impaciencia, miró al cielo. Estaba a punto de empezar a llover. No debería perder más tiempo allí, esperando. Nunca había sido alguien que esperara. Él siempre había propiciado sus propias oportunidades.


Pedro puso los ojos de nuevo sobre la tienda. Se llamaba El Diamante Oculto, un nombre bastante absurdo, pensó. 


Después de todo, si estaba oculto, ¿de qué podía servirle a la gente? Los diamantes deberían estar expuestos para denotar la riqueza de sus propietarios, no escondidos.


Con un suspiro, se levantó. Las gotas de lluvia comenzaban a salpicar la acera. Estaba harto de esperar. Iba a entrar en la tienda para hacerle una oferta más persuasiva a Paula. Si a ella de veras le importaba ayudar a su jefe, debería estar agradecida de tener una segunda oportunidad para arreglar su error.


Paula estaba terminando sus anotaciones en el libro de cuentas cuando oyó la puerta. Se colocó la blusa de seda y se alisó la falda negra antes de salir del despacho, lista para atender a quien suponía sería un cliente de última hora.


Debería haber cerrado la tienda hacía un par de horas, pero había estado demasiado absorta en registrar las ventas del mes, deseando que hubieran sido mejores.


De forma automática, esbozó una sonrisa, preparada para recibir al recién llegado. Sin embargo, la sonrisa se le borró de la cara al ver quién era. ¿Qué estaba haciendo allí Pedro Alfonso? Llevaba vaqueros y una camiseta gris, con chaqueta negra. Pero estaba igual de guapo que con el traje. 


Fuera, debía de estar lloviendo, pues él tenía los hombros de la chaqueta llenos de gotas de agua, igual que el pelo.


–¿Sueles tener abierta la tienda hasta tan tarde? – preguntó él, optando por mostrarse agradable.


Tensa, Paula se sintió hipnotizada por sus ojos azul cristalino.


–No. Pero estaba ocupada trabajando y no me di cuenta de la hora. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Alfonso? Si espera hacerme cambiar de idea respecto a su oferta, lo siento. No quiero que pierda el tiempo.


–No lo sientas. Solo concédeme unos minutos para que podamos hablar.


–¿Con qué fin?


–¿Por qué no nos sentamos y te lo cuento?


Paula arqueó una ceja.


–Como ya le he dicho, mi decisión es inamovible.


Cuando vio a Pedro hacer una mueca, Paula adivinó que le estaba costando mucho mantener la calma. Sus palabras se lo confirmaron.


–No tienes ni idea de lo que es un buen negocio, ¿verdad, Paula? Me gustaría saber por qué tu jefe, Philip Houghton, tiene tanta confianza en ti. ¿Podrías explicármelo?


Entonces, fue ella quien tuvo dificultades para controlar su temperamento.


–Porque me preocupo por él, ¡esa es la razón! No tengo ningún interés oculto, solo quiero hacer lo mejor para él. Y lo mejor para él es vender la tienda de antigüedades entera, a alguien que la ame tanto como él.


–Es una idea muy noble, pero poco realista.


–¿Ha venido solo para decirme lo inepta que me considera, señor Alfonso? – replicó ella, cruzándose de brazos, furiosa– . Por si le hace sentir mejor, le diré que me he pasado la noche sin dormir por culpa de todo este asunto. Sería muy fácil presentarle su oferta a mi jefe y decirle que ha tenido suerte por poder vender la tienda, recordarle que el negocio de las antigüedades está de capa caída y que debe aprovechar la oportunidad. Pero no podría ser tan cruel. No, cuando sé lo mucho que esta tienda significa para él. Si simplemente estuviera interesado en vender un edificio con encanto en una buena zona, ya lo habría hecho. Pero mi jefe quiere que su negocio perviva. ¿Qué cree que pensaría si yo aceptara su oferta y le confesara que usted no está en absoluto interesado en las antigüedades?


Pedro se quedó pensativo. Y sonrió.


–Creo que pensaría que no puede ponerse sentimental. Al final, sin duda, necesitará dinero para pagar la cuenta del hospital. Yo creo que esa es su mayor prioridad, ¿no es así?


Sus palabras tenían perfecto sentido y, de pronto, a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas de frustración.


Pedro acortó la distancia que los separaba con un par de pasos e impregnó el aire con su exótico y masculino aroma.


–Estás disgustada. ¿Hay algo que pueda hacer? ¿Por qué no vamos al despacho y te preparo una taza de té?


–No quiero té. Lo único que quiero… ¡Solo quiero que se vaya! – gritó ella, sin poder evitar parecer una niña rabiosa. 


Estaba harta de mantener la compostura.


No obstante, el hombre que tenía delante no se movió. Sus impresionantes ojos azules se tornaron inesperadamente cálidos… incluso, tiernos. Alargó la mano y la posó en el brazo de ella con suavidad.


Con el corazón acelerado, ella se dejó acariciar.


–Tu jefe acertó al pedirte que te ocuparas de la venta de su tienda, Paula. Aunque quizá te cargó con una responsabilidad demasiado pesada. No lo digo para criticarte, pero no tienes talento para los negocios. 
Comprendo que amas tu trabajo y te gustan las antigüedades, descubrir la historia que esconde cada una…


Aunque él tenía razón, Paula no quiso delatar cuánto le afectaba su comentario. Sin duda, aquel hombre no tenía piedad y cualquier confesión personal que le hiciera acabaría jugando en su contra.


–Puede ser que mi fuerte no sean los negocios, eso ya lo sé. Pero amo las antigüedades y sé que mi jefe solo quiere vender si su tienda sigue funcionando. Significa mucho para él.


–Por eso, deberías darme un poco más de tiempo y escuchar lo que tengo que decirte, Paula.


–¿Por qué? ¿Va a decirme que ha decidido continuar con su negocio después de todo?


Pedro negó con la cabeza.


–No. Siento decepcionarte, pero no voy a hacer eso. No he cambiado de idea al respecto.


–Entonces, no creo que esté interesada en escucharle.


–Si aceptas cenar conmigo esta noche, te lo explicaré.


Aunque la mayoría de las mujeres se hubieran sentido halagadas ante su invitación, Paula solo levantó la barbilla con gesto desafiante, para demostrar que no era una de ellas.


–Gracias, pero no.


–¿Tienes otro compromiso?


–No, pero…


–¿No quieres escuchar lo que tengo que decirte, aun cuando podría ser algo beneficioso para tu jefe?


–¿Cómo puede ser ventajoso para él? Ha dicho que no está interesado en el negocio, que solo quiere el edificio.


Pedro Alfonso clavó en ella su mirada de acero, contrariado.


–Como te he dicho… cena conmigo y deja que te lo explique.


Molesta, Paula se sonrojó.


–Creo que solo es un truco. Si tiene algo que decir que pueda interesarle a mi jefe, dígalo de una vez.


–Muy bien. Aunque siento que no quieras cenar conmigo, te aseguro que no es ningún truco. Lo que pasa es que sé por experiencia que los mejores tratos se cierran con una buena botella de vino y una buena comida – insistió él, usando una de sus más seductoras sonrisas.


–¿De verdad? Pues me temo que no estoy de acuerdo – repuso ella, esforzándose por ser inmune a sus encantos.


–¿No quieres ni siquiera hacer la prueba?


Incapaz de apartar la mirada de sus hipnóticos ojos, Paula titubeó.


–No… yo… no…


Sin embargo, al sentir la radiante mirada de él, su resistencia se derritió. Bajo aquella conversación educada y correcta, sus ojos mantenían una comunicación alternativa, mucho más sensual. Paula no podía negarlo. El irresistible Pedro Alfonso la cautivaba, encendía sus sentidos y le hacía desear satisfacer sus impulsos…


Pedro se acercó un poco más con ojos brillantes como el fuego. En un instante, la tomó del brazo y la apretó contra su pecho.


A Paula se le aceleró el pulso a toda velocidad. Lo único que pudo hacer fue quedarse mirándolo. Era innegable que la excitaba aunque, al mismo tiempo, su poderosa presencia la irritaba. Pero era tan fuerte y estaba tan bien formado…


–Que Dios me perdone, pero… – murmuró él con tono grave y sensual.


El tiempo se detuvo tras sus palabras. Su siguiente movimiento fue muy breve, tanto que ella fue incapaz de impedírselo.


Un beso urgente y apasionado la dejó sin respiración, aplastándola contra su pecho. Dejándose llevar, sintió cómo sus labios se movían y la acariciaban. Cautivada por completo, no se le ocurrió en absoluto apartarlo.


Entonces, poco a poco, su cerebro cayó en la cuenta de lo peligroso que era todo aquello y recuperó el sentido. 


Conmocionada y sorprendida, se zafó del abrazo del francés y se frotó los labios con la mano.


–¡Su arrogancia, Pedro Alfonso, es increíble! – le espetó ella, mirándolo a los ojos– . No sé qué cree que estaba haciendo, pero me parece que es mejor que se vaya.


Paula tenía el corazón acelerado y le ardía el cuerpo. De antemano, estaba segura de que le iba a ser muy difícil olvidar aquel beso.


–No era mi intención besarte, Paula. Pero, por alguna razón, el deseo ha sido más poderoso. Me molesta tanto mi reacción como a ti. Si de veras no quieres venir a cenar conmigo, lo único que me queda hacer es contarte el acuerdo que había pensado proponerte.


Acto seguido, Pedro hizo una pausa, como si necesitara tiempo para reorganizar sus pensamientos. Su rostro estaba un poco sonrojado, prueba de que era cierto que el deseo le había resultado irresistible. Aunque Paula tampoco sabía cómo interpretarlo. Ella era una chica normal y él… era un Adonis viviente.


–Sé que es importante para ti conseguir un buen trato para tu jefe. Y le he dedicado bastante tiempo a pensar en cómo podía lograrlo. Esta es mi nueva oferta.


Entonces, Pedro se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un trozo de papel. Lo desdobló y se lo tendió a Paula.


Ella se quedó con la boca abierta cuando vio la cantidad que estaba dispuesto a pagar por el privilegio de poseer el edificio. Había doblado su oferta inicial. Durante unos momentos, no supo qué decir.


–Esta cantidad de dinero puede cambiarle la vida a Philip, Paula. ¿Por qué ibas a rechazar la oportunidad de hacer su vida más fácil? Si quisieras persuadirle de que lo mejor es venderme la propiedad, estoy seguro de que él te lo agradecería. Si acepta, podrá vivir el resto de su vida sin preocupaciones. Sin duda, tú también estarás contenta, Paula, porque la salud de tu jefe mejorará. Y, por último, yo estaré complacido, por tener el edificio que deseo.


–Siempre tiene que conseguir lo que desea, ¿verdad? Usted no conoce el sentido del altruismo, ¿me equivoco? No le importa la salud de mi jefe, ni si estoy feliz o no. ¿Por qué iba a importarle? ¡No sabe nada de nosotros! Cuando ve algo que quiere, está dispuesto a hacer cualquier cosa, pagar lo que sea, para conseguirlo. ¿No es así como funciona la gente como usted?


Como única respuesta, Pedro se rio. Fue un sonido grave y sensual que le caló a Paula hasta los huesos.


–Touché… tienes razón. Eres una mujer inteligente.


–¡No me hable con tono paternalista!


Suspirando, él se cruzó de brazos y la miró con atención.


–Nunca me atrevería a hacerlo. Prefiero tenerte de mi lado a tenerte como enemiga. Por cierto, tus ojos son de un color increíble. Sin duda, te lo han dicho muchas veces. ¿De qué tono son? A mí me parecen violetas.


Paula no había esperado un comentario tan personal, a pesar de la pasión con que la había besado, y durante unos segundos se quedó estupefacta. No podía pensar y, mucho menos, encontrar las palabras para responderle.


–El color de mis ojos no tiene nada que ver con esto. Esta conversación no va a ninguna parte. Ahora, tengo que cerrar la tienda y usted debe irse.


–Todavía no. No me has dicho lo que piensas hacer.


–¿A qué se refiere?


–¿Vas a hablar con tu jefe para que acepte mi oferta? – quiso saber él, arqueando las cejas.


Paula todavía tenía entre los dedos el trozo de papel que él le había dado. Lo dobló y se lo metió en el bolsillo de la falda.


–Le diré cuánto ofrece, claro que sí. Pero, si me está pidiendo que lo convenza para que acepte, no. No lo haré. Philip toma sus propias decisiones, siempre lo ha hecho y siempre lo hará. Yo no tengo influencia sobre él, ni quiero tenerla.


–No te creo – repuso él, poniendo los brazos en jarras con una sonrisa en los labios– . Percibo que eres una mujer prudente y sensible, Paula. Estoy seguro de que Philip sabe apreciarlo. Si sabe que te preocupas por sus sentimientos y quieres lo mejor para él, apuesto a que respetará cualquier opinión que tengas sobre el asunto.


–Incluso así, no me sentiría bien si le persuadiera de vender solo el edificio cuando él lo que quiere es que su negocio de antigüedades no se pierda.


–¡Pero él debe de saber que su negocio ha dejado de ser viable!


–¿Cree que voy a decirle eso? Ha sido el trabajo de toda su vida y está enfermo. No podría decirle una cosa así.


–Estoy seguro de que podrás encontrar las palabras adecuadas para decirlo con tacto y compasión. Es obvio que te preocupas mucho por él.


–Sí.


–Entonces, es un hombre afortunado.


–Yo soy la afortunada. Si no me hubiera enseñado el negocio, nunca habría logrado encontrar un trabajo que me apasione tanto como este.


–Apuesto a que ha sido un placer para él enseñarte, Paula. ¿Para qué hombre no lo sería? No solo eres una mujer hermosa con unos preciosos ojos violeta, sino que estás entregada a lo que haces.


Paula notó que se sonrojaba.


–Creo que se equivoca, señor Alfonso. Philip no se siente atraído por mí, si es eso lo que insinúa, ni yo siento atracción por él. Por todos los santos, ¡es un anciano de más de setenta años!


Pedro se apresuró a disculparse.


–Lo siento si te he ofendido. Pensé que debía de ser un hombre de mediana edad. Tengo que confesarte que me ponía un poco celoso de escucharte hablar de él con tanta adoración.


Paula se quedó con la boca seca, sin saber qué decir. Sus cumplidos y el que confesara que se había puesto celoso de Philip… Era una locura. Proviniendo de un hombre que podía tener a la mujer que quisiera, era ridículo.


Al darse cuenta de que lo más probable era que la estuviera halagando para llevarla a su terreno, ella apretó los dientes. Pedro Alfonso era más peligroso de lo que había creído.


–Mire… es mejor que se vaya. Lo digo en serio. Le llamaré si el señor Houghton me da algún mensaje para usted.


Durante un instante, Pedro se había olvidado de lo que lo había llevado allí. De pronto, se había quedado hipnotizado por los ojos violetas de aquella increíble mujer.


La atracción que sentía por ella era sorprendente. Sobre todo, porque Paula Chaves no era la clase de mujer con la que solía salir. No era rubia, ni despampanante. Era bajita y delgada, con el pelo moreno y corto. Aun así, el brillo apasionado de sus ojos, junto con su determinación, la hacían extrañamente irresistible.


Era algo nuevo para él, pues solía preferir mujeres más sumisas. Le gustaba ser él quien llevara las riendas.


Recuperando la cordura con rapidez, Pedro comprendió que iba a tener que desistir, por el momento, y esperar a que Paula hablara con su jefe.


–De acuerdo. No te voy a presionar más. Pero dime, ¿puedo hacer algo por ti, Paula? Alguien tan generoso como tú, que se preocupa tanto por los demás, ¿siente su bondad recompensada? Me gustaría saber si hay algo que desees en el fondo de tu corazón. Si es así, no tienes más que decirlo y haré lo que esté en mi mano para dártelo.


–¿Por qué iba a hacer tal cosa? Sospecho que es porque tiene un motivo interesado.


–Me ofendes – dijo él, llevándose la mano al pecho con una sonrisa.


–Si pudiera satisfacer lo que deseo en el fondo de mi corazón, sería un hombre especial. ¿No se le ha ocurrido nunca que algunos deseos no pueden comprarse con dinero? – repuso ella en tono retador.


Pedro se encogió de hombros.


–Reconozco que no he pensado mucho sobre ello. Prefiero centrarme en las cosas materiales y tangibles, no me gusta lo abstracto.


–En su mundo, los sentimientos son algo abstracto, ¿verdad?


–¿Por qué no cenas conmigo y lo hablamos?


Paula hizo una mueca.


–¡Preferiría cenar con una boa constrictor! Al menos, sabría a qué me enfrento.


A pesar de su decepción por la desconfianza de Paula y porque sus posibilidades de hacerse con el edificio parecían escasas, Pedro no pudo evitar sentirse intrigado por su comentario. Por alguna razón, le resultó muy seductor.


–No me halagas, Paula, pero lo que has dicho es gracioso.


–Debe dejar de llamarme Paula. Para usted, soy la señorita Chaves.


Pedro sonrió.


–Veo que te sientes muy afectada por mí, ¿a que sí? Bien, por el momento, me iré. Pero no hemos terminado, ni de lejos, Paula.


Entonces, Pedro abrió la puerta y, con una mueca de resignación, salió a la lluvia.






lunes, 2 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 4





Mucho después de su reunión, Paula seguía sintiendo un extraño cosquilleo por haberse encontrado con Pedro Alfonso. Sentía curiosidad por saber qué le había impulsado a ser como era. Estaba claro que no le había gustado su decisión de no venderle la tienda. Su negativa lo había irritado porque no debía de estar acostumbrado a recibir un «no» por respuesta.


En su casa, esa noche, hizo algunas investigaciones en Internet. Descubrió que Pedro era uno de los hombres más ricos de Europa y que había hecho su fortuna al convertir un pequeño restaurante francés de Londres, llamado Mangez Bien, en una famosa cadena que se había extendido por todo el mundo. El local original había pertenecido a los padres de Pedro. Los dos eran inmigrantes franceses que se habían establecido en Londres de jóvenes. Habían sabido invertir su pasión por la cocina en un pequeño restaurante que se había granjeado una devota clientela.


Cuando su hijo había cumplido diecisiete años, se había convertido en un excelente chef, cuya ambición había superado a la de sus padres. Había llegado a trabajar en los mejores hoteles de Londres y, gracias a su ingenio para los negocios, había fundado sus propios restaurantes. Mientras había construido su imperio de la restauración, se había labrado la fama de ser bastante frío y agresivo en sus negocios.


Recostándose en el respaldo del asiento, Paula contempló la foto que tenía en la pantalla del ordenador. Había sido tomada en una prestigiosa ceremonia de entrega de premios en Los Ángeles. Aunque Pedro estaba imponente en la imagen, su rostro no delataba ninguna emoción por recibir el premio. Más bien, parecía molesto.


El hombre que lo tiene todo gana, una vez más, el oro, rezaba el pie de foto.


–Vaya – murmuró Paula para sus adentros– . Eso no significa que nada de lo que tiene sirva para hacerle feliz. 


Algo debe de preocuparle… algo de lo que no le gusta hablar.


¿Tendría que ver con el hecho de que su padre no había podido permitirse comprar un anillo de compromiso de diamantes auténticos a su madre?, se preguntó ella. 


Recordó la expresión de dolor que había acompañado el relato de aquella anécdota, cuando había estado visitando la tienda de antigüedades. Aunque era poco probable que todavía le molestara aquel recuerdo. ¿Le entristecería que, en el pasado, sus padres hubieran pasado penalidades, que la vida no hubiera sido tan fácil para ellos como lo era para él?


Paula suspiró. ¿Por qué estaba pensando tanto en Pedro Alfonso? Todavía tenía que hablar con su jefe y confesarle que había rechazado la oferta de compra del francés.


Sin duda, la noticia sería fuente de ansiedad para Philip. 


Solo esperaba que comprendiera cuáles habían sido sus motivos y que estuviera de acuerdo con ella. Después de todo, Philip había sido su punto de apoyo cuando su padre había muerto, quedándose a su lado hasta el último momento en su lecho de muerte. Lo último que necesitaba en ese momento, cuando estaba tan enfermo, era verse en la tesitura de vender su tienda de antigüedades a una persona que no tenía ningún interés en su contenido.


Paula apagó el ordenador y se puso en pie, molesta consigo misma por haberse pasado más tiempo del planeado buscando información sobre Pedro Alfonso. En el salón, tomó el libro que había estado leyendo. Era sobre los aztecas, con un fascinante capítulo sobre las joyas que llevaban los emperadores. Hacía poco, habían tenido lugar unos importantes hallazgos en el norte de México que habían despertado su interés. Le habría encantado viajar hasta allí y haber visto con sus propios ojos el tesoro que los arqueólogos habían descubierto. Sin embargo, iba a tener que esperar a que la colección se abriera al público en algún museo.


Después de irse a la cama, se quedó dormida con el libro sobre el pecho y soñó con un emperador azteca que tenía un irritante parecido con Pedro Alfonso.







EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 3




De regreso en su oficina, después de un montón de tediosas reuniones, Pedro le pidió café a su secretaria y se sentó en su sillón de cuero para reflexionar sobre lo que había pasado. Nunca se había sentido tan irritado y fuera de sí. Y todo porque su maldita oferta de compra había sido rechazada.


Durante años, había admirado la estructura de aquel viejo edificio situado junto al Támesis y había pensado que sería perfecto para un restaurante exclusivo, dirigido a la élite de la sociedad, igual que los dos que poseía en Nueva York y en París.


Recordando su reunión con Paula Chaves, le pareció sorprendente que aquella mujer no hubiera querido aprovechar la oportunidad de oro que le había brindado. Era obvio que, como ella misma le había dicho, no era una mujer de negocios. Su actitud le había resultado irritante. Sobre todo, cuando había comprendido que había sido imposible convencerla con sus encantos. Por otra parte, admiraba a la tozuda mujer por su determinación y por haberse mantenido firme, a pesar de que sabía que se equivocaba.


Además, había otra cosa que había llamado su atención. 


Paula tenía los ojos de color violeta más hermosos que había visto jamás. Su pelo azabache y su piel de color marfil la hacían todavía más atractiva. Para colmo, la pasión que había vislumbrado en su interior lo intrigaba y le producía deseos de conocerla mejor, incluso cuando ella se había negado a venderle el edificio. Aunque estaba seguro de que encontraría una manera de persuadirla.


Sí, aprovecharía cualquier oportunidad y haría que aquella propiedad fuera suya. No cejaría hasta lograrlo. Paula solo necesitaba un par de días para reflexionar y darse cuenta del error que había cometido al rechazarlo. Entonces, él volvería a la carga con otra oferta a la que no podría resistirse, planeó.


Debía hacerle ver que venderle el edificio era la única forma de que su jefe pudiera retirarse con comodidad y suficiente dinero para el resto de su vida.


Sin embargo, en el fondo de su corazón, Pedro se sentía culpable por haber pensado que el dinero iba a ser la respuesta a todos los problemas del señor Philip Houghton.


–Hijo, no siempre puedes arreglar el dolor de una persona 
con dinero. Ni toda la fortuna del mundo nos habría ayudado a nosotros a superar la muerte de tu hermana. No lo olvides nunca – le había aconsejado su padre en una ocasión.


Al recordar sus palabras, se sobresaltó y, durante unos segundos, se quedó paralizado, como si hubiera explotado una bomba en su interior. Pero no era el momento de pensar en lo mucho que lo había herido la muerte de su hermana.


Los padres de Pedro y él veían la vida de forma muy diferente. Él era experto en encontrar soluciones prácticas a la adversidad, mientras que ellos sucumbían a sus emociones y dejaban que los sentimientos dictaran sus reacciones. La idea de comportarse de la misma manera le parecía imposible. Había escuchado a sus padres contar historias sobre su infancia, que había sido muy pobre, sin apenas un bocado que llevarse a la boca, sin modo de calentarse en invierno ni electricidad. Desde pequeño, había aprendido que era esencial tener dinero y, según había ido creciendo, había demostrado tener talento para ganarlo con facilidad.


Satisfecho de su plan para hacerse con la vieja propiedad situada junto al río,Pedro se puso en pie, se ajustó la corbata y se dirigió a la puerta.


En la mesa de la secretaria, una rubia despampanante que era prima de un prometedor diseñador parisino, le dedicó una sonrisa más encantadora de lo normal.


–Olvida el café, ma chère, y resérvame una mesa para cenar en mi club a las ocho en punto.


–¿Irá acompañado, señor Alfonso?


–No, Simone. Hoy no.


–Entonces, llamaré al maître ahora mismo y le pediré que le reserve su mesa favorita.


–Gracias.


–Es un placer. Me encanta poder hacer cosas para hacerle la vida un poco más fácil – aseguró Simone con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas sobre lo que sentía por su jefe.


Al verla, de pronto, Pedro hizo una mueca.


–En ese caso, no te importa hacer unas horas extras esta noche, ¿verdad? He dejado una lista de cosas por hacer sobre mi mesa. Buenas noches, Simone. Te veré por la mañana.


Pedro estaba más irritado de lo habitual por la actitud obsequiosa de la rubia. No llevaba mucho tiempo trabajando para él, pero parecía muy segura de que, antes o después, se la llevaría a la cama. Sin ir más lejos, el día anterior, la había oído comentándole algo parecido a alguien por el móvil.


–¡Que Dios me proteja de las depredadoras! – murmuró él mientras esperaba con impaciencia al ascensor.







EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 2





Cuando Paula volvió al despacho con el café, Pedro estaba sentado de espaldas a ella. Aprovechó para fijarse en su ancha espalda. También se dio cuenta de que tenía el pelo castaño oscuro con reflejos dorados.


Como si no hubiera sido bastante para captar su atención, un aroma a elegante colonia masculina impregnaba el ambiente. Tras humedecerse los labios con la lengua, Paula dejó la bandeja sobre el escritorio victoriano de madera. 


Luego, se sentó en una bonita silla tallada que solía ocupar Philip.


Estar cara a cara delante de Pedro Alfonso no era algo que el pulso de una mujer pudiera resistir. Su rostro era bello y fuerte como el de una escultura de Miguel Ángel. Sin embargo, sus ojos azules no parecían tan cálidos como cuando, en la planta de arriba, le había contado la enternecedora historia del anillo que su padre le había regalado a su madre.


De hecho, mientras la recorría con la mirada, a Paula le recordaron al océano helado de los polos. Un poco alarmada, se sonrojó, preguntándose por qué la observaba así.


Ella nunca se había considerado a sí misma hermosa, por eso, le desconcertaba e inquietaba la penetrante mirada de aquel hombre.


Entonces, Pedro le dedicó otra irresistible sonrisa.


–¿Te importa servir el café? Así podremos comenzar. Tengo una agenda muy ocupada hoy y me gustaría cerrar nuestro trato lo antes posible.


–Lo dice como si hubiera tomado una decisión.


–Así es. Después de haber visto el edificio por dentro, estoy preparado para hacer una oferta.


De inmediato, Paula se percató alarmada de que, de nuevo, él se había referido al edificio, no al negocio de antigüedades. Sintió un nudo en el estómago.


–Me gustaría llegar a un acuerdo hoy – continuó él con tono suave.


Al parecer, Pedro daba por hecho que ella estaría de acuerdo con la venta. ¿No la creía capaz de negarse? ¿Quizá pensaba que podía intimidarla con su riqueza y su estatus?


Mordiéndose la lengua, Paula decidió que era mejor dejar su respuesta para el final. Era mejor escuchar y ordenar sus pensamientos primero.


–Con dos cucharaditas de azúcar, ¿verdad? – preguntó ella, mientras servía el café, consciente de que él observaba todos sus movimientos con atención.


–Eso es.


Evitando su mirada, ella le tendió la taza y se sirvió la suya.


–¿Puede aclararme algo? Se ha referido a la venta del edificio, si no he entendido mal.


–Exacto.


–Discúlpeme, pero creo que mi jefe le ha dejado claro que lo que vende es su negocio de antigüedades, junto con el edificio. Ambas cosas no pueden separarse. ¿Usted no está interesado en la tienda?


–Eso es, Paula. Pero, por favor, puedes llamarme Pedro. No sé si lo sabes, pero dirijo una importante cadena de restaurantes y me gustaría instalar aquí uno de ellos. Es una localización perfecta. Además, debo confesar que las antigüedades no me interesan en absoluto. Hoy en día, no dan muchos beneficios. ¿No es esa la razón por la que tu jefe quiere venderla?


Paula se quedó petrificada un momento. Estaba furiosa y avergonzada al mismo tiempo.


–No es necesario ser tan brutal.


–Los negocios son brutales, ma chère… no te equivoques.


–Bueno, pues Philip quiere vender porque está enfermo y ya no tiene energías para dirigir su negocio. La tienda de antigüedades siempre ha sido su mayor orgullo y le aseguro que, si se encontrara bien, no la vendería por nada del mundo.


Pedro suspiró.


–Ya. Pero supongo que, como resulta que está enfermo, quiere aprovechar la oportunidad para conseguir todo el dinero que pueda con la venta, mientras sea posible. ¿No es así?


Paula volvió a sonrojarse. Le temblaban las manos. No podía tomar ninguna decisión importante en ese estado. Sin embargo, Pedro había acertado. Philip necesitaba vender. 


Aunque también esperaba que el negocio perviviera y, si ella no lograba conseguirlo, le habría fallado a su jefe y mentor, al mejor amigo de su padre. Solo podía hacer una cosa.


Recuperando la calma, miró al francés a los ojos.


–Es verdad que el señor Houghton necesita vender, pero como me ha confesado que no le interesa lo más mínimo el negocio de antigüedades y solo quiere el edificio, me temo que no puedo vendérselo a usted. No sería correcto. Siento que no sea lo que tenía planeado y espero que lo entienda.


–No. No lo entiendo. Me interesa el edificio, sí, y estoy dispuesto a pagar por él. ¿Cuántos posibles compradores han llamado desde que tu jefe sacó la tienda a la venta? – preguntó él con mirada heladora– . Adivino que, dada la situación de crisis que vivimos, no muchos. ¿Tal vez yo sea el único? Si fuera tú, Paula, aceptaría mi oferta por el bien de tu jefe. Créeme, él solo te echará en cara haberte atrevido a rechazarla. ¿De verdad quieres perder la fe y confianza que el pobre hombre ha puesto en ti?


Inundada por una oleada de rabia, Paula clavó los ojos en aquel tipo, que ya no le parecía encantador. Al parecer, estaba decidido a hacerse con aquel local situado junto al Támesis a toda costa.


–Creo que ya es suficiente. Le he dado mi última palabra y va a tener que aceptarla – le espetó ella.


–¿De verdad? ¿Y crees que puedes decirle a un hombre de negocios que se rinda tan fácilmente solo porque tú lo digas? – replicó él con tono burlón.


Intentando controlar lo furiosa que le ponía su insolencia, ella se cruzó de brazos.


–No soy quien para decirle a nadie lo que tiene que hacer. Pero conozco a mi jefe y sé lo mucho que la tienda de antigüedades significa para él. Muchas veces me ha dejado claro que quiere traspasarla junto con el edificio y le fallaría si no cumpliera sus deseos. En su nombre, le agradezco su interés, pero nuestra reunión ha terminado. Lo acompañaré a la puerta.


–No tan rápido.


Cuando Pedro se levantó, Paula adivinó que su negativa a vender le había tomado del todo por sorpresa y estaba haciendo un esfuerzo para controlar su enfado. Él no había esperado tener que enfrentarse a una discusión. De todas maneras, ella no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.


–Mira, no he venido a perder el tiempo – continuó él– . He venido por una única razón, para comprar un edificio que está en venta. ¿Es posible que reconsideres tu decisión si acepto comprar las antigüedades también? No dudo que algunas de ellas puedan ser de interés para algún que otro coleccionista.


Su comentario no sirvió para arreglar las cosas. Pedro no quería las antigüedades por su belleza o significado histórico, ni siquiera para continuar con el negocio, sino solo porque estaba pensando en su valor económico, comprendió Paula.


–Algunas son muy valiosas – confirmó ella– . Pero, por desgracia, su propuesta no hace más que demostrar que no tiene interés en las antigüedades. Por eso, no pienso considerar su oferta, señor Alfonso.


El hombre de negocios se sacó una cartera de cuero de un bolsillo interior de su impecable chaqueta, extrajo una tarjeta de visita y la lanzó al escritorio.


–Cuando hayas tenido tiempo de pensar las cosas sin dejar que tus emociones interfieran, Paula, seguro que quieres llamarme para cerrar un trato. Adiós – dijo él con una gélida mirada.


Ella dio las gracias al Cielo al ver que se iba. Sin embargo, no pudo evitar preguntarse si había tomado la decisión correcta.



domingo, 1 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 1





Paula estaba parada ante la ventana, hipnotizada por la lluvia que no había parado en toda la mañana, cuando un reluciente Mercedes negro se detuvo delante de la tienda de antigüedades.


Parecía una escena de una película, se dijo con el corazón acelerado, mientras esperaba que bajara del vehículo el visitante que había estado esperando… Pedro Alfonso.


Hasta su nombre le daba escalofríos. Era uno de los empresarios más ricos del país y le precedía su fama de hombre sin escrúpulos. Cuando el jefe de Paula, Philip, había sacado a la venta la preciosa tienda de antigüedades situada enfrente del Támesis, el señor Alfonso había demostrado su interés al instante.


De nuevo, Paula deseó que su jefe estuviera allí, pero, por desgracia, Philip estaba ingresado en el hospital. En su ausencia, le había pedido a ella que se ocupara de la venta en su nombre.


Era un momento agridulce para Paula. Después de haberse pasado años trabajando para Philip, había llegado a albergar la esperanza de poder dirigir su negocio algún día. Además, estaba enamorada de aquel lugar. Por eso, su predisposición hacia el potencial comprador no era demasiado positiva.


Por la ventana, vio cómo el chófer abría la puerta del pasajero y bajaba del coche un hombre con un impecable traje de corte italiano. En cuanto posó la vista en su fuerte mandíbula y sus ojos de color azul cristalino, contuvo el aliento. De forma inexplicable, tuvo la sensación de que estaba a punto de enfrentarse a su mayor miedo y, al mismo tiempo, su mayor deseo.


Obligándose a salir del trance en que había caído contemplando al recién llegado a través del cristal, se alisó el vestido y se acercó a la puerta. Cuando abrió, se dio cuenta de que la altura de su visitante la hacía parecer casi diminuta.


–¿Pedro Alfonso? – dijo ella, levantando la vista hacia él– . Adelante. Soy la ayudante del señor Houghton, Paula Chaves. Me ha pedido que lo reciba en su nombre.


El atractivo francés entró. Estrechó la mano de Rose con una elegante inclinación de cabeza.


–Encantado de conocerla, señorita Chaves. Aunque siento que su jefe esté enfermo. ¿Puedo preguntar cómo se encuentra? – inquirió el recién llegado con cortesía.


Antes de responder, Paula cerró la puerta y colocó el cartel de Cerrado fuera para que no los molestaran. Mientras, aprovechó para intentar recuperar la calma.


El contacto de su mano y el sonido grave y aterciopelado de su voz le habían puesto la piel de gallina. Esperaba no haberse sonrojado demasiado o, al menos, que él no se hubiera dado cuenta.


–Me gustaría poder decir que está mejor, pero el médico me ha comunicado que todavía se encuentra en estado crítico.


–C´est la vie. Así son las cosas. Pero deseo que se mejore.


–Gracias. Se lo diré de su parte. Bueno, ¿ahora quiere acompañarme a la oficina para comenzar la reunión?


–Antes de hablar de nada, me gustaría que me mostrara el edificio, señorita Chaves. Después de todo, he venido por eso.


Aunque había acompañado sus palabras con una encantadora sonrisa, era obvio que estaba ante un hombre que no se dejaba distraer de su objetivo, por muy educado que fuera, se dijo ella. Y su objetivo en ese momento era decidir si quería comprar la tienda de antigüedades o no.


–Claro. Será un placer.


Paula lo guio a la planta alta, hacia tres grandes salas que estaban abarrotadas de obras de arte y antigüedades. Hacía un poco más de frío allí arriba. Frotándose los brazos que el vestido sin mangas dejaba al descubierto, se arrepintió de no haber tomado su chaqueta de la oficina.


–Son habitaciones muy espaciosas, teniendo en cuenta lo viejo que es el edificio – señaló ella– . Espero que le guste lo que ve, señor Alfonso.


Con una ligera sonrisa, su interlocutor levantó la vista hacia ella.


Entonces, cuando sus miradas se encontraron, Paula pasó los segundos más excitantes de su vida. Deseó haber hecho una elección más afortunada de palabras. Por nada del mundo había querido invitar a un hombre como aquel a mirarla. ¿Acaso él pensaba que lo había dicho con segundas intenciones? Según la prensa del corazón, Pedro Alfonso tenía debilidad por las mujeres extremadamente bellas y ella sabía que no se encontraba, ni de lejos, dentro de esa categoría.


–Por ahora, me gusta mucho lo que veo, señorita Chaves – contestó él, sin apartar la vista.


–Me alegro – repuso ella, mientras su temperatura subía al instante– . Puede tomarse el tiempo que quiera para observarlo todo.


–Eso haré, se lo aseguro.


–Bien.


Bajando la mirada, Paula se cruzó de brazos, tratando de pasar lo más inadvertida posible. Minutos después, se sorprendió a sí misma contemplándolo de reojo mientras él examinaba la sala con detenimiento. De vez en cuando, él se ponía en cuclillas para comprobar en qué estado estaban las paredes o tocaba las vigas de madera de la habitación. 


Era fascinante ver cómo pasaba sus fuertes y grandes manos por la madera y daba golpecitos ocasionales en la pared con los nudillos.


Por una parte, ella comprendía que quisiera comprobar en qué estado se encontraba el edificio en el que quería invertir. 


Sin embargo, le resultaba preocupante que no mostrara interés alguno por el contenido de la sala. Philip le había dicho que tenía urgencia por vender su empresa, pues su débil salud le iba a obligar a retirarse y pagar interminables facturas médicas. Aunque su jefe también contaba con traspasar el negocio de las antigüedades al mismo comprador.


Sumida en aquellas reflexiones, el peso de la responsabilidad que había asumido al aceptar ocuparse de la venta le resultó todavía mayor.


–Discúlpeme, pero la he visto tiritar un par de veces – comentó de pronto el visitante– . ¿Tiene frío? Quizá quiera ir abajo a por su chaqueta, Paula…


Cuando la recorrió otro escalofrío, no fue por la temperatura de la sala, sino por lo íntimo que había sonado su nombre en los labios de Pedro Alfonso.


La noche anterior, para prepararse para la entrevista, había buscado información sobre él en Internet. Al parecer, era un hombre implacable y con un insaciable apetito de éxito. Se decía que iba siempre tras lo mejor de lo mejor, sin importarle cuánto costara. Además, tenía fama de mujeriego y era conocido por salir con las mujeres más impresionantes.


No podía bajar la guardia ni un momento, se dijo Paula. De ninguna manera iba a dejar que el encanto de aquel hombre la influyera a la hora de cerrar ningún trato de negocios.


–Creo que eso voy a hacer – contestó ella sin titubear– . Si quiere ver las otras salas que hay en esta planta, puede hacerlo Volveré enseguida.


Con una cortés inclinación de cabeza, Pedro Alfonso asintió y, luego, volvió su atención al edificio.


Poco después, cuando Paula regresó, él estaba en la habitación más alejada, donde se guardaban los artículos de más valor. Le sorprendió encontrarlo admirando una de las vitrinas de cristal donde se guardaban las joyas y se preguntó si lo habría juzgado mal. Quizá, además de en el edificio, él estuviera interesado en continuar con el negocio de antigüedades.


Sin poder evitar sonreír, ella se acercó con curiosidad por saber qué era lo que había despertado su interés. Se trataba de un exquisito anillo de perlas y diamantes del siglo XIX, la pieza más valiosa de la colección.


–Es bonito, ¿verdad?


–Sí, lo es. Se parece mucho al anillo que mi padre le regaló a mi madre cuando su negocio comenzó a despegar – comentó él con aire ausente, y suspiró– . Pero las perlas y los diamantes no eran auténticos, no podría habérselo permitido en aquellos tiempos.


Paula se sintió enternecida por su tono nostálgico. De pronto, le pareció un hombre triste y vulnerable.


–Estoy segura de que a su madre le gustó el anillo tanto como si hubiera sido este mismo. Lo importante era lo que representaba, no lo que costaba – señaló ella y, ante el silencio de él, que seguía absorto contemplando la joya, añadió– : Puede que le interese saber que este anillo se lo regaló la familia de un soldado a una enfermera que asistió a los heridos de la guerra de Crimea.


Pedro posó los ojos en ella, lleno de interés. A Paula se le quedó la boca seca y se estremeció sin poder evitarlo.


–Dicen que cada foto tiene su historia – comentó él– . Sin duda, pasa lo mismo con las joyas. Pero deje que le pregunte algo. ¿Cree que la enfermera en cuestión era muy hermosa y que el soldado herido era un apuesto oficial?


Su pregunta, acompañada por un pícaro brillo en los ojos, tomó a Paula por sorpresa. Inundada de calor, respiró hondo para recuperar la calma y no sonrojarse, mientras le sostenía la mirada.


–Fuera atractivo o no, poco después de que se hubieran conocido, el soldado murió a causa de las heridas. Es una historia muy triste, ¿no le parece? No sabemos si llegaron a quererse, pero la entrega del anillo a la enfermera está documentada en los archivos históricos de la familia.


–Adivino que a usted le gusta pensar que el soldado y la enfermera se amaban, Paula – indicó él, recorriéndola con su intensa mirada.


Sintiéndose en tela de juicio, ella se encogió de hombros.


–¿Por qué no? ¿Quién podría negarles los pequeños momentos de felicidad que podían haber compartido en medio de su terrible situación? Pero la verdad es que nunca sabremos lo que pasó en realidad.


Lo que Paula sí sabía era que tenía que apartarse un poco más de Pedro. Le había subido tanto la temperatura que estaba empezando a sudar.


–Si ya ha terminado de echar un vistazo, podemos ir al despacho para hablar, ¿le parece bien?


–Por supuesto. ¿Puede preparar café?


–Claro. ¿Cómo lo toma?


–¿Cómo cree que me gusta, Paula? A ver si lo adivina.


Si Pedro se había propuesto desarmarla con su tono juguetón, era una buena táctica para hacerla sucumbir, caviló Paula. Después de todo, ¿qué mujer no se sentiría halagada por sus atenciones? Sin embargo, ella no estaba de humor para dejarse seducir con tanta facilidad. Tenía que llevar a cabo una tarea importante. Debía vender la tienda de antigüedades en nombre de su jefe y lograr el mejor trato posible. Nada podía distraerla de su objetivo.


Sin dedicarle ni una mirada más, se giró y se dirigió a las escaleras.


–De acuerdo. Lo más probable es que le guste solo y bien cargado, pero tal vez también quiera un par de cucharaditas de azúcar para endulzarlo. ¿He acertado?


–Estoy impresionado. Pero no vayas a pensar que sabes lo que me gusta en otros aspectos, Paula.


Aunque lo había dicho con tono festivo, a ella no le pasó desapercibido que había empezado a hablarle de tú. 


Además, intuyó que era una especie de advertencia. Para haber llegado a la cima, Pedro Alfonso debía de ser experto en conocer las debilidades de las personas que podían suponerle posibles obstáculos para lograr sus objetivos