lunes, 21 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 1







—¿Crees que tu marido está enterado de lo  nuestro, querida? —El hombre rozó la frente de la mujer con los labios mientras la abrazaba casi con desesperación.


—Aunque lo sepa, no me importa —declaró ella—. Estoy cansada de tanto ocultamiento. Quiero procla­mar nuestro amor ante todos.


—Oh, mi amor, mi amor. —El hombre bajó la ca­beza y su nariz chocó con la de la mujer, de manera nada romántica.


—¡Corten!


Paula Chaves pegó un salto cuando esa orden exas­perada tronó del altoparlante con una voz que resonaba como la de Dios en el Sinaí.


—¿Qué demonios pasa hoy? ¿Ustedes dos no pue­den hacer las cosas bien? Hace una hora y media que estamos varados en esta escena. —Un breve silencio flotó en el aire mientras los actores y los miembros del equipo técnico se movían con incomodidad. —Voy a bajar.


Paula observó, fascinada, cómo la actriz se dirigía a su compañero de escena y le decía, con ferocidad:
—Yo debía inclinarme hacia la Cámara Uno, Pedro. No tú.


—Entonces más vale que aprendas a contar, Luisa. Esa era la Cámara Tres. Además ¿no te da miedo que la Cámara Uno detecte las cicatrices de tu lifting?


—Hijo de puta —le gritó la actriz mientras se abría paso por entre los camarógrafos que la mira­ban, divertidos, y taconeaba por el piso de concreto del estudio de televisión hacia los camarines.


Todo el episodio intrigó a Paula Chaves, quien sorpresivamente se había encontrado en pleno deco­rado de "La respuesta del corazón", un exitoso teleteatro diurno. Ella nunca miraba televisión durante el día, porque trabajaba, pero en los Estados Unidos no había nadie que no supiera de la existencia de ese programa en particular. Muchas empleadas planeaban sus des­cansos para almorzar a fin de no perderse las proezas sexuales del doctor Glen Hambrick.


Algunos días antes, la doctora Marta Norwood, fundadora del Instituto Norwood para Sordos donde enseñaba Paula, se había acercado a ella con un ofre­cimiento.


—Tenemos aquí una alumna, Juana Alfonso, cuyo padre está pensando en sacarla del instituto.



—Sé muy bien quién es Juana—dijo Paula—. Su discapacidad es parcial, pero su incomunicación es total. 


—Por ese motivo, su padre está muy preocupado. 


—¿Sólo su padre? ¿Y su madre? 


La doctora Norwood vaciló un momento antes de decir:
—Su madre falleció. Y su padre tiene un trabajo muy poco común. Por eso se vio obligado a internar a Juana en nuestro instituto desde que era chiquita. Pero la pequeña no se ha adaptado bien. Ahora él quiere contratar a una maestra particular para que esté con ella en su casa. Y pensé que tal vez te intere­saría, Paula.


Paula frunció el entrecejo. 


—Bueno, no sé. ¿No podría ser más específica? 


La dama de pelo entrecano con inteligentes ojos azules observó con atención a su maestra más com­petente y dedicada.


—Todavía no. Pero sí te diré que el señor Rivington quiere que la maestra particular de Juana se la lleve a vivir a Nuevo México. Él posee una casa en un pequeño pueblo de montaña. —La doctora Norwood sonrió. —Sé que te gustaría irte de Nueva York. Y, por cierto, tienes las condiciones necesarias para ese trabajo.


Paula se echó a reír en voz baja.


—Después de haber pasado la infancia en Nebraska, Nueva York me resulta un poco sofocante y abarrotado de gente. He estado aquí ocho años y sigo extrañando los espacios abiertos y amplios. —Se echó hacia atrás un rizo color cobre. —Me da la impresión de que el señor Alfonso está eludiendo la respon­sabilidad de criar a su propia hija. ¿Acaso es uno de esos padres a los que les molesta que su hija sea sorda?


La doctora Norwood observó sus manos cuidado­samente arregladas, que tenía entrelazadas sobre el escritorio.


—No te apresures tanto a juzgarlo, Paula —la regañó con suavidad. A veces, su protegida reaccio­naba con demasiada rapidez. Si Paula Chaves tenia un defecto, era apresurarse en sacar conclusiones. —Como te dije, las circunstancias no son nada usuales.


Se puso de pie con brusquedad, como para indicar que la reunión había llegado a su fin.


—No tienes que decidirlo hoy, Paula. Quiero que observes bien a Juana en los próximos días. Pasa algún tiempo con ella. Después, cuando sea conve­niente, creo que tú y el señor Alfonso deberían reu­nirse y conversar un poco.


—Cooperaré en todo lo que este a mi alcance, doctora Norwood.


Cuando Paula llegó a la puerta de vidrio esmerilado, la doctora Norwood la detuvo.


—Paula, por si te lo estás preguntando, el dinero no será ningún problema.


Paula respondió con total sinceridad:
—Doctora Norwood, si yo aceptara un empleo de maestra particular, sería porque estoy convencida de que es lo que la pequeña necesita.


—Eso pensé —replicó la doctora Norwood con una sonrisa.


Esa mañana, la doctora Norwood le entregó un trozo de papel con una dirección escrita y le dijo:
—Debes ir a esta dirección hoy, a las tres de la tarde. Pide ver al señor P. L. Alfonso. Te estará esperando.


Paula se sorprendió muchísimo cuando el taxi se detuvo en la dirección que ella le había dado y resultó que pertenecía a los estudios de un canal de televisión. Entró en el edificio sintiendo más curiosidad todavía con respecto al misterioso señor Alfonso. Cuando preguntó por él en el mostrador de recep­ción, la atractiva recepcionista la miró un poco sorprendida y rió por lo bajo al responderle:
—Segundo piso.


Paula echó a andar hacia el ascensor, pero la mu­chacha le dijo:
—Un momento. ¿Cómo se llama? —Paula se lo dijo. La recepcionista recorrió con el dedo una lista escrita a máquina y luego dijo: —Sí, aquí está. Señorita P. Chaves. Puede subir, pero no haga ningún ruido. Todavía están grabando.


Paula bajó del ascensor y se encontró en un caver­noso estudio de televisión. Le impresionaron los equipos y la actividad que allí reinaban.


El estudio, que más parecía un galpón enorme, estaba dividido en los distintos decorados para el teleteatro. Uno estaba amueblado con una cama de hospital y lo que simulaba ser equipo médico. Otro era un living. A sólo un metro y medio había un tercer decorado que representaba una cocina pe­queña. Paula deambuló por el estudio, observó los decorados con curiosidad y procuró no tropezar con los kilómetros y kilómetros de cables que cubrían el piso y se enroscaban alrededor de las cámaras y los monitores.


—Eh, preciosa, ¿qué necesitas? —le preguntó un camarógrafo de jeans.


Sobresaltada, Paula farfulló:
—Yo... sí... ¿El señor Alfonso? Tengo que verlo.


—¿El señor Alfonso? —repitió el camarógrafo con tono de burla, como si ella hubiera dicho algo di­vertido—. Qué formal. ¿Pasaste la requisa de recep­ción? —Ella asintió. —Entonces lo verás. ¿Puedes esperar a que grabemos esta escena?


—Sí, claro —dijo ella.


—Párate allá, permanece en silencio y no toques nada —le advirtió el técnico.


Paula se instaló detrás de las cámaras que enfocaban un decorado que a ella le pareció el vestíbulo de un hospital.


Se puso entonces a observar al actor que hacía latir deprisa los corazones de millones de mujeres norteamericanas. 


Estaba sentado con displicencia frente a una de las mesas de utilería y comía una manzana que había robado de la cesta que estaba sobre la mesa. Paula se preguntó si sus admiradoras se habrían sentido tan fascinadas con él si hubieran oído a Pedro Sloan hablarle en forma tan poco caballeresca a su compañera de rubro. Pero, bueno, esa rudeza era parte de su encanto, ¿no? Él era el médico "macho" que se llevaba por delante a todas las personas de ese hospital ficticio y convertía a las mujeres en gelatinas temblorosas con sus modales dominantes y su aspecto apuesto y seductor.


Bueno, pensó Paula objetivamente, tantas mujeres no podían estar equivocadas. Él tenía, sin duda, cierta seducción animal... si a uno le gustaba esa clase de atractivo. Lo que primero llamaba la aten­ción era su color. 


Su pelo era de un tono marrón ceniza poco común, pero bajo los reflectores del estudio parecía casi plateado. En contraste con esa cabellera plateada, tenía cejas gruesas y oscuras y bigotes, también oscuros. El bigote reforzaba la insolente sensualidad de su labio inferior y enlo­quecía a las amas de casa, las profesionales y las abuelas. Pero su rasgo más cautivante eran sus ojos, de un color verde vibrante. En los primeros planos, brillaban con un fuego capaz de derretir el corazón de la mujer más indiferente.


Desde su punto de observación ubicado fuera del círculo formado por las intensas luces del estudio,Paula vio que Pedro Sloan se ponía de pie, se despe­rezaba como un gato perezoso y arrojaba el corazón de la manzana a un cesto de papeles con un tiro curvo perfecto.


A Paula le hizo gracia su atuendo. Dudaba mucho que un médico que usara pantalones así de ajustados pudiera dedicarse a curar enfermos. El pantalón verde quirúrgico que usaba había sido hecho a la medida para cubrir el cuerpo alto y delgado de Pedro Sloan como una segunda piel. La camisa tenía un escote en V que revelaba un pecho cubierto con una mata de vello oscuro. ¡Como si se permitiera eso en una sala de operaciones!, Pensó Paula.


Al oír una voz suave a sus espaldas, Paula se dio media vuelta. El hombre que ella supuso era el que había hablado desde la sala de control de más arriba se acercaba al set, con la ofendida actriz tomada de su brazo.


—El no acepta que se le dirija —se quejaba ella—. Sabe lo que dice el guión, pero cuando la cámara se acerca hace lo que se le antoja.


—Ya lo sé, ya lo sé, Luisa. ¿No me harías el favor de tolerarlo? —le preguntó el director—. Termine­mos de una vez el trabajo previsto para el día, y lo conversaremos con una copa en la mano. Yo hablaré con Pedro. ¿De acuerdo? Ahora quiero ver esa sonrisa seductora que tienes.


Cuánta basura, se dijo Paula.


Temperamento artístico. Ella conocía muy bien todo eso. 


Diles lo que quieren oír y calma la paranoia hasta el siguiente estallido.


Los dos se reunieron con Pedro Sloan en el set, y los tres mantuvieron una breve discusión. Los técnicos, que habían disfrutado del descanso fumando cigarrillos, leyendo revistas o simplemente conversando entre ellos, volvieron a ocupar sus posiciones detrás de las cámaras y se pusieron los auriculares, a través de los cuales cada uno recibía las instrucciones que el director les enviaba desde la cabina de control.


El operador del micrófono jugueteaba con su com­plicado aparato. Con sus movimientos erráticos y desarticulados, parecía el esqueleto de algún animal prehistórico.


El director besó a Luisa en la mejilla y salió del set.


—Antes de volver a la cabina de control, repitamos la escena una vez más. Bésala con pasión, Pedro. Es tu amante, ¿recuerdas?


—¿Alguna vez tu amante ha comido pizza de anchoas para el almuerzo, Murray?


Luisa gritó, indignada.


Los técnicos estallaron en carcajadas. Murray logró calmarla una vez más. Después, dijo:
—Estamos grabando.


Una de las cámaras había ocupado una nueva po­sición que le bloqueaba la visión a Paula. A pesar de sí misma, se sentía interesada en esa sesión de grabación de vídeo. Se cambió de lugar para poder ver y es­cuchar con claridad. 


Esta vez, cuando el diálogo intrascendente de los actores llegó a su fin, Pedro Sloan tomó en sus brazos a Luisa y la besó con pasión.


El corazón de Paula se salteó un latido cuando vio que los labios de él se cerraban sobre los de la actriz. Casi se podía sentir ese beso, casi se podía ima­ginar... Paula se recostó contra la mesa de utilería para poder ver mejor. De pronto, el sonido de vidrio roto hizo que todos los que estaban en el estudio apartaran la vista de los actores ¡y la miraran a ella! 


Paula pegó un salto y se sintió muy mortificada ­por haber centrado la atención de todos en su per­sona. No había visto el florero que estaba sobre la mesa y que, ahora, estaba convertido en mil pedazos sobre el piso del estudio.


—¡Maldición! —gritó Pedro Sloan—. Y ahora, ¿qué? 


Apartó a Luisa y atravesó el piso del estudio en tres zancadas. Murray lo siguió, desalentado y molesto, pero calmo. El actor fulminó a Paula con la mirada y ella retrocedió frente a esa furia.


—¿Quién demonios...?


—Ella vino a ver al señor Alfonso —interrum­pió el camarógrafo insolente que había hablado antes con Paula.


Pedro Sloan la clavó al piso con sus ojos verdes, que ahora brillaban debajo de sus cejas oscuras. Sus ojos se abrieron un poco, con curiosidad.


—El señor Alfonso, ¿eh? —Los técnicos rieron por lo bajo.
 —Murray, yo no tenía idea de que habías permitido que las Niñas Exploradoras visitaran el set. —Esta vez los técnicos estallaron en carcajadas.


A Paula no le hizo ninguna gracia esa salida humorística de Pedro Sloan y la enfureció verse convertida en objeto de su desprecio. Su estado de ánimo hacía juego con los reflejos rojizos de su pelo, y sus ojos marrones se entrecerraron al mirarlo, mientras sentía que se le paraban los pelos de la nuca.


—Lamento haber interrumpido su... lo que sea —dijo ella con altivez. No sabía cómo llamar a esa sesión de grabación y tampoco le importaba. Se apartó de la mirada cínica de Pedro Sloan y se dirigió, en cambio, a Murray, que parecía ser una persona decente.


—Soy Paula Chaves y me dijeron que debía entre­vistarme con el señor Alfonso aquí, a las tres de la tarde. Siento mucho el retraso que he causado.


—Me temo que es sólo uno entre muchos —dijo él con un suspiro. Miró de reojo a Pedro Sloan y dijo: —El señor Alfonso está ocupado en este mo­mento. ¿Podría esperarlo en mi oficina? Él se reunirá con usted dentro de un momento.


—Sí, gracias —contestó ella—. Le pagaré el importe del florero.


—Olvídelo. Suba por la escalera y atraviese la sala de control. Es la oficina que está justo frente al vestíbulo.


—Gracias —repitió Paula antes de darse media vuelta y, consciente de que todos en el estudio tenían la vista fija en ella, subió por la escalera circular. Cuando llegó arriba, ya Murray tenía a todos nueva­mente en posición.









lunes, 14 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: SINOPSIS




Paula es una joven y competente maestra de chicos sordos. 


Su pasado oculta una herida sin cicatrizar, su presente es una fachada, y ella usa su carrera para paliar su soledad.


Pedro, superestrella de un popular teleteatro, tiene dos secretos: una esposa muerta que no logra olvidar y la hija de ambos, Juana con una discapacidad auditiva.


Tres seres cuyos destinos se entrelazan.


La felicidad está al alcance de su mano, pero deberán encontrar una voz para expresar los deseos de su corazón.











MARCADOS: EPILOGO





Pedro había supervisado muchas bodas en el viñedo, pero aquella las iba a superar a todas. Frente al floreado altar, se maravilló por la transformación que había logrado Marisa en los jardines. Estaban vivos, llenos de los colores de agosto. 


Un trío de músicos tocaba arpa, guitarra y violonchelo. En cada mesa había una foto enmarcada de los novios y Emma, junto con unas cámaras desechables a disposición de los invitados. También habían contratado un servicio de fotos y vídeos, pero Pedro quería tener el punto de vista de sus amigos. Todos parecían muy felices, incluso Hector.


La relación con su padre había cambiado desde el momento del anuncio del compromiso. Quizás ya había empezado a cambiar cuando Paula se había instalado en la cabaña. 


Había conseguido entender mejor a su padre y ya no se ofendía con tanta facilidad. Hector había aceptado a Paula como nuera y a Emma como nieta con un entusiasmo que su hijo no había visto en mucho tiempo. Juntos habían planeado el evento durante seis semanas.


–¿Entonces no te marchas a África? –preguntó Tony.


–Esta vez no. Aunque sí voy a Alabama. Y Paula y Emma me acompañarán. El objeto del viaje es hablar de niños y colegios, y recaudar fondos para construir una biblioteca.


–¿Vais a vivir en la casa principal de Raintree?


–Primero vamos a remodelarla –Pedro asintió–. Papá está entusiasmado. Quiere una suite con habitaciones en la primera planta. Dice que es lo lógico teniendo en cuenta su edad. También vamos a hacer algunos cambios en la planta de arriba, la nuestra. De momento, a nuestro regreso de la luna de miel en Aruba, viviremos en la cabaña. Papá se va de viaje a Francia con Leonardo para visitar algunas bodegas. Lleva tiempo deseando hacer este viaje.


–Y ahora siente que puede abandonar el viñedo.


–Sí. Sabe que ahora lo siento como mi hogar. Aunque de vez en cuando me marche a hacer algún reportaje, voy a seguir siendo el director. Y algún día me haré cargo de todo esto…


La música cambió de ritmo y todos supieron el motivo. Los invitados se pusieron en pie. Connie ocupaba la primera fila junto con otras voluntarias del Club de las Mamás. Leonardo también estaba allí, con una amplia sonrisa dibujada en los labios.


Marisa fue la primera en aparecer por el pasillo. Al llegar a la primera fila, se volvió e hizo una señal a los siguientes. Emma y Julian caminaban de la mano, Emma cargada con una cesta llena de pétalos de rosa que Julian lanzaba a su alrededor. La siguiente fue Catalina, y luego…


Y luego Paula del brazo de Hector.


Parecía una princesa, parecía Cenicienta. El vestido, sin tirantes, era de tul con pedrería. El velo le cubría los hombros y la espalda. Casi estaba demasiado hermosa para que la miraran, pero Pedro la miró, e iba a seguir mirándola eternamente.


Paula se reunió con él, no sin antes besar a Hector en la mejilla.


–Felicidades, hijo –el hombre, todavía ruborizado, estrechó la mano de su hijo.


Pedro sintió un nudo en la garganta. Por primera vez desde su llegada a Raintree, tenían una relación padre-hijo.


–Eres la novia más hermosa que he visto jamás. Te amo – murmuró Pedro.


–Y yo te amo –los ojos de Paula brillaban–. Estoy tan feliz que creo que voy a estallar.


–Todavía no –bromeó él–. No olvides que después de la boda habrá fiesta.


Con las manos entrelazadas, ambos se volvieron al unísono hacia el oficiante.


–Yo, Pedro Alfonso, te tomo a ti, Paula Chaves, como mi esposa. Y prometo amarte, adorarte a ti y a Emma, respetarte y serte fiel. Mi compromiso contigo no es solo para hoy. Es para el resto de nuestras vidas… y más allá. Cada día será más fuerte, a medida que me convierta en el esposo que necesitas y el padre que Emma se merece. Aprenderé a anteponer a mi familia a mis deseos. Juro que te daré todo lo que pueda y todo lo que soy. Te amo, Paula Chaves, y me enorgullece convertirme hoy en tu esposo.


Las lágrimas de Paula le demostraron lo mucho que significaban para ella sus promesas. Era la primera vez que escuchaban los votos del otro. Unos votos que surgían del corazón.


–Te amo, Pedro Alfonso –Paula le apretó la mano–, más de lo que jamás pensé que podría amar. Y sé que ese amor crecerá cada día más y más. Prometo honrarte, adorarte, respetarte y escucharte. De todo corazón deseo que seas el padre de Emma. Y siempre tomaremos juntos cualquier decisión concerniente a ella. Vivamos donde vivamos, construiré para nosotros un hogar donde seamos libres para expresar nuestra opinión, libres para expresar nuestras preocupaciones, libres para amar. Ambos hemos buscado mucho tiempo a alguien a quien pertenecer. Yo sé que nos pertenecemos el uno al otro. Nuestro sueño está al alcance de la mano. Te entrego mi corazón, Pedro, y cuidaré bien del tuyo. Te amo y no veo el momento de convertirme en tu esposa.


Pedro supo que jamás olvidaría ese momento. El oficiante recitó unas cuantas palabras más antes de que los novios intercambiaran los anillos. Pedro le había comprado un diamante lo bastante grande como para capturar la luz del sol. Pero para la boda, ella le había pedido un anillo sencillo de oro, a juego con el suyo.


Pedro y Paula le habían pedido al oficiante algo distinto. Y antes de las bendiciones, Pedro tomó a Emma en un brazo mientras rodeaba a Paula con el otro.


–Y yo os declaro marido y mujer. Yo os declaro una familia.


Pedro dejó a Emma en el suelo. La niña corrió hacia Julian y Marisa. Y por fin el novio abrazó a la novia y la besó.


Los invitados aplaudieron y Marisa soltó un silbido mientras Tony les felicitaba.


Paula volvió a tomar a Emma de la mano y los tres caminaron por el pasillo central, rumbo a su nueva vida.










MARCADOS: CAPITULO 21





En el vuelo de regreso de Sacramento, Pedro reflexionaba sobre todas las habitaciones de hotel en las que se había alojado durante años y por qué la última le había resultado insoportable. Las reuniones habían ido bien. Tony y él habían cenado con un nuevo distribuidor que haría propaganda de sus vinos. Aunque Pedro había intentado centrarse en el trabajo durante esos dos días, no le había resultado nada fácil. Nada le había resultado fácil desde el lunes anterior.


Se había equivocado. Se había inventado mil excusas para su comportamiento, pero ninguna era aceptable. ¿Sería ella capaz de perdonarle sus dudas? ¿Estaba él dispuesto a renunciar al viaje a África? ¿Cuánto significaba Paula para él?


La noche anterior, en la habitación de hotel, solo había podido pensar en otra habitación de hotel, otra cama y otra noche sin dormir. Y se había sentido muy vulnerable.


A su lado, en el asiento de primera clase, Tony bebía un whisky. No solía confiar sus sentimientos a los demás, pero Tony se había convertido en un amigo. Tony no chismorreaba, no hablaba de más. Quizás podría confesarse con él…


–¿En qué piensas? –preguntó Tony–. Llevas todo el viaje ausente.


–No me digas que soy tan transparente.


–Para la mayoría no lo eres, pero te conozco bien, Pedro, y sé que algo te preocupa. ¿Es el viaje que estás planeando a África?


–No, tengo otra cosa en la cabeza. ¿Puedo preguntarte algo personal?


–Eso depende de lo personal que sea –Tony sonrió.


–¿Alguna vez has dudado de tu decisión de casarte? –por la ventanilla ya se veía el aeropuerto.


–Jamás –la respuesta fue inmediata–. Connie y yo puede que no siempre estemos de acuerdo, pero estamos comprometidos el uno con el otro. No hay nadie con quien prefiera estar, nadie a quien prefiera como mi mejor amiga, nadie con quien me sienta tan cómodo y nadie, salvo ella, con quien me imagine despertarme por las mañanas. Ella lo es todo para mí. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Estás pensando en casarte?


Pedro miró por la ventanilla mientras el avión describía círculos en el aire, círculos como los que describían sus pensamientos en su cabeza. Desde lo de Dana, no había vuelto a pensar que pudiera casarse alguna vez, quedarse a vivir en un lugar para siempre. No había vuelto a pensar que alguien pudiera amarlo para siempre.


Pero Paula…


Ella no era la clase de mujer que mentía o era infiel. Era una mujer fiel, una mujer que sabía amar. A lo mejor si le explicaba que se había sentido celoso y que por eso
habían surgido las dudas, a lo mejor si le explicaba que la quería solo para él, a lo mejor si le contaba cómo se sentía, podría convencerla de que era capaz de dejar atrás el pasado y buscar un futuro con ella.


–¿Estás pensando en casarte? –insistió Tony.


–Sí –le confirmó Pedro–. Ahora solo tengo que convencer a Paula de que a veces los hombres enamorados cometen errores y pedirle que me perdone.


–Lo conseguirás –Tony alzó la copa en un brindis.


Pedro rezó para que su amigo estuviera en lo cierto. El avión seguía volando en círculos alrededor del aeropuerto y decidió emplear ese tiempo en elegir las palabras adecuadas para convencerla de que la amaba.



***


El sábado por la tarde, Paula se sentía más nerviosa de lo que había estado nunca. Estaba a punto de arriesgar su corazón. Si Pedro no le correspondía, tendría que aceptarlo. 


Pero si no le confesaba lo que sentía y lo perdía, ella sería la única culpable. Y no quería tener que lamentarse.


Preparó un picnic en el viñedo Merlot, bajo la sombra de un roble, mientras pensaba en Hector. Se sentía mejor y le había bajado la fiebre. La noche anterior le había llevado la sopa de pollo, pan tostado y puré de manzana, y se lo había comido todo. Había vuelto a interesarse por él, por teléfono, antes de acostarse y le había pedido que la llamara si se encontraba mal. Por la mañana, él la había llamado para comunicarle que iba a prepararse él mismo el desayuno y que no quería que expusiera a Emma a sus gérmenes. No, no había tenido noticias de Pedro, pero esperaba que regresara sobre las cinco.


Le había dejado a Hector una nota para que se la entregara a Jase a su regreso. Marisa se había mostrado encantada de quedarse con Emma mientras aguardaba el desenlace del picnic.


Paula dispuso un mantel de cuadros amarillos, platos y servilletas de papel, incluso un jarrón con flores silvestres. La nevera estaba llena de pollo frito, ensalada de patata, fresas y queso, junto con una botella de su vino Raintree favorito. 


Solo faltaba Pedro.


Pero pasaron las cinco, y las seis. ¿Había recibido la nota? 


¿Iba a ignorar la invitación?


A punto de rendirse, lo vio llegar. El viento agitaba sus cabellos, pero al acercarse vio que la expresión de su rostro era sombría. ¿Había llegado tarde porque no sabía si acudir o no? ¿Había ido a explicarle que todo había terminado? 


Ambas preguntas le hicieron sentirse muy triste.


–Pensaba que ya no vendrías –balbuceó.


–El vuelo llegó con retraso. Estuvimos volando en círculos alrededor de aeropuerto.


–¿Entonces te apetece celebrar un picnic conmigo? –Paula sintió tal alivio que le temblaban las rodillas.


–Paula, tengo algo que decirte.


–Primero, echa un vistazo a esto –ella temía lo que iba a escuchar y le entregó un álbum.


Al principio, Pedro dudó y ella sintió resurgir todos sus temores. Pero cuando se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y abrió el álbum, las esperanzas renacieron. Era un montaje con todas las fotos que él había tomado de los tres.


Fotos del día en que había vuelto a utilizar la cámara mientras jugaban con la manguera. Fotos del día del festival, de Emma jugando con el globo y de los dos tomando el postre. Fotos de Emma persiguiendo una mariposa, Paula paseando por el viñedo, las dos sentadas a la mesa mientras él preparaba hamburguesas.


–Quiero que estas fotos sean más que recuerdos –le aseguró Paula–. He recibido la indemnización y, si quieres, ya puedo irme de aquí.


Lo que seguía era la parte más difícil, la parte en la que le abría el corazón.


–Pero yo te amo, Pedro Alfonso, y me gustaría formar parte de tu vida permanentemente –se apresuró a continuar–. Si quieres fotografiar niños en África, te apoyaré en tu decisión. Entiendo que tienes un don y necesitas utilizarlo. Solo quiero que sepas que te estaré esperando siempre.


–Desde el lunes he hecho mucho examen de conciencia – Pedro tomó las manos de Paula–. Siento mucho haber saltado a una conclusión equivocada. Creo que ambos sabemos por qué lo hice. Hace tiempo me ayudaste a creer en una nueva vida, y ahora vuelvo a creer. Creo en una vida en la que Emma, tú y yo formemos una verdadera familia, en la que yo pueda ser el marido y el padre que jamás pensé que podría ser. Te prometo que aprenderé ambas cosas.


–No tienes gran cosa que aprender –ella le acarició la barbilla.


–¿Podrás perdonarme por lo que pensé? –preguntó él con voz ronca.


–Me he puesto en tu lugar. Seguramente yo habría pensado lo mismo. Queremos pertenecernos el uno al otro, y me encanta la idea.


–Te amo –exclamó él con tanto amor que ella lo sintió en el corazón–. ¿Te casarás conmigo?


–Sí, me casaré contigo –Paula deseaba construir una vida con él y estar siempre a su lado.


Pedro la tomó en sus brazos y la besó.








MARCADOS: CAPITULO 20



El señor Kiplinger lucía gesto serio el viernes por la mañana.


Paula temía y a la vez deseaba esa reunión. Pensar en Pedro durante toda la semana le había impedido obsesionarse con el seguro. No habían vuelto a hablar y Paula comprendía qué debía haberle parecido la escena con Leonardo.


De todos modos, no estaba segura de querer comprometerse en una relación que sería más bien a distancia. ¿Sería Pedro capaz de ello?


–Siento el retraso –el señor Kiplinger abrió el maletín y le entregó un cheque–. La investigación ha demostrado que la causa del fuego fue un cable defectuoso.


–¿Un cable defectuoso?


–Sí, en el cuarto de la lavadora.


Paula contempló el cheque que tenía en la mano y el corazón le dio un brinco al leer la cuantía. Emma y ella podrían conseguirse una casa propia.


Lo primero que haría sería comunicarle a Hector que se marchaba. Sin duda se iba a alegrar.


Tras despedirse del inspector de seguros y verlo marchar,
Paula se dirigió a la casa principal. Esperaba que Hector estuviera allí. Podría haber llamado por teléfono, pero prefería comunicarle la noticia en persona.


–Quizás prefieras no pasar –el propio Hector abrió la puerta. Iba en pijama y llevaba un pañuelo en la mano–. He pillado un virus.


–¿Tiene fiebre? –el rostro del hombre estaba enrojecido y sus ojos vidriosos.


–No lo sé –murmuró.


–Me da la impresión de que sí. ¿Ha comido algo?


–No, me acabo de levantar de la cama.


–¿Se ha marchado Pedro?


–Antes del amanecer. No iba a pedirle que aplazara el viaje por unos cuantos estornudos.


–¿Por qué no se sienta en el sillón y me deja prepararle el desayuno? Necesita tomar líquidos.


–¿Y por qué harías algo así? –preguntó él con brusquedad.


–Porque es el padre de Pedro –respondió ella con calma–. Y no, no lo hago para que me permita quedarme más tiempo en la cabaña. La compañía de seguros acaba de pagarme y en cuanto encuentre otra casa, me iré.


–¿Te vas? ¿Y qué pasa con Pedro y contigo? –Hector parecía completamente horrorizado.


–Señor Alfonso, no estoy segura de que Pedro quiera verme aquí más que usted.


–Eso es una tontería –el hombre suspiró resignado–. No sé qué habrá pasado entre vosotros dos, pero esta semana ha estado de un humor de perros. A lo mejor deberías intentar solucionarlo. Estaré en la salita. Me duele tanto la cabeza que apenas puedo estar aquí de pie.


Paula no tenía ni idea de dónde estaba la salita, pero en cuanto preparara el desayuno la buscaría.


La cocina de los Alfonso estaba bien surtida y Paula encontró rápidamente todo lo que necesitaba. En veinte minutos tenía listo el desayuno. Siguiendo el sonido que provenía de un televisor, llegó a la salita en la que había un piano, una estantería con libros, un sillón de orejeras y una butaca reclinable. Hector estaba sentado en la butaca con las piernas en alto.


–He subido el volumen del televisor para que fuera más fuerte que el martilleo de mi cabeza.


–Debería llamar al médico. Podría ser algo más que un resfriado.


–Tonterías. Se me pasará. Solo necesito que me baje la fiebre.


–Con suerte, el desayuno ayudará. He preparado una tisana para que no se deshidrate. A no ser que tenga el estómago revuelto, tómese todo el zumo de naranja.


–El estómago está bien –Hector apagó el televisor–, pero tengo frío.


Paula tomó una manta que había doblada sobre el respaldo de un sillón y se la entregó.


–No te quedes ahí parada con la bandeja –exclamó él tras taparse con la manta–. Se va a enfriar.


–¿Quiere que le deje toda la bandeja o que se lo vaya dando poco a poco? –preguntó ella mientras dejaba el té y el zumo sobre la mesita.


–Añade la tostada al plato de huevos. Con eso bastará.


–Espero que le gusten los huevos revueltos.


–Me gustan los huevos de cualquier forma.


–¿Quiere que me quede aquí mientras desayuna o vuelvo más tarde a recoger la bandeja?


–Me da exactamente igual.


–Entonces me quedaré a hacerle compañía mientras come – Paula sonrió y se sentó.


–Me equivoqué contigo –Paula rompió el silencio al cabo de varios minutos.


–¿Lo dice porque la compañía de seguros me ha exculpado?


–No. Ya me había dado cuenta de que no eras capaz de provocar un incendio.


–¿Y cómo llegó a esa conclusión? –preguntó ella con curiosidad.


–Vi lo alterada que estabas el día que Emma desapareció. Ella lo es todo para ti.


–Es lo que más me importa en el mundo.


–Supongo que es importante que los niños sepan lo que sientes por ellos… que se lo demuestres. Tú lo haces con tu hija. Y Marisa también lo hace con Julian.


–Nunca sabrán lo que sientes por ellos si no se lo dices ni se lo demuestras


–Esto sienta bien –tras probar los huevos, Hector pasó a la tostada–. Me pica la garganta.


–Si quiere, puedo prepararle sopa para cenar –alguien debía cuidar de él en ausencia de Pedro.


–No tienes por qué hacerlo.


–Ya lo sé. Pero se ha portado bien conmigo dejando que me quede en la cabaña, encontrando a Emma…


–¿Esto es un pago por los servicios prestados?


–Y espero que sea suficiente. A mí también me gusta sentirme útil.


–Tú has ayudado a mi hijo –Hector asintió–. Lo ayudaste cuando regresó de Kenia y lo estás ayudando ahora.


–Cualquier terapeuta habría logrado que volviera a ponerse en pie.


–¿Y cualquier terapeuta le habría enseñado a volver a sentir?


Paula guardó silencio, pues no sabía qué decir, ni adónde conducía esa conversación.


–Cometí tantos errores con Pedro que soy incapaz de contarlos todos –Hector dejó el tenedor en el plato y recostó la cabeza contra el respaldo de la butaca.


Paula se mantuvo en silencio. El padre de Pedro necesitaba liberarse de una carga.


–Cuando vino aquí –continuó el hombre–, yo no estaba preparado para un niño tan rebelde. Mi esposa y yo intentamos desesperadamente tener hijos. Cuando ella murió, yo caí en una depresión. Por algún motivo, estaba convencido de que la única manera de salir de ella era formando la familia que siempre habíamos querido. De modo que decidí adoptar. Sabía que no podría ocuparme de un bebé, pero sí de un chico más mayor. ¡Menuda estupidez!


–Porque Pedro tenía un pasado difícil de ignorar.


–¿Te lo contó? –Hector parecía sorprendido.


–Sí, lo hizo. Creo que quería ver mi reacción.


–Eso es culpa mía. Siempre he mantenido su pasado oculto porque pensaba que sería lo mejor para él. Pero él creía que lo hacía porque me avergonzaba del hecho de que su madre hubiera muerto de una sobredosis y de que él fuera hijo ilegítimo. Creía que no lo consideraba realmente mi hijo. Incluso hoy en día creo que sigue pensándolo.


–Pues entonces tendrá que hacerle cambiar de idea.


–No sé si podré. Y si se marcha a África de nuevo, puede que nunca regrese.


–Si le explica cómo se siente, no creo que pase eso.


–¿Y qué pasa contigo? –Hector cerró los ojos durante unos segundos–. Supongo que tampoco quieres que se vaya a África. Mucho menos a Alabama y a los otros diez lugares de su lista.


–En mi trabajo veo a muchos pacientes, señor Alfonso, y todos necesitan sueños. Si algo se les da bien, yo siempre les animo a que retomen esa actividad. Cuando lo dispararon, a Pedro no solo lo hirieron físicamente, y lo mismo cuando Dana lo abandonó. Estaba emocionalmente convulso y le ha llevado dos años volver a tomar una cámara, volver a escribir. Por mucho que no desee verlo marchar, sé que tiene que hacerlo. Tiene un don para las fotos y las historias. Forma parte de él. Y si lo amo, debo aceptarlo.


Hablar de ello consiguió, de algún modo, aclarar el corazón y la mente de Paula. Si de verdad amaba a Pedro, lo aceptaría incondicionalmente. Ya conseguirían hacer funcionar su relación.


–¿Amas a mi hijo? –exclamó Hector.


–Sí. Pero esta semana todo se complicó. Tuvimos un malentendido y surgieron algunas cuestiones de fondo que quizás no seamos capaces de resolver.


–Si amas a Pedro, y él te ama a ti, podrán resolverse. Mi Marta y yo teníamos un carácter muy fuerte. Discrepábamos en muchas cosas, pero conseguimos encontrar el término medio. Si amas a Pedro, seguro que hay algún modo de resolver el malentendido.


–Él no confió en mí –Paula agachó la cabeza.


–¿Y le diste un buen motivo para desconfiar de ti?


Al principio se había sentido furiosa ante la reacción de Pedro. Sin embargo, al pensárselo mejor, al pensar en lo que Pedro había visto al entrar en la cabaña… quizás podría haber impedido la situación. Después de haber hecho el amor, si le hubiera confesado que lo amaba, si le hubiera asegurado que deseaba tener su bebé, quizás habría percibido la escena de Leonardo de otro modo.


¿Qué pasaría si se lo decía una semana después? ¿Podrían regresar al punto en que lo habían dejado? ¿Confiaría Pedro en ella? ¿Podrían soñar con un futuro?


Pedro no parecía muy feliz cuando se marchó –Hector no esperó una respuesta–. Supongo que dedicará tiempo a pensar mientras esté fuera. Cuando estás en una habitación de hotel a solas, tienes mucho tiempo para pensar –la miró fijamente–. ¿Cuándo se produjo ese malentendido?


–El lunes.


–¿Y por qué no habéis hablado desde entonces? –el hombre alzó una mano en el aire–. No hace falta que me lo cuentes. Seguramente estabas enfadada por algo y Pedro… lo primero que suele hacer cuando se siente herido es poner distancia entre él y la persona que le hizo daño.


–Pero si lo que quiere es distancia…


–Yo no he dicho que lo quiera. Aprendió a hacerlo siendo niño. Lo que mejor le vendría sería una persona que lo ayude a modificar ese comportamiento –Hector le entregó a Paula la bandeja–. Piensa en ello mientas intento tragarme toda esta cantidad de líquido que me has traído.


–Si le gusta la sopa de pollo, puedo preparársela para cenar antes de ir a buscar a Emma.


–La señora Tiswald prepara sopa de pollo, pero no le pone maíz. ¿Podrías ponerle maíz?


–Claro. ¿Con fideos o con arroz?


–Fideos.


–Cuente con ello, señor Alfonso.


–Paula –Hector la llamó cuando estaba a punto de abandonar la salita.


Ella se volvió.


–Llámame Hector.


Paula regresó a la cocina con la bandeja y una enorme sonrisa en los labios. Quizás después de haber hecho progresos con Hector, lo lograría con su hijo. Si era capaz de decirle, y demostrarle, a Pedro que lo amaba, a lo mejor él sería capaz de confiar en ella, a lo mejor podrían soñar.