lunes, 21 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 1







—¿Crees que tu marido está enterado de lo  nuestro, querida? —El hombre rozó la frente de la mujer con los labios mientras la abrazaba casi con desesperación.


—Aunque lo sepa, no me importa —declaró ella—. Estoy cansada de tanto ocultamiento. Quiero procla­mar nuestro amor ante todos.


—Oh, mi amor, mi amor. —El hombre bajó la ca­beza y su nariz chocó con la de la mujer, de manera nada romántica.


—¡Corten!


Paula Chaves pegó un salto cuando esa orden exas­perada tronó del altoparlante con una voz que resonaba como la de Dios en el Sinaí.


—¿Qué demonios pasa hoy? ¿Ustedes dos no pue­den hacer las cosas bien? Hace una hora y media que estamos varados en esta escena. —Un breve silencio flotó en el aire mientras los actores y los miembros del equipo técnico se movían con incomodidad. —Voy a bajar.


Paula observó, fascinada, cómo la actriz se dirigía a su compañero de escena y le decía, con ferocidad:
—Yo debía inclinarme hacia la Cámara Uno, Pedro. No tú.


—Entonces más vale que aprendas a contar, Luisa. Esa era la Cámara Tres. Además ¿no te da miedo que la Cámara Uno detecte las cicatrices de tu lifting?


—Hijo de puta —le gritó la actriz mientras se abría paso por entre los camarógrafos que la mira­ban, divertidos, y taconeaba por el piso de concreto del estudio de televisión hacia los camarines.


Todo el episodio intrigó a Paula Chaves, quien sorpresivamente se había encontrado en pleno deco­rado de "La respuesta del corazón", un exitoso teleteatro diurno. Ella nunca miraba televisión durante el día, porque trabajaba, pero en los Estados Unidos no había nadie que no supiera de la existencia de ese programa en particular. Muchas empleadas planeaban sus des­cansos para almorzar a fin de no perderse las proezas sexuales del doctor Glen Hambrick.


Algunos días antes, la doctora Marta Norwood, fundadora del Instituto Norwood para Sordos donde enseñaba Paula, se había acercado a ella con un ofre­cimiento.


—Tenemos aquí una alumna, Juana Alfonso, cuyo padre está pensando en sacarla del instituto.



—Sé muy bien quién es Juana—dijo Paula—. Su discapacidad es parcial, pero su incomunicación es total. 


—Por ese motivo, su padre está muy preocupado. 


—¿Sólo su padre? ¿Y su madre? 


La doctora Norwood vaciló un momento antes de decir:
—Su madre falleció. Y su padre tiene un trabajo muy poco común. Por eso se vio obligado a internar a Juana en nuestro instituto desde que era chiquita. Pero la pequeña no se ha adaptado bien. Ahora él quiere contratar a una maestra particular para que esté con ella en su casa. Y pensé que tal vez te intere­saría, Paula.


Paula frunció el entrecejo. 


—Bueno, no sé. ¿No podría ser más específica? 


La dama de pelo entrecano con inteligentes ojos azules observó con atención a su maestra más com­petente y dedicada.


—Todavía no. Pero sí te diré que el señor Rivington quiere que la maestra particular de Juana se la lleve a vivir a Nuevo México. Él posee una casa en un pequeño pueblo de montaña. —La doctora Norwood sonrió. —Sé que te gustaría irte de Nueva York. Y, por cierto, tienes las condiciones necesarias para ese trabajo.


Paula se echó a reír en voz baja.


—Después de haber pasado la infancia en Nebraska, Nueva York me resulta un poco sofocante y abarrotado de gente. He estado aquí ocho años y sigo extrañando los espacios abiertos y amplios. —Se echó hacia atrás un rizo color cobre. —Me da la impresión de que el señor Alfonso está eludiendo la respon­sabilidad de criar a su propia hija. ¿Acaso es uno de esos padres a los que les molesta que su hija sea sorda?


La doctora Norwood observó sus manos cuidado­samente arregladas, que tenía entrelazadas sobre el escritorio.


—No te apresures tanto a juzgarlo, Paula —la regañó con suavidad. A veces, su protegida reaccio­naba con demasiada rapidez. Si Paula Chaves tenia un defecto, era apresurarse en sacar conclusiones. —Como te dije, las circunstancias no son nada usuales.


Se puso de pie con brusquedad, como para indicar que la reunión había llegado a su fin.


—No tienes que decidirlo hoy, Paula. Quiero que observes bien a Juana en los próximos días. Pasa algún tiempo con ella. Después, cuando sea conve­niente, creo que tú y el señor Alfonso deberían reu­nirse y conversar un poco.


—Cooperaré en todo lo que este a mi alcance, doctora Norwood.


Cuando Paula llegó a la puerta de vidrio esmerilado, la doctora Norwood la detuvo.


—Paula, por si te lo estás preguntando, el dinero no será ningún problema.


Paula respondió con total sinceridad:
—Doctora Norwood, si yo aceptara un empleo de maestra particular, sería porque estoy convencida de que es lo que la pequeña necesita.


—Eso pensé —replicó la doctora Norwood con una sonrisa.


Esa mañana, la doctora Norwood le entregó un trozo de papel con una dirección escrita y le dijo:
—Debes ir a esta dirección hoy, a las tres de la tarde. Pide ver al señor P. L. Alfonso. Te estará esperando.


Paula se sorprendió muchísimo cuando el taxi se detuvo en la dirección que ella le había dado y resultó que pertenecía a los estudios de un canal de televisión. Entró en el edificio sintiendo más curiosidad todavía con respecto al misterioso señor Alfonso. Cuando preguntó por él en el mostrador de recep­ción, la atractiva recepcionista la miró un poco sorprendida y rió por lo bajo al responderle:
—Segundo piso.


Paula echó a andar hacia el ascensor, pero la mu­chacha le dijo:
—Un momento. ¿Cómo se llama? —Paula se lo dijo. La recepcionista recorrió con el dedo una lista escrita a máquina y luego dijo: —Sí, aquí está. Señorita P. Chaves. Puede subir, pero no haga ningún ruido. Todavía están grabando.


Paula bajó del ascensor y se encontró en un caver­noso estudio de televisión. Le impresionaron los equipos y la actividad que allí reinaban.


El estudio, que más parecía un galpón enorme, estaba dividido en los distintos decorados para el teleteatro. Uno estaba amueblado con una cama de hospital y lo que simulaba ser equipo médico. Otro era un living. A sólo un metro y medio había un tercer decorado que representaba una cocina pe­queña. Paula deambuló por el estudio, observó los decorados con curiosidad y procuró no tropezar con los kilómetros y kilómetros de cables que cubrían el piso y se enroscaban alrededor de las cámaras y los monitores.


—Eh, preciosa, ¿qué necesitas? —le preguntó un camarógrafo de jeans.


Sobresaltada, Paula farfulló:
—Yo... sí... ¿El señor Alfonso? Tengo que verlo.


—¿El señor Alfonso? —repitió el camarógrafo con tono de burla, como si ella hubiera dicho algo di­vertido—. Qué formal. ¿Pasaste la requisa de recep­ción? —Ella asintió. —Entonces lo verás. ¿Puedes esperar a que grabemos esta escena?


—Sí, claro —dijo ella.


—Párate allá, permanece en silencio y no toques nada —le advirtió el técnico.


Paula se instaló detrás de las cámaras que enfocaban un decorado que a ella le pareció el vestíbulo de un hospital.


Se puso entonces a observar al actor que hacía latir deprisa los corazones de millones de mujeres norteamericanas. 


Estaba sentado con displicencia frente a una de las mesas de utilería y comía una manzana que había robado de la cesta que estaba sobre la mesa. Paula se preguntó si sus admiradoras se habrían sentido tan fascinadas con él si hubieran oído a Pedro Sloan hablarle en forma tan poco caballeresca a su compañera de rubro. Pero, bueno, esa rudeza era parte de su encanto, ¿no? Él era el médico "macho" que se llevaba por delante a todas las personas de ese hospital ficticio y convertía a las mujeres en gelatinas temblorosas con sus modales dominantes y su aspecto apuesto y seductor.


Bueno, pensó Paula objetivamente, tantas mujeres no podían estar equivocadas. Él tenía, sin duda, cierta seducción animal... si a uno le gustaba esa clase de atractivo. Lo que primero llamaba la aten­ción era su color. 


Su pelo era de un tono marrón ceniza poco común, pero bajo los reflectores del estudio parecía casi plateado. En contraste con esa cabellera plateada, tenía cejas gruesas y oscuras y bigotes, también oscuros. El bigote reforzaba la insolente sensualidad de su labio inferior y enlo­quecía a las amas de casa, las profesionales y las abuelas. Pero su rasgo más cautivante eran sus ojos, de un color verde vibrante. En los primeros planos, brillaban con un fuego capaz de derretir el corazón de la mujer más indiferente.


Desde su punto de observación ubicado fuera del círculo formado por las intensas luces del estudio,Paula vio que Pedro Sloan se ponía de pie, se despe­rezaba como un gato perezoso y arrojaba el corazón de la manzana a un cesto de papeles con un tiro curvo perfecto.


A Paula le hizo gracia su atuendo. Dudaba mucho que un médico que usara pantalones así de ajustados pudiera dedicarse a curar enfermos. El pantalón verde quirúrgico que usaba había sido hecho a la medida para cubrir el cuerpo alto y delgado de Pedro Sloan como una segunda piel. La camisa tenía un escote en V que revelaba un pecho cubierto con una mata de vello oscuro. ¡Como si se permitiera eso en una sala de operaciones!, Pensó Paula.


Al oír una voz suave a sus espaldas, Paula se dio media vuelta. El hombre que ella supuso era el que había hablado desde la sala de control de más arriba se acercaba al set, con la ofendida actriz tomada de su brazo.


—El no acepta que se le dirija —se quejaba ella—. Sabe lo que dice el guión, pero cuando la cámara se acerca hace lo que se le antoja.


—Ya lo sé, ya lo sé, Luisa. ¿No me harías el favor de tolerarlo? —le preguntó el director—. Termine­mos de una vez el trabajo previsto para el día, y lo conversaremos con una copa en la mano. Yo hablaré con Pedro. ¿De acuerdo? Ahora quiero ver esa sonrisa seductora que tienes.


Cuánta basura, se dijo Paula.


Temperamento artístico. Ella conocía muy bien todo eso. 


Diles lo que quieren oír y calma la paranoia hasta el siguiente estallido.


Los dos se reunieron con Pedro Sloan en el set, y los tres mantuvieron una breve discusión. Los técnicos, que habían disfrutado del descanso fumando cigarrillos, leyendo revistas o simplemente conversando entre ellos, volvieron a ocupar sus posiciones detrás de las cámaras y se pusieron los auriculares, a través de los cuales cada uno recibía las instrucciones que el director les enviaba desde la cabina de control.


El operador del micrófono jugueteaba con su com­plicado aparato. Con sus movimientos erráticos y desarticulados, parecía el esqueleto de algún animal prehistórico.


El director besó a Luisa en la mejilla y salió del set.


—Antes de volver a la cabina de control, repitamos la escena una vez más. Bésala con pasión, Pedro. Es tu amante, ¿recuerdas?


—¿Alguna vez tu amante ha comido pizza de anchoas para el almuerzo, Murray?


Luisa gritó, indignada.


Los técnicos estallaron en carcajadas. Murray logró calmarla una vez más. Después, dijo:
—Estamos grabando.


Una de las cámaras había ocupado una nueva po­sición que le bloqueaba la visión a Paula. A pesar de sí misma, se sentía interesada en esa sesión de grabación de vídeo. Se cambió de lugar para poder ver y es­cuchar con claridad. 


Esta vez, cuando el diálogo intrascendente de los actores llegó a su fin, Pedro Sloan tomó en sus brazos a Luisa y la besó con pasión.


El corazón de Paula se salteó un latido cuando vio que los labios de él se cerraban sobre los de la actriz. Casi se podía sentir ese beso, casi se podía ima­ginar... Paula se recostó contra la mesa de utilería para poder ver mejor. De pronto, el sonido de vidrio roto hizo que todos los que estaban en el estudio apartaran la vista de los actores ¡y la miraran a ella! 


Paula pegó un salto y se sintió muy mortificada ­por haber centrado la atención de todos en su per­sona. No había visto el florero que estaba sobre la mesa y que, ahora, estaba convertido en mil pedazos sobre el piso del estudio.


—¡Maldición! —gritó Pedro Sloan—. Y ahora, ¿qué? 


Apartó a Luisa y atravesó el piso del estudio en tres zancadas. Murray lo siguió, desalentado y molesto, pero calmo. El actor fulminó a Paula con la mirada y ella retrocedió frente a esa furia.


—¿Quién demonios...?


—Ella vino a ver al señor Alfonso —interrum­pió el camarógrafo insolente que había hablado antes con Paula.


Pedro Sloan la clavó al piso con sus ojos verdes, que ahora brillaban debajo de sus cejas oscuras. Sus ojos se abrieron un poco, con curiosidad.


—El señor Alfonso, ¿eh? —Los técnicos rieron por lo bajo.
 —Murray, yo no tenía idea de que habías permitido que las Niñas Exploradoras visitaran el set. —Esta vez los técnicos estallaron en carcajadas.


A Paula no le hizo ninguna gracia esa salida humorística de Pedro Sloan y la enfureció verse convertida en objeto de su desprecio. Su estado de ánimo hacía juego con los reflejos rojizos de su pelo, y sus ojos marrones se entrecerraron al mirarlo, mientras sentía que se le paraban los pelos de la nuca.


—Lamento haber interrumpido su... lo que sea —dijo ella con altivez. No sabía cómo llamar a esa sesión de grabación y tampoco le importaba. Se apartó de la mirada cínica de Pedro Sloan y se dirigió, en cambio, a Murray, que parecía ser una persona decente.


—Soy Paula Chaves y me dijeron que debía entre­vistarme con el señor Alfonso aquí, a las tres de la tarde. Siento mucho el retraso que he causado.


—Me temo que es sólo uno entre muchos —dijo él con un suspiro. Miró de reojo a Pedro Sloan y dijo: —El señor Alfonso está ocupado en este mo­mento. ¿Podría esperarlo en mi oficina? Él se reunirá con usted dentro de un momento.


—Sí, gracias —contestó ella—. Le pagaré el importe del florero.


—Olvídelo. Suba por la escalera y atraviese la sala de control. Es la oficina que está justo frente al vestíbulo.


—Gracias —repitió Paula antes de darse media vuelta y, consciente de que todos en el estudio tenían la vista fija en ella, subió por la escalera circular. Cuando llegó arriba, ya Murray tenía a todos nueva­mente en posición.









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