miércoles, 9 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 2




A sus oídos llegó el sonido de pisadas y, segundos después, Hector Alfonso entró en la cocina. Paula lo reconoció por las fotos de los artículos que se publicaban sobre los viñedos Raintree. Los vinos Raintree habían sido galardonados con numerosos premios.


Como nunca había visto a Hector Alfonso en persona, Paula no sabía qué esperar de él, pero sí percibió claramente el gesto de desaprobación del hombre al posar la mirada en Emma y en ella. Pedro y su padre no se parecían en nada.


Mientras que Pedro era moreno, pelo negro y ojos grises, su padre era rubio y poseía unos fríos ojos azules.


–¿Es esta la señorita Chaves? –le preguntó a su hijo.


–Sí, son Paula y su hija, Emma.


–Siento que hayáis perdido vuestro hogar –les saludó Hector con mirada escrutadora.


Paula no sabía qué decir ni qué se ocultaba tras las amables palabras, aunque algo había.Pedro le había asegurado que su padre estaba de acuerdo en alojarlas en la casa de invitados, pero empezaba a preguntarse si sería cierto o no.


Pedro nos ha invitado a tomar unos bollitos mientras decidimos si nos quedamos en la cabaña. Ha sido muy amable al ofrecérnosla.


–Fue Pedro quien la ofreció, y yo estuve de acuerdo en que era lo correcto. Pero, en cuanto te hayas recuperado del bache, espero que te busques un hogar propio.


–¡Padre!


–Señor Alfonso, si prefiere que no nos quedemos, encontraré otro alojamiento.


–De no ser por Paula –intervino Pedro con gesto tenso–, no me habría recuperado tan deprisa. Tengo una deuda con ella.


–Lo sé –Hector suspiró–. Y cuando su estancia aquí haya concluido, consideraremos la deuda saldada –miró a Paula fijamente–. ¿Ya has tomado una decisión?


Las circunstancias distaban mucho de ser ideales, pero sus opciones, al igual que las finanzas, eran muy limitadas. 


Confiaba en que tanto ella como Emma serían capaces de mantenerse lejos de Hector. De día, la niña estaría en la guardería y ella trabajando. Y por la noche se mantendrían lejos de la casa. Los fines de semana, estaría ocupada reconstruyendo su vida. No había razón alguna para tropezarse con Hector Alfonso, ni con Pedro. El sol, el campo y una habitación propia le vendrían bien a Emma. 


Sería una estupidez no aceptar.


–Raintree es un lugar hermoso, y creo que es justo lo que necesita Emma en estos momentos. Hasta que empecemos a recomponer nuestras vidas, nos encantaría alojarnos en la cabaña.


–No olvides la reunión que tenemos con Leonardo en la bodega a la una –Hector se dirigió a su hijo–. Quiero hablar sobre los nuevos barriles.


–No me he olvidado.


La voz de Pedro sonaba tensa y Paula se preguntó si esa tensión se debía únicamente a su presencia o si había algo más. ¿Habría preferido Hector que su hijo trabajara en los viñedos mientras este se dedicaba a recorrer el mundo como fotógrafo? De ser así, ya lo había conseguido. ¿No le bastaba?.


El hombre asintió y abandonó la cocina cerrando la puerta.


Paula se dirigió al armario en busca de otra toallita de papel y Pedro la siguió.


–No sé qué le pasa.


–¿Suele ser tan… frío?


–Siempre ha sido una persona distante y algo fría. He llegado a aceptarlo.


–No te entiendo.


–Hector Alfonso es mi padre adoptivo.


–No lo sabía.


–No suelo hablar de ello. La gente de Fawn Grove de toda la vida lo sabe.


–Yo vine a vivir aquí después de sacarme el master en fisioterapia.


–¿Dónde te criaste?


–En San Francisco. Estudié en Berkeley.


–¿Tu familia sigue allí?


–Perdí a mis padres el día de la graduación. Sufrieron un accidente de coche camino de la ceremonia.


–Paula… –Pedro la agarró por los hombros y la giró–. Has sufrido demasiadas pérdidas.


–Todo el mundo ha sufrido pérdidas. Todo el mundo echa de menos a algún ser querido. Sin embargo, aunque siempre los echaremos de menos, hay que conseguir ponerlo en perspectiva. Yo lo conseguí concentrándome en el master y las prácticas, pero necesitaba empezar de nuevo y acudí a una oficina de empleo que me encontró este puesto en Fawn Grove. He sido feliz aquí.


–Hasta este último año.


En realidad mucho antes, pero Pedro no lo sabía. Las manos que apoyaba en sus hombros parecían encajar perfectamente allí y su proximidad le permitió estudiar los pómulos y la barbilla. Las cicatrices en la sien destacaban blancas sobre la bronceada piel.


Bruscamente, Pedro la soltó. Algo brilló en los ojos grises y ella se preguntó si tendría algo que ver su relación con las mujeres, con la novia que le había abandonado en sus horas bajas.


Fuera cual fuera el motivo, Paula se alegraba de que la hubiera soltado. No estaba dispuesta a volver a mantener una relación, ni siquiera con un hombre que parecía entender a los niños, ni siquiera con un hombre cuya mera presencia le hacía vibrar por dentro. Ninguna relación. 


Nunca. Jamás.








martes, 8 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 1






Paula Chaves apartó la mirada del camino que se abría paso entre enrejados de viñas, rosaledas y las montañas al fondo, para echar una ojeada a su hija de cuatro años sentada en la parte trasera del coche. Emma miraba por la ventana y, por lo callada y quieta que estaba, su madre supo que estaba muy asustada. No había abierto la boca desde que la despertara unas cuantas noches atrás en una casa llena de humo.


¿Solo habían transcurrido unas cuantas noches?


Lo habían perdido todo, excepto el coche. Sin embargo, en esos momentos, lo más difícil era decidir cómo y dónde vivir. 


A través del Club de las Mamás, una organización con sede en Fawn Grove, California, que se dedicaba a ayudar a madres en apuros, Pedro Alfonso les había invitado a Emma y a ella a alojarse en la casa de invitados, en los viñedos Raintree.


Pero Pedro no le era desconocido, y solo había accedido a echar un vistazo a la cabaña de invitados. A lo mejor conseguían encontrar otro sitio en el que alojarse.


O a lo mejor no.


Mientras se acercaba con el coche hasta la cabaña, lo vio junto a la puerta, bajo el sol de mediados de mayo. Los negros cabellos estaban revueltos, pero los ojos grises conservaban la misma intensidad de siempre. El rostro estaba surcado de arrugas, sin duda resultado de todo lo que había visto en su anterior profesión. La terapia física había finalizado hacía dos años. ¿Qué había sido de él desde entonces?


Estaba a punto de averiguarlo.


Era un hombre alto y atlético, de piel bronceada gracias al trabajo en los viñedos, muy distinto de su anterior profesión como fotógrafo y reportero especializado en informar al mundo sobre los niños que vivían en campos de refugiados.


No había motivos para sentirse tan inquieta por volverlo a ver. A fin de cuentas, desde su último encuentro había enviudado. Sin embargo, saber de él de nuevo le había retrotraído dos años, a una época en la que había creído ser feliz, antes de que su matrimonio hubiera quedado roto y su mundo hecho añicos.


–Paula –Pedro le ofreció una mano en cuanto ella abrió la puerta del coche–. Me alegra verte, aunque siento que sea en estas circunstancias.


–¿Cómo te enteraste de lo del incendio? –la cálida voz de barítono le produjo un escalofrío.


–Te vi en las noticias.


–Justo después del incendio –ella asintió–. Ese reportero no paraba de hacerme preguntas.


–Es que eras noticia. Sacaste a tu hija de una casa en llamas. Un acto de heroísmo.


–Heroísmo no. No habría podido marcharme sin ella. Es mi vida.


–¿Y qué tal le va? –Pedro echó un vistazo a la parte trasera del coche.


–No entiende lo que ha sucedido. Catalina Foster fue muy amable al acogernos en su casa, pero Emma está muy confusa.


–¿Echamos un vistazo a la casa de invitados? A lo mejor le gusta la cabaña y el viñedo.


Minutos después, Paula llevando a Emma de la mano, entraba en la casa de invitados de los viñedos Raintree.


–¿Qué te parece? –preguntó Pedro mientras señalaba las bombillas desnudas, el salón vacío con chimenea de piedra y la cocina y el comedor adjunto. El brillante suelo, las paredes encaladas y los armarios de madera de abedul aligeraban un espacio que resplandecía bajo la luz del sol que entraba por las ventanas.


Emma se acurrucó contra su madre y Paula se agachó y rodeó los hombros de su hija con un brazo.


–Qué bonito ¿verdad?


La pequeña se limitó a meterse el dedo en la boca y contemplar sus zapatillas deportivas.


–Podrás tener tu propia habitación –Pedro se agachó junto a Paula–. Hay dos, una para tu mamá y otra para ti. Y, si tienes suerte, puede que veas algún ciervo por la ventana. O un colibrí. ¿Alguna vez has visto un colibrí? Son muy pequeños y mueven las alas muy deprisa.


Pedro había logrado captar la atención de Emma que lo miraba fijamente.


–Les gusta revolotear alrededor de la aguileña.


–¿Podré atrapar un colibrí? –preguntó Emma.


–No lo creo, pero si colgamos un comedero en el porche, puede que los veas a menudo.


Paula también estaba encantada con la idea de ver un colibrí.


–Catalina quiere que te diga que los muebles no supondrán ningún problema. Al parecer, el Club de las Mamás tiene muchas cosas guardadas para casos de emergencia como este.


Paula cerró los ojos y suspiró.


–¿Qué sucede? –Pedro se acercó un poco más a ella.


–No quiero toda esta ayuda. No quiero ser objeto de caridad.


–Paula –la dulzura con la que pronunció su nombre estuvo a punto de hacerle llorar–. Esto es solo temporal. Una vez me dijiste que tenía que olvidar mi orgullo y replantear mi vida. 


El que recordara las palabras que le había dedicado siendo su fisioterapeuta le conmovió. Su estado, tanto físico como anímico, había sido muy precario y se había mostrado reacio a renunciar a la vida que había llevado hasta ese momento.


Había resultado herido, como consecuencia del ataque de una banda de criminales, junto con algunos voluntarios mientras fotografiaba niños en un campo de refugiados en Kenia. Lo último que había querido hacer era regresar junto a su padre y los viñedos Raintree. Paula nunca había averiguado el motivo, pero sí algunos detalles, como la infidelidad de su prometida.


–Qué buena memoria tienes –murmuró ella mientras se preguntaba qué más recordaría.


–Solo me acuerdo de lo importante –él rio antes de fijarse en Emma–. ¿No crees que será feliz aquí? Hay mucho espacio para pasear. Y a ti también te vendrá bien. Me han contado que los paseos son terapéuticos.


–¿Has seguido todos los consejos que te di? –en esa ocasión fue Paula quien rio.


–Todos no, aunque sí la mayoría. Quería ponerme fuerte y bien.


Y era más que evidente que lo había conseguido. A pesar de los pantalones vaqueros y la camisa arremangada, con cada movimiento se le marcaba la atlética musculatura. Como fisioterapeuta, Paula solía hacer un rápido análisis del estado de una persona con solo echarle un vistazo.


Pedro Alfonso no podía calificarse como atractivo. Las arrugas alrededor de los ojos y la boca eran un poco más profundas de lo que deberían ser para los treinta y seis años que tenía. Sin embargo, había en él una intensidad, una pasión, que no había visto al comienzo de la terapia.


–Echemos un vistazo a los dormitorios –sugirió él.


«Dormitorios vacíos», se recordó ella. Al cruzarse sus miradas sintió una inesperada chispa. «No va a suceder», se advirtió. Si al final aceptaba el amable ofrecimiento de Pedro, sería solo durante el tiempo necesario para recuperarse económicamente.


Uno de los dormitorios era más pequeño que el otro, pero ambos adecuados. La casa de invitados, resultaba de lo más acogedora y se preguntó por qué estaría vacía.


–¿La sueles alquilar?


–Mi padre no lo ha hecho desde que regresé a casa. Cuando era pequeño, nuestra asistenta vivía aquí, pero él prescindió de sus servicios cuando me fui a la universidad. De vez en cuando se alojaba en ella algún amigo. Pero eso fue antes de que mi padre la vaciara. La ha remodelado entera porque le gusta que todo esté perfecto, aunque no lo use.


Paula percibió cierto distanciamiento en el modo en que Pedro se refería a su padre.


–¿Y no le importa que nos alojemos aquí?


–Te seré sincero –Pedro frunció el ceño–. No le gusta ver a mucha gente por aquí. Nuestro vinicultor jefe, Leonardo Corbett, vive encima de la bodega, pero se ha acostumbrado a su presencia. Cierto que mostró ciertas reservas ante vuestra llegada, pero no fue capaz de ofrecerme un buen motivo para no invitaros. Le prometí que no darías fiestas salvajes.


–Nada de fiestas salvajes –ella sonrió.


Regresaron al salón y Pedro volvió a ponerse en cuclillas frente a Emma.


–He querido preguntártelo a ti primero –él le guiñó un ojo a la niña–. ¿Te apetece un pastelito? Hay bollitos rellenos de mermelada de nuestras uvas. Puedes tomarte uno con un vaso de leche.


La pequeña miró a su madre con expresión suplicante. Era muy golosa y Paula solía permitirle solo una galleta antes de acostarse. Sin embargo, Emma había sufrido tanto que no tuvo corazón para negárselo. En el incendio había perdido sus juguetes. Las últimas noches habían dormido en el cuarto de invitados de Catalina, pero la niña le había preguntado cuándo volverían a casa. Resultaba muy difícil explicarle a una cría de cuatro años que ya no tenían casa.


–Creo que a todos nos vendría bien un bollito –Pedro se puso en pie y miró a Paula a los ojos.


Camino de la casa principal, Paula echó un vistazo a los viñedos. El paisaje era hermoso. Pedro le había contado una vez que había más de ochenta hectáreas. Algunos campos estaban cubiertos de tréboles y todo era muy verde. El aire estaba impregnado de un intenso aroma que surgía de la tierra húmeda y los rosales. Allí se sentía inexplicablemente diferente. Quizás había sido un error vivir en la casa que Claudio les había comprado. Recién casada, lo había amado de una manera ingenua y confiada. Pero, con el tiempo, había aprendido que si solo había confianza por una de las dos partes, el conjunto se destruía.


Emma parecía ansiosa por seguir a Pedro, aunque no se apartaba del lado de su madre. Estaba acostumbrada a ver a otros niños, pero era evidente que le faltaba un modelo masculino.


Unos peldaños de piedra conducían hasta una brillante puerta trasera de nogal. Pedro la abrió y entraron en una lúgubre cocina. La estancia no tenía nada que ver con la cálida cabaña, a pesar de la chimenea de ladrillos. Todo parecía nuevo e impoluto, pero no había ningún toque de color y las persianas estaban cerradas, dejándolo todo en penumbra.


Pedro señaló un plato sobre la encimera. Emma abrió los ojos desmesuradamente y sonrió.


–¿Puedo, mami?


–Por supuesto. Aunque creo que primero deberías aprovisionarte de servilletas.


Pedro sacó unos platos del armario y unas servilletas del cajón. Sentados a la mesa, Emms mordisqueó con avidez el bollo.


–En la entrevista, dijiste que perdiste a tu marido hace un año. Lo siento.


–Sí, fue hace un año –Paula sintió que había perdido el apetito.


–¿Fue algo repentino? –insistió Pedro.


–Un infarto –al ver la expresión inquisitiva en el rostro de Pedro, continuó–. Tenía cuarenta y cuatro, quince años más que yo. El médico dijo que podría haber sido una lesión congénita.


Además, el estrés con el que había convivido no había ayudado en nada. Ella intentaba no sentirse culpable, pero lo cierto era que lo era… por estar tan ciega. No había sabido nada de la deuda. Recién casada y madre primeriza, había permitido que su marido se ocupara de las finanzas y no había hecho preguntas. Había confiado demasiado en él.


Pedro la miraba con expresión cálida y el corazón empezó a latirle con más fuerza.


–¿Puedo tomar un poco de leche? –Emma plantó una mano pringosa en la manga de Pedro.


–¡Oh, Emma! –la blanca tela quedó manchada de mermelada de uva.


Con el tiempo,Paula había descubierto que a los hombres no les gustaba la suciedad de los niños. Claudio siempre se había negado a darle de comer a su bebé y la costumbre le hizo levantarse de un salto para intentar limpiar la mancha, aunque lo único que consiguió fue extenderla aún más. Al rozar el brazo desnudo de Pedro sintió el calor que emanaba de su piel y al mirarlo a los ojos…


El incómodo silencio que se instaló bastó para hacerle temblar de pies a cabeza.


–Mami, lo siento –lloriqueó Emma.


–No pasa nada –Paula abrazó a su hija, consciente de que le estaba dando demasiada importancia al incidente–. Le lavaremos la camisa al señor Alfonso y lo solucionaremos.


–Relájate –Pedro apoyó una mano en su hombro–. Solo es una camisa –se volvió hacia Emma y se arremangó la camisa del todo–. ¿Lo ves? Solucionado. Te traeré un vaso de leche –de nuevo se dirigió a Paula–. Estás muy nerviosa. Deberías darte un paseo por los viñedos para relajarte.


Tras un incómodo silencio, rectificó.


–Lo siento. No tengo derecho a darte consejos. No me imagino lo que debe ser perder tu casa.


Para sorpresa de Paula, Pedro humedeció una toalla de papel y se sentó de nuevo con Emma.


–Vamos a quitarte un poco de esa mermelada de las manos.


–Ya lo hago yo –Paula agarró la toalla de papel y de inmediato recordó algunas fotos de ese hombre alimentando niños malnutridos sentados en su regazo.


–Tienes que calmarte –insistió él, cubriéndole la mano con la suya–. Todo se arreglará.


El contacto con la mano de Pedro le provocó un escalofrío. 


No era normal. A fin de cuentas había tocado muchas veces a ese hombre cuando era su paciente. Con los pacientes, dejaba fuera cualquier sentimiento personal. Además, en aquella época estaba casada e ignoraba cualquier muestra de afecto de otro hombre. Sin embargo, de repente parecían haberse abierto las compuertas y todo en Pedro Alfonso le afectaba.


Al fin se sentó y probó el bollito. Pedro regresó a la mesa con tres vasos de leche, el de Emma solo lleno hasta la mitad, otra muestra de su saber hacer con los niños.







MARCADOS: PROLOGO




Estaría preparado para darle una segunda oportunidad al amor… y a la familia que siempre había deseado tener.


Hacía dos años, Paula había ayudado a curar el cuerpo y el alma de Pedro Alfonso. Y ahora, tras perder su casa a causa de un incendio, Paula y su hija eran las que necesitaban ayuda. Aceptar el ofrecimiento de Pedro de alojarse en la cabaña de los viñedos de la familia era una tentación que la fisioterapeuta viuda no había podido resistir. Pero ¿iba a poder controlar la química que había entre ellos?


Pedro no había olvidado los buenos cuidados de Paula, ni la atracción imposible que había sentido por ella. Y, de repente, había regresado a su vida, despertando sentimientos acompañados de recuerdos de un corazón roto.










ATADOS: EPILOGO




Un año después.


—No me lo puedo creer. ¡Estás completamente loca!


—No seas aguafiestas y póntelo.


—No voy a hacer algo tan… tan…


—¿Divertido? —quiso ayudarle Paula con su mejor sonrisa.


—¡Ridículo!


—Sigues teniendo el sentido del humor desafinado.


—Y tú sigues sin terminar de crecer. ¿Las Vegas y esto? ¡¿En serio?!


—Me prometiste durante la boda que en nuestro primer aniversario me darías la boda que no había podido disfrutar dadas las… las circunstancias.


Aquel día se cumplía un año exacto desde su enlace. Su hijo Pedro tenía ya nueve meses y se lo habían quedado los padres de él durante cinco días. Le había preparado un viaje sorpresa por su primer aniversario. Hasta llegar al aeropuerto él no había sabido dónde iban. Y hasta llegar al hotel no había conocido sus planes.


—Pero me refería a la boda que no pudiste disfrutar porque, según tú, fuiste la única que no pudo beber.


—No, de eso nada. Lo recuerdo perfectamente: aquel día me prometiste… tus palabras exactas fueron: «una boda como la que no pudiste tener por el alcohol, amor mío». Y esta boda, la de aquí, me la perdí por culpa del alcohol. 


Porque iba demasiado borracha para recordar nada.


La entendió. No era tonto.


—Hiciste trampas.


—Y tú debiste especificar mejor esa cláusula. Para ser un hombre de negocios eres poco precavido.


La miró sintiéndose un poco estafado.


—Eso es porque tú eres mi debilidad.


—Nunca abusaré de ella —le prometió con voz solemne.


Y lo decía de corazón. Y él lo sabía porque en el último año habían hecho crecer su relación y la habían fortalecido hasta convertirla en inquebrantable.


—Y como no quieres abusar me pides que me ponga… esto.


«Esto» era un disfraz de Batman. También había sobre la cama, Paula había hecho los encargos pertinentes, uno de La Mujer Invisible.


—Yo llevaré el otro.


—No quiero ir con eso por la calle.


—Cogeremos un taxi.


—No quiero entrar…


—¿Quieres casarte conmigo o no?


Le preguntó algo enfadada, con los brazos cruzados y mirándolo con fastidio. Durante aquel año Paula se había propuesto, como le dijo una vez su suegro, sacudirle la sobriedad.


Pedro suspiró, cogió su traje y se encerró en el baño. Si bien una parte de él le hacía sentirse ridículo, otra comenzaba a divertirse. Siempre había detestado disfrazarse, pero con ella la vida era más divertida. Parecía como si hubiera pintado su existencia de colores.


Se abrió la puerta del baño y salió. Ella no pudo evitar soltar una carcajada.


—Estás guapo. Estás muy guapo —lo animó—. Si me das una vuelta en el batmóvil te hago lo que me pidas.


—Me harás lo que te pida igualmente.


Ninguno de los dos negó lo que era evidente.


—¿Vamos? Nos espera un párroco vestido de Elvis. —Le pareció que dudaba una última vez y le dijo con voz mimosa—: ¿Quieres que me arrodille a pedírtelo yo? ¿O ya te has cansado de mí y no quieres volverte a casar conmigo?


—Ya me he vuelto a casar contigo, Paula. De hecho nos hemos casado dos veces ya —le señaló intentando contener la risa.


—¡Por eso, Pedro! Porque no hay dos sin tres.


Soltó una carcajada, la cogió por la cintura y le dio unas vueltas en el aire antes de devolverla al suelo y darle un beso.


—Hecho. Pero esta vez yo recojo la foto y pagas tú.


Le guiñó el ojo.


—¡Hecho!










ATADOS: CAPITULO 30





Diez meses después.


Paula se sentía como una mariposa atrapada en una red. 


Estaba inquieta y no dejaba de dar vueltas por su casa medio desquiciada tratando de encontrar su maldito móvil mientras su madre la perseguía, presa también de un ataque de nervios aunque por un motivo bien distinto.


—Paula, o te estás quieta de una jodida vez o te ato a una silla.


Su madre decía palabrotas cuando quería impresionarla. 


Pero estaba impresionada de sobra sin su ayuda. Encontró su teléfono en el baño.


—Mamá, ve buscando una cuerda, pero hazlo en otro sitio. Tengo que hacer una llamada.


Su madre no dejó de resistirse a sus envites hasta que se vio fuera del cuarto de baño y dio a su hija por imposible, al menos durante cinco minutos.


Paula, ajena al plazo de tiempo que le estaban dando, se aseguró de que la tapa estaba bajada y se sentó sobre ella, en la taza. Marcó el número de memoria y trató de serenarse.


—Dime, preciosa.


La voz de él, grave y sexy, la apaciguó.


Pedro, ¿estás seguro de esto? Todavía podemos cambiar de idea.


Oyó su risa ronca.


—Cariño, me temo que no, que ya no estamos a tiempo de cambiar de idea.


—Pero Pedro, si nos movilizamos ahora…


—Paula, hemos quedado en la puerta de la iglesia en menos de una hora. De hecho me has pillado saliendo hacia allí. —Ya había sospechado que se pondría nerviosa en el último momento. De hecho llevaba todo el día esperando esa llamada.


La esperanza volvió a ella.


—¿Una hora? ¡Estupendo! Me sobra tiempo para encontrar dos billetes a Las Vegas. Podemos buscar un hotel cuando lleguemos.


De nuevo escuchó una carcajada al otro lado.


—Eso ya lo intentamos hace años y no funcionó. ¿Qué tal si hacemos algo diferente y nos casamos delante de todos los nuestros? —Silencio—. Cariño, ¿qué te pasa?


Ella suspiró ruidosamente.


Pedro, ¿tú me has visto últimamente?


—Sí, todos los días. —Había cautela, ahora—. ¿Por qué?


—¿Y te has fijado bien?


—Muy bien.


—Ya. Y por un casualidad, no te habrás dado cuenta… ¡¡De que estoy como una foca!!


—Paula, cariño, no estás como una foca, estás embarazada.


—¡¡Ni se te ocurra decir que más trocito para querer!! Si dices eso yo… yo tiraré al cubo de la basura esa chupa de cuero vieja y fea que tanto te gusta y que te queda fatal.


Él rio. Ella llevaba meses intentando que tirara su vieja cazadora y se negaba solo por fastidiarla.


—Cariño, sí, estás embarazada. Embarazada y preciosa. Pero hace seis meses que lo estás. ¿Cuál es el problema ahora?


Paula le había dicho cuatro meses antes que estaban esperando un niño. Pedro era desde entonces el hombre más feliz de la Tierra. Nunca pensó que tanta alegría fuera posible. Le había costado dos meses convencerla para que se casaran y por fin llegaba el gran día.


—¡¡Pasa que seré la única de la boda que no se emborrache!!


Pedro tuvo que apartarse del teléfono para reírse a gusto. Si ella le oía se enfadaría. Llevaba algunos días irascible. El niño, o la niña, pues no habían querido saber el sexo del bebé, le estaba molestando por las noches y cuando Paula no descansaba bien se enfadaba por todo. Una dosis extra de hormonas tampoco ayudaba a calmarla.


—Pero cariño, tu abuela tampoco se emborrachará.


Pedro Alfonso


—Vale, vale, preciosa. Pero piensa que en la otra boda ya bebiste por aquella ceremonia, esta y tres más si fuera necesario.


Se volvió mimosa al momento.


—No harán falta más. No pienso separarme nunca de ti.


Pasaron los siguientes minutos diciéndose tonterías. Unos golpes en la puerta rompieron el clima romántico.


—Paula Chaves, o sales del baño ahora mismo y te pones a posar para el fotógrafo o les diré a tus primas dónde guardas tus diarios del instituto.


«Mierda, oh, mierda. Madre solo hay una. Gracias a Dios.»


Pedro aguardaba en el altar. Nunca se había sentido tan nervioso ni tan seguro de sí mismo en su vida. Iba a casarse con la mujer de sus sueños. Jamás creyó que la niña más intrépida, la adolescente más comprometida, la mujer más sexy y la mejor persona que conocía pudiera haberse enamorado de él. Pero para su fortuna así había sido y pensaba pasar el resto de sus días agasajándola por ello. 


Bueno, agasajándola y controlando el genio que tenía. No concebía un plan mejor para los siguientes cien años. Una figura envuelta en tul entró en la Iglesia acompañada de su padre y cualquier pensamiento coherente se evaporó de su cerebro quedando solo el sentimiento más profundo. Hubo de contenerse para no llorar.


Una hora y diez minutos después de colgar el teléfono Paula entraba en la iglesia del brazo de su padre. Respiró profundamente y se olvidó de su enorme barriga, de los invitados, de sí misma, y se concentró en Pedro, el hombre que la esperaba al final del corredor. No sintió nervios ni miedo: solo esperanza. Caminaba con paso firme hacia su nueva vida, impaciente de estrenarla con él.


Por fin, por fin, se sentía completa.