martes, 8 de septiembre de 2015
MARCADOS: CAPITULO 1
Paula Chaves apartó la mirada del camino que se abría paso entre enrejados de viñas, rosaledas y las montañas al fondo, para echar una ojeada a su hija de cuatro años sentada en la parte trasera del coche. Emma miraba por la ventana y, por lo callada y quieta que estaba, su madre supo que estaba muy asustada. No había abierto la boca desde que la despertara unas cuantas noches atrás en una casa llena de humo.
¿Solo habían transcurrido unas cuantas noches?
Lo habían perdido todo, excepto el coche. Sin embargo, en esos momentos, lo más difícil era decidir cómo y dónde vivir.
A través del Club de las Mamás, una organización con sede en Fawn Grove, California, que se dedicaba a ayudar a madres en apuros, Pedro Alfonso les había invitado a Emma y a ella a alojarse en la casa de invitados, en los viñedos Raintree.
Pero Pedro no le era desconocido, y solo había accedido a echar un vistazo a la cabaña de invitados. A lo mejor conseguían encontrar otro sitio en el que alojarse.
O a lo mejor no.
Mientras se acercaba con el coche hasta la cabaña, lo vio junto a la puerta, bajo el sol de mediados de mayo. Los negros cabellos estaban revueltos, pero los ojos grises conservaban la misma intensidad de siempre. El rostro estaba surcado de arrugas, sin duda resultado de todo lo que había visto en su anterior profesión. La terapia física había finalizado hacía dos años. ¿Qué había sido de él desde entonces?
Estaba a punto de averiguarlo.
Era un hombre alto y atlético, de piel bronceada gracias al trabajo en los viñedos, muy distinto de su anterior profesión como fotógrafo y reportero especializado en informar al mundo sobre los niños que vivían en campos de refugiados.
No había motivos para sentirse tan inquieta por volverlo a ver. A fin de cuentas, desde su último encuentro había enviudado. Sin embargo, saber de él de nuevo le había retrotraído dos años, a una época en la que había creído ser feliz, antes de que su matrimonio hubiera quedado roto y su mundo hecho añicos.
–Paula –Pedro le ofreció una mano en cuanto ella abrió la puerta del coche–. Me alegra verte, aunque siento que sea en estas circunstancias.
–¿Cómo te enteraste de lo del incendio? –la cálida voz de barítono le produjo un escalofrío.
–Te vi en las noticias.
–Justo después del incendio –ella asintió–. Ese reportero no paraba de hacerme preguntas.
–Es que eras noticia. Sacaste a tu hija de una casa en llamas. Un acto de heroísmo.
–Heroísmo no. No habría podido marcharme sin ella. Es mi vida.
–¿Y qué tal le va? –Pedro echó un vistazo a la parte trasera del coche.
–No entiende lo que ha sucedido. Catalina Foster fue muy amable al acogernos en su casa, pero Emma está muy confusa.
–¿Echamos un vistazo a la casa de invitados? A lo mejor le gusta la cabaña y el viñedo.
Minutos después, Paula llevando a Emma de la mano, entraba en la casa de invitados de los viñedos Raintree.
–¿Qué te parece? –preguntó Pedro mientras señalaba las bombillas desnudas, el salón vacío con chimenea de piedra y la cocina y el comedor adjunto. El brillante suelo, las paredes encaladas y los armarios de madera de abedul aligeraban un espacio que resplandecía bajo la luz del sol que entraba por las ventanas.
Emma se acurrucó contra su madre y Paula se agachó y rodeó los hombros de su hija con un brazo.
–Qué bonito ¿verdad?
La pequeña se limitó a meterse el dedo en la boca y contemplar sus zapatillas deportivas.
–Podrás tener tu propia habitación –Pedro se agachó junto a Paula–. Hay dos, una para tu mamá y otra para ti. Y, si tienes suerte, puede que veas algún ciervo por la ventana. O un colibrí. ¿Alguna vez has visto un colibrí? Son muy pequeños y mueven las alas muy deprisa.
Pedro había logrado captar la atención de Emma que lo miraba fijamente.
–Les gusta revolotear alrededor de la aguileña.
–¿Podré atrapar un colibrí? –preguntó Emma.
–No lo creo, pero si colgamos un comedero en el porche, puede que los veas a menudo.
Paula también estaba encantada con la idea de ver un colibrí.
–Catalina quiere que te diga que los muebles no supondrán ningún problema. Al parecer, el Club de las Mamás tiene muchas cosas guardadas para casos de emergencia como este.
Paula cerró los ojos y suspiró.
–¿Qué sucede? –Pedro se acercó un poco más a ella.
–No quiero toda esta ayuda. No quiero ser objeto de caridad.
–Paula –la dulzura con la que pronunció su nombre estuvo a punto de hacerle llorar–. Esto es solo temporal. Una vez me dijiste que tenía que olvidar mi orgullo y replantear mi vida.
El que recordara las palabras que le había dedicado siendo su fisioterapeuta le conmovió. Su estado, tanto físico como anímico, había sido muy precario y se había mostrado reacio a renunciar a la vida que había llevado hasta ese momento.
Había resultado herido, como consecuencia del ataque de una banda de criminales, junto con algunos voluntarios mientras fotografiaba niños en un campo de refugiados en Kenia. Lo último que había querido hacer era regresar junto a su padre y los viñedos Raintree. Paula nunca había averiguado el motivo, pero sí algunos detalles, como la infidelidad de su prometida.
–Qué buena memoria tienes –murmuró ella mientras se preguntaba qué más recordaría.
–Solo me acuerdo de lo importante –él rio antes de fijarse en Emma–. ¿No crees que será feliz aquí? Hay mucho espacio para pasear. Y a ti también te vendrá bien. Me han contado que los paseos son terapéuticos.
–¿Has seguido todos los consejos que te di? –en esa ocasión fue Paula quien rio.
–Todos no, aunque sí la mayoría. Quería ponerme fuerte y bien.
Y era más que evidente que lo había conseguido. A pesar de los pantalones vaqueros y la camisa arremangada, con cada movimiento se le marcaba la atlética musculatura. Como fisioterapeuta, Paula solía hacer un rápido análisis del estado de una persona con solo echarle un vistazo.
Pedro Alfonso no podía calificarse como atractivo. Las arrugas alrededor de los ojos y la boca eran un poco más profundas de lo que deberían ser para los treinta y seis años que tenía. Sin embargo, había en él una intensidad, una pasión, que no había visto al comienzo de la terapia.
–Echemos un vistazo a los dormitorios –sugirió él.
«Dormitorios vacíos», se recordó ella. Al cruzarse sus miradas sintió una inesperada chispa. «No va a suceder», se advirtió. Si al final aceptaba el amable ofrecimiento de Pedro, sería solo durante el tiempo necesario para recuperarse económicamente.
Uno de los dormitorios era más pequeño que el otro, pero ambos adecuados. La casa de invitados, resultaba de lo más acogedora y se preguntó por qué estaría vacía.
–¿La sueles alquilar?
–Mi padre no lo ha hecho desde que regresé a casa. Cuando era pequeño, nuestra asistenta vivía aquí, pero él prescindió de sus servicios cuando me fui a la universidad. De vez en cuando se alojaba en ella algún amigo. Pero eso fue antes de que mi padre la vaciara. La ha remodelado entera porque le gusta que todo esté perfecto, aunque no lo use.
Paula percibió cierto distanciamiento en el modo en que Pedro se refería a su padre.
–¿Y no le importa que nos alojemos aquí?
–Te seré sincero –Pedro frunció el ceño–. No le gusta ver a mucha gente por aquí. Nuestro vinicultor jefe, Leonardo Corbett, vive encima de la bodega, pero se ha acostumbrado a su presencia. Cierto que mostró ciertas reservas ante vuestra llegada, pero no fue capaz de ofrecerme un buen motivo para no invitaros. Le prometí que no darías fiestas salvajes.
–Nada de fiestas salvajes –ella sonrió.
Regresaron al salón y Pedro volvió a ponerse en cuclillas frente a Emma.
–He querido preguntártelo a ti primero –él le guiñó un ojo a la niña–. ¿Te apetece un pastelito? Hay bollitos rellenos de mermelada de nuestras uvas. Puedes tomarte uno con un vaso de leche.
La pequeña miró a su madre con expresión suplicante. Era muy golosa y Paula solía permitirle solo una galleta antes de acostarse. Sin embargo, Emma había sufrido tanto que no tuvo corazón para negárselo. En el incendio había perdido sus juguetes. Las últimas noches habían dormido en el cuarto de invitados de Catalina, pero la niña le había preguntado cuándo volverían a casa. Resultaba muy difícil explicarle a una cría de cuatro años que ya no tenían casa.
–Creo que a todos nos vendría bien un bollito –Pedro se puso en pie y miró a Paula a los ojos.
Camino de la casa principal, Paula echó un vistazo a los viñedos. El paisaje era hermoso. Pedro le había contado una vez que había más de ochenta hectáreas. Algunos campos estaban cubiertos de tréboles y todo era muy verde. El aire estaba impregnado de un intenso aroma que surgía de la tierra húmeda y los rosales. Allí se sentía inexplicablemente diferente. Quizás había sido un error vivir en la casa que Claudio les había comprado. Recién casada, lo había amado de una manera ingenua y confiada. Pero, con el tiempo, había aprendido que si solo había confianza por una de las dos partes, el conjunto se destruía.
Emma parecía ansiosa por seguir a Pedro, aunque no se apartaba del lado de su madre. Estaba acostumbrada a ver a otros niños, pero era evidente que le faltaba un modelo masculino.
Unos peldaños de piedra conducían hasta una brillante puerta trasera de nogal. Pedro la abrió y entraron en una lúgubre cocina. La estancia no tenía nada que ver con la cálida cabaña, a pesar de la chimenea de ladrillos. Todo parecía nuevo e impoluto, pero no había ningún toque de color y las persianas estaban cerradas, dejándolo todo en penumbra.
Pedro señaló un plato sobre la encimera. Emma abrió los ojos desmesuradamente y sonrió.
–¿Puedo, mami?
–Por supuesto. Aunque creo que primero deberías aprovisionarte de servilletas.
Pedro sacó unos platos del armario y unas servilletas del cajón. Sentados a la mesa, Emms mordisqueó con avidez el bollo.
–En la entrevista, dijiste que perdiste a tu marido hace un año. Lo siento.
–Sí, fue hace un año –Paula sintió que había perdido el apetito.
–¿Fue algo repentino? –insistió Pedro.
–Un infarto –al ver la expresión inquisitiva en el rostro de Pedro, continuó–. Tenía cuarenta y cuatro, quince años más que yo. El médico dijo que podría haber sido una lesión congénita.
Además, el estrés con el que había convivido no había ayudado en nada. Ella intentaba no sentirse culpable, pero lo cierto era que lo era… por estar tan ciega. No había sabido nada de la deuda. Recién casada y madre primeriza, había permitido que su marido se ocupara de las finanzas y no había hecho preguntas. Había confiado demasiado en él.
Pedro la miraba con expresión cálida y el corazón empezó a latirle con más fuerza.
–¿Puedo tomar un poco de leche? –Emma plantó una mano pringosa en la manga de Pedro.
–¡Oh, Emma! –la blanca tela quedó manchada de mermelada de uva.
Con el tiempo,Paula había descubierto que a los hombres no les gustaba la suciedad de los niños. Claudio siempre se había negado a darle de comer a su bebé y la costumbre le hizo levantarse de un salto para intentar limpiar la mancha, aunque lo único que consiguió fue extenderla aún más. Al rozar el brazo desnudo de Pedro sintió el calor que emanaba de su piel y al mirarlo a los ojos…
El incómodo silencio que se instaló bastó para hacerle temblar de pies a cabeza.
–Mami, lo siento –lloriqueó Emma.
–No pasa nada –Paula abrazó a su hija, consciente de que le estaba dando demasiada importancia al incidente–. Le lavaremos la camisa al señor Alfonso y lo solucionaremos.
–Relájate –Pedro apoyó una mano en su hombro–. Solo es una camisa –se volvió hacia Emma y se arremangó la camisa del todo–. ¿Lo ves? Solucionado. Te traeré un vaso de leche –de nuevo se dirigió a Paula–. Estás muy nerviosa. Deberías darte un paseo por los viñedos para relajarte.
Tras un incómodo silencio, rectificó.
–Lo siento. No tengo derecho a darte consejos. No me imagino lo que debe ser perder tu casa.
Para sorpresa de Paula, Pedro humedeció una toalla de papel y se sentó de nuevo con Emma.
–Vamos a quitarte un poco de esa mermelada de las manos.
–Ya lo hago yo –Paula agarró la toalla de papel y de inmediato recordó algunas fotos de ese hombre alimentando niños malnutridos sentados en su regazo.
–Tienes que calmarte –insistió él, cubriéndole la mano con la suya–. Todo se arreglará.
El contacto con la mano de Pedro le provocó un escalofrío.
No era normal. A fin de cuentas había tocado muchas veces a ese hombre cuando era su paciente. Con los pacientes, dejaba fuera cualquier sentimiento personal. Además, en aquella época estaba casada e ignoraba cualquier muestra de afecto de otro hombre. Sin embargo, de repente parecían haberse abierto las compuertas y todo en Pedro Alfonso le afectaba.
Al fin se sentó y probó el bollito. Pedro regresó a la mesa con tres vasos de leche, el de Emma solo lleno hasta la mitad, otra muestra de su saber hacer con los niños.
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Ya me atrapó esta historia Carme.
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