martes, 8 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 30





Diez meses después.


Paula se sentía como una mariposa atrapada en una red. 


Estaba inquieta y no dejaba de dar vueltas por su casa medio desquiciada tratando de encontrar su maldito móvil mientras su madre la perseguía, presa también de un ataque de nervios aunque por un motivo bien distinto.


—Paula, o te estás quieta de una jodida vez o te ato a una silla.


Su madre decía palabrotas cuando quería impresionarla. 


Pero estaba impresionada de sobra sin su ayuda. Encontró su teléfono en el baño.


—Mamá, ve buscando una cuerda, pero hazlo en otro sitio. Tengo que hacer una llamada.


Su madre no dejó de resistirse a sus envites hasta que se vio fuera del cuarto de baño y dio a su hija por imposible, al menos durante cinco minutos.


Paula, ajena al plazo de tiempo que le estaban dando, se aseguró de que la tapa estaba bajada y se sentó sobre ella, en la taza. Marcó el número de memoria y trató de serenarse.


—Dime, preciosa.


La voz de él, grave y sexy, la apaciguó.


Pedro, ¿estás seguro de esto? Todavía podemos cambiar de idea.


Oyó su risa ronca.


—Cariño, me temo que no, que ya no estamos a tiempo de cambiar de idea.


—Pero Pedro, si nos movilizamos ahora…


—Paula, hemos quedado en la puerta de la iglesia en menos de una hora. De hecho me has pillado saliendo hacia allí. —Ya había sospechado que se pondría nerviosa en el último momento. De hecho llevaba todo el día esperando esa llamada.


La esperanza volvió a ella.


—¿Una hora? ¡Estupendo! Me sobra tiempo para encontrar dos billetes a Las Vegas. Podemos buscar un hotel cuando lleguemos.


De nuevo escuchó una carcajada al otro lado.


—Eso ya lo intentamos hace años y no funcionó. ¿Qué tal si hacemos algo diferente y nos casamos delante de todos los nuestros? —Silencio—. Cariño, ¿qué te pasa?


Ella suspiró ruidosamente.


Pedro, ¿tú me has visto últimamente?


—Sí, todos los días. —Había cautela, ahora—. ¿Por qué?


—¿Y te has fijado bien?


—Muy bien.


—Ya. Y por un casualidad, no te habrás dado cuenta… ¡¡De que estoy como una foca!!


—Paula, cariño, no estás como una foca, estás embarazada.


—¡¡Ni se te ocurra decir que más trocito para querer!! Si dices eso yo… yo tiraré al cubo de la basura esa chupa de cuero vieja y fea que tanto te gusta y que te queda fatal.


Él rio. Ella llevaba meses intentando que tirara su vieja cazadora y se negaba solo por fastidiarla.


—Cariño, sí, estás embarazada. Embarazada y preciosa. Pero hace seis meses que lo estás. ¿Cuál es el problema ahora?


Paula le había dicho cuatro meses antes que estaban esperando un niño. Pedro era desde entonces el hombre más feliz de la Tierra. Nunca pensó que tanta alegría fuera posible. Le había costado dos meses convencerla para que se casaran y por fin llegaba el gran día.


—¡¡Pasa que seré la única de la boda que no se emborrache!!


Pedro tuvo que apartarse del teléfono para reírse a gusto. Si ella le oía se enfadaría. Llevaba algunos días irascible. El niño, o la niña, pues no habían querido saber el sexo del bebé, le estaba molestando por las noches y cuando Paula no descansaba bien se enfadaba por todo. Una dosis extra de hormonas tampoco ayudaba a calmarla.


—Pero cariño, tu abuela tampoco se emborrachará.


Pedro Alfonso


—Vale, vale, preciosa. Pero piensa que en la otra boda ya bebiste por aquella ceremonia, esta y tres más si fuera necesario.


Se volvió mimosa al momento.


—No harán falta más. No pienso separarme nunca de ti.


Pasaron los siguientes minutos diciéndose tonterías. Unos golpes en la puerta rompieron el clima romántico.


—Paula Chaves, o sales del baño ahora mismo y te pones a posar para el fotógrafo o les diré a tus primas dónde guardas tus diarios del instituto.


«Mierda, oh, mierda. Madre solo hay una. Gracias a Dios.»


Pedro aguardaba en el altar. Nunca se había sentido tan nervioso ni tan seguro de sí mismo en su vida. Iba a casarse con la mujer de sus sueños. Jamás creyó que la niña más intrépida, la adolescente más comprometida, la mujer más sexy y la mejor persona que conocía pudiera haberse enamorado de él. Pero para su fortuna así había sido y pensaba pasar el resto de sus días agasajándola por ello. 


Bueno, agasajándola y controlando el genio que tenía. No concebía un plan mejor para los siguientes cien años. Una figura envuelta en tul entró en la Iglesia acompañada de su padre y cualquier pensamiento coherente se evaporó de su cerebro quedando solo el sentimiento más profundo. Hubo de contenerse para no llorar.


Una hora y diez minutos después de colgar el teléfono Paula entraba en la iglesia del brazo de su padre. Respiró profundamente y se olvidó de su enorme barriga, de los invitados, de sí misma, y se concentró en Pedro, el hombre que la esperaba al final del corredor. No sintió nervios ni miedo: solo esperanza. Caminaba con paso firme hacia su nueva vida, impaciente de estrenarla con él.


Por fin, por fin, se sentía completa.






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