martes, 8 de septiembre de 2015

ATADOS: EPILOGO




Un año después.


—No me lo puedo creer. ¡Estás completamente loca!


—No seas aguafiestas y póntelo.


—No voy a hacer algo tan… tan…


—¿Divertido? —quiso ayudarle Paula con su mejor sonrisa.


—¡Ridículo!


—Sigues teniendo el sentido del humor desafinado.


—Y tú sigues sin terminar de crecer. ¿Las Vegas y esto? ¡¿En serio?!


—Me prometiste durante la boda que en nuestro primer aniversario me darías la boda que no había podido disfrutar dadas las… las circunstancias.


Aquel día se cumplía un año exacto desde su enlace. Su hijo Pedro tenía ya nueve meses y se lo habían quedado los padres de él durante cinco días. Le había preparado un viaje sorpresa por su primer aniversario. Hasta llegar al aeropuerto él no había sabido dónde iban. Y hasta llegar al hotel no había conocido sus planes.


—Pero me refería a la boda que no pudiste disfrutar porque, según tú, fuiste la única que no pudo beber.


—No, de eso nada. Lo recuerdo perfectamente: aquel día me prometiste… tus palabras exactas fueron: «una boda como la que no pudiste tener por el alcohol, amor mío». Y esta boda, la de aquí, me la perdí por culpa del alcohol. 


Porque iba demasiado borracha para recordar nada.


La entendió. No era tonto.


—Hiciste trampas.


—Y tú debiste especificar mejor esa cláusula. Para ser un hombre de negocios eres poco precavido.


La miró sintiéndose un poco estafado.


—Eso es porque tú eres mi debilidad.


—Nunca abusaré de ella —le prometió con voz solemne.


Y lo decía de corazón. Y él lo sabía porque en el último año habían hecho crecer su relación y la habían fortalecido hasta convertirla en inquebrantable.


—Y como no quieres abusar me pides que me ponga… esto.


«Esto» era un disfraz de Batman. También había sobre la cama, Paula había hecho los encargos pertinentes, uno de La Mujer Invisible.


—Yo llevaré el otro.


—No quiero ir con eso por la calle.


—Cogeremos un taxi.


—No quiero entrar…


—¿Quieres casarte conmigo o no?


Le preguntó algo enfadada, con los brazos cruzados y mirándolo con fastidio. Durante aquel año Paula se había propuesto, como le dijo una vez su suegro, sacudirle la sobriedad.


Pedro suspiró, cogió su traje y se encerró en el baño. Si bien una parte de él le hacía sentirse ridículo, otra comenzaba a divertirse. Siempre había detestado disfrazarse, pero con ella la vida era más divertida. Parecía como si hubiera pintado su existencia de colores.


Se abrió la puerta del baño y salió. Ella no pudo evitar soltar una carcajada.


—Estás guapo. Estás muy guapo —lo animó—. Si me das una vuelta en el batmóvil te hago lo que me pidas.


—Me harás lo que te pida igualmente.


Ninguno de los dos negó lo que era evidente.


—¿Vamos? Nos espera un párroco vestido de Elvis. —Le pareció que dudaba una última vez y le dijo con voz mimosa—: ¿Quieres que me arrodille a pedírtelo yo? ¿O ya te has cansado de mí y no quieres volverte a casar conmigo?


—Ya me he vuelto a casar contigo, Paula. De hecho nos hemos casado dos veces ya —le señaló intentando contener la risa.


—¡Por eso, Pedro! Porque no hay dos sin tres.


Soltó una carcajada, la cogió por la cintura y le dio unas vueltas en el aire antes de devolverla al suelo y darle un beso.


—Hecho. Pero esta vez yo recojo la foto y pagas tú.


Le guiñó el ojo.


—¡Hecho!










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