domingo, 6 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 25





Permanecieron todo el trayecto en silencio. Ella porque temía echarse a llorar si intentaba hablar, él porque no confiaba en sí mismo. Porque si le decía lo que pensaba, si le explicaba lo que sentía en ese momento, definitivamente le dejaría.


Llegaron frente a su casa y aprovechó un hueco para aparcar el coche.


—No te molestes en aparcar, Pedro


—Paula, cállate. Creo que ya has dicho más que suficiente por esta noche.


Bajó del coche dando un portazo. Ella bajó después. Por primera vez no rodeó el vehículo y la ayudó a salir. Llegaron al umbral y rebuscó en el bolso con impaciencia hasta dar con las llaves. Se las cogió de la mano, abrió, la dejó entrar y pasó después.


Pedro, sinceramente…


—Sinceramente insisto en que mantengas la boca cerrada y me escuches. Pero no aquí. Arriba. En el comedor. Y sentados civilizadamente.


Detestaba que le dijeran que se callara, pero Pedro tenía razón. Ya había hablado de más. Subió las escaleras en silencio sintiendo los ojos de él clavados en su espalda. Se sentaron, ella en el sofá, él en el sillón de enfrente. 


Fue Pedro quien contó hasta diez antes de hablar.


—Paula, que mis padres aparecieran en el local ha sido casualidad. —Viendo que iba a interrumpirle alzó la mano exigiendo que no le impidiera continuar—. Mira, puedes creerme o no, no voy a insistir más en mi inocencia. O confías en mí o no lo haces. Lo que sí puedo garantizarte es que no ha sido casualidad que se marcharan cinco minutos después de llegar. Tu actitud, más bien, ha sido la responsable.


Sintió cómo su cara se ruborizaba ante el reproche. Incluso las orejas le ardían. ¿Por qué se sentía culpable si eran sus padres quienes habían aparecido, según él, por casualidad?


Quizá porque él tenía razón y había tenido una reacción exagerada. Maldita sea, hablaba de inocencia como si aquello fuera un juicio y ella su verdugo. Definitivamente se había excedido en las formas. Tal vez en el fondo no, pero desde luego sí en las formas. O quizá «además» en el fondo y hubiera sido de veras una casualidad. Ni si quiera se había planteado la posibilidad y, si los dueños del restaurante eran amigos de Pedro, sería lógico que sus padres también los conocieran. Y la suya no era una gran urbe, la gente se conocía. Por favor, que no fuera el caso porque hacía media hora le había dejado.


¡¿Cómo había podido hacer algo tan estúpido? Ni siquiera se atrevía a mirarle.


Viendo que se avergonzaba de su actitud y no decía nada se calmó un poco y trató de razonar con ella.


—Paula, ¿cuál es el problema?


¿El problema? ¿Cómo le iba a explicar cuál era el puñetero problema? No podía decir… «Mira, es que no estoy a la altura y el único que no lo sabe eres tú. En cuanto llegues a casa tus padres te van a decir que cómo se te ocurre montártelo con una tía como yo en vez de buscar a una mujer más culta, con más tablas, más católica, más moderada… y así hasta completar una lista eterna». No podía. Sencillamente no podía contárselo. Torció el gesto empecinada en guardar silencio.


Pedro, sabiendo que ella no iba a contestar pero que estaba arrepentida presionó un poco más.


—Esto no puede ser siempre así, Paula. Entiendo tus reservas —se rectificó—: No, espera, borra eso porque no las entiendo en absoluto. Diré mejor que respeto tus reservas. No obstante, me niego a que sea siempre así. Mis padres ya lo saben así que dudo que pasen más de veinticuatro horas antes de que tu buzón de voz vuelva a llenarse.


Ya podía imaginar los mensajes. Y no serían de enhorabuena precisamente. Seguro que la llamaban loca. 


Que a él lo llamarían loco. Siguió con el ceño fruncido. Tenía razón y el daño ya estaba hecho, pero no estaba segura de saber asumir las consecuencias. La noche estaba yendo tan bien... Pedro no había dejado de mimarla y sus amigos y ella se habían entendido de maravilla. Ojalá no hubieran aparecido Pedro y Carmen.


—Paula, necesito entenderte, necesito saber qué pasa. Por favor, dime qué ocurre.


Negó con la cabeza despacio. Pedro comenzó a preocuparse de veras.


—De acuerdo. Me vale de momento. Pero dime qué tengo que decirles a mis padres mañana cuando me pregunten por qué estábamos juntos.


Sintió que lágrimas de impotencia le llenaban los ojos. La noche no tendría que haber acabado así. Cuando hubieran salido del restaurante, horas después, habrían ido directamente a la cama a hacer el amor hasta quedarse dormidos. Se encogió de hombros acongojada.


—Paula, cariño. —Se acercó, se agachó hasta que sus cabezas estuvieron a la misma altura y le tomó de la barbilla con suavidad—. ¿Puedo decirles que estamos juntos, que lo estamos intentando, al menos?


Esta vez una lágrima corrió por su mejilla, solitaria. Él se la secó con el pulgar con mucha delicadeza.


—¿Puedo? —le preguntó con la voz cargada de ternura.


Cobarde. Cobarde. Cobarde.


—No, por favor.


Se apartó de ella como si le hubiera golpeado. Se puso en pie y comenzó a caminar por la sala, incapaz de estarse quieto. No quería hablar, no quería dejarse llevar por la furia que amenazaba con robarle la cordura y decir una barbaridad.


Pasaron los minutos. Paula miraba al vacío, concentrada en no llorar. Pedro se sintió derrotado.


—De acuerdo. Les diré a mis padres que no pregunten, que les contaré lo que tenga que contarles cuando me sea posible. ¿Está bien así?


Asintió llorosa de nuevo. No la dejaba. A pesar de todo seguía con ella.


—Pero esto es apenas una tregua. —Respiró hondo y volvió a sentarse frente a ella. Su voz sonó fría, distante—. Hace algunas semanas que debía haberme ido a la península arábiga a buscar capital privado para la Caja.


Paula asintió, habían hablado de ello varias veces. Sabía que tendría que hacerlo, y deseaba fervientemente que la invitara a ir con él.


—Lo sé —se vio obligada a responderle, a decir algo.


—Bien, partiré mañana hacia Madrid a la sede Central y de allí a Abu Dhabi. Estaré durante siete semanas, hasta la boda de Amadeo. —No la dejaba, pero la abandonaba. Se lo merecía, pero no por ello dolía menos. Todo el dolor se le agolpaba en la garganta, impidiéndole decir nada—. Durante ese tiempo tendrás que decidir qué quieres de mí, qué quieres para nosotros. No te llamaré, no te presionaré en ningún sentido. Cuando vuelva, me contarás cómo acaba esta historia. O, espero, como continúa nuestra historia.


Paula seguía asintiendo, concentrada en no llorar, perdida ya la batalla contra el habla.


Fue a marcharse pero cuando la miró de nuevo y la vio tan sola y asustada rebajó el tono y se acercó. Le acarició la mejilla con infinita ternura.


—Durante ese tiempo te seré fiel. Y no solo porque deba hacerlo sino porque no concibo estar con otra mujer que no seas tú. No te llamaré, pero pensaré en ti todos los días, a cada minuto. Solo espero que tú me añores tanto como yo a ti y puedas superar lo que sea que te impide quererme.


Le rozó los labios con amor una, dos, tres veces, y entonces sí, se fue.


Cuando oyó la puerta cerrarse dejó de contener el llanto y este se derramó durante horas hasta dejarla vacía.


Pedro, por su parte, se pasó todo el camino rogando a Dios una oportunidad con ella.









ATADOS: CAPITULO 24




Aquella noche de viernes Paula se había empleado a fondo. 


Incluso ella misma tenía que reconocer que estaba deslumbrante. Con un vestido verde botella minifaldero, un echarpe negro con flecos y unas bailarinas también negras tenía un aspecto muy informal pero el efecto era magnífico. 


Llevaba también un collar de piedras negras largo que se había anudado y un anillo verde enorme. Unos pendientes de oro viejo con un brazalete a juego daban el toque de elegancia al conjunto. Un maquillaje discreto y el cabello rizado a base de esfuerzo hacían que se la viera mejor que nunca. Esperaba que Pedro supiera valorar las horas que había invertido en arreglarse.


Sonreía como una boba a su reflejo. Si meses antes le hubieran dicho que pasaría casi tres horas acicalándose se hubiera muerto de la risa. Y ahora había ocurrido. Estaba enamorada sin remedio de Pedro y comenzaba a tener esperanzas de que lo suyo pudiera funcionar. Si bien estaba convencida de que la familia no creería en ellos, o más bien en ella como su pareja, quizá los amigos sí y esa sería una buena base para comenzar. Tal vez con el tiempo todo el mundo entendería que estaban hechos el uno para el otro. 


Veía a Pedro muy interesado y esperaba, deseaba que también él estuviera comenzando a sentir cosas especiales. 


Quizá por eso había insistido tanto en quedar esa noche.


Pero era mejor ir por partes. Y la primera parte empezaba en aquella velada, con los amigos de Pedro. Si los conquistaba, si se guardaba su sarcasmo y se limitaba a sentirse a gusto, todo iría bien. Se prometió que esa noche sería la primera de muchas otras con Pedro y más compañía. Incluso podía presentarle a sus amigos. Aunque primero los aleccionaría para que no la dejaran mal. Tampoco había que tentar a la suerte.


Y con el tiempo la familia les vería juntos y entenderían que su historia iba a funcionar. Pronto se casaría su primo. Era demasiado temprano para una presentación formal y tendrían que ir separados. Estaba segura de que a él no le haría ninguna gracia, pero le comprendería y respetaría su decisión. O eso esperaba.


El timbre de la puerta la sacó de sus ensoñaciones. «Esta es tu primera gran noche, Paula. Céntrate en disfrutarla». Con esa idea abrió la puerta.


Cuando Pedro la vio su corazón dio un pequeño brinco de alegría. Siempre había pensado que Paula era preciosa y esa noche superaba cualquier expectativa. Llevaba un vestido, prenda poco habitual en ella, que le sentaba a la perfección. Su pecho se llenó de orgullo. Cómo aquella hermosa mujer se había fijado en él era increíble pero no pensaba desaprovechar su suerte. Veía a su chica, como le gustaba llamarla, muy encariñada y aquella noche iban a romper su primera barrera. Por fin quedaban con más gente, se acababa el miedo a que les vieran juntos. No entendía por qué se resistía tanto a que se supiera de su relación aunque poco a poco vencería sus reservas. Y esa era la primera de muchas noches.


Reaccionó al darse cuenta de que pasaban los segundos e Paula lo miraba, nerviosa. ¿Acaso no le gustaba? Se estaba preguntando ella ante su silencio. Quizá esperara más sofisticación. A lo peor…


—Estás preciosa. —¿Había una palabra para decir que le tentaba tanto que deseaba arrodillarse y pedirle matrimonio, y que no la asustara?—. Sé que suena a poco pero no sé cómo decirte lo increíble que estás. Estás… estás… Joder, Paula, de veras que no tengo palabras.


No fue lo que dijo. Fue cómo lo dijo. De un tirón lo metió dentro de casa y lo besó con fiereza. En el momento que sus bocas se rozaron Pedro se sintió perdido y se aferró a ella, a su boca, como si nada más tuviera sentido. El beso se prolongó e Paula comenzó a acariciarle la espalda, acercándolo más. Fue él quien se separó con la respiración entrecortada.


—Si seguimos por ese camino —su voz enronquecida destilaba pasión en cada sílaba— me temo que no saldremos nunca. Y no te has arreglado tanto para que te quite la ropa en menos de un minuto, ¿verdad?


Lo pensó unos momentos y extrañamente no quiso que la desvistiera. O no todavía, al menos. Le acarició la nariz con el dedo índice.


—Pues me temo que no. Tendrás que esperar. ¿O crees que es a ti a quien pretendo impresionar esta noche?


Le besó la mano al tiempo que sonreía.


—Pretendes robarle el corazón a mis amigos, ¿no? —bromeaba—. ¿Acaso no tienes suficiente con el mío? ¿Los coleccionas?


No pudo contestar. ¿Tendría de verdad su corazón? La perspectiva de que estuviera enamorado de ella la inundó de felicidad. «Lo lograrás», se prometió. Cogida de su brazo salieron juntos hacia el restaurante.


Había pasado algo más de media hora desde que llegaran. 


Paula estaba encantada. Con un Martini en la mano sonreía abiertamente. Los amigos de Pedro eran fantásticos y se veía a la legua que trataban de hacer que se sintiera cómoda. Él se mantenía todo el tiempo a su lado, acariciándole el brazo o la cintura con cariño. Pedro le había dicho que tenía su corazón, los amigos estaban satisfechos con su relación… ¿qué más podía pedir? Solo era cuestión de tiempo, de no precipitar las cosas. En unos pocos meses estaría preparada para confesarle sus sentimientos y hacer partícipe de ellos a su familia. Quizá en semanas… Mimosa se giró para besarle la mejilla. Y entonces los vio y se quedó helada.


Pedro notó cómo Paula se tensaba y se giró hacia la puerta, preocupado. Entonces vio que se acercaban y sonrió, extrañado pero feliz de la casualidad.


—Papá, mamá, ¿qué hacéis aquí?


Carmen, la madre de Pedro, apenas le hizo caso. Solo parecía tener ojos para Paula. El silencio se prolongó y fue su padre quien lo rompió. De entre todas sus primas siempre había mostrado predilección por ella.


—Bueno, bueno, mira a quién tenemos por aquí, Carmen: Paula Chaves ni más ni menos. —Le besó la mejilla, sonriendo de oreja a oreja—. No me digas que por fin mi hijo ha decidido hacer algo más que mirarte.


Se sonrojó al tiempo que le devolvía el gesto. Pedro padre siempre había bromeado sobre ellos, diciendo que a qué esperaba su hijo para pedirle salir. La broma se remontaba al menos a veinte años atrás y era ya casi un saludo. Un saludo que la violentaba mucho, por cierto.


—Papá, no la espantes.


—Que no te espante a ti, quieres decir. —Reaccionó al fin, besando a Carmen y sonriendo, algo forzada.


Sus padres notaron la tensión y tras varias preguntas educadas se despidieron de ambos, saludaron a los dueños del local y cinco minutos después desaparecieron. Pero el daño ya estaba hecho. Paula pasó la siguiente hora en silencio, sin participar apenas en ninguna conversación. Y en cuanto pudo pidió irse aduciendo un dolor de cabeza repentino.


Aún no habían arrancado el coche cuando estalló.


—Podrías haberme dicho que ibas a decirles a tus padres que vinieran. Hubiera sido un detallazo, la verdad.


—Paula. —El tono de él era de advertencia, lo que la crispó todavía más. La tensión de la última hora explotó a lo grande.


—¡¡Joder, Pedro, me has traído aquí engañada!!


Estalló también él. ¿Pero qué narices le pasaba a ella?


—¿Te he engañado? ¿Yo te he engañado? Quizá eres tú quien me lleva engañando todo este tiempo si coincidir con mis padres te parece una traición.


—No. Ni se te ocurra. Ni pienses en hacerme sentir culpable a mí cuando la culpa de esto es tuya.


—¿Culpa? ¿Pero qué culpa? Por el amor de Dios, hemos coincidido, nada más.


—¿Coincidido? Yo no creo en las coincidencias. —Su voz había subido el tono, parecía rayar la histeria—. Por eso insististe tanto en esta cena, ¿no es cierto? Pretendías forzarme a algo que yo no quería hacer.


—Mira, ya que estamos podrías explicarme a qué coño vienen tantas reticencias, si no te importa.


La furia de él la hizo sentirse extrañamente vacía. Antes de saber lo que iba a decir, antes de poder interrumpirse, le espetó:
—Después de lo que ha ocurrido esta noche ya no merece la pena explicar nada. Llévame a casa, por favor, y olvídate de que lo nuestro ocurrió alguna vez.








sábado, 5 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 23




Paula entró en el despacho de Pedro con el móvil en la mano. No esperó a sentarse.


—Este fin de semana mi madre quedó para jugar a las cartas con mis tías. Y las consecuencias han sido desastrosas.


Levantó la vista de los papeles y la miró subyugado. Hacía apenas unas horas que se habían separado después de un fin de semana memorable y la veía más hermosa que nunca. 


Si eso no era amor no sabía qué más podía ser. De buen humor le siguió el juego.


—¿No irás a decirme que se ha jugado tu herencia a una partida al cinquillo y lo ha perdido todo?


Paula no pudo evitar reír.


—Graciosillo. Tú solo escucha.


Marcó el número del buzón de voz.


«Tiene cinco mensajes.»


«Habla por el agujero, cariño —era la voz de su hermana. Después llegó la voz cantarina de su sobrina—. La tía tiene novio, la tía tiene novio… Bieeeeeeen.»


Piiiiiiii.


«Paula, soy Clara. Corre un rumor terrible sobre ti —había jocosidad en su voz—. ¡¡Dicen que te estás tirando a alguien!! Yo que tú lo desmentiría, no sea que alguien piense que tienes sentimientos… Llámame, perri, que lo quiero saber todo.»


Piiiiiiii.


«¿Cómo es posible que las madres se enteren antes que las primas de tu vida personal? —era su prima mayor—. Muy mal, Paula. Ahora tendremos que quedar sin ti a tomar café para criticarte. Si es que de donde no hay…»


Piiiiiiii.


«Bueno, bueno. ¡¡¡¡Tu prima pequeña también lo sabe!!!! ¿Es alguien conocido? Estoy pensando en hacer una lista de apuestas.»


Piiiiiiii.


«Paula, soy Belén, llámame ya. Por favor, por favor, por favor, llámame a mí antes que a las demás que estoy embarazada de ocho meses y muy aburrida. Gracias.»


Pedro le costaba contener la risa.


—No te atrevas a reírte. Esto es serio.


Trató de mostrarse solemne.


—Ya veo, cariño. Es terrible. Tus primas se preocupan por ti. Si es que estas Chaves…


Le miró desdeñosa.


—Mis primas son unas cotillas de primera. No lo entiendes…


—Paula, tengo cuatro hermanas. Lo entiendo perfectamente.


—Pero las Alfonso son discretas…


—Eso es cierto. Pero reconoce que tu clan es muy ingenioso. Tú harías lo mismo si alguna de ellas… Espera, ¡eres la única sin pareja! Ahora sí te compadezco…


No pudo evitar una sonrisa. Solo él la haría reírse en una situación como aquella. Si eso no era amor no sabía qué más podía ser.


—Ya te veo; muy compungido, por cierto. Pero quizá les diga que eres tú solo para que te martiricen y me dejen espacio.


El comentario los dejó paralizados a los dos. Paula porque supo que a él no le gustaba el hermetismo de su relación; Pedro porque no quería bromas al respecto.


—Ya. Bueno. ¿Trabajamos un rato?


Se sentó frente a él y comenzaron a revisar cifras. El buen ambiente se marchitó. Y ella supo que no fue solo porque estaban trabajando.


Pasaron tres horas antes de parar a almorzar. Durante el café, Pedro le habló de un nuevo restaurante que abrían un par de amigos de su pandilla.


—Lo inauguran el viernes. ¿Te apetece ir?


—No sé, en las inauguraciones hay un montón de gente…


—Dios no quiera que nos vean. Entiendo. —Su enfado era evidente.


No quería enfadarle. No después del fin de semana que habían pasado. No cuando quería ir. No cuando…


—No, espera. No es eso. —Le sonrió, indecisa—. Es porque cuando hay mucha gente la comida no es buena, y ya sabes que yo me tomo la comida muy en serio.


Era un eufemismo. Era una tragona de primera. A él no le hizo gracia.


—Ya; vale. Otra vez será.


Pero no, no valía, él estaba enfadado. Paula hubo de ceder.


Quiso ceder.


—De acuerdo, llama a tus colegas y reserva mesa. Pero como me quede con hambre…


Sonrió, contento.


Y pasó el resto de la semana ilusionado. Por fin podría presentar a su chica a sus amigos. Se moría por presumir ante ellos de la mujer de sus sueños.











ATADOS: CAPITULO 22




Paula se despertó desorientada. Sintió una presencia a su lado, en la cama, y se volvió. Pedro estaba profundamente dormido. Se permitió observarlo a placer. 


Tenía unas pestañas espesas, una boca que relajada sugería cientos de besos, unas cejas rectas, perfectas, y una frente ancha. Su pelo castaño, alborotado, pedía a gritos ser acariciado. Pasó varios minutos mirándole, soñando con despertarse a su lado todos los días de su vida. Su mano, con voluntad propia, alcanzó la mejilla, áspera por la incipiente barba, y rozó apenas su piel. Poco a poco Pedro fue despertándose y cuando abrió los ojos y la vio a su lado una sonrisa perezosa se dibujó en su boca.


—Jamás hubiera dicho que fueras de las que se levantan de buen humor.


Ella sonrió, feliz porque sí.


—En realidad no lo soy. O no lo era hasta esta mañana al menos.


Ese comentario le valió un beso. Paula se dejó hacer al tiempo que sus manos acariciaban con más urgencia.


—¿Paula? —La voz de su madre resonó—. ¿Cariño?


Mierda. Definitivamente iba a tener que quitarle las malditas llaves. ¿Qué hacía allí a esas horas? Miró a su alrededor en busca del despertador que parecía haberse escondido detrás de una caja de comida china para llevar que la noche anterior se habían tomado fría después de hacer el amor. 


¡¡Las once!! Habían dormido muchísimo. Y tan a gustito…


—¿Paula? —repitió su madre de nuevo, más cerca esta vez.


Se dejó de ensoñaciones y miró suplicante a Pedro.


—Ni lo sueñes. No pienso meterme debajo de la cama —susurró, y la interrumpió antes de que tratara de convencerle—. Con treinta y cuatro años es humillante.


—¡Mamá, espera un segundo por favor! —sonaba desesperaba, que era tal y como se sentía.


Pedro se compadeció de ella.


—No saldré de aquí, no delataré quién soy por más que me apetezca. Pero no me esconderé. —Su tono no admitía réplica—. Sal y dile a tu madre que estás ocupada haciendo el amor con un hombre maravilloso que te satisface…


—Shhh. Cállate. —Y gritó a su madre—: Salgo en un momentito.


Se puso el pijama y bajó al comedor. Su madre llevaba una funda de ropa. Debía de ser el maldito vestido para la boda. 


Dios, tenía el don de la inoportunidad. Pero no era tonta y se había percatado de lo que ocurría. Se la veía azorada.


—Cariño, perdona, no pensé…


Paula dejó que se disculpara, abrió la cremallera de la funda, sacó el vestido y lo miró a conciencia antes de dar su aprobación y pidió a su madre que se marchara prometiéndole visitarla al día siguiente para verle la prenda puesta y elegir con qué joyas y calzado iría mejor. Una vez cerrada la puerta giró el pestillo para evitar futuras incursiones. ¿Quién más tenía llaves? Su hermana, su padre, un amigo que vivía cerca, su abuela… Joder, igual debía cambiar la cerradura y dejar correr lo de las copias.


Volvió a subir. Pedro la esperaba en el mismo sitio, sonriente.


—¿Ves? No ha sido tan duro.


Frunció el ceño.


—Sí lo ha sido. Ya podrías haber colaborado un poco. Mi madre me ha pillado con un tío en mi casa a las once de la mañana. Y sabía que estabas en mi cama.


—Cariño —su tono era conciliador—, tienes edad suficiente.


—Es la primera vez —admitió refunfuñada.


Le dio una palmada en el trasero y la acercó a él para abrazarla apoyando su pequeña espalda contra su ancho pecho.


—¿Tu primera vez con un hombre? —bromeó—. Mmmm, pues tienes un don natural para el sexo porque ha sido memorable.


Rio a su pesar y se dejó abrazar, apoyándose en su hombro, volviéndose un poco para poder mirarle.


—Nooo, bobo, la primera vez que me sorprende —continuó ante la pregunta no formulada—. No porque no haya coincidido. Con mi madre es cuestión de probabilidad. Es que nunca traigo hombres aquí.


Pedro se quedó callado, demasiado sorprendido para hablar, pero cerró más el cerco de sus brazos. Paula dejó de mirarle y continuó nerviosa.


—Es que este es mi sitio, mi lugar. No quiero a nadie merodeando. Que nadie pase y llame y se quede. Cuando… cuando lo hago —se sonrojó aunque él no pudiera verlo—, nunca es aquí. O es en su casa o en un hotel.


Se juró que no seguiría hablando. Intentó zafarse de él, incluso. Pero Pedro no se lo permitió. Se sentía honrado. La volvió y le apartó unos mechones que le caían por la cara, le acarició las mejillas con ternura y la besó. Y poco a poco la dejó caer sobre el colchón y se dispuso a demostrarle cuán privilegiado se sentía.


El domingo por la noche, cuando se separaron, Pedro volvía en el coche pensando todavía en ello. Así que su preciosa Paula solo le había permitido a él entrar en su casa. Quizá después de todo ella sí estaba haciendo cesiones. No las que él quería ni al ritmo que él quería, pero avanzaban.


Esperanzado, se prometió que para la boda de Amadeo, dos meses después, irían de la mano. Cómo lo lograría era otra historia. Pero estaba seguro de que el viernes había ganado muchos enteros al presentarse por sorpresa. Al margen de la cartulina se había alegrado de verle. Y habían pasado el fin de semana juntos y solos. Paula no había quedado con sus amigos a pesar de que le habían llamado en varias ocasiones.


Ya no parecía obsesionada en que nadie supiera que estaba con alguien.


Optimista, pensó cuál sería su siguiente movimiento.


Mientras Paula trataba de adivinar a cuántas personas les diría su madre que tenía pareja. Peor, diría que su hija, con treinta y cuatro añazos, tenía novio. Uffff, iba a ser duro. Su hermana, sus primas, sus amigos… todos preguntarían. Y no estaba preparada para contestar.


Aunque después de aquel fin de semana cada vez le costaba más recordar las razones por las que lo suyo nunca funcionaría.








ATADOS: CAPITULO 21




Él no habló. Su cara le dijo primero que no lo esperaba y después que se alegraba de verle. Que se alegraba muchísimo. Y acto seguido se lo demostró.


En el momento que creyó lo que estaba viendo, que interiorizó que Pedro estaba allí, reaccionó. Lo tomó por las solapas del traje de chaqueta que llevaba y lo metió en su casa. No hubo resistencia. Dio un puntapié a la puerta y lo apoyó contra esta y durante más de un minuto se dedicó a besarle, a deslizarle la lengua por el cuello, a darle pequeños mordisquitos mientras él no podía tocarla porque tenía ambas manos ocupadas y los brazos abiertos.


Solo cuando necesitó de su contacto, cuando se le hizo imperativo, sin dejar de besarle tiró de nuevo de las solapas y lo acercó a la pequeña cómoda de la entrada. Tomó la bolsa de comida china que portaba en una mano y la dejó con descuido en un extremo. Cogió después la cartulina con delicadeza e inició un reguero de besos por el cuello. Abrió el enorme cajón que había tras ella y guardó como pudo su precioso cartel. Cerró con la cadera mientras sus labios regresaban a la boca que le esperaba impaciente.


Una vez liberadas las manos Pedro, enredó una en su melena y la otra en el muslo y la pegó a él, levantándole la pierna y ciñéndola a su pelvis, dejando que se encontraran sus caderas y se mezclaran sus deseos mientras el beso se tornaba más húmedo. Gimió. Y Paula se volvió más pasional. Le encantaba escucharle gemir y saber que era por ella por quien perdía el control.


Tiró del nudo de la corbata y la dejó caer con descuido en el suelo. La chaqueta cayó cerca y le pasó las manos por los hombros y el pelo. Le encantaba su pelo. Se deleitó peinando con los dedos sus gruesos mechones y dejando que fuera él quien marcara el ritmo del beso.


Continuó con los botones de la camisa. Fue quitándolos uno tras otro, pero cuando quiso sacarla se encontró con que los puños se cerraban con gemelos.


—Jodidos gemelos… —se quejó contra su boca.


Pedro sonrió ante su apasionada queja y se apartó de sus labios.


—Yo me quito la camisa y tú el suéter.


Vio cómo se le nublaban los ojos ante la idea de que se desvistiera. Se quitó el suéter que llevaba, se sentó sobre la cómoda y esperó, atenta a sus movimientos.


Sintiéndose extraño se quitó la camisa. A ella le gustaba así que se quitó los zapatos y los calcetines y continuó con el cinturón. Los ojos verdes de Paula lo devoraban.


—¿Quieres que siga?


—Quítate los pantalones —le pidió con voz ronca.


Se bajó la cremallera despacio y los dejó caer. De una patada los apartó y se quedó enfrente suyo, dejándose mirar, disfrutando de verla tan excitada.


—Los calzoncillos —le exigió.


—Después de ti —le respondió.


Paula lo miró fijamente unos segundos. Se puso en pie y se quitó los pantalones. El resto de su ropa cayó prenda a prenda. Ya desnuda quiso acercase a él pero Pedro la tomó por la cintura y la subió de nuevo a la cómoda y se abalanzó sobre ella. Más que besarla la devoró. Sus manos le sujetaban la cabeza mientras se deleitaba en su boca. Bajó después por el cuello hasta sus pechos, donde se dio un festín mientras sus manos seguían errantes por su estómago, sus muslos, hasta llegar donde ella esperaba con impaciencia. Introdujo un dedo en ella y la escuchó jadear.


Lo movió deliberadamente despacio y ella se hizo atrás y se dejó hacer, ida, jadeante.


Pero cuando se le unió un segundo dedo e imprimió un ritmo mayor Paula lo separó de sus pechos y lo pegó a su cara.


Pedro. Desnúdate. Ahora.


No necesitó más alicientes. Se quitó los calzoncillos tan rápido como pudo y quiso agacharse a buscar su cartera.


—Tomo la píldora —le dijo atrayéndolo a su cuerpo, introduciéndolo en ella.


Y sus cuerpos se fundieron y dejaron de pensar. No hubo palabras o caricias, solo embestidas frenéticas. Estaban ávidos el uno del otro y no podían esperar.


—Paula —le dijo a punto de estallar—.Paula, por favor, ahora.


Necesitaba que llegara con él. Y lo hizo. Sus palabras fueron el último empujón hacia un orgasmo que no había dejado de cimentarse y crecer desde que abriera la puerta. Y en cuanto sintió cómo se dejaba ir, cuando su cuerpo lo envolvió y gritó también él se dejó llevar como nunca hasta entonces.


Se mantuvieron abrazados unos minutos, satisfechos y a gusto tal y como estaban.


—Creí que no te gustaban las sorpresas.


Sonrió ella.


—Y no me gustan.


—Pues si esta es tu reacción cuando no te gustan…


—Es la comida china lo que me apasiona, en realidad.


Pedro rio.


—Será mejor que me vista y vaya poniendo la mesa entonces. —A ella le sonaron las tripas. Sonrieron los dos—. ¿Tienes hambre? Yo estoy famélico.


Paula asintió.


—Sí, lo cierto es que sí. Pero no pongas la mesa. Acabo de decidir que la comida china me gusta cenármela en la cama. —Se ganó una mirada de órdago. Saltó de la cómoda y le dio una palmada en el trasero—. Y tampoco te vistas. Creo que me gusta comerla desnuda.


Cenaron en su dormitorio.


Y Paula le explicó qué más le gustaba de la comida china.