sábado, 5 de septiembre de 2015
ATADOS: CAPITULO 22
Paula se despertó desorientada. Sintió una presencia a su lado, en la cama, y se volvió. Pedro estaba profundamente dormido. Se permitió observarlo a placer.
Tenía unas pestañas espesas, una boca que relajada sugería cientos de besos, unas cejas rectas, perfectas, y una frente ancha. Su pelo castaño, alborotado, pedía a gritos ser acariciado. Pasó varios minutos mirándole, soñando con despertarse a su lado todos los días de su vida. Su mano, con voluntad propia, alcanzó la mejilla, áspera por la incipiente barba, y rozó apenas su piel. Poco a poco Pedro fue despertándose y cuando abrió los ojos y la vio a su lado una sonrisa perezosa se dibujó en su boca.
—Jamás hubiera dicho que fueras de las que se levantan de buen humor.
Ella sonrió, feliz porque sí.
—En realidad no lo soy. O no lo era hasta esta mañana al menos.
Ese comentario le valió un beso. Paula se dejó hacer al tiempo que sus manos acariciaban con más urgencia.
—¿Paula? —La voz de su madre resonó—. ¿Cariño?
Mierda. Definitivamente iba a tener que quitarle las malditas llaves. ¿Qué hacía allí a esas horas? Miró a su alrededor en busca del despertador que parecía haberse escondido detrás de una caja de comida china para llevar que la noche anterior se habían tomado fría después de hacer el amor.
¡¡Las once!! Habían dormido muchísimo. Y tan a gustito…
—¿Paula? —repitió su madre de nuevo, más cerca esta vez.
Se dejó de ensoñaciones y miró suplicante a Pedro.
—Ni lo sueñes. No pienso meterme debajo de la cama —susurró, y la interrumpió antes de que tratara de convencerle—. Con treinta y cuatro años es humillante.
—¡Mamá, espera un segundo por favor! —sonaba desesperaba, que era tal y como se sentía.
Pedro se compadeció de ella.
—No saldré de aquí, no delataré quién soy por más que me apetezca. Pero no me esconderé. —Su tono no admitía réplica—. Sal y dile a tu madre que estás ocupada haciendo el amor con un hombre maravilloso que te satisface…
—Shhh. Cállate. —Y gritó a su madre—: Salgo en un momentito.
Se puso el pijama y bajó al comedor. Su madre llevaba una funda de ropa. Debía de ser el maldito vestido para la boda.
Dios, tenía el don de la inoportunidad. Pero no era tonta y se había percatado de lo que ocurría. Se la veía azorada.
—Cariño, perdona, no pensé…
Paula dejó que se disculpara, abrió la cremallera de la funda, sacó el vestido y lo miró a conciencia antes de dar su aprobación y pidió a su madre que se marchara prometiéndole visitarla al día siguiente para verle la prenda puesta y elegir con qué joyas y calzado iría mejor. Una vez cerrada la puerta giró el pestillo para evitar futuras incursiones. ¿Quién más tenía llaves? Su hermana, su padre, un amigo que vivía cerca, su abuela… Joder, igual debía cambiar la cerradura y dejar correr lo de las copias.
Volvió a subir. Pedro la esperaba en el mismo sitio, sonriente.
—¿Ves? No ha sido tan duro.
Frunció el ceño.
—Sí lo ha sido. Ya podrías haber colaborado un poco. Mi madre me ha pillado con un tío en mi casa a las once de la mañana. Y sabía que estabas en mi cama.
—Cariño —su tono era conciliador—, tienes edad suficiente.
—Es la primera vez —admitió refunfuñada.
Le dio una palmada en el trasero y la acercó a él para abrazarla apoyando su pequeña espalda contra su ancho pecho.
—¿Tu primera vez con un hombre? —bromeó—. Mmmm, pues tienes un don natural para el sexo porque ha sido memorable.
Rio a su pesar y se dejó abrazar, apoyándose en su hombro, volviéndose un poco para poder mirarle.
—Nooo, bobo, la primera vez que me sorprende —continuó ante la pregunta no formulada—. No porque no haya coincidido. Con mi madre es cuestión de probabilidad. Es que nunca traigo hombres aquí.
Pedro se quedó callado, demasiado sorprendido para hablar, pero cerró más el cerco de sus brazos. Paula dejó de mirarle y continuó nerviosa.
—Es que este es mi sitio, mi lugar. No quiero a nadie merodeando. Que nadie pase y llame y se quede. Cuando… cuando lo hago —se sonrojó aunque él no pudiera verlo—, nunca es aquí. O es en su casa o en un hotel.
Se juró que no seguiría hablando. Intentó zafarse de él, incluso. Pero Pedro no se lo permitió. Se sentía honrado. La volvió y le apartó unos mechones que le caían por la cara, le acarició las mejillas con ternura y la besó. Y poco a poco la dejó caer sobre el colchón y se dispuso a demostrarle cuán privilegiado se sentía.
El domingo por la noche, cuando se separaron, Pedro volvía en el coche pensando todavía en ello. Así que su preciosa Paula solo le había permitido a él entrar en su casa. Quizá después de todo ella sí estaba haciendo cesiones. No las que él quería ni al ritmo que él quería, pero avanzaban.
Esperanzado, se prometió que para la boda de Amadeo, dos meses después, irían de la mano. Cómo lo lograría era otra historia. Pero estaba seguro de que el viernes había ganado muchos enteros al presentarse por sorpresa. Al margen de la cartulina se había alegrado de verle. Y habían pasado el fin de semana juntos y solos. Paula no había quedado con sus amigos a pesar de que le habían llamado en varias ocasiones.
Ya no parecía obsesionada en que nadie supiera que estaba con alguien.
Optimista, pensó cuál sería su siguiente movimiento.
Mientras Paula trataba de adivinar a cuántas personas les diría su madre que tenía pareja. Peor, diría que su hija, con treinta y cuatro añazos, tenía novio. Uffff, iba a ser duro. Su hermana, sus primas, sus amigos… todos preguntarían. Y no estaba preparada para contestar.
Aunque después de aquel fin de semana cada vez le costaba más recordar las razones por las que lo suyo nunca funcionaría.
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