viernes, 4 de septiembre de 2015
ATADOS: CAPITULO 18
Era viernes y estaban juntos en el despacho de él trabajando. Había pasado una semana desde su regreso y seguía en la última planta. No había necesitado un día para darse cuenta de que no la necesitaba para manejar al personal de la Caja; era extremadamente eficiente. Pero Paula no se lo había hecho notar por dos razones: la primera y más obvia porque podía pasar todo el tiempo a su lado; y la segunda, más profesional, era que estaba aprendiendo muchísimo sobre estrategia empresarial. A cada momento lo admiraba más. Era inteligente. No, más que eso: Pedro era brillante.
«Demasiado brillante para ti. Es taaaan listo que no tardará en darse cuenta de que tú no eres su pareja ideal. Mira Paula, hemos quedado que nos íbamos a dejar de chorradas y a divertirnos, así que déjate de monsergas y céntrate en él.
Dios, qué bueno está…».
El móvil la sacó de sus ensoñaciones y lo agradeció. Le preguntó con la mirada si le importaba que lo cogiera y con su consentimiento descolgó. No conocía el número.
—¿Sí?
Resultó ser Rafa, el bombero que había visto quince días antes. No la había llamado antes porque había estado de apoyo en otro retén. Quería quedar el sábado. Paula le explicó que su sobrina cumplía cuatro años y lo celebraba ese día y aún no sabía si habían quedado a comer, merendar o cenar en familia. Anotó mentalmente que debería escuchar a su hermana con más atención cuando le llamaba. Se grabó el número y prometió mandarle un mensaje esa noche cuando supiera más sobre la fiesta de Alma. Colgó, levantó la vista y la mirada de Pedro se lo dijo todo. Aun así preguntó.
—¿Qué?
No se lo podía creer. ¿De verdad estaba quedando con otro tío delante de sus narices? Y no con cualquier otro tío, no, con el maldito bombero. Y le miraba como si fuera él el raro. ¿Cuál era su problema?
—¿Has quedado con un bombero para cenar?
—Todavía no sé si será cena, comida o un café. O nada. —Se supo obligada a justificarse—. Y no me mires así, es una cita inocente para hablar con un viejo amigo del colegio.
—No es un viejo amigo del colegio. —Trataba de mantener la calma, pero cada vez le costaba más—. Es un bombero.
—¿Tienes algún trauma infantil con los bomberos o qué?
Soltó la estilográfica y se pasó la mano por el mentón, a punto de perder los nervios. Ella lo observaba maravillada.
No había pretendido ponerle celoso, en realidad no había pretendido nada, pero era interesante verle perturbado.
—Paula, estamos juntos, no puedes tener citas con un tío que está más que interesado en ti.
En definitiva: estaba celoso. «Yupii». Quiso llevarlo al límite solo por diversión, aun sabiendo que no era sano. Pero los celos le eran un sentimiento casi ajeno.
—¿Por qué? Seguro que Amparo te ha estado llamando estos días y tú le has cogido el teléfono. Es más, y para colmo, no me lo habrás contado.
—Por supuesto que sí. Amparo no ha dejado de llamar intentando arreglarlo. —Ante su gesto triunfal continuó—: Pero hay una pequeña diferencia, Paula.
—¿Cuál, Pedro, si puede saberse? —Su tono era tan autosuficiente como el que acababa de escuchar.
—Que yo no tengo ninguna intención de quedar con ella.
Mierda. Eso era incontestable. Pero de veras que no había pretendido nada. Solo quedar con un viejo amigo, sin más pretensiones. Estaba con Pedro, o eso creía, y no iba a estropearlo con otro por muy bombero que fuera.
Eso era lo que ocurría cuando pasabas tanto tiempo sin una relación estable, se te olvidaban las normas más básicas como «no quedes con nadie que no sea tu chico». Joder, pues no pensaba explicarle que hacía siglos que no tenía novio. Igual se reía; o peor, pensaba que ella le estaba pidiendo que fueran novios. Enrojeció violentamente ante la idea.
Pedro volvió a coger la pluma, intentó escribir algo y la volvió a soltar.
—Huyes de mí, Paula.
—No me he movido ni un ápice. —Sonrió, pero a él no le hizo ninguna gracia.
—Tienes razón, no huyes. Me echas. Cada vez que me acerco me apartas, me rechazas. —Le tomó la mano—. Si necesitas tiempo para ordenar algo que dejaste a medias antes del fin de semana pasado dímelo y te esperaré. Si necesitas espacio para hacerte a la idea de que estamos juntos, dímelo y daré un paso atrás. Pero no me apartes, Paula, porque no tengo intención de irme a ningún sitio.
Se quedó quieta, asumiendo lo que acababa de oír. Estaban juntos. Y él era tan estupendo que se lo había dicho de la forma más estupenda. Y de nuevo ese era el tema. Él era estupendo siempre, Pedro «el Estupendo», y ella una arpía.
Se enfadó consigo misma al darse cuenta que de nuevo no estaba a su altura. Iba a replicar una sandez, pero se refrenó a tiempo. Optó por ser sincera, aunque sin pasarse. Sería una novedad con él.
Pedro esperaba alguna salida de tono por su parte. Siempre le soltaba una fresca cuando la contrariaba. Por eso se sorprendió con su siguiente frase.
—Eres estupendo. Es increíble que siempre digas lo correcto.
Y por su tono.
—¿Por qué eso no me suena a elogio? —La mentalidad de ella le fascinaba. Otra persona no lo hubiera dicho como si fuera un insulto.
Ella hizo un mohín y continuó.
—Porque no lo es en realidad. ¿Sabes lo frustrante que es que siempre digas o hagas lo correcto en el momento correcto? Haces que los demás parezcamos… parezcamos poca cosa.
Alucinó. ¿Ella lo consideraba perfecto? ¿Ella? ¿La mujer más increíble del mundo lo consideraba perfecto a él? Era extraño, siempre pensó que lo tenía por un aburrido. Le invadió la satisfacción. La miró a los ojos y vio que lo decía realmente frustrada. La corrigió.
—Paula, yo no soy precisamente perfecto. Y desde luego no siempre hago lo correcto. Hace unos meses por poco me caso con una… una mujer que me ponía los cuernos y soy tan estúpido que no solo tardé meses en darme cuenta sino que por poco no puedo ni darme el gusto de dejarla y es ella la que me tiene que dejar a mí. —Ella le escuchaba atentamente—. Créeme, soy esencialmente imperfecto.
Joder, pues era cierto. El muy estúpido casi se casa con Amparo. Lo miró con ojo crítico. Quizá después de todo no era tan listo, ni tan perfecto. «Pero está como un tren», pensó infantil. Se sentía pletórica. Si lo analizaba con atención, en esa historia él había sido menos correcto que ella. Quizá después de todo sí estaba a la altura sencillamente porque él no estaba tan alto. El saberlo humano la hizo tan feliz que le plantó un sonoro beso en la boca mientras reía.
El problema resultó que mientras elucubraba sobre los errores de Pedro no había oído la puerta y Gómez había sido testigo de su arranque de cariño. Este, que rara vez perdía la compostura, estaba estupefacto. Le sonrió mientras se levantaba para irse.
—No puedes contarle esto a nadie, Gómez. Seguro que el secreto profesional te obliga. Además —le guiñó un ojo—, si te chivas se lo diré al jefe y le pediré que te eche.
Pedro soltó una carcajada. Gómez también sonrió. Los encaró a ambos, divertida.
—¿Qué? Podría hacerlo. —Y bajó la voz, como si fuera a contarles un secreto—: Me lo estoy tirando.
Dicho esto salió de la habitación sin mirar atrás.
ATADOS: CAPITULO 17
Regresaban a casa. Habían pasado un fin de semana maravilloso, solos. Habían ocupado su tiempo haciendo el amor, comiendo y durmiendo como si el resto del mundo no existiera. Como por acuerdo tácito, ninguno de los dos había mencionado a Amparo, o a Gómez, o el tema de la anulación del matrimonio. Y desde luego Pedro no había vuelto a insinuar que hablaran con sus respectivas familias.
Compartían un taxi. La acompañaría a casa, la ayudaría con su equipaje y regresaría a la suya en el mismo transporte.
Paula estaba inusitadamente callada, pero no necesitaba preguntar en qué estaba pensando. Era obvio que su negativa a hacer público lo suyo era lo que la mantenía en silencio y Pedro trataba de respetar sus pensamientos manteniéndose callado también. Le preocupaba mucho que no quisiera que nadie supiera de su relación. No sabía si era porque no pretendía mantener una relación con él, no más allá de aquel fin de semana, porque él acababa de romper su compromiso y la gente asociaría ambas cosas o por algo más profundo que, por más que se esforzaba, no lograba comprender. Paula no era de las que se amilanaban por las apariencias. Era discreta, sí, pero no se escondía. Seguro que era porque no quería que nadie la relacionara con su ruptura con Amparo. Se negaba a creer otra cosa a pesar de que su mente no dejaba de repetirle que algo no iba bien.
Una vez en su casa, bajó del taxi, cargó con sus maletas, tomando sus llaves le abrió la puerta y se despidió con un suave «buenas noches» y una caricia dulce en la mejilla. No quería presionarla, era innegable que no estaba preparada para hablar de lo que empezaba a florecer entre ellos. Y probablemente si él decía algo sería que la amaba, que siempre la había amado, lo que o bien la asustaría o la haría reír, dado que hasta hacía nada estaba pensando en casarse con otra. Resignado, volvió a subirse al vehículo y dio su dirección, poniendo rumbo a su propia casa.
El lunes por la mañana Paula se presentó en su despacho con un par de cajas. Recogió sus cosas y las dejó a un lado.
Pediría a alguien que le ayudara a trasladarlas. La pregunta del millón era adónde. Su anterior despacho estaba ocupado ahora y no tenía dónde ir. Lo que le daba la excusa perfecta para ver a Pedro a pesar de que temía verle y que él la dejara. Estaba tratando de infundirse valor cuando llamaron a su puerta y el hombre de sus desvelos entró sonriente.
Cerró la puerta, se acercó y sin previo aviso y la besó con avidez. Paula se entregó al beso aliviada. Él se separó feliz hasta que vio las cajas. Frunció el entrecejo.
—¿Y eso?
—Ya no soy la mujer del jefe, ni accionista, ni nadie. Así que será mejor que vuelva a la realidad. Te agradecería que me dijeras dónde debo ir ya que mi empleo de recursos humanos se lo diste a otra.
La miró haciendo acopio de paciencia.
—Paula, nada ha cambiado, puedes seguir aquí.
Se sintió ofendida por su comentario sin saber por qué. Su vieja costumbre de atacarle surgió antes de que pudiera controlarla. Soez, le dijo:
—¿Es porque ahora follamos?
Pedro esperaba una salida de tono. Empezaba a entenderla y no solo a conocerla.
—No follamos, Paula. Y no, no es por eso. Necesito a alguien de confianza aquí.
—Sí, sí follamos, o como quieras llamarlo, si prefieres ir de finolis. Y en cualquier caso, yo no soy tu persona de confianza. Hace menos de un mes querías matarme.
Esa exasperante mujer era capaz de llevar dos conversaciones al mismo tiempo sin inmutarse, mientras que a él le costaba seguirla. ¿Sería cierto lo de que los hombres no podían hacer dos cosas a la vez?, se preguntó, irónico.
—De acuerdo, tú follas conmigo. Yo, que soy un ¿finolis?, te hago el amor. Y esto no tiene que ver con el magnífico sexo que compartimos sino con que conoces a todos los empleados de aquí y me vendría bien una ayuda en eso. Y no, no quería matarte, solo que firmaras unos malditos papeles que afortunadamente no firmaste. Y bien, ¿quieres trabajar a mi lado?
—¿Pretendes que sea tu secretaria? ¿Y qué entrará dentro de mis responsabilidades, chupárt…?
La calló de la mejor manera posible, besándola. Poco después interrumpió el beso. Ambos jadeaban.
—Paula, déjate de estupideces. De veras necesito a alguien que me ayude en esto. Sé de negocios bancarios, pero no de la red de oficinas. Tú conoces ambos mundos, me vendría bien una ayuda. Y como has señalado, tu puesto ya no está vacante. ¿Crees que podrías hacer algo constructivo en ese sentido o busco a otra persona?
Se sintió ridícula. ¿Por qué se empeñaba en mostrarse razonable cuando ella estaba siendo deliberadamente desagradable? Aceptó su propuesta. A fin de cuentas él tenía razón, ella podía aportar algo a la empresa. Y además eso le permitiría verle a diario. Cambió de tema.
—¿Has anunciado ya a tu familia lo de la anulación?
—Sí, ¿y tú?
—Todavía no.
No lo había hecho porque en realidad no le había dado importancia al matrimonio. No creía en la institución en sí, para ella no eran más que papeles. No se había sentido casada y por eso no le importaba que se hubiera declarado nulo. En cualquier caso, su madre ya conocería la noticia si la familia de Pedro lo sabía.
A pesar de todo tenía una ligera sensación de pérdida.
Pedro nunca había sido suyo, su mente se lo repetía, pero su corazón le decía que ahora lo era menos que nunca.
Le molestó que ella no hubiera hablado con su familia sobre el fin de su matrimonio, pero se lo guardó. Ya tendría tiempo de abordar ese tema. Una victoria cada vez, esa era su estrategia. Y de momento había conseguido mantenerla en el despacho de al lado.
—¿Les has comentado también lo de Amparo?
—Sí. —No dijo más.
—¿Y? —le inquirió.
—Paula, no hablo de mi vida privada en el trabajo. Nunca mezclo lo personal con lo profesional. Así que si quieres saberlo, tendrás que cenar conmigo.
Era una buena táctica, pues así se aseguraba de que siguiera quedando con él. Aunque tuviera que inventarse mil historias, intentaría quedar con ella hasta vencer sus defensas, fueran cuales fueran. Sentía que tenía ante sí la oportunidad de conquistar al amor de su vida y no pensaba dejarla escapar. Ella le miraba, seductora.
—¿Nunca mezclas lo personal con lo profesional?
—Nunca en la empresa.
—¿Nunca?
Él negó con la cabeza.
—Nunca, es una norma inquebrantable
De nuevo ella le miraba. Ardiente.
—¿Quieres decir que si me desnudo e intento desnudarte a ti, fracasaría?
Pedro sintió que el deseo se apoderaba de él. Se acercó a la puerta, giró el pestillo y se volvió, con idéntico deseo.
—Bueno, todas las normas tienen sus excepciones…
Durante un buen rato la puerta del despacho se mantuvo cerrada.
Después, cada uno en su despacho, sus mentes llevaban derroteros diametralmente opuestos. Pedro estaba más convencido que nunca de que lo suyo sería para siempre, mientras que Paula pensaba en disfrutar de la relación mientras durara, sin querer pensar en un futuro juntos
ATADOS: CAPITULO 16
Paula se tapó con el edredón justo antes de que Amparo entrara en la habitación. Pedro, en cambio, se vio sorprendido. Nada más verla saltó de la cama desnudo y se encaró a ella, asegurándose de llamar su atención y relegando a Paula a un segundo plano para que su todavía prometida no supiera a quién pertenecía el apetecible cuerpo que se escondía bajo las sábanas.
—¡¡Pedro!! ¿Cómo has podido?
Lágrimas, gritos e insultos siguieron a la pregunta. Pedro no quiso interrumpirla, entendiendo que ella sola se bastaba y se sobraba en la conversación. Fueron un par de minutos de soliloquio que aprovechó para sacarla del dormitorio y llevarla a la pequeña sala de su suite. Ella forcejeó tratando de alcanzar la cama, pero él se lo impidió. Una vez fuera, se aseguró de cubrir la puerta mientras recogía sus pantalones y su camisa y se vestía. Tanto la ignoraba que no se dio cuenta de que había dejado de gritar y lloriquear hasta pasados unos segundos, hasta que la calma llamó su atención.
—¿Y bien?
Amparo le miraba expectante. Parecía obvio que le había dicho algo importante. ¿Habría roto el compromiso?
Esperaba que no. Sería el colmo no poder darse ese gusto.
Eso le pasaba por ser idiota. Idiota por liarse con tamaña arpía; idiota por no dejarla cuando la sorprendió con otro; idiota por estar soportándola en aquel momento cuando lo que quería era desnudarse de nuevo y volver a la cama con Paula, y por el resto de sus vidas si era posible. Aun así preguntó con voz perezosa.
—¿Y bien, qué, Amparo?
Se ofendió pero contestó.
—Que lo entiendo, que has estado sometido a mucha presión con lo de nuestro matrimonio y la compra de la Caja, que esto solo ha sido un desliz. Me costará mucho olvidarlo pero te perdono. Te quiero y no quiero que un error estropee lo que tenemos.
¿Alucinaba? ¿O habría bebido Amparo? ¿O todavía le duraban a él los efectos del asalto al minibar? Se sentía sobrio, después de la ducha y dos maravillosos… Su paciencia rebosó.
—Bien, gracias por perdonarme, Amparo, me lo merezco. —Vio que ella se acercaba, melosa. Le pasó los brazos por el cuello.
—Tendrás que compensarme por esto, pero te perdonaré. ¿Por qué no la echas y nos reconciliamos como corresponde?
Pedro le apartó los brazos con firmeza, con disgusto incluso.
—Te agradezco que me perdones, Amparo, pero eso no significa que yo te perdone a ti. —Por si acaso era necesario se explicó—: Tú no has sido precisamente el parangón de la fidelidad, querida.
—Es esa zorra de Paula, te ha envenenado la mente —gritó.
No. No más gritos y no más insultos.
—Yo sería más cautelosa al utilizar la palabra zorra, dado que no es ella quien me ha puesto los cuernos. —Hablaba con voz suave y Amparo lo conocía lo suficiente para saber que estaba al límite de su paciencia—.Y no, no ha sido Paula. Fui a tu casa el día del incendio, antes de comer.
La rubia encajó las piezas al tiempo que se le desencajaba la mandíbula. Se rehízo y quiso marcharse con la última palabra. A él no le importaba mientras se fuera de una vez
Paula le esperaba.
—Bien, perfecto. En realidad me importa una mierda. Sigue suspirando por la zorrita de Paula Chaves ; ella nunca te hará caso. He oído que es lesbiana. —Recogió su bolso, camino de la puerta. Se giró ya en el vano y se despidió con resentimiento—: Me acostaba con otros porque eres una mierda en la cama.
Pedro estaba seguro de que Amparo le oyó reír al salir por el portazo que escuchó.
Paula no perdía palabra desde el otro lado de la puerta.
Sabía que estaba mal escuchar conversaciones ajenas, su madre se lo había dicho cientos de veces, pero la tentación era enorme. Insalvable. Cuando oyó el portazo salió.
—No soy lesbiana. —Sonreía abiertamente, ignorando la ruptura que acababa de ocurrir—. Ni siquiera bisexual, así que olvídate de fantasías raritas de esas que tenéis los tíos.
También Pedro sonreía. Si ella quería dejar a Amparo en el pasado, por él perfecto.
—Vaya. —Chasqueó la lengua—. Por cierto, no soy una mierda en la cama.
Lo miró seria.
—Mmm, estoy tratando de recordar, pero no estoy muy segura.
—Ah, ¿no? —le respondió mientras volvía a quitarse la ropa.
Ella negaba con la cabeza.
—Me temo que había bebido de más.
—Ya, seguro que es eso. Paula, esa es la peor excusa del mundo para justificar un polvo. —La miró con tanto deseo que se sintió traspasada por su calor—. O para pedir otro.
Ya desnudo no podía ocultar que estaba excitado de nuevo.
—Pero funciona, ¿no?
Un rato después, ya saciados, profirió una carcajada al recordar los reflejos de ella. Le dio una palmada suave en el trasero.
—Has sido rapidísima al taparte, no ha llegado a verte.
—Afortunadamente, porque no quiero ser la que se cargó tu matrimonio por estar casada contigo y tu compromiso por acostarse contigo. Creo que puedo vivir sin que mi madre me grite durante los próximos diez años, gracias.
Pedro asentía.
—Sí, creo que es mejor que lo sepan por nosotros que por Amparo.
Paula se puso alerta. Se incorporó en la cama y su rostro se tornó serio.
—Qué sepan por nosotros, ¿qué?
—Que volvemos a estar juntos.
Eso hizo que saltara definitivamente de la cama.
—Nosotros no volvemos a estar juntos. —Hizo especial hincapié en el verbo—. Primero, porque jamás hemos estado juntos y segundo porque no estamos juntos.
Pedro sonrió, engreído. Sabía que ella nunca aceptaba bien las situaciones inesperadas y que iba a revolverse. Pero esta vez no se le escaparía de las manos. Llevaba toda su vida esperándola y no le dejaría huir.
—¿No?
—No —repitió ella mientras salía de la habitación, nerviosa, huyendo de la cama y de la intimidad que esta daba.
En la salita conectó su móvil mientras se vestía. Este empezó a vibrar con llamadas y mensajes. Pedro la siguió.
—Paula, te guste o no, estamos juntos en esto —le aclaró con voz paciente.
—Al margen de que me guste o no, tema que no voy a debatir contigo, lo que sí puedo asegurarte es que esa información no va a compartirse con nadie.
Se puso alerta. No le gustaba lo que ella comenzaba a insinuar.
—¿Quieres decir que podemos seguir acostándonos juntos, pero que no podemos decírselo a nadie?
Asintió sin mirarle, revisando sus mensajes. Prefería mirar al móvil que a él. Estaba nerviosa. Todos sus miedos habían aflorado de nuevo. Sí, había sido maravilloso y confiaba en que continuara siéndolo, pero no podían hacerlo público.
¿Qué pensaría todo el mundo? Pedro, el gran partido, había dejado a una rubia en teoría perfecta por la excéntrica de Paula. En cuanto se supiera alguien le haría entrar en razón y le diría que podía conseguir algo mejor que ella. Y no lo soportaría. Era preferible que nadie lo supiera, así tal vez él nunca caería en que ella no era la persona adecuada para él. Quizá si lo ataba a su cama por años y años… Un mensaje de Gómez llamó su atención. Lo abrió y lo leyó por encima justo cuando Pedro se le acercó y le quitó el móvil.
La puso frente a él y le habló ya exasperado.
—Paula, ¿qué es esto, el instituto? Por favor, no pasa nada porque se sepa que estamos juntos. —Rio contento al caer en lo apropiado de la situación—. Cariño, de hecho lo que acaba de ocurrir está bien incluso a los ojos de Dios. Estamos casados.
Lo miró impávida aunque por dentro era un manojo de nervios.
—Me temo que no. Gómez me ha dejado un mensaje. Nuestro matrimonio ha sido anulado antes de lo previsto. —Hizo un silencio—. Ya no me necesitas para manejar tu patrimonio.
jueves, 3 de septiembre de 2015
ATADOS: CAPITULO 15
Paula miró incrédula cómo Pedro contestaba al teléfono. En cuanto la idea pasó por su mente supo con claridad meridiana dos cosas: que lo que iba a hacer era una «americanada» y que no pensaba dejar de hacerlo por ello.
Se acercó a él, le cogió el teléfono, pulsó la tecla roja y puso el aparato dentro del vaso de ginebra. Un placer brutal recorrió su espina dorsal al hacerlo. Se sintió sexy como nunca. Pedro la miraba atento, debatiéndose entre la estupefacción y un interés creciente. Sin inmutarse, le preguntó.
—¿Sabes cuánto ha costado el móvil al que pretendes emborrachar?
Se acercó a él de nuevo, seductora. Su voz era un ronroneo suave.
—¿Sabes cuánto te costará acostarte conmigo en el futuro si me dejas tirada ahora?
No necesito más. Se abalanzó sobre ella devorándole la boca. Paula sabía a alcohol, a deseo y a pecado. Sintió cómo se estiraba contra él, cómo pegaba cada milímetro de su suave cuerpo al suyo, fuerte y duro. Él le sostenía la cara entre las manos como si quisiera asegurarse de que ella no se movería de allí, que no se separaría nunca de él y de sus exigentes labios.
Paula sintió que caía en un remolino de deseo. La lengua de Pedro saqueaba su boca y la besaba de la única forma posible: como si aquel fuera el último beso de sus vidas. Ella se aferraba a él porque necesitaba sentirle, porque no podía hacer otra cosa más que anclarse al objeto de sus anhelos.
Con urgencia, comenzó a acariciar su torso de arriba abajo presionando con las puntas de los dedos, sintiendo el calor que emanaba de su cuerpo y la dureza de sus músculos. Se separó un poco de él, lo justo para abrir espacio suficiente para poder desabotonarle la camisa. Cuando lo logró, interrumpió el beso para mirarle, extasiada. Recordó de pronto que a Pedro le encantaba nadar. Su amplio pecho depilado atestiguaba que seguía practicando ese deporte a menudo. Hombros anchos, pectorales musculados, abdominales marcadas y una pequeña senda de vello castaño que se perdía por la cinturilla de sus pantalones. Le cosquilleaban las yemas de los dedos por la necesidad de seguir esa línea. Alzó la vista. Él la miraba confiado, sabía que ella estaba disfrutando con las vistas. De pronto se sintió insegura y bajó la mirada, contrita. Él debió sentirlo, pues le levantó la barbilla con delicadeza y la miró a los ojos, interrogante.
—¿Paula? —Apenas susurró su nombre.
Ella dudó, pero optó por ser sincera. En breve él descubriría su cuerpo.
—Yo… yo no hago deporte. No tengo ese… un cuerpo como el tuyo. —Vio que él sonreía y lo soltó de tirón—. Tengo estrías, y tripita, y mis pechos son pequeños.
Pedro tomó la frágil mano de ella y la dirigió a su bragueta.
Ella lo sintió enorme y duro y se sintió sensual, deseada, atractiva como nunca.
—Me gusta la idea de que tu cuerpo y el mío no se parezcan. Y si no te importa, deja de explicarme lo que encontraré conforme vaya desnudándote poco a poco. —Su tono ronco le estaba excitando como sus besos momentos antes—. O me estropearás la sorpresa.
Sentirlo tan excitado como lo estaba ella le dio confianza y, tomándolo por la nuca, lo arrastró hacia ella en un húmedo beso. Mientras sus bocas y sus lenguas trataban de conquistarse, las manos de ambos se movían apremiantes por sus cuerpos buscándose, reconociéndose. El suéter de Paula desapareció y el sujetador le fue detrás. Fue el turno de él de deleitarse con la mirada. Acunó los senos con las manos.
—Son preciosos.
Su voz era reverenciosa. Paula se sintió perfecta. Pero entonces él tomó uno de ellos en su boca y de nuevo el deseo la invadió, subiéndola de nivel. Apenas aguantó unas caricias de su lengua cuando lo separó de su cuerpo buscando un contacto mayor.
—¿Tienes prisa, Paula? —Los jadeos de su voz desmentían su aparente calma. Y sí, Paula tenía prisa, se sentía arder.
Tenía una necesidad tan arrolladora que temía quemarse si no la aliviaba pronto.
—¿Tú no, acaso? —Le vio negar con la cabeza—. Dame un minuto y estarás suplicando que me dé prisa.
Le miró felina y, sin más, se agachó frente a él, bajó lentamente la bragueta de su pantalón, estiró la pernera y los calzoncillos y liberó su miembro enhiesto, que al parecer sí tenía prisa por ser atendido. Paula jamás había deseado tanto algo. Como en trance se lo metió en la boca. El gemido de Pedro la excitó más todavía.
Al igual que Paula antes, Pedro puso pronto fin a su deliciosa tortura temeroso de acabar cuando ni siquiera ella había empezado. La levantó, la sentó sobre la mesa, le quitó el resto de la ropa tan rápido como pudo y le separó las piernas, colocándose entre ellas. Introdujo en dedo en su aterciopelada suavidad y pudo sentir que estaba preparada.
De una patada se quitó los zapatos y el resto de su ropa que se arremolinaba en sus tobillos y se quedó frente a ella, mirándola, saboreando la expectación del momento que iban a compartir. Ella cogió su bolso, que tenía justo al lado, sacó un preservativo y se lo entregó. Pedro se lo puso sin dejar de devorarla con la mirada, y cuando todo estuvo en orden, le separó más las piernas, la acercó al borde de la mesa, sujetándola por las nalgas, y con una certera embestida la penetró, enterrándose en lo más profundo de ella.
Se miraron por un segundo, como si fuera la primera vez que se veían, antes de que sus cuerpos se mecieran de pura necesidad. En apenas medio minuto ambos llegaron al clímax, en el mismo momento, y permanecieron abrazados mientras la tranquilidad del deseo satisfecho los devolvía de nuevo a la realidad.
Paula sintió los dedos de Pedro, delicados, apartándole algunos mechones de la cara.
—Eres hermosa. Sencillamente preciosa.
Paula le creyó. Sabía que no era guapa, pero le creyó porque realmente él la hacía sentir hermosa.
—Me debatía entre la necesidad de arrancarte la ropa y hacerte mía enseguida, o explorarte poco a poco. No me diste elección.
Se estiró perezosa, consciente de que observaba cada movimiento de su desnudo cuerpo.
—No tienes por qué elegir, ¿sabes? Una cosa no excluye a la otra.
Bajó de la mesa, y miró toda la ropa arrugada y esparcida por el suelo. Eso le hizo feliz. Se giró, le guiñó un ojo y lo invitó a la ducha.
Una hora después, limpios y satisfechos, retozaban en la cama. Pedro le mordía suavemente la espalda; ella se dejaba hacer.
—Háblame de lo de Amparo —volvió a pedirle él.
Ella no quería hablar de Amparo, no quería saberlo. Pero no podía seguir con dudas. Replicó.
—Háblame tú de ella.
Dejó de acariciarla, se separó y se sentó en la cama, mirándola de frente. Suspiró dispuesto a explicarle lo que ni él mismo entendía. ¿Cómo había llegado tan lejos con semejante mujer y seguía con ella a pesar de saber que estaba con otros? Tal vez Paula no buscaba una explicación, o quizá con ella la hallaría. Lo que sí supo es que quería
compartirlo con ella.
Sin embargo no pudo hacerlo. En ese momento la puerta de la habitación se abrió y la «peliteñida» entró hecha una energúmena insultando a voz en grito.
ATADOS: CAPITULO 14
Pedro había pretendido comenzar su plan de seducción a Paula en la comida como ya hiciera el día del incendio. Pero en el momento en que se habían sentado en la mesa habían comenzado las negociaciones y se había olvidado de cualquier cosa que no fuera conseguir el contrato de servicios. Habían pasado ya más de cinco horas y estaba a punto de cerrar el acuerdo, lo presentía.
Paula, en cambio, permanecía en silencio atenta a cada movimiento suyo. Se había quitado la corbata y estaba en mangas de camisa y despeinado. E increíblemente sexy.
Nunca había visto a un hombre de negocios en acción, no a uno de verdad. Sí a algunos de sus jefes pero no tenían el poder de decisión que tenía el director general de una Caja de Ahorros. Y se había puesto a cien, para qué negarlo. Se moría por acariciarle el pelo y otras cosas más íntimas. Y arrancarle la camisa, también. Pero tampoco quería que finalizara la reunión. Estaba hipnotizada, no podía quitarle los ojos de encima.
Pero como nada era eterno, la reunión acabó de manera satisfactoria para todos y en menos de diez minutos estaban solos en el ascensor, camino de sus respectivas habitaciones. Eran las ocho y media de la tarde. Ambos permanecían en silencio. La campanilla del ascensor los tensó todavía más. Se encaminaron por el pasillo cuando fue Pedro quien habló.
—¿Te apetece emborracharte para celebrarlo?
Paula se detuvo a mirarlo. Alzando una ceja, envalentonada por algo que había en su mirada, algo invitador, contestó coqueta.
—¿En tu minibar o en el mío?
Pedro señaló su propia puerta. Sacó su tarjeta y abrió, dejándola pasar primero y mirando su perfecto trasero, sintiendo que sus manos se morían por acariciarlo.
Ajena a sus pensamientos le preguntó por el baño y se dio dos minutos para asearse y tranquilizarse un poco. Dentro y sola se miró al espejo y se dio ánimos mentalmente para lo que iba a hacer. Estaba en su habitación e iba a seducirle si no le fallaba el valor. «Pero no te precipites, Paula. Tienes todo el tiempo del mundo». Apagó su móvil y salió. Pedro había sacado un par de vasos, hielo, un montón de botellitas y una botella mediana de cava. Sonriéndole, la descorchó y sirvió. Ambos se sentaron en el suelo, cómodamente, y bebieron en silencio. Rellenaron sus copas y volvieron a beber, ensimismados.
Pedro intentaba controlar su euforia. Tras el acuerdo tenía a Paula donde deseaba, pero no quería precipitarse. Mejor iniciar una conversación más o menos relajada e ir poco a poco. O abordar un tema pendiente pero que podía constituir una objeción.
—¿De qué iba lo de Amparo el lunes?
Vio cómo se tensaba. Parecía obvio que no sabía qué contestar. Pedro rellenó el vaso apurando el contenido de la botella. Brindó en silencio y la retó con la mirada para que ambos se la bebieran de golpe. Le siguió. Al ver que ella permanecía en silencio abrió el whisky, sirvió en los vasos y le pasó uno. En tono casual le preguntó:
—¿Sabías que me es infiel?
Su cara le dio la respuesta. Sí, lo sabía pero no se lo había dicho. ¿Por qué?
Paula reaccionó. Y se le ocurrió que podían hablar con calma y aclarar ciertas cosas y divertirse a la vez. «¿Por qué no?»
—Este es el trato: yo te daré una respuesta sincera si tú me la das a mí después.
Pedro pareció pensarlo. Apuró el whisky y abrió el vodka.
Ella le imitó y le pasó el vaso. Iban a emborracharse muy rápido, pero no le importaba. Estaba encantada con la situación. Feliz de estar con él. Toda su piel ardía de deseo, de expectativas por lo que estaba convencida iba a ocurrir.
—Sí, lo sabía. —Él le preguntó, en silencio—. Pero nunca me meto en parejas. Nunca.
—Para no querer meterte entre Amparo y yo estás casada conmigo.
Se sonrojó sin saber qué contestar a eso. Bebió un poco, dándose tiempo.
—Yo lo descubrí no hace mucho. Debería haberla dejado en aquel momento, pero no me pareció lo bastante justo.
Paula le interrumpió. No quería saber nada de aquello, no quería despertar a su conciencia.
—Mi turno. En nuestra noche de bodas, ¿consumamos?
Pedro, que estaba apurando su vodka para evitar dar una respuesta rápida a lo que se le ocurriera preguntar, escupió todo el contenido de su boca. Paula sonrió presumida. Lo había descolocado; debía ser la primera vez que lo veía en fuera de juego. Apuró también ella su bebida y escogió otro botellín al azar. Ron. Ignorando la Coca-Cola sirvió y le pasó el vaso lleno de nuevo.
—No. —Ante la pregunta no formulada prosiguió no haciéndose de rogar—. Te quedaste dormida mientras me duchaba. No te desperté.
«¿Por qué no pudiste o por qué no quisiste?» Quería saber, pero no sería tan directa. Ambos estaban disfrutando con el cruce de preguntas, no pensaba precipitar la situación.
—Jamás pensé que me dirías que sí.
No era una pregunta ni era su turno sino el de Pedro. Aun así él no dudó.
—Ahí estabas tú, retándome como cuando éramos críos. Tú siempre hacías cosas divertidas y atrevidas, mientras los demás nos quedábamos en el banquillo a observarte. Pensé que te sorprendería diciendo que sí. Jamás creí que esto llegaría tan lejos.
Se tomó unos segundos para sincerarse también. El alcohol estaba haciendo mella en ambos, ya no bebían tan rápido.
—Había estado enamorada de ti. Fue una especie de exorcismo.
Él dejó el vaso y la miró, severo.
—Explícate.
Paula sintió la dureza de su mirada, pero no se apocó.
—Estaba colada por ti desde niña. Me costó años olvidarte. Siempre pensaba en ti como un trauma de la infancia no superado. —Se sentía extrañamente liberada al contárselo—. Así que cuando te vi y no sentí que mi mundo se volvía del revés pensé que sería divertido despedirme con una boda de un sueño de más de media vida.
La miró, incrédulo. Se encogió de hombros y se defendió de la mirada acusadora de color miel.
—¿Qué esperas? Iba medio borracha, la lógica no es mi fuerte cuando hay whisky de por medio.
Abrió otro botellín. Ginebra. Esta vez sí abrió la tónica. Él le acercó el vaso, vacío una vez más, mientras reflexionaba.
—Paula, me temo que acabas de hacer trampas. Nunca te dignabas a dirigirme la palabra. No pretenderás que me crea que era tu forma de demostrar amor, ¿verdad?
No quiso explicarle más. Una cosa era confesar una fantasía y otra explicar sus complejos de inferioridad. No le llevó la contraria. Prefirió provocarle.
—¿Y cuál es mi castigo por hacer trampas?
—¿Qué me ofreces?
—¿Qué quieres?
—¿Qué tienes? —respondió él de inmediato con la mirada ardiente.
Ella se acercó, puso su cara a escasos milímetros de la suya y susurró.
—¿Qué necesitas?
Había llegado el momento. Por fin iba a ocurrir. Cerró los ojos y esperó. Sintió su mano acariciándole la mejilla suavemente antes de posarse en su nuca y tomarla con firmeza. Sintió su aliento sobre sus labios y su estómago se encogió de deseo. Sintió…
Y entonces el teléfono de Pedro rompió el encanto. Este debió sobresaltarse porque se hizo atrás, separándose de ella. Sacó el móvil del bolsillo de su camisa y levantó la vista, cariacontecido.
—Es Gómez, tengo que contestar.
Y, ante la incredulidad de Paula pulsó la tecla de color verde.
—Dime, Gómez.
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