martes, 1 de septiembre de 2015
ATADOS: CAPITULO 8
En la empresa se respiraba un ambiente distinto. Una mezcla de alivio, incertidumbre y euforia. Alivio porque lo peor ya había pasado. La Caja recuperaría la estabilidad y seguiría adelante. Incertidumbre por los cambios que se llevarían a cabo en la estrategia de negocio. Y euforia al saber que no sería objeto de fusión con una entidad más fuerte y que mantendrían su propia identidad en la medida en que Alfonso Holding, Co. lo permitiera.
Paula se debatía entre la obligación de anunciar a sus jefes su relación con Pedro y por tanto su peso específico en la entidad como copropietaria y su aversión a dar explicaciones sobre su vida privada. Confiaba en que él se comportara como un caballero, una vez más, y no diera un paso en falso sin avisarle primero. Pensó en llamarle, pero él estaría ocupado y además debía ser él quien la llamara para explicarle su decisión unilateral y extrema.
El día se le hizo eterno y también la noche esperando que su móvil sonara, lo que no ocurrió.
Diez días después sus temores iban en aumento. Según se rumoreaba en la central Pedro y su mano derecha estaban en las oficinas de la sede central en Madrid cerrando detalles y poniéndose al día. Manejarían desde Valencia la entidad y algunos jefes de los departamentos más importantes serían trasladados.
Los compañeros estaban expectantes. En cambio, en ella se mezclaba la tranquilidad de que nadie supiera de su relación con él y la rabia de sentirse ignorada. Ni siquiera la había llamado para avisarle de la nueva situación. Pues si eran puristas ella era la copropietaria de ese 51%, así que como se pusiera tonto…
Esa mañana de viernes había acudido al notario a firmarle unos poderes universales dado que técnicamente él necesitaría de su permiso explicito para cualquier negocio; según la ley el dinero era de los dos a partes iguales. De hecho, podía impugnar todo lo que había hecho hasta la fecha, cosa que lógicamente no iba a hacer. No, porque además pretendía mostrarse razonable con él, manejarse con dignidad, como si Pedro Alfonso le trajera sin cuidado.
¡Pero era muy difícil cuando a quien pretendía despreciar la despreciaba a ella primero!
Su madre le había pedido que la llevara esa noche al chalé de María, una amiga, para una pequeña reunión. Su corsa verde se había estropeado. Un nutrido grupo de amigos irían a Tierra Santa por vacaciones, entre ellos Carmen y Pedro, sus actuales «suegros». Dado que todavía no había acabado de congraciarse con su madre la llevaría para ganar puntos y también aprovecharía para entregarle los poderes notariales a Pedro padre. Pasaría además una noche agradable.
Lo que no se esperaba, desde luego, era encontrarlo allí. Y menos con su prometida del brazo. Según parecía su padre no se encontraba bien y había accedido a acercar en coche a su madre, que no conducía. Amparo se había apuntado.
Saludó a todo el mundo y se sentó en el extremo de la mesa más alejado de la pareja. Ya imaginaba sus cariñosas miradas y los mimitos de la rubia pija. El resto de comensales pareció sentirse algo incómodo por la situación, pero trataron de aparentar normalidad. Después del postre, su tío comenzó a desgranar los pormenores del desplazamiento desde su salida en autobús hasta Madrid.
Paula aprovechó para ir al jardín y despejarse. En qué mala hora había dejado de fumar. Un pitillo le sabría a gloria.
Medio minuto después salía Pedro con su paquete de cigarrillos en la mano. Se le acercó y le ofreció uno, en silencio.
—No sabía que fumaras —le dijo al tiempo que denegaba con la cabeza su ofrecimiento.
—Solo cuando estoy muy estresado.
No quiso hacer una réplica mordaz al respecto. Imaginaba que en unos segundos saldría su prometida, de hecho no se explicaba por qué no estaba ya allí.
—Tengo en mi bolso unos poderes notariales a tu nombre. Por si fueran necesarios. Pensaba dárselos a tu padre. Por cierto, dale recuerdos de mi parte.
Pedro asintió. Él compraba la empresa donde trabajaba ella, la ignoraba durante días y ella a cambio se mostraba razonable. Maldita fuera, pues a él le apetecía ser irracional.
Quería que ella se enfadara como se había enfadado él por comprar una empresa solo porque Paula trabajaba en ella. Iba a replicar algo hiriente cuando Amparo atravesó el umbral de la puerta.
—Pepe, cariño, he vuelto del baño y no te he visto. Me habías asustado. Ah, hola Paula.
¿Pepe? ¿Estaría muy feo vomitarle sobre sus Manolo Blahnik?
—He salido a fumar. Y de paso a hablar con Paula. Quizá sería mejor que entraras.
Hizo un femenino mohín, pero él insistió. Si iba a discutir, cosa que le apetecía muchísimo, no quería que su novia fuera testigo. Sintió una punzada de culpabilidad, pero la desechó. No es que estuviera pensando en serle infiel, solo en tener una buena bronca. No era culpa de nadie que solo Paula sacara lo peor de sí mismo, ¿no?
De nuevo solos, la animó en muda invitación a pasear por el jardín en dirección a la huerta trasera. Habían jugado al escondite allí todos docenas de veces cuando eran niños, conocían el terreno casi de memoria. Ya alejados de la casa la encaró.
—Preferiría que firmaras la donación de bienes y no unos poderes, la verdad.
«¿Así me das las gracias? Capullo.»
—Y yo prefiero la nulidad en lugar del divorcio.
—Paula—le hablaba como si fuera una niña desobediente—, quiero acabar con este matrimonio cuanto antes.
—Y yo quiero que me suban el sueldo y tengo que joderme. Aprende tú también a resignarte con lo que no puedes conseguir. —Sonrió, irónica—. Espera, sí puedo conseguir un aumento salarial, solo tengo que subírmelo yo, dado que soy la feliz propietaria del 25,50% de la empresa en la que trabajo.
Esa era la señal que esperaba para saltar.
—La empresa es mía, no tuya. Yo la he pagado. Así que más que en subirte el sueldo piensa en comenzar a rezar lo que no quisiste aprender para no recibir una carta de despido si no firmas los papeles.
Paula llevaba semanas repasando derecho. Había añadido al consabido matrimonial la asignatura de mercantil y había consultado al notario sobre los pormenores del patrimonio conyugal y societario. Sabía de lo que estaba hablando.
—Eso es lo que tú dices, pero ni tú sabes tan poco. En cualquier caso, me temo que la ley está de mi parte.
Desde luego que lo sabía, su abogado se lo había advertido, pero se negaba a darle la razón.
—Eso es lo que tú dices —la imitó masticando cada palabra.
—¡Que levante la mano quien se haya licenciado en leyes! —Paula levantó el brazo triunfante.
Pedro nunca supo si fue la mirada de ella o la estupidez del comentario, pero perdió el control. La tomó de los brazos con intención de zarandearla hasta borrarle la burla de la mirada.
Pero en un segundo todo cambió, como ya pasara en su despacho, y sus manos dejaron de atenazarla para rodearla.
Tiró de ella y la pegó a su cuerpo al tiempo que bajaba su boca hasta sus invitadores labios y la devoraba.
En cuanto sintió los labios de él se olvidó de todo cuanto la rodeaba. Se dejó abarcar por los brazos que la acunaban desde la espalda como tenazas de acero a su alrededor y se dejó llevar por el calor que la abrasaba, saboreando la desesperación de él, esperando que alguien llamara a los bomberos si ambos ardían. La lengua de él invadía su boca buscando conquistar cada recoveco mientras sus labios se movían con pasión sobre los suyos. Soltó una de las manos que la rodeaban, le tomó la barbilla y le giró la cara, facilitando un beso todavía más profundo. Paula gimió contra su boca y se retorció contra su cuerpo duro, transida de deseo. El gemido de ella lo traspasó como el más potente de los afrodisíacos. Metió la otra mano por debajo de su suéter y abarcó uno de sus senos, sintiendo que su erección se estiraba al máximo mientras Paula frotaba sus caderas contra su pelvis.
—¿Pepe?
Mierda. Amparo estaba allí. Se separó abruptamente de ella.
A pesar de la oscuridad pudo verle los ojos, las pupilas dilatadas al máximo, y oír su respiración entrecortada.
—Maldita seas, ¿acaso no tienes bastante con joderme el matrimonio que también pretendes romper mi compromiso?
Supo que era injusto culparla, pero no le importó. Se acercó a su prometida con las manos en los bolsillos, tratando de disimular el bulto de su bragueta. Regresaron juntos a la casa dejándola sola.
Paula volvió diez minutos después, ya serena aunque su cabeza fuera un hervidero.
—Mamá, he recibido una llamada importante y tengo que marcharme.
Pidió a sus tíos que por favor la acercaran al finalizar la reunión a casa, dejó un sobre delante de Pedro sin atreverse a mirarle, y se fue.
Aquella noche le costó quedarse dormida.
Y aunque no lo supiera, tampoco a él le fue fácil conciliar el sueño.
ATADOS: CAPITULO 7
Un mes después seguía sin tener noticias suyas. A aquel ritmo su divorcio sería tan largo como la construcción de El Escorial. O de La Sagrada Familia.
Hacía por tanto ya varios meses que, por lo que sabía, los preparativos de su boda estaban parados. Había mandado un correo al abogado pidiéndole que recurriera la sentencia y había aparcado el tema del matrimonio aunque no había podido hacer lo mismo con Pedro. Las circunstancias la habían obligado a relacionarse con él. Si bien era cierto que era ella quien se mostraba bastante borde, al menos ahora era capaz de mantener una conversación sin tartamudear, lo que unos meses antes hubiera sido impensable, y eso le daba ciertas esperanzas románticas. Paradójico, dada la coyuntura. Parecía que su complejo de inferioridad había ido desapareciendo de manera paulatina y se obligaba a recordarse cada vez con más frecuencia que él estaba enamorado de otra y que intentaba divorciarse de ella con la mayor celeridad posible para casarse con la «peliteñida».
Un mail en su bandeja de entrada la devolvió a la realidad de su despacho y de su trabajo. En cuanto vio quién lo enviaba, el director general, su corazón comenzó a acelerarse.
Tratando de mantener la calma, lo abrió.
«La Dirección General se complace en anunciarles que esta mañana hemos firmado un acuerdo con Alfonso Holding Co. por el que nuestra entidad pasará a formar parte de dicho Grupo Empresarial y este nos participará en un 51%. En este sentido…»
Continuó leyendo, ávida. Pedro iba a comprar su empresa.
Era cierto que se dedicaba precisamente a eso, a comprar empresas en apuros, pero nunca había entrado en el mercado financiero. Y tenía que hacerlo precisamente en la Caja en la que trabajaba. No creía que fuera una casualidad, sin duda tramaba algo. Debería saberse amenazada, pero lejos de eso sentía cierta anticipación ante la idea de coincidir con él a diario.
***
Pedro se dirigía al restaurante más caro de la ciudad para comer con la cúpula directiva de la empresa que acababa de adquirir. Sabía que había hecho una magnífica compra y que sacaría rendimiento a aquella inversión. Hacía algún tiempo que deseaba realizar una pequeña incursión en una Caja de Ahorros y esta en concreto le daba la oportunidad de trabajar desde Valencia aunque la sede central estuviera en otro lugar. Sin embargo, una voz interior insidiosa le recriminaba que su decisión no se hubiera basado en estrategias de mercado sino en Paula. Su abogado había adivinado su motivación pero la había malinterpretado. Le advirtió que la mitad de la Caja le pertenecería a ella como cualquiera de sus bienes y que, por tanto, no lograría presionarla en ese sentido para que firmara los papeles de restitución de su patrimonio. Él no había querido sacarle de su error.
Paula. La conocía desde siempre y desde siempre le había fascinado. Continuamente había destacado sin proponérselo. Mientras la gente de su edad apenas distinguía a Felipe González de Manuel Fraga, ella conocía el nombre de todos los ministros; cuando la homosexualidad era un tema tabú ella ya proclamaba a los cuatro vientos su apoyo al colectivo gay; era la única persona que conocía que decía seriamente no creer en Dios. Era dinámica, una fiera con las ideas claras y ganas de comerse el mundo. Siempre le había hecho sentir… corriente.
El coche de atrás pitó. Metió primera, se disculpó por no haber salido al ponerse el semáforo en verde y continuó.
Por aquel entonces él era un loco de la informática. Pasaba las horas frente a su IBM o leyendo artículos sobre los avances de las computadoras que se empleaban ya en
Estados Unidos. Cuando coincidía con Paula y hablaba del tema, ella le ignoraba. Ya siendo adultos había tratado de hablarle sobre las aficiones de ella con idéntico resultado.
Apenas le dirigía la palabra y si lo hacía eran un par de monosílabos antes de volver a ignorarle, haciéndole sentirse rechazado en su insignificancia. Asumió que alguien tan inquieta como Paula no se fijaría en alguien tan cotidiano como él y fantaseó con ella durante el instituto y la universidad aunque no rechazó por ello al resto de las chicas.
Ahora bien, cuando la encontró aquella noche en Las Vegas, pasados de alcohol los dos, y le retó a casarse convencida seguramente de que él no haría nunca algo así, aceptó para demostrarle que no era un tipo insulso. Fue divertido comportarse de forma tan irresponsable. Él le propuso entonces, medio en broma medio en serio, consumar el matrimonio, y cómo no, aceptando el guante, Paula le propuso ir a su hotel. Excitado al límite, como jamás había estado, al llegar le pidió cinco minutos para ducharse. Le dio al agua fría tratando de calmarse. Si se acostaba con ella y todo acababa antes de empezar nunca se lo perdonaría.
Para cuando salió del baño la encontró dormida. Se conformó con abrazarla hasta quedarse dormido él también.
A la mañana siguiente ya no estaba. Y así acabó el matrimonio más corto de la historia.
Bueno, no había acabado en absoluto. Le parecía una crueldad del destino haber pasado años esforzándose en superar sus sentimientos por ella, para terminar en la casilla de salida. Y con Amparo en la ecuación para complicar más las cosas. Si todo aquello no hubiera ocurrido se habría casado con su prometida y habría sido feliz. Sabía que lo habría sido. Sin embargo, había ocurrido y ahora un matrimonio con su novia ya no le resultaba tan apetecible. Ni con ninguna otra mujer, Amparo no tenía la culpa. Nadie tenía cabida en su corazón cuando Paula estaba tan cerca.
Se encontraba en la peor de las situaciones, poniendo su planificada vida en riesgo al aproximarse demasiado a la mujer que había ocupado sus sueños durante casi tres décadas. Se sentía como una polilla acercándose cada vez más a la bombilla.
Llegó al restaurante, entregó las llaves al aparcacoches, tomó su maletín y se concentró en convertirse de nuevo en el respetado hombre de negocios que era.
lunes, 31 de agosto de 2015
ATADOS: CAPITULO 6
Era martes por la noche. Se había duchado, se había puesto una falda vaquera algo corta, un suéter de Penélope Glamour que había comprado en unos grandes almacenes, unas bailarinas, y se había prometido mantener la calma.
Horas después del incidente en su empresa, Pedro le había mandado un mensaje pidiéndole verse de nuevo la noche siguiente en el mismo italiano. Dado que en sus prisas por salir de allí había dejado la documentación sobre su mesa, pidió a una compañera de carrera que sí ejercía, que les echara una ojeada. Al parecer todo estaba en orden aunque para ella todo fuera un caos.
Esta vez no pensaba discutir. A pesar de haber perdido las formas estaba convencida de estar haciendo lo correcto. Se negaba a dar por buena la denegación de su nulidad. Y a permitir que él le pagara los gastos de un costoso divorcio.
Quizá lo segundo fuera un arranque de orgullo, pero lo primero era cuestión de principios. En su casa le habían enseñado que violar los ideales de uno era la peor de las denigraciones.
Entró y le vio. Estaba en la misma mesa de la otra vez. E igual de atractivo. Sonrió, indecisa. No sabía cómo sería recibida. Vio el taco de papeles a un lado y se repitió que no iba a ponerse histérica a pesar del nudo que atenaza su estómago. Pedro se levantó al verla, sonriendo también con aire arrepentido.
—Bonita camiseta. «Penélope Glamour» te sienta. No sé de qué forma, pero te sienta.
—Gracias, supongo. —Sonrió tímida, sintiéndose halagada y absurda.
En su camiseta se veía a una rubia vestida de rosa con un coche descapotable con una sombrilla igual de rosa. Y le había gustado que para él «le sentara».
—Ensalada, por favor —pidió al camarero.
Declinó el vino. De nuevo escogió él los entrantes, a ella esta vez sí le importó, pero lo dejó pasar. Hablaron del tiempo como dos desconocidos a la espera de que les sirvieran y pudieran entrar en materia. Los contratos, colocados a la vista de ella sin duda de forma expresa, eran su espada de Damocles. Respiró hondo y se sumergió en una aburridísima conversación sobre las condiciones meteorológicas. Diez minutos después y ya con la cena delante por fin cambió de tema.
—Lamento lo que ocurrió ayer. —Supo que era sincero.
—También yo.
Suspiró agradecido y le acercó los papeles.
—Me alegro de que estemos de acuerdo. Fírmalos y acabemos con esto.
Lo miró estupefacta. Contó hasta diez. Y después hasta veinte. Solo cuando supo que se mostraría tranquila respondió.
—Pedro, siento haberte gritado. Sin embargo no lamento mi decisión. Sigo convencida de que la sentencia del juez es injusta y que hay que recurrirla. —Levantó la mano impidiendo que hablara—. Sé que esto no es fácil para ti; para ninguno de los dos lo es. Pero no voy a renunciar a lo que soy y a lo que creo por esto.
«Ni siquiera por ti.»
—No trates de hacerme creer que me entiendes. Tú no sabes nada de matrimonios porque no crees en ellos. —Sus palabras destilaban rencor en cada sílaba.
No se dejó provocar.
—Pedro, quizá no desee casarme, pero eso no significa que no valore el matrimonio como institución. —No pensaba darle más explicaciones—. Me pides que me olvide de mis principios; no obstante te niegas de plano a renunciar a los tuyos. Vive con Amparo ahora y cásate después.
La miró como si estuviera loca.
—Tú me hablas de principios cuando en realidad lo que tienes es una pataleta porque un juez no ha cumplido con tus expectativas. Yo te hablo de Dios, Paula. Deberías ser capaz de entenderlo, al menos.
Sintió la rabia agolparse en sus venas. Esta vez hubo de contar hasta treinta. Pero no iba a cabrearse. No. De repente se sintió inspirada. Sonriendo con sorna se encogió de hombros, tomó el fajo de hojas que solicitaban el divorcio y le pidió un bolígrafo. Visiblemente aliviado le pasó el suyo.
Paula estampó su firma y alzó su copa en un brindis silencioso. Vio cómo tomaba el otro contrato y se lo ponía delante. «Veamos de qué pasta estás hecho».
—Me temo que ese no lo firmaré.
La miró sin entender.
—¿Quieres el divorcio? Ya lo tienes. —Le indicó con la vista el contrato firmado—. Pero no firmaré la renuncia de los bienes.
—¿De qué coño hablas, Paula? —El tono gélido pudo haber congelado el desierto del Sáhara.
Debió haberse amedrentado, pero dos meses antes había despedido a siete compañeros. Eso sí era terrorífico. Podía lidiar con su rabia.
—Ninguneas mis principios. Veamos ahora cuánto valen tus creencias. Ahí tienes tu libertad, cógela. —Hizo una pausa dando dramatismo a su conclusión. Quizá, después de todo, era digna hija de su madre—. ¿Cuánto vale tu dios, Pedro? ¿Exactamente la mitad de tu fortuna?
Él se levantó con tal fuerza que tumbó la silla. La miró como si deseara matarla. Cogió los papeles, lanzó un par de billetes sobre la mesa que cubrían de sobra la cena de ambos, y salió del restaurante con paso furioso. Paula notó las miradas de todo el mundo sobre su espalda. A pesar de ello no pudo evitar mirarle el trasero mientras se iba. Era prieto, perfecto. «Si tuviéramos hijos, tendrían seguro un culo estupendo».
El camarero se acercó a recoger la silla y le preguntó si retiraba los platos. Negó con la cabeza. Su orgullo le impedía salir de allí con el rabo entre las piernas cual mujer abandonada. Hizo de tripas corazón y se acabó la ensalada, que le supo a serrín.
«Paula, céntrate. No puedes ponerte a cien por un tío que no te respeta.»
«Ya, pero es que está taaaaan mono cuando se enfada. Y además tiene razones para estar cabreado. Lo de la firma me ha quedado sublime.»
«No se te ocurra defenderle.»
«Realmente, tras su apariencia impávida hay un volcán. Debe de ser la bomba en la cama.»
«A ver, céntrate: no es para ti, ¿te acuerdas? Va a casarse con otra y además ahora no eres precisamente su persona favorita.»
«Me da igual. Por fantasear un poco tampoco pasa nada.»
«Paula, vuelve a meter a ese tío en el huequito en el que estaba guardado y cierra la puerta. Si te enamoras de él otra vez, te vas a meter en un buen lío.»
Reconoció, con resignación, que ya estaba metida de lleno en ese buen lío.
ATADOS: CAPITULO 5
Dos meses después Paula estaba en su despacho. No había vuelto a saber de él desde aquel ya lejano sábado.
Tras los despidos en la empresa el ratio de eficiencia había aumentado, pero seguían necesitando con urgencia capital externo. En cualquier caso, no estaba en sus manos encontrar un inversor y trataba de no preocuparse por aquello que no podía controlar. Estaba hojeando evaluaciones de algunos gestores cuando sonó su teléfono de mesa. El tono indicaba llamada interna.
—¿Sí?
—Paula, hay un caballero en la entrada preguntando por ti.
—¿Quién es?
Sintió las dudas de la recepcionista y supo de quién se trataba antes de que se lo confirmara.
—Dice ser tu esposo.
El estómago le dio un vuelco. Pidió que subiera deseando que su voz hubiera sonado más firme a través del teléfono de lo que le había parecido a ella. Un minuto después la puerta de su despacho se abría y un Pedro vestido con traje de chaqueta y corbata entraba con un montón de papeles en la mano. Se le veía alterado. Le indicó con la mano que tomara asiento. Apartó los informes de su mesa y esperó.
Parecía que necesitara aclarar sus pensamientos, así que le dio un tiempo manteniéndose callada. Vio que se pasaba la mano por el pelo antes de decidirse a hablar.
—Nos han denegado la nulidad.
Saltó de su silla asustada.
—¡¿Qué?!
Estar casada durante unos meses antes de que le concedieran la nulidad tenía un punto divertido. Tener que divorciarse ya no le hacía ninguna gracia. Se obligó a tranquilizarse y recapacitar. Era imposible. Repasó los requisitos del Código Civil para que un matrimonio se considerara válido asegurándose de no cumplir ninguno: no habían convivido, no habían tenido intención de contraer matrimonio, no compartían las tareas domésticas, ni ninguna otra cosa en realidad. Miró a Pedro con ojo crítico.
¿Estaría bromeando, por fin? Pero no parecía contener su alegría sino todo lo contrario.
—Pedro, es imposible —hablaba despacio, tratando de convencerlo a él tanto como a sí misma—. Es un caso claro de nulidad. Incluso yo que no he ejercido nunca lo sé.
Volvió a sentarse mientras él la observaba con atención.
—Al parecer el juez ha desestimado ya varias solicitudes de nulidad. Es ultraconservador, cree que el matrimonio es una institución sagrada y que por tanto la ley no puede estar por encima de Dios. Además de los recursos interpuestos hay varias demandas contra su persona.
Trataba sin éxito de serenarse. No había ni rastro de la mujer tranquila que solía ser.
—¿Y no sabíamos eso antes de presentar la demanda? —Su mirada le dio la respuesta—. ¿Y por qué, si puede saberse, la presentamos allí y no en mi ciudad, donde no hubiéramos corrido riesgos innecesarios?
—El juzgado de mi ciudad tiene menos dilaciones: resuelven en menos tiempo.
«¿Está de broma, ¿no? Tiene que estar de broma.»
—Lógico, si los casos se resuelven así —le estaba gritando, pero no le importó—. Joder, Pedro, esto ya no tiene ninguna gracia.
Eso le hizo reaccionar.
—¿Ya no tiene ninguna gracia? ¿Ya no? —repitió, imitando con voz chillona su tono—. ¿Acaso antes sí la tenía? Pues explícamela y nos reiremos juntos.
Estaba demasiado enfadada como para apreciar su respuesta.
—¿Qué quieres que te diga? Lo dejé todo en tus manos, confié en ti, y mira lo que ha ocurrido. Otra vez.
Sabía que era injusto culparle por las rebeldías de un juez pero se sentía acorralada.
—¿Otra vez? ¡¿Otra vez?! —también él, un hombre habitualmente sereno, vociferaba—. ¿Te refieres a lo que pasó en Las Vegas, no? Me tenía que encargar de pagar y me equivoqué. Es eso, ¿no es cierto?
—Tú lo has dicho, no yo.
Se levantó ofendido y comenzó a dar vueltas por el despacho. Lo vio hacer un hercúleo esfuerzo para recuperar el control.
—Paula, no quiero discutir. —Regresó a la silla—. He traído la solicitud de divorcio.
Lo miró sorprendida. Tenía frescas en su mente las disposiciones básicas de las cláusulas jurídicas en materia matrimonial.
—Estamos en gananciales, Pedro. No es tan sencillo como estampar una firma. Me correspondería la mitad de tu patrimonio por ley. No estamos en Estados Unidos, aquí no se puede renunciar a la parte proporcional de la masa conyugal.
—Mi abogado ha pensado en todo. Además de la solicitud del divorcio, donde nos lo repartimos todo a medias, ha preparado un contrato en el que vuelves a donármelo después.
La mente de Paula trabajaba a toda velocidad.
—¿Y qué hay del impuesto de transmisiones? Será carísimo.
—Yo soy el donatario: yo me hago cargo.
Le tendió dos tacos de documentación. Uno era la demanda de divorcio con la repartición de los bienes. El otro, un contrato de donación.
Tomó la estilográfica de su escritorio con la sensación de que no hacía lo correcto. Iba a firmar cuando su dignidad se lo impidió.
—¿Y así se arreglan las cosas? ¿A base de talonario? Me temo que las cosas no funcionan así en mi mundo, Pedro. No voy a salvarle el culo a un juez meapilas. —El insulto no le debió pasar desapercibido, debió sentirse aludido incluso, pero no le dejó discutir—. Interpondremos un recurso y una demanda. No pienso admitir semejante falacia. Yo quería ser juez, ¿lo sabías? Esto es una cuestión de principios. —Y era cierto. No iba a permitir que la justicia se saltara su petición, ni iba a saltarse ella la justicia con dinero. No podía hacerlo.
Simplemente no podía.
Él se levantó y colocó las manos sobre el escritorio. Su alta figura volcada sobre ella resultaba amenazante.
—Paula, mientras tú te haces la ofendida yo tengo una boda esperándome.
Lejos de ofenderse o amedrentarse se sintió insultada.
—Simula una boda y haz vida de casado. Ya te lo dije. —Había suficiencia en su tono.
—Y yo te dije que soy católico. —Dio una palmada en la mesa sobre uno de los tacos de papel que había traído—. Firma los papeles y déjate de estupideces.
«¿Estupideces? ¡¿Estupideces?! Estás jodido.»
—Ahora resultará que tus creencias religiosas son más importantes que mis principios. —Había perdido el control. Estaba gritando y al borde de las lágrimas. Se aferró a su ira para no romper a llorar—. ¡Escúchame, capullo! ¡La has jodido! ¡Con mayúsculas! Debiste presentar la demanda en otro sitio y haber tenido paciencia. Pero noooo, el señor quería la nulidad ya. ¿Para qué esperar como el resto del mundo?
Vio que también él estaba fuera de sí.
«Mejor.»
—¡Firma los jodidos papeles y déjate de gilipolleces!
—No pienso firmarlos. ¿Me oyes? ¡¡No voy a hacerlo!! —Con seguridad todo el edificio la estaba oyendo, tanto vociferaba—. Tú, que la has cagado, arréglalo. Pero no cuentes conmigo para nada que no sea la nulidad. Y ahora, lárgate.
Pedro no se movió. Paula rodeó su escritorio. Lo echaría si era necesario. Estaba tan fuera de sí que ni siquiera pensó que no sería capaz de moverlo ni un ápice si se negaba a irse.
—Fuera. He. ¡¡¡Dicho!!!
Él cerró la distancia que los separaba. Parecía que iba a estrangularla, pero la tomó por los hombros y ella creyó que la zarandearía, pero la cercanía entre ambos, el contacto, cambió la atmósfera de repente. Toda la furia pareció convertirse en deseo. Sus manos dejaron de presionar para reposar casi acariciantes sobre la piel desnuda que la camisa revelaba. La respiración de ella se aceleró y él pudo sentirlo tanto como Paula pudo ver la pasión en sus ojos color miel. Se acercó más y Paula cerró los suyos, esperando. Pasaron los segundos.
—Maldita seas, Paula. ¡Maldita seas mil veces!
Los abrió justo para oír el portazo.
ATADOS: CAPITULO 4
Era sábado por la mañana. Hacía menos de dos días que habían cenado juntos e iban a verse de nuevo. Habían quedado con un abogado para pedir juntos la nulidad matrimonial. Paula había desempolvado sus libros de derecho la tarde anterior y se había dado cuenta de un detalle fundamental: se habían casado en gananciales antes de que él hiciera su fortuna. Así que en ese momento era la feliz propietaria de la mitad de un montón de millones de euros. Sonrió al pensar en hacer creer a Pedro que quería una compensación económica pero desechó la idea un segundo después. Habría que hacer algo con su sentido del humor. O la falta de este.
Había hablado también con su madre, era absurdo postergar lo inevitable. Había habido gritos, exigencias, y más gritos.
Paula no esperaba menos. Su madre tenía un carácter de mil demonios y explotaba con facilidad. Quizá por eso ella procuraba mantenerse siempre fría, porque le habían criado en una casa que tendía al drama en cuanto se presentaba la ocasión.
Llegó a Valencia, dejó el coche en un parking en el centro y volvió a mirarse en el espejo. Después de la juerga de la noche anterior estaba blanca y tenía ojeras. Entre copa y copa mantuvo bien en secreto a su flamante esposo, recordó mientras salía del coche. Nunca había hablado a sus compañeras de él, ni de la boda ficticia —bueno, no tan ficticia— y tampoco le apetecía hablar ahora. Pedro era un tema privado. Muy, muy privado.
Salió a la calle, torció a la derecha, saludó al portero y entró en el edificio de oficinas que se alzaba hasta el cielo. Pulsó el botón de la decimoquinta planta y esperó. Cuando las puertas se abrieron tuvo la sensación de haber bajado quince plantas en vez de subirlas pues ante ella se mostraba el mismísimo infierno. En la sala de espera estaba Pedro, por supuesto, pero también sus padres, y su propia madre, y las cuatro hermanas de Pedro, y su hermana con su esposo y la niña, y para rematar, la prometida de Pedro. Todos los ojos se posaron sobre ella. «Elegí un mal día para ir de resaca», decidió con fastidio.
Saludó con una sonrisa general. Casi de manera providencial apareció un hombre de unos cincuenta años trajeado que se presentó como su abogado y, tras el protocolario apretón de manos, los invitó a pasar a una sala donde poder hablar. Todos los presentes sin excepción se desplazaron en bloque hacia allí.
Ah, no. Lo suyo con Pedro era algo privado. ¿Acaso habían publicado la convocatoria de aquella reunión en el diario?
Entró la última pero ni cerró la puerta ni se sentó. No se dirigió a nadie en concreto cuando habló con engañosa calma.
—Todos los miembros de la familia Chaves pueden salir. Esto no es el circo ni yo soy un maldito mono de feria.
Su madre iba a montar en cólera cuando su hermana, bendita fuera, la tomó del brazo, la hizo callar y la sacó de allí acompañada de su esposo y la pequeña Alma. La familia de Pedro, siempre correcta, tomó ejemplo y salió detrás.
El abogado le sonrió. Parecía sentirse aliviado también.
Pedro apenas la miró. Seguía sentado y parecía relajado con la «peliteñida» a su lado. La taladró con la mirada y esta lo miró a él suplicante. «Patética, ni siquiera sabe defenderse sola».
—Paula, a Amparo este asunto le atañe directamente. —Su voz sonaba hastiada.
Cedió con la sonrisa torcida. Sabía que él no tenía sentido del humor, pero veríamos cuánta cuerda tenía ella. Se sentó y escuchó al letrado resumir su historia y explicar cómo iba a funcionar el proceso de nulidad. Apenas escuchaba. Amparo tenía la manicura francesa hecha, un maquillaje discreto y vestía ropa carísima. Se maldijo a sí misma por sus uñas cortas, su aspecto resacoso y sus vaqueros. Volvió a la sala cuando le pusieron delante una pila de papeles para que los firmara. Echó un vistazo rápido comprobando que todo estaba en orden, tomó el bolígrafo… y lo volvió a dejar sobre la mesa.
—Dado que mi esposo ha hecho toda su fortuna durante nuestro matrimonio —su voz sonaba firme, exigente—, creo que merezco una compensación.
La reacción no se hizo esperar. La rubia gritó, la insultó, pataleó e incluso trató de darle una bofetada. Fue Pedro quien detuvo el golpe; ella iba escueta de reflejos. «Así que yo tenía razón y de frágil nada de nada». Lejos de admirarla le cayó todavía peor.
—Amparo, estoy convencido de que Paula solo bromeaba. —Él seguía tranquilo.
La otra no se aplacó y continuó con los improperios. Cuando estos afectaron a su madre sintió que su autocontrol cedía.
Prefirió pasar a la acción antes de que la situación se le fuera de las manos. Cogió el carísimo bolso de ella, separó la cremallera, abrió la puerta y lo lanzó cual jabalina, dejando a su paso un reguero de pintalabios, pañuelos de papel, tampones, llaves… Como estaría corta de reflejos, pero tonta no era, se apartó de la trayectoria de la rubia, que gritó con más ardor y salió corriendo para recoger sus pertenencias. Con la mejor de sus sonrisas cerró la puerta y pasó el pestillo. La mirada de Pedro mostraba un disgusto patente.
«Bueno, ha sido divertido y al menos ahora tengo toda su atención.»
—No me mires así. Ella debió salir con los demás. Corrijo: nadie debió venir.
—Paula, mi familia está preocupada por la situación. He tenido que anular una boda de seiscientos invitados. Todo el mundo está muy nervioso. Cuando me pidieron venir no pude decirles que no.
—A mí tampoco pudiste decirme que no y mira la que se ha armado. Quizá debieras aprender a decir que no. «Ene-O». —Vocalizó como si fuera un inepto al tiempo que tomaba los papeles y los firmaba. Guiñó un ojo al abogado—. Se lo pedí yo, ¿sabe?
El letrado simuló una sonrisilla carraspeando. Pedro no reaccionó. Una vez más. ¿Qué le pasaba a ese tío? Y qué tenía en las venas, ¿horchata? ¿Y por qué ella seguía pensando que era el hombre más sexy del mundo si era un soso? No debía haber una gota de pasión en su sangre y a pesar de ello su cuerpo cosquilleaba de deseo por él. Se levantó tratando de aliviar su propia pasión y estrechó de nuevo la mano del abogado, besó la mejilla de Pedro, frivolidad que le pareció absolutamente necesaria, y salió sonriente.
Fuera la esperaban en silencio. Se despidió de la familia Alfonso e invitó a la suya a comer para celebrar que en breve volvería a ser una mujer soltera y pobre. Todos rieron ante el comentario. Todos excepto Amparo. Ya en el ascensor y justo antes de que se cerraran las puertas se dirigió precisamente a ella.
—Ah, y te equivocas, Amparo. Mi madre es maestra. Maestra, no puta.
Se cerró la puerta. Adoraba las salidas a lo grande.
Sonriendo, tomó a su sobrina en brazos y la abrazó. Esta le besó la mejilla antes de mirarla con los ojos a rebosar de curiosidad.
—Tía, ¿qué es una puta?
Mierda. Afortunadamente su hermana se lo tomó a risa.
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