martes, 1 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 7




Un mes después seguía sin tener noticias suyas. A aquel ritmo su divorcio sería tan largo como la construcción de El Escorial. O de La Sagrada Familia.


Hacía por tanto ya varios meses que, por lo que sabía, los preparativos de su boda estaban parados. Había mandado un correo al abogado pidiéndole que recurriera la sentencia y había aparcado el tema del matrimonio aunque no había podido hacer lo mismo con Pedro. Las circunstancias la habían obligado a relacionarse con él. Si bien era cierto que era ella quien se mostraba bastante borde, al menos ahora era capaz de mantener una conversación sin tartamudear, lo que unos meses antes hubiera sido impensable, y eso le daba ciertas esperanzas románticas. Paradójico, dada la coyuntura. Parecía que su complejo de inferioridad había ido desapareciendo de manera paulatina y se obligaba a recordarse cada vez con más frecuencia que él estaba enamorado de otra y que intentaba divorciarse de ella con la mayor celeridad posible para casarse con la «peliteñida».


Un mail en su bandeja de entrada la devolvió a la realidad de su despacho y de su trabajo. En cuanto vio quién lo enviaba, el director general, su corazón comenzó a acelerarse. 


Tratando de mantener la calma, lo abrió.


«La Dirección General se complace en anunciarles que esta mañana hemos firmado un acuerdo con Alfonso Holding Co. por el que nuestra entidad pasará a formar parte de dicho Grupo Empresarial y este nos participará en un 51%. En este sentido…»


Continuó leyendo, ávida. Pedro iba a comprar su empresa. 


Era cierto que se dedicaba precisamente a eso, a comprar empresas en apuros, pero nunca había entrado en el mercado financiero. Y tenía que hacerlo precisamente en la Caja en la que trabajaba. No creía que fuera una casualidad, sin duda tramaba algo. Debería saberse amenazada, pero lejos de eso sentía cierta anticipación ante la idea de coincidir con él a diario.



***

Pedro se dirigía al restaurante más caro de la ciudad para comer con la cúpula directiva de la empresa que acababa de adquirir. Sabía que había hecho una magnífica compra y que sacaría rendimiento a aquella inversión. Hacía algún tiempo que deseaba realizar una pequeña incursión en una Caja de Ahorros y esta en concreto le daba la oportunidad de trabajar desde Valencia aunque la sede central estuviera en otro lugar. Sin embargo, una voz interior insidiosa le recriminaba que su decisión no se hubiera basado en estrategias de mercado sino en Paula. Su abogado había adivinado su motivación pero la había malinterpretado. Le advirtió que la mitad de la Caja le pertenecería a ella como cualquiera de sus bienes y que, por tanto, no lograría presionarla en ese sentido para que firmara los papeles de restitución de su patrimonio. Él no había querido sacarle de su error.


Paula. La conocía desde siempre y desde siempre le había fascinado. Continuamente había destacado sin proponérselo. Mientras la gente de su edad apenas distinguía a Felipe González de Manuel Fraga, ella conocía el nombre de todos los ministros; cuando la homosexualidad era un tema tabú ella ya proclamaba a los cuatro vientos su apoyo al colectivo gay; era la única persona que conocía que decía seriamente no creer en Dios. Era dinámica, una fiera con las ideas claras y ganas de comerse el mundo. Siempre le había hecho sentir… corriente.


El coche de atrás pitó. Metió primera, se disculpó por no haber salido al ponerse el semáforo en verde y continuó.


Por aquel entonces él era un loco de la informática. Pasaba las horas frente a su IBM o leyendo artículos sobre los avances de las computadoras que se empleaban ya en
Estados Unidos. Cuando coincidía con Paula y hablaba del tema, ella le ignoraba. Ya siendo adultos había tratado de hablarle sobre las aficiones de ella con idéntico resultado. 


Apenas le dirigía la palabra y si lo hacía eran un par de monosílabos antes de volver a ignorarle, haciéndole sentirse rechazado en su insignificancia. Asumió que alguien tan inquieta como Paula no se fijaría en alguien tan cotidiano como él y fantaseó con ella durante el instituto y la universidad aunque no rechazó por ello al resto de las chicas.


Ahora bien, cuando la encontró aquella noche en Las Vegas, pasados de alcohol los dos, y le retó a casarse convencida seguramente de que él no haría nunca algo así, aceptó para demostrarle que no era un tipo insulso. Fue divertido comportarse de forma tan irresponsable. Él le propuso entonces, medio en broma medio en serio, consumar el matrimonio, y cómo no, aceptando el guante, Paula le propuso ir a su hotel. Excitado al límite, como jamás había estado, al llegar le pidió cinco minutos para ducharse. Le dio al agua fría tratando de calmarse. Si se acostaba con ella y todo acababa antes de empezar nunca se lo perdonaría. 


Para cuando salió del baño la encontró dormida. Se conformó con abrazarla hasta quedarse dormido él también. 


A la mañana siguiente ya no estaba. Y así acabó el matrimonio más corto de la historia.


Bueno, no había acabado en absoluto. Le parecía una crueldad del destino haber pasado años esforzándose en superar sus sentimientos por ella, para terminar en la casilla de salida. Y con Amparo en la ecuación para complicar más las cosas. Si todo aquello no hubiera ocurrido se habría casado con su prometida y habría sido feliz. Sabía que lo habría sido. Sin embargo, había ocurrido y ahora un matrimonio con su novia ya no le resultaba tan apetecible. Ni con ninguna otra mujer, Amparo no tenía la culpa. Nadie tenía cabida en su corazón cuando Paula estaba tan cerca.


Se encontraba en la peor de las situaciones, poniendo su planificada vida en riesgo al aproximarse demasiado a la mujer que había ocupado sus sueños durante casi tres décadas. Se sentía como una polilla acercándose cada vez más a la bombilla.


Llegó al restaurante, entregó las llaves al aparcacoches, tomó su maletín y se concentró en convertirse de nuevo en el respetado hombre de negocios que era.









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