lunes, 31 de agosto de 2015
ATADOS: CAPITULO 5
Dos meses después Paula estaba en su despacho. No había vuelto a saber de él desde aquel ya lejano sábado.
Tras los despidos en la empresa el ratio de eficiencia había aumentado, pero seguían necesitando con urgencia capital externo. En cualquier caso, no estaba en sus manos encontrar un inversor y trataba de no preocuparse por aquello que no podía controlar. Estaba hojeando evaluaciones de algunos gestores cuando sonó su teléfono de mesa. El tono indicaba llamada interna.
—¿Sí?
—Paula, hay un caballero en la entrada preguntando por ti.
—¿Quién es?
Sintió las dudas de la recepcionista y supo de quién se trataba antes de que se lo confirmara.
—Dice ser tu esposo.
El estómago le dio un vuelco. Pidió que subiera deseando que su voz hubiera sonado más firme a través del teléfono de lo que le había parecido a ella. Un minuto después la puerta de su despacho se abría y un Pedro vestido con traje de chaqueta y corbata entraba con un montón de papeles en la mano. Se le veía alterado. Le indicó con la mano que tomara asiento. Apartó los informes de su mesa y esperó.
Parecía que necesitara aclarar sus pensamientos, así que le dio un tiempo manteniéndose callada. Vio que se pasaba la mano por el pelo antes de decidirse a hablar.
—Nos han denegado la nulidad.
Saltó de su silla asustada.
—¡¿Qué?!
Estar casada durante unos meses antes de que le concedieran la nulidad tenía un punto divertido. Tener que divorciarse ya no le hacía ninguna gracia. Se obligó a tranquilizarse y recapacitar. Era imposible. Repasó los requisitos del Código Civil para que un matrimonio se considerara válido asegurándose de no cumplir ninguno: no habían convivido, no habían tenido intención de contraer matrimonio, no compartían las tareas domésticas, ni ninguna otra cosa en realidad. Miró a Pedro con ojo crítico.
¿Estaría bromeando, por fin? Pero no parecía contener su alegría sino todo lo contrario.
—Pedro, es imposible —hablaba despacio, tratando de convencerlo a él tanto como a sí misma—. Es un caso claro de nulidad. Incluso yo que no he ejercido nunca lo sé.
Volvió a sentarse mientras él la observaba con atención.
—Al parecer el juez ha desestimado ya varias solicitudes de nulidad. Es ultraconservador, cree que el matrimonio es una institución sagrada y que por tanto la ley no puede estar por encima de Dios. Además de los recursos interpuestos hay varias demandas contra su persona.
Trataba sin éxito de serenarse. No había ni rastro de la mujer tranquila que solía ser.
—¿Y no sabíamos eso antes de presentar la demanda? —Su mirada le dio la respuesta—. ¿Y por qué, si puede saberse, la presentamos allí y no en mi ciudad, donde no hubiéramos corrido riesgos innecesarios?
—El juzgado de mi ciudad tiene menos dilaciones: resuelven en menos tiempo.
«¿Está de broma, ¿no? Tiene que estar de broma.»
—Lógico, si los casos se resuelven así —le estaba gritando, pero no le importó—. Joder, Pedro, esto ya no tiene ninguna gracia.
Eso le hizo reaccionar.
—¿Ya no tiene ninguna gracia? ¿Ya no? —repitió, imitando con voz chillona su tono—. ¿Acaso antes sí la tenía? Pues explícamela y nos reiremos juntos.
Estaba demasiado enfadada como para apreciar su respuesta.
—¿Qué quieres que te diga? Lo dejé todo en tus manos, confié en ti, y mira lo que ha ocurrido. Otra vez.
Sabía que era injusto culparle por las rebeldías de un juez pero se sentía acorralada.
—¿Otra vez? ¡¿Otra vez?! —también él, un hombre habitualmente sereno, vociferaba—. ¿Te refieres a lo que pasó en Las Vegas, no? Me tenía que encargar de pagar y me equivoqué. Es eso, ¿no es cierto?
—Tú lo has dicho, no yo.
Se levantó ofendido y comenzó a dar vueltas por el despacho. Lo vio hacer un hercúleo esfuerzo para recuperar el control.
—Paula, no quiero discutir. —Regresó a la silla—. He traído la solicitud de divorcio.
Lo miró sorprendida. Tenía frescas en su mente las disposiciones básicas de las cláusulas jurídicas en materia matrimonial.
—Estamos en gananciales, Pedro. No es tan sencillo como estampar una firma. Me correspondería la mitad de tu patrimonio por ley. No estamos en Estados Unidos, aquí no se puede renunciar a la parte proporcional de la masa conyugal.
—Mi abogado ha pensado en todo. Además de la solicitud del divorcio, donde nos lo repartimos todo a medias, ha preparado un contrato en el que vuelves a donármelo después.
La mente de Paula trabajaba a toda velocidad.
—¿Y qué hay del impuesto de transmisiones? Será carísimo.
—Yo soy el donatario: yo me hago cargo.
Le tendió dos tacos de documentación. Uno era la demanda de divorcio con la repartición de los bienes. El otro, un contrato de donación.
Tomó la estilográfica de su escritorio con la sensación de que no hacía lo correcto. Iba a firmar cuando su dignidad se lo impidió.
—¿Y así se arreglan las cosas? ¿A base de talonario? Me temo que las cosas no funcionan así en mi mundo, Pedro. No voy a salvarle el culo a un juez meapilas. —El insulto no le debió pasar desapercibido, debió sentirse aludido incluso, pero no le dejó discutir—. Interpondremos un recurso y una demanda. No pienso admitir semejante falacia. Yo quería ser juez, ¿lo sabías? Esto es una cuestión de principios. —Y era cierto. No iba a permitir que la justicia se saltara su petición, ni iba a saltarse ella la justicia con dinero. No podía hacerlo.
Simplemente no podía.
Él se levantó y colocó las manos sobre el escritorio. Su alta figura volcada sobre ella resultaba amenazante.
—Paula, mientras tú te haces la ofendida yo tengo una boda esperándome.
Lejos de ofenderse o amedrentarse se sintió insultada.
—Simula una boda y haz vida de casado. Ya te lo dije. —Había suficiencia en su tono.
—Y yo te dije que soy católico. —Dio una palmada en la mesa sobre uno de los tacos de papel que había traído—. Firma los papeles y déjate de estupideces.
«¿Estupideces? ¡¿Estupideces?! Estás jodido.»
—Ahora resultará que tus creencias religiosas son más importantes que mis principios. —Había perdido el control. Estaba gritando y al borde de las lágrimas. Se aferró a su ira para no romper a llorar—. ¡Escúchame, capullo! ¡La has jodido! ¡Con mayúsculas! Debiste presentar la demanda en otro sitio y haber tenido paciencia. Pero noooo, el señor quería la nulidad ya. ¿Para qué esperar como el resto del mundo?
Vio que también él estaba fuera de sí.
«Mejor.»
—¡Firma los jodidos papeles y déjate de gilipolleces!
—No pienso firmarlos. ¿Me oyes? ¡¡No voy a hacerlo!! —Con seguridad todo el edificio la estaba oyendo, tanto vociferaba—. Tú, que la has cagado, arréglalo. Pero no cuentes conmigo para nada que no sea la nulidad. Y ahora, lárgate.
Pedro no se movió. Paula rodeó su escritorio. Lo echaría si era necesario. Estaba tan fuera de sí que ni siquiera pensó que no sería capaz de moverlo ni un ápice si se negaba a irse.
—Fuera. He. ¡¡¡Dicho!!!
Él cerró la distancia que los separaba. Parecía que iba a estrangularla, pero la tomó por los hombros y ella creyó que la zarandearía, pero la cercanía entre ambos, el contacto, cambió la atmósfera de repente. Toda la furia pareció convertirse en deseo. Sus manos dejaron de presionar para reposar casi acariciantes sobre la piel desnuda que la camisa revelaba. La respiración de ella se aceleró y él pudo sentirlo tanto como Paula pudo ver la pasión en sus ojos color miel. Se acercó más y Paula cerró los suyos, esperando. Pasaron los segundos.
—Maldita seas, Paula. ¡Maldita seas mil veces!
Los abrió justo para oír el portazo.
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