martes, 1 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 8





En la empresa se respiraba un ambiente distinto. Una mezcla de alivio, incertidumbre y euforia. Alivio porque lo peor ya había pasado. La Caja recuperaría la estabilidad y seguiría adelante. Incertidumbre por los cambios que se llevarían a cabo en la estrategia de negocio. Y euforia al saber que no sería objeto de fusión con una entidad más fuerte y que mantendrían su propia identidad en la medida en que Alfonso Holding, Co. lo permitiera.


Paula se debatía entre la obligación de anunciar a sus jefes su relación con Pedro y por tanto su peso específico en la entidad como copropietaria y su aversión a dar explicaciones sobre su vida privada. Confiaba en que él se comportara como un caballero, una vez más, y no diera un paso en falso sin avisarle primero. Pensó en llamarle, pero él estaría ocupado y además debía ser él quien la llamara para explicarle su decisión unilateral y extrema.


El día se le hizo eterno y también la noche esperando que su móvil sonara, lo que no ocurrió.


Diez días después sus temores iban en aumento. Según se rumoreaba en la central Pedro y su mano derecha estaban en las oficinas de la sede central en Madrid cerrando detalles y poniéndose al día. Manejarían desde Valencia la entidad y algunos jefes de los departamentos más importantes serían trasladados.


Los compañeros estaban expectantes. En cambio, en ella se mezclaba la tranquilidad de que nadie supiera de su relación con él y la rabia de sentirse ignorada. Ni siquiera la había llamado para avisarle de la nueva situación. Pues si eran puristas ella era la copropietaria de ese 51%, así que como se pusiera tonto…


Esa mañana de viernes había acudido al notario a firmarle unos poderes universales dado que técnicamente él necesitaría de su permiso explicito para cualquier negocio; según la ley el dinero era de los dos a partes iguales. De hecho, podía impugnar todo lo que había hecho hasta la fecha, cosa que lógicamente no iba a hacer. No, porque además pretendía mostrarse razonable con él, manejarse con dignidad, como si Pedro Alfonso le trajera sin cuidado. 


¡Pero era muy difícil cuando a quien pretendía despreciar la despreciaba a ella primero!


Su madre le había pedido que la llevara esa noche al chalé de María, una amiga, para una pequeña reunión. Su corsa verde se había estropeado. Un nutrido grupo de amigos irían a Tierra Santa por vacaciones, entre ellos Carmen y Pedro, sus actuales «suegros». Dado que todavía no había acabado de congraciarse con su madre la llevaría para ganar puntos y también aprovecharía para entregarle los poderes notariales a Pedro padre. Pasaría además una noche agradable.


Lo que no se esperaba, desde luego, era encontrarlo allí. Y menos con su prometida del brazo. Según parecía su padre no se encontraba bien y había accedido a acercar en coche a su madre, que no conducía. Amparo se había apuntado.


Saludó a todo el mundo y se sentó en el extremo de la mesa más alejado de la pareja. Ya imaginaba sus cariñosas miradas y los mimitos de la rubia pija. El resto de comensales pareció sentirse algo incómodo por la situación, pero trataron de aparentar normalidad. Después del postre, su tío comenzó a desgranar los pormenores del desplazamiento desde su salida en autobús hasta Madrid.


Paula aprovechó para ir al jardín y despejarse. En qué mala hora había dejado de fumar. Un pitillo le sabría a gloria. 


Medio minuto después salía Pedro con su paquete de cigarrillos en la mano. Se le acercó y le ofreció uno, en silencio.


—No sabía que fumaras —le dijo al tiempo que denegaba con la cabeza su ofrecimiento.


—Solo cuando estoy muy estresado.


No quiso hacer una réplica mordaz al respecto. Imaginaba que en unos segundos saldría su prometida, de hecho no se explicaba por qué no estaba ya allí.


—Tengo en mi bolso unos poderes notariales a tu nombre. Por si fueran necesarios. Pensaba dárselos a tu padre. Por cierto, dale recuerdos de mi parte.


Pedro asintió. Él compraba la empresa donde trabajaba ella, la ignoraba durante días y ella a cambio se mostraba razonable. Maldita fuera, pues a él le apetecía ser irracional. 


Quería que ella se enfadara como se había enfadado él por comprar una empresa solo porque Paula trabajaba en ella. Iba a replicar algo hiriente cuando Amparo atravesó el umbral de la puerta.


—Pepe, cariño, he vuelto del baño y no te he visto. Me habías asustado. Ah, hola Paula.


¿Pepe? ¿Estaría muy feo vomitarle sobre sus Manolo Blahnik?


—He salido a fumar. Y de paso a hablar con Paula. Quizá sería mejor que entraras.


Hizo un femenino mohín, pero él insistió. Si iba a discutir, cosa que le apetecía muchísimo, no quería que su novia fuera testigo. Sintió una punzada de culpabilidad, pero la desechó. No es que estuviera pensando en serle infiel, solo en tener una buena bronca. No era culpa de nadie que solo Paula sacara lo peor de sí mismo, ¿no?


De nuevo solos, la animó en muda invitación a pasear por el jardín en dirección a la huerta trasera. Habían jugado al escondite allí todos docenas de veces cuando eran niños, conocían el terreno casi de memoria. Ya alejados de la casa la encaró.


—Preferiría que firmaras la donación de bienes y no unos poderes, la verdad.


«¿Así me das las gracias? Capullo.»


—Y yo prefiero la nulidad en lugar del divorcio.


—Paula—le hablaba como si fuera una niña desobediente—, quiero acabar con este matrimonio cuanto antes.


—Y yo quiero que me suban el sueldo y tengo que joderme. Aprende tú también a resignarte con lo que no puedes conseguir. —Sonrió, irónica—. Espera, sí puedo conseguir un aumento salarial, solo tengo que subírmelo yo, dado que soy la feliz propietaria del 25,50% de la empresa en la que trabajo.


Esa era la señal que esperaba para saltar.


—La empresa es mía, no tuya. Yo la he pagado. Así que más que en subirte el sueldo piensa en comenzar a rezar lo que no quisiste aprender para no recibir una carta de despido si no firmas los papeles.


Paula llevaba semanas repasando derecho. Había añadido al consabido matrimonial la asignatura de mercantil y había consultado al notario sobre los pormenores del patrimonio conyugal y societario. Sabía de lo que estaba hablando.


—Eso es lo que tú dices, pero ni tú sabes tan poco. En cualquier caso, me temo que la ley está de mi parte.


Desde luego que lo sabía, su abogado se lo había advertido, pero se negaba a darle la razón.


—Eso es lo que tú dices —la imitó masticando cada palabra.


—¡Que levante la mano quien se haya licenciado en leyes! —Paula levantó el brazo triunfante.


Pedro nunca supo si fue la mirada de ella o la estupidez del comentario, pero perdió el control. La tomó de los brazos con intención de zarandearla hasta borrarle la burla de la mirada. 


Pero en un segundo todo cambió, como ya pasara en su despacho, y sus manos dejaron de atenazarla para rodearla.


Tiró de ella y la pegó a su cuerpo al tiempo que bajaba su boca hasta sus invitadores labios y la devoraba.


En cuanto sintió los labios de él se olvidó de todo cuanto la rodeaba. Se dejó abarcar por los brazos que la acunaban desde la espalda como tenazas de acero a su alrededor y se dejó llevar por el calor que la abrasaba, saboreando la desesperación de él, esperando que alguien llamara a los bomberos si ambos ardían. La lengua de él invadía su boca buscando conquistar cada recoveco mientras sus labios se movían con pasión sobre los suyos. Soltó una de las manos que la rodeaban, le tomó la barbilla y le giró la cara, facilitando un beso todavía más profundo. Paula gimió contra su boca y se retorció contra su cuerpo duro, transida de deseo. El gemido de ella lo traspasó como el más potente de los afrodisíacos. Metió la otra mano por debajo de su suéter y abarcó uno de sus senos, sintiendo que su erección se estiraba al máximo mientras Paula frotaba sus caderas contra su pelvis.


—¿Pepe?


Mierda. Amparo estaba allí. Se separó abruptamente de ella. 


A pesar de la oscuridad pudo verle los ojos, las pupilas dilatadas al máximo, y oír su respiración entrecortada.


—Maldita seas, ¿acaso no tienes bastante con joderme el matrimonio que también pretendes romper mi compromiso?


Supo que era injusto culparla, pero no le importó. Se acercó a su prometida con las manos en los bolsillos, tratando de disimular el bulto de su bragueta. Regresaron juntos a la casa dejándola sola.


Paula volvió diez minutos después, ya serena aunque su cabeza fuera un hervidero.


—Mamá, he recibido una llamada importante y tengo que marcharme.


Pidió a sus tíos que por favor la acercaran al finalizar la reunión a casa, dejó un sobre delante de Pedro sin atreverse a mirarle, y se fue.


Aquella noche le costó quedarse dormida.


Y aunque no lo supiera, tampoco a él le fue fácil conciliar el sueño.








No hay comentarios.:

Publicar un comentario