lunes, 31 de agosto de 2015

ATADOS: CAPITULO 4




Era sábado por la mañana. Hacía menos de dos días que habían cenado juntos e iban a verse de nuevo. Habían quedado con un abogado para pedir juntos la nulidad matrimonial. Paula había desempolvado sus libros de derecho la tarde anterior y se había dado cuenta de un detalle fundamental: se habían casado en gananciales antes de que él hiciera su fortuna. Así que en ese momento era la feliz propietaria de la mitad de un montón de millones de euros. Sonrió al pensar en hacer creer a Pedro que quería una compensación económica pero desechó la idea un segundo después. Habría que hacer algo con su sentido del humor. O la falta de este.


Había hablado también con su madre, era absurdo postergar lo inevitable. Había habido gritos, exigencias, y más gritos. 


Paula no esperaba menos. Su madre tenía un carácter de mil demonios y explotaba con facilidad. Quizá por eso ella procuraba mantenerse siempre fría, porque le habían criado en una casa que tendía al drama en cuanto se presentaba la ocasión.


Llegó a Valencia, dejó el coche en un parking en el centro y volvió a mirarse en el espejo. Después de la juerga de la noche anterior estaba blanca y tenía ojeras. Entre copa y copa mantuvo bien en secreto a su flamante esposo, recordó mientras salía del coche. Nunca había hablado a sus compañeras de él, ni de la boda ficticia —bueno, no tan ficticia— y tampoco le apetecía hablar ahora. Pedro era un tema privado. Muy, muy privado.


Salió a la calle, torció a la derecha, saludó al portero y entró en el edificio de oficinas que se alzaba hasta el cielo. Pulsó el botón de la decimoquinta planta y esperó. Cuando las puertas se abrieron tuvo la sensación de haber bajado quince plantas en vez de subirlas pues ante ella se mostraba el mismísimo infierno. En la sala de espera estaba Pedro, por supuesto, pero también sus padres, y su propia madre, y las cuatro hermanas de Pedro, y su hermana con su esposo y la niña, y para rematar, la prometida de Pedro. Todos los ojos se posaron sobre ella. «Elegí un mal día para ir de resaca», decidió con fastidio.


Saludó con una sonrisa general. Casi de manera providencial apareció un hombre de unos cincuenta años trajeado que se presentó como su abogado y, tras el protocolario apretón de manos, los invitó a pasar a una sala donde poder hablar. Todos los presentes sin excepción se desplazaron en bloque hacia allí.


Ah, no. Lo suyo con Pedro era algo privado. ¿Acaso habían publicado la convocatoria de aquella reunión en el diario?


Entró la última pero ni cerró la puerta ni se sentó. No se dirigió a nadie en concreto cuando habló con engañosa calma.


—Todos los miembros de la familia Chaves pueden salir. Esto no es el circo ni yo soy un maldito mono de feria.


Su madre iba a montar en cólera cuando su hermana, bendita fuera, la tomó del brazo, la hizo callar y la sacó de allí acompañada de su esposo y la pequeña Alma. La familia de Pedro, siempre correcta, tomó ejemplo y salió detrás.


El abogado le sonrió. Parecía sentirse aliviado también. 


Pedro apenas la miró. Seguía sentado y parecía relajado con la «peliteñida» a su lado. La taladró con la mirada y esta lo miró a él suplicante. «Patética, ni siquiera sabe defenderse sola».


—Paula, a Amparo este asunto le atañe directamente. —Su voz sonaba hastiada.


Cedió con la sonrisa torcida. Sabía que él no tenía sentido del humor, pero veríamos cuánta cuerda tenía ella. Se sentó y escuchó al letrado resumir su historia y explicar cómo iba a funcionar el proceso de nulidad. Apenas escuchaba. Amparo tenía la manicura francesa hecha, un maquillaje discreto y vestía ropa carísima. Se maldijo a sí misma por sus uñas cortas, su aspecto resacoso y sus vaqueros. Volvió a la sala cuando le pusieron delante una pila de papeles para que los firmara. Echó un vistazo rápido comprobando que todo estaba en orden, tomó el bolígrafo… y lo volvió a dejar sobre la mesa.


—Dado que mi esposo ha hecho toda su fortuna durante nuestro matrimonio —su voz sonaba firme, exigente—, creo que merezco una compensación.


La reacción no se hizo esperar. La rubia gritó, la insultó, pataleó e incluso trató de darle una bofetada. Fue Pedro quien detuvo el golpe; ella iba escueta de reflejos. «Así que yo tenía razón y de frágil nada de nada». Lejos de admirarla le cayó todavía peor.


—Amparo, estoy convencido de que Paula solo bromeaba. —Él seguía tranquilo.


La otra no se aplacó y continuó con los improperios. Cuando estos afectaron a su madre sintió que su autocontrol cedía. 


Prefirió pasar a la acción antes de que la situación se le fuera de las manos. Cogió el carísimo bolso de ella, separó la cremallera, abrió la puerta y lo lanzó cual jabalina, dejando a su paso un reguero de pintalabios, pañuelos de papel, tampones, llaves… Como estaría corta de reflejos, pero tonta no era, se apartó de la trayectoria de la rubia, que gritó con más ardor y salió corriendo para recoger sus pertenencias. Con la mejor de sus sonrisas cerró la puerta y pasó el pestillo. La mirada de Pedro mostraba un disgusto patente.


«Bueno, ha sido divertido y al menos ahora tengo toda su atención.»


—No me mires así. Ella debió salir con los demás. Corrijo: nadie debió venir.


—Paula, mi familia está preocupada por la situación. He tenido que anular una boda de seiscientos invitados. Todo el mundo está muy nervioso. Cuando me pidieron venir no pude decirles que no.


—A mí tampoco pudiste decirme que no y mira la que se ha armado. Quizá debieras aprender a decir que no. «Ene-O». —Vocalizó como si fuera un inepto al tiempo que tomaba los papeles y los firmaba. Guiñó un ojo al abogado—. Se lo pedí yo, ¿sabe?


El letrado simuló una sonrisilla carraspeando. Pedro no reaccionó. Una vez más. ¿Qué le pasaba a ese tío? Y qué tenía en las venas, ¿horchata? ¿Y por qué ella seguía pensando que era el hombre más sexy del mundo si era un soso? No debía haber una gota de pasión en su sangre y a pesar de ello su cuerpo cosquilleaba de deseo por él. Se levantó tratando de aliviar su propia pasión y estrechó de nuevo la mano del abogado, besó la mejilla de Pedro, frivolidad que le pareció absolutamente necesaria, y salió sonriente.


Fuera la esperaban en silencio. Se despidió de la familia Alfonso e invitó a la suya a comer para celebrar que en breve volvería a ser una mujer soltera y pobre. Todos rieron ante el comentario. Todos excepto Amparo. Ya en el ascensor y justo antes de que se cerraran las puertas se dirigió precisamente a ella.


—Ah, y te equivocas, Amparo. Mi madre es maestra. Maestra, no puta.


Se cerró la puerta. Adoraba las salidas a lo grande. 


Sonriendo, tomó a su sobrina en brazos y la abrazó. Esta le besó la mejilla antes de mirarla con los ojos a rebosar de curiosidad.


—Tía, ¿qué es una puta?


Mierda. Afortunadamente su hermana se lo tomó a risa.








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